9

Sábado, 15 de julio de 1944, casa de Wilshere, Estoril, cerca de Lisboa.


El criado que salió al patio a buscarla la sobresaltó porque se hallaba absorta en sus pensamientos. Se había perdido en las vetas donde coincidían la luz de la ciudad y el aire cada vez más oscuro. Se volvió hacia el chico y descubrió que la fachada de la casa estaba ahora iluminada por focos como si se tratara de un monumento. Sólo entonces se le vino a la cabeza. La libertad de la luz artificial. No había reparado en ello al contemplar el pueblo. Nada de restricciones de luz. Aquel país alarmante, libre y aun así represor.

Siguió al chico. Los muslos le sobresalían por los costados de los pantalones, enormes como los de un levantador de pesas. Atravesó con él la terraza, de la que ya habían retirado su gintonic a medio beber, hasta llegar al comedor que había a media altura del pasillo. Tres arañas de cristal colgaban sobre una mesa acortada a cuatro metros y medio para la ocasión, más íntima.

Wilshere estaba de pie, casi firme. Llevaba esmoquin con pechera dura como un tablón y pajarita negra. Le presentó a su mujer, que lucía un traje de noche hasta el suelo, con los pechos embutidos, la cintura prieta y las faldas llenas de susurros animales. Llevaba el pelo recogido hacia arriba y un collar con tres grandes rubíes engarzados. Su rostro aún presentaba aquella atroz palidez, pero no era la blancura alabastrina de su madre, sino más bien la espectralidad de una cuajada poco conseguida.

Anne le estrechó la mano, que tenía extendida como la de un obispo, esperando que la besaran. Estaba fofa, tan hinchada por la retención de líquidos que los nudillos eran hoyuelos. Se sentaron. Anne, a medio camino entre sus dos cabeceras, incómoda con su vestido informal. La luz de las tres arañas era clínicamente brillante y cruda, quirúrgica.


Sirvieron una sopa de color verde grisáceo con una rodaja flotante de salchicha en el centro. Les llenaron las copas de vino blanco. Mafalda rechazó el vino, metió la cuchara en la sopa y miró a su alrededor. El vino sabía a metal frío burbujeante, como el extremo de una pila. La sopa fue remplazada por un plato de tres pescados por cabeza, de ojos protuberantes por la fritura. Los intestinos de Anne pedían a gritos una interrupción del silencio aplastante pero Wilshere, impertérrito, cuchillo en mano como un escalpelo, desguazó su pescado con pericia mientras Anne reducía el suyo a un montón de pulpa espinosa. Mafalda jugueteó con el cuchillo y el tenedor alrededor de la lubina y la dejó. Se llevaron el pescado. Sirvieron grandes porciones de carne indeterminada con vetas rojas; en los platos castañeteaban las almejas.

Anne, desesperada por comunicarse, descubrió que sus pensamientos le daban tumbos por la cabeza como un borracho que buscara comida a última hora de la noche en la cocina de un hotel. Mafalda acorraló la carne en un lado del plato, las almejas en el otro y depuso su acero. Vertieron vino tinto en copas diferentes. Olía a calcetines húmedos pero tenía el sabor complejo como el de un beso. Wilshere lo saboreó con labios apretados en un besuqueo bajo su jubiloso bigote.

– Esta tarde su marido me ha hablado del fado -jadeó Anne a la segunda, no con un puño en la garganta sino con varios golpeándosela.

– No veo por qué -dijo Mafalda-. No lo entiende ni pizca. Lo desprecia. Corre, no, se abalanza a apagarlo cuando lo ponen en la radio.

Wilshere rumiaba la carne con las mandíbulas de forma interminable.

– Me decía -insistió Anne-, me decía que son canciones sobre añoranza, sobre vivir…

Mafalda se limitó a dejar los cubiertos con un tintineo a un lado de su plato con monograma y Anne se calló.

– Me gusta la chica nueva, Amalia -dijo Wilshere-. Amalia Rodrigues. Sí, es bastante buena.

– ¿Su voz? -preguntó Mafalda desde el fondo de una mirada negra como el carbón.

– No sabía que el fado tuviera otra cosa -comentó Wilshere-, ¿o lo que me preguntas es si tiene el espíritu, el alma del fado?

A Mafalda le temblaba el ojo izquierdo. Se lo acarició con el meñique. Anne miraba de un extremo al otro de la mesa: la espectadora idiota.

– Desde luego, tiene un espléndido… -dijo Wilshere, y su búsqueda de una palabra hizo temblar el aire-…un espléndido porte.

– ¿Porte? -se burló Mafalda-. Se refiere a…

Se refrenó. Dio un leve golpe con el puñito rechoncho en el borde del mantel de lino.

– A lo mejor tendría que haber elegido algo menos controvertido -dijo Wilshere-. Sólo charlábamos sobre nuestro buen amigo el gran doctor y, por supuesto, han surgido las tres efes. Quizá tendríamos que haber hablado de historia, pero incluso eso es un campo de minas. Te alegrará saber que no he hecho mención de O Encoberto, el Escondido, querida.

– ¿El Escondido? -preguntó Anne.

– Dom Sebastiào -explicó Wilshere-. No, no he hecho mención de él, querida, sabía que preferirías explicárselo a Anne por tu cuenta. Mi esposa, ya ves, Anne, es monárquica. Algo que no ha existido en este país desde hace más de treinta años. Cree que el Escondido, al que mataron -ooooh, hace cuatrocientos años, ¿no es así?- en el campo de batalla de El Kebir en Marruecos, regresará de algún modo…

Mafalda se puso en pie con cierta dificultad. Wilshere se calló. Un criado le retiró a su señora la silla y le ofreció el hombro para apoyarse.

– No me encuentro muy bien -dijo ella-. Me temo que voy a tener que retirarme.

Salió de la habitación sin al parecer depositar ningún peso en el hombro del criado, al que afanaba por un puñado de tela. Arriba y en camisón no parecía tan insegura. Le dedicó a Anne la sombra de una despedida con la cabeza. La puerta se cerró con un chasquido de latón. Anne se dejó caer sobre la abolladura de la tapicería de su silla, traumatizada. Retiraron su carne a medio comer. Apareció una ensalada de frutas. Los pasos desaparecieron hacia la cocina. Los dejaron a solas al resplandor de las arañas y colocaron el vino tinto en una bandejita de plata delante de Wilshere.

– Palabras, palabras, palabras -dijo éste entre dientes-, no son más que palabras.

Antes, en la terraza, Wilshere estaba a medio camino de una borrachera. El destello de furia ante la mención de su esposa había supuesto un hiato en la habitual progresión ininterrumpida. En los quince minutos escasos que había tardado en cambiarse había atravesado la embriaguez y recobrado la sobriedad, pero con una diferencia. En ese momento era capaz de transformarse como por arte de magia de beligerante en sensiblero, de vengativo en autocompasivo. Quizá la estimación de Cardew de la salud mental del matrimonio era a la inversa. Mafalda no estaba bien, a secas, y el hombre que tamborileaba con su pechera tiesa en el borde de la mesa mientras contemplaba el nivel de vino de su copa estaba, si no loco, cerca de estarlo.

– Yo no suelo tomar postre -dijo Wilshere-. No soy goloso.

Tintineó con la cuchara en el borde del plato, se bebió el vino y vertió lo que quedaba en la botella en su copa. Los criados llegaron con café. Les dijo que lo sirvieran en la terraza. Apuró el vino de un solo trago como si lo bebiera por obligación: condenado a muerte por envenenamiento. En la terraza forzó a Anne a tomarse una copita de oporto de otro siglo. Aquello ya no era beber por placer.

– Vamos a dar un paseo hasta el casino -dijo Wilshere después de un prolongado silencio en el que su cuerpo se convirtió en una fortificación impenetrable, tras la que su cerebro se había retirado a librar alguna batalla intestina-. Corre a ponerte tu mejor vestido de fiesta.

Anne se puso su único vestido de fiesta, uno de los de su madre de antes de la guerra. Miró por la ventana del baño a la terraza, donde Wilshere seguía inmóvil. Al cambiar de enfoque para verse en el cristal sintió que se abría una grieta de miedo. Recordó su adiestramiento -la charla sobre la necesaria entereza mental- y respiró hondo para controlar el pánico.

Bajó las escaleras con los zapatos en la mano, poco deseosa de otro encuentro con la espectral Mafalda. En la terraza se reunió con Wilshere, que contemplaba el muro de oscuridad que había al otro lado de los focos. Se levantó de la silla con una sacudida y la agarró por los hombros pero no con el tacto suave de su antiguo profesor de piano. Su aliento, un hedor amoníaco que habría descascarillado pintura, la hizo parpadear. El canal de separación de su desenfadado bigote se había cubierto de sudor. Tenía la boca a no más de unos centímetros de ella. El cuerpo de Anne sentía la necesidad de apartarse y en su estómago se agitaba un chillido. Wilshere la soltó. En los puntos que habían ocupado sus manos afloró la piel de gallina.

Atravesaron la cortina de luz y el césped hasta llegar al sendero empedrado que llevaba al fondo del jardín. La media Luna les alumbraba el camino. No muy lejos de la puerta se abría una desviación que llevaba a un cenador y una enramada formada en torno a unos cuantos pilares de piedra, que hacía las veces de refugio de frondas colgantes para un banco con vistas al mar. Parecía no ser utilizado, como si los habitantes de la casa no tuvieran necesidad de tal tranquilidad sino que prefiriesen lo implacable de los pasillos y salones oscuros de su habitat natural.

Cruzaron la calle bajo la espesa oscuridad de los pinos de la parte de atrás del casino, un edificio moderno vulgar que sabía que su atracción no era de orden arquitectónico. Se unieron a la corriente de personas de porte acaudalado que entraba: el frufrú del tafetán, el crepitar del nilón y el crujido de los fajos doblados de dinero recién impreso. Wilshere se dirigió directamente a la barra y pidió un whisky. Anne optó por un coñac con soda. Mientras Wilshere encendía un cigarrillo, un brazo carnoso le rodeó los hombros. Su cuerpo esbelto dio un respingo.

¡Wilshere! -dijo una expansiva voz estadounidense, sin mirarlo a él Pero con la cabeza al lado como si fueran a tocarse las mejillas. Una mano salió disparada hacia Anne-. Beecham Lazard.

– Tercero -matizó Wilshere, mientras apartaba el brazo del estadounidense con un encogimiento de hombros-. Te presento a la señorita Anne Ashworth.

Lazard era más alto y corpulento que Wilshere. También iba vestido de esmoquin, pero el suyo estaba lleno a reventar. Sería unos veinte años más joven que Wilshere, y su pelo moreno lucía a un lado una raya propia de una herramienta de precisión. Tenía una sonrisa inmaculada y un tono de piel absolutamente uniforme. Estaba revestido de una especie de perfección de museo de cera, tan fascinante como repelente.

– Tenemos que hablar -le dijo Lazard al lado de la cera de Wilshere.

El irlandés bajó la vista al pecho de su camisa como si estuviera encaramado a una elevada cornisa.

– Anne es la nueva invitada de mi casa -dijo-. Ha llegado hoy de Londres. Le estaba enseñando el maravilloso lugar donde vivimos.

– Claro -dijo Lazard, y soltó la mano de Anne, que había estado acariciando con un pulgar insidioso-. Es cuestión de fechas… unos segunditos, nada más.

Wilshere, molesto, se excusó y retrocedió hasta la entrada del bar, donde hablaron entre los empujones del caudal de clientes que entraba. Anne jugueteó con su cigarrillo y se sintió infantil con su traje. La haute couture parisina se había desplazado a Lisboa y la ropa de la gente que la rodeaba le hacía sentirse como si estuviera esperando a que sacaran las gominolas en un té. Fumó como maniobra de distracción y lanzó miradas a su alrededor para compensar. Hasta eso se demostró difícil. Su mirada ociosa y confiada se cruzaba fácilmente con ojos más fuertes y exigentes. Volvió bruscamente la cabeza hacia los espejos y cristales de la barra, que reflejaban una multiplicación de ojos, algunos ebrios, otros tristes, otros duros… pero todos exigentes.

– Americanos -dijo Wilshere, de vuelta a su lado-. No tienen ni idea del lugar ni la hora.

Se la llevó a una mesa y le presentó a cuatro mujeres y dos hombres. Los nombres extranjeros desfilaron a la carrera como una cacería estruendosa, todo títulos y linajes, fanfarria y heráldica. Hablaron con Wilshere en francés y a ella no le hicieron el más mínimo caso. Todo lo que necesitaban saber de Anne saltaba a la vista en su atuendo: alguna sirvienta que Wilshere se estaba camelando. El se separó de sus implorantes dedos enjoyados y nudosos e hizo una reverencia.

– Hay que hacerlo, me temo -le dijo a la mejilla de Anne-. Si haces un feo a las rumanas debes saber a lo que te expones. Unas chismosas de cuidado.

Se dirigieron a la caixa, donde Wilshere firmó un cheque por unas cuantas fichas, y entraron por las puertas batientes en la sala de juegos. El irlandés le dio a Anne dos dedos de fichas y fue directo a la mesa de bacarrá, donde tomó asiento junto a otro jugador encorvado y se sumió en una profunda concentración. Anne se colocó detrás, suspendida en capas de humo. Se repartieron cartas. Los jugadores levantaban las esquinas. A veces se plantaban, otras pedían carta y rara vez declaraban un natural. Resultaba tedioso a menos que se fuera uno de los jugadores de ojos como remachadoras, que agarraban el aire a puñados, siseando cuando perdían y desenroscándose, pero sólo por un segundo, cuando ganaban.

La transformación de Wilshere fue instantánea. Le abandonó todo vestigio de diversión o de hastío. Desde entonces su interés resultaba sólo calculable en porcentajes, su inteligencia reducida a una telepatía titubeante de palos numerados. Anne se entretuvo computando la ventaja de la banca en el juego y empezó a bostezar. El juego había absorbido todo el oxígeno del aire. Deambuló por la sala, ansiosa de apartarse de las espaldas mustias de los jugadores de bacarrá. No había miradas perdidas que se cruzaran con la suya, pues en ese lugar el dinero apremiaba más que la lujuria. La sala estaba en calma, pero chispeaba de emoción y tormento. Los metros de tapete verde y los acres de moqueta aportaban sigilo a la riqueza y acallaban cualquier repentino derrumbe de fondos.

Se sintió atraída por la ruleta. La ruleta era ruidosa, sobre todo si jugaba un estadounidense, y el traqueteo de la bola de marfil, que entonaba su propio fado, era una distracción casi dulce tras las insufribles cartas. Se unió a la multitud, se descubrió abrazada por ella, bienvenida, invitada a un cigarrillo, empujada y, en esas familiares apreturas de matadero, convencida de lo que había sabido desde el momento mismo en que las puertas se habían cerrado a sus espaldas. La estaban observando.

Habría sido bastante fácil volverse, asomarse por encima de las cabezas inclinadas que suplicaban al dios del tapete verde. Habría sido fácil descubrir la única otra cara de la sala ajena a los números, libre de la concentración de la avidez. Pero no podía hacerlo. La tensión se acumulaba en su cuello, empezaba a temblarle la cabeza. Un brazo se enroscó en torno a su hombro y la atrajo a una camisa húmeda.

– Una dama para la buena suerte -rugió el estadounidense-. Vamos. Que suene ese veintiocho.

El americano la agarró más fuerte. El crupier dio por terminadas las apuestas, echó a rodar la ruleta y puso la bola en movimiento. Las chicas chillaron. La bola siguió su traqueteo. Anne fue atenazada contra el pecho del estadounidense, más fuerte. Despedía un olor penetrante como a carne asada. La bola tonteó -remilgada, seductora, coqueta-, entrando y saliendo del cauce, saltando sobre las separaciones de latón entre los números.

La cabeza de Anne ya casi estaba enterrada en el pecho del hombre, tal era su determinación, y en el límite de su visión, apartado de la muchedumbre, bajo la luz, apareció la correa de músculo del cuello, la mandíbula prominente, la mejilla hueca del que sabía que la estaba observando.

El observador bajó la cabeza. Los pómulos altos bajo los ojos azules, la boca vulnerable, la barbilla marcada, la garganta como un puñito enmarcado por el cuello estirado. Ver los ojos complicaba las cosas. Resultaba imposible entender el motivo, traducir fielmente la mirada. A Anne se le cerró la garganta; el cuello le picaba de calor. Devolvió con esfuerzo los ojos a la mesa, pero no a los cuadrados y los números, no a los rombos negros y rojos sino al fieltro verde y suave que daba paz a la mente. Su cabeza volvió a alzarse, sacudida por un resorte nervioso. Todavía allí. Su propósito cercano como el trueno. Se oyó un rugido.

– Vingthuit -anunció el crupier.

El estadounidense atizó un puñetazo a la barriga del humo que los sobrevolaba, con un puro en la comisura de la boca. Anne, libre de su agarrón, cayó hacia delante y vio a otra chica al otro lado que seguía atrapada en el abrazo del hombre, diminuta, del tamaño de un tordo, con los pechos puntiagudos y un pico aguzado. El americano besó al pajarillo en la cabeza. El crupier recogió con el rastrillo las fichas muertas y dejó la apuesta del estadounidense. Hizo sus cálculos y le acercó un horizonte neoyorquino de fichas. Anne salió marcha atrás de entre la multitud, dio una calada a su cigarrillo y se dirigió a las mesas de bacarrá. Tenía que concentrarse para caminar, como si tuviera las piernas y los pies de otra persona, capaces de salir corriendo por su propia voluntad.

La espalda de Wilshere seguía cernida sobre la mesa de bacarrá, pero ahora tenía a Beecham Lazard sentado al lado. Se mantuvo alejada de su órbita. El crupier preparaba nuevos mazos de cartas de espaldas a los dos hombres. El estadounidense miró a la izquierda y le pasó una pila de fichas de alto valor a Wilshere, cuyos hombros se expandieron por un momento antes de volver a hundirse.

Anne tenía que salir de la sala, alejarse del silencio sofocante del dinero, la feroz adicción de los jugadores, lejos de esos ojos azules. Se encaminó hacia las puertas batientes acolchadas. La salida del manicomio. Oyó música en el Wonderbar y se dirigió hacia él. Se ocultó en la oscuridad, lejos de la pista de baile iluminada, y fumó el cigarrillo hasta las uñas.

– Me sorprende verte sola de juerga en tu primera noche -dijo una voz por debajo de ella.

El batería de la banda se lucró con redoble y lo remató con los platillos. Jim Wallis estaba sentado a una mesa unos pasos a su izquierda, con una silla libre a su lado. Al otro lado de la pista de baile, la cara de la sala de juegos apareció en el límite de la luz, se volvió y se sumió de nuevo en la penumbra. Anne aceptó el cigarrillo que le ofrecía Wallis y bebió un poco de su whisky con soda, que le arañó la garganta. Se le inundaron las mejillas de sangre.

– Parece que ya me siguen -dijo por encima de la música.

– No me sorprende -replicó Wallis, casi triste.

– Creía que se suponía que nadie sabía quién soy.

– Pero quieren saberlo -dijo él, y se inclinó hacia ella con el mechero.

– No te entiendo.

– Eres guapa -explicó él, y la llama osciló ante su cara-. Así de sencillo.

– Jim -dijo ella, en tono de advertencia.

– Tú lo has preguntado.

– ¿Qué haces tú aquí?

– Espero y observo -respondió él-. ¿Quieres bailar… para pasar el rato?

– ¿No estás con una chica?

– Le gusta la ruleta -respondió Wallis, con las manos extendidas y abiertas para ejemplificar sus medios escasos.

Llevó a Anne a la pista de baile. La música empezó lenta. Bailaron agarrados pero sin perder las formas. Anne le habló del cenador y la enramada cubierta, que resultarían un buen lugar para dejar los mensajes secretos. Al día siguiente miraría. El director de la banda anunció una pieza de baile y las parejas se multiplicaron en la pista.

Anne bailó durante media hora y entró en el tocador cuando la banda se tomó un descanso. Al llegar otra vez al bar, Wilshere esperaba a solas de espaldas a ella, con un pie sobre el raíl de latón y el codo hacia afuera que revelaba que seguía bebiendo. Le dijo que quería irse a la cama. El acabó la copa con pocos miramientos y le tendió el brazo; Anne lo cogió y salieron a la noche, que no había refrescado.

– Estas noches… -dijo Wilshere, entre jadeos, pero sin añadir nada más, harto de ellas, saltaba a la vista.

Wilshere aminoró el paso a medida que llegaban a los pinos cercanos a la entrada del jardín. Al principio Anne pensó que se veía incapaz de volver a casa, porque volvía a despedir ese olor, que no era miedo pero se le parecía. El irlandés le soltó el brazo y se abrazó a su cuello. Siguieron adelante, él apoyado en ella.

La luna teñía de azul la penumbra del jardín, y Wilshere tropezaba y arrancaba las gruesas hojas de los setos. Sollozó desde tales profundidades que el resultado fue una arcada, como si tratara de arrojar algo que llevara dentro, algún horror que le atormentaba las entrañas. Se abrazó a ella con más fuerza. Los bordes agudos de su chaqueta llena de fichas del casino se clavaban en las costillas de Anne. Los tacones le resbalaban sobre los cantos irregulares de los escalones empedrados. Se escoraron hasta apartarse del sendero, chocar contra el seto y aterrizar, uno encima del otro, sobre la blanda tierra del otro lado. Wilshere se quedó boca arriba. Tenía la cara flaccida y la respiración regular. Anne se zafó de su abrazo dormido y se sorprendió ante el sonido de algún animal, grande y ruidoso, que se acercaba por la maleza. Una pechera blanca revoloteó; unos puños de camisa descendieron hacia el comatoso Wilshere.

– Va a tener que ayudarme -dijo la voz en un inglés tranquilo y con acento.

Anne ayudó al extraño a cargar a Wilshere al hombro, entre una cascada de fichas. El recién llegado atravesó el seto marcha atrás y emprendió un trote regular por el jardín. Las luces de dentro y fuera de la casa estaban apagadas. Entraron por la cristalera de la terraza.

– ¿Dónde duerme?

– No… Creo… Déjelo aquí mismo -dijo ella.

El extrañó entró de lado en el salón, dejó caer a Wilshere en el primer sofá y le quitó los zapatos. El irlandés se peleó consigo mismo y se calló. Anne abrió las persianas que los criados habían cerrado para evitar la entrada de la luz de la mañana. Cuando se dio la vuelta el extraño ya había desaparecido. Al volver junto la ventana lo divisó cruzando el jardín bajo la luz de la luna con el paso tranquilo de un sereno. Se volvió en el punto más alto del sendero para mirar atrás, con la cara en penumbra. Bajó los escalones al trote y sus suelas de cuero resonaron sobre las losas hasta que se hizo el silencio.

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