16

Lunes, 17 de julio de 1944, Estrela, Lisboa.


A las 9:30 p.m. Voss se levantó, se vistió, compró el periódico, tomó un café en el bar de la esquina y fue a su banco fe costumbre en los jardines de Estrela. Se sentó con el periódico en el regazo. La gente paseaba bajo los árboles. Imperaba una sensación de alivio tras el calor brutal del día. La mayor parte de mujeres iban bien vestidas, con costosas sedas si podían permitírselo o algodones de alta calidad si no. Los varones, si eran portugueses, llevaban traje oscuro y sombrero. Si eran extranjeros, los más ricos vestían de lino, los más pobres de un tejido demasiado grueso para el tiempo. El dinero se había filtrado a través de las capas de Lisboa.

Voss parpadeó y vio la escena a través de un cristal distinto, vio al resto de personas de los jardines. No eran hombres y mujeres que disfrutaran de un paseo nocturno. Se trataba del sudor de la ciudad. Rezumaban de los edificios oscuros y contaminados, se filtraban desde las pensòes baratas que apestaban a alcantarilla y goteaban de sus buhardillas viciadas con la ropa interior rasposa de secarse al sol. Buscaban el posible escudo que lastrara los bolsillos húmedos que les subían por los muslos. Eran los vigilantes, los oidores, los susurrantes, los inventores, los correveidiles: los mentirosos, los tramposos, los estafadores y los cuervos.

De entre sus filas uno se sentó en el banco de Voss. Era menudo, demacrado, le faltaban dientes, iba sin afeitar y sus cejas negras sobresalían dos centímetros de la frente. Voss dio unos golpecitos en el banco con el periódico y flotó hacia él una vaharada del hedor de su acompañante. Se llamaba Rui.

– Su francés no ha salido en tres días de la habitación -dijo Rui.

– ¿Está muerto? -preguntó Voss.

– No, no, quiero decir que sólo ha salido a tomar café.


– ¿Y lo tomó solo?

– Sí. También compró sardinas y algo de pan -añadió Rui.

– ¿Habló con alguien?

– Éste tiene miedo. No he visto a nadie tan asustado. Se volvería contra su sombra y le daría patadas.

«Tú estarías igual», pensó Voss. Olivier Mesnel había llegado desde París, donde tenía sólo un enemigo, a Lisboa, donde tenía dos: los alemanes y la PVDE. ¿Quién sería comunista y francés allí?

– ¿Ha hecho alguna excursión más a las afueras?

– Da la impresión de que esos viajes a Monsanto lo agotan demasiado. A este hombre le quedan pocas reservas… muy pocas para lo que hace.

– Avísame cuando haga algo. Ya conoces el conducto -dijo Voss; se levantó y dejó el periódico, que Rui empezó a hojear hasta descubrir el billete de veinte escudos oculto entre las páginas de deportes.

Voss salió de los jardines por la entrada más próxima a la basílica y se encaminó al Bairro Alto por la Calçada da Estrela, volviendo la vista por si veía algún taxi pero también para asegurarse de que no lo seguía ningún bufo. Al final paró uno e indicó al conductor que lo llevara al Largo do Chiado. Pensó en Mesnel. Le preocupaba. Siempre las mismas preocupaciones: ¿por qué elegirían los rusos a un hombre así para un trabajo de espionaje? El solitario acabado, el pobre neurótico, el perdedor desaseado, el… el parásito del hígado, la pulga del colchón.

Salió del taxi y recorrió a buen paso la red de calles abolladas de adoquines del Bairro Alto hasta llegar a una tasca a cuyas puertas asaban caballa. Se sentó en la esquina más oscura con las dos puertas a la vista. Pidió caballa y una jarrita de vino blanco. Comió sin entusiasmo y lo regó con el vino, rápido para no notar la acidez. No apareció nadie por ninguna de las dos puertas. Pidió un bagaço. Le apetecía sentir la ferocidad del alcohol puro e incoloro en la garganta. Fumó. El cigarrillo se le pegaba al sudor entre los dedos.


Anne tanteó la puerta del estudio. Estaba abierto y vacío. Avanzó hasta el salón. Oscuridad. En la terraza de atrás Wilshere, a solas junto a la mesita, fumaba y bebía whisky solo. Se sentó con él. Wilshere no dio muestras de reparar en ella y mantuvo su vigilancia silenciosa del jardín vacío, mientras desplazaba el mobiliario oscuro y pesado de sus dudas y preocupaciones de un lado a otro de su cabeza.

Anne trataba de figurarse el modo de encajar las órdenes de Sutherland dentro de su extraña relación con Wilshere. No tenía confianza con él. Fuera cual fuese el encanto que Cardew decía que tenía, debía de estar reservado para los hombres. Con ella Wilshere se mostraba o desconcertantemente confianzudo o insondablemente distante. Bien la acariciaba y la besaba en la comisura de la boca, bien fustigaba a su caballo pendiente abajo. Sus riquezas lo habían aislado del resto de los mortales, y siempre era un suplicio dar con un modo de aguijonearle el cerebro para que se interesara en algo.

– ¿Está lista la cena? -preguntó él, exhausto por la idea.

– No lo sé, vengo de arriba.

– ¿Una copa?

– Estoy bien, gracias.

– ¿Un pitillo?

Le encendió el cigarrillo, tiró el suyo y encendió otro.

– Me tomaré esa copa, después de todo -decidió ella.

– ¿Joao? -llamó Wilshere, sin respuesta-. Ya me parecía a mí que había un silencio de muerte. Mira por dónde, no sé si esta noche vamos a tener cena.

Le preparó a Anne un coñac con soda de la bandeja.

– No tengo hambre -dijo ella.

– Tendrían que darnos algo. Me parece que a veces Mafalda los lía.

– Ayer, cuando cabalgábamos -espetó Anne, decidida por un asalto frontal-, ¿por qué golpeó a mi caballo?

– ¿Golpeé a tu caballo? -preguntó él, mientras se sentaba lentamente.

– ¿Recuerda que mi caballo se desbocó?

– Sí -respondió él, pero ya prevenido, con dudas sobre otros asuntos-, sí que se desbocó.

– Fue porque le dio un golpe con la fusta al pasar a mi lado.

– Lo hice -dijo él, una afirmación, pero al borde de la pregunta.

– ¿A qué vino eso? No quería sacar el tema delante del comandante. Pensaba que quizá tuviera algo que ver con esa chica, Judy Laverne. Me tiene preocupada.

– ¿Preocupada?

– Sí -corroboró ella, muy consciente de que no había sacado nada en claro.

La mirada de Wilshere adoptó un matiz furtivo. La asustaba. Sutherland se había equivocado. Aquello no había sido lo correcto.

– Pensaba que había sido… Pensaba que a lo mejor mi yegua había asustado a la tuya, al acercársele tan rápido y por detrás.

Anne tenía su imagen nítida en la cabeza: medio incorporado sobre la silla, con el brazo de la fusta en alto, malintencionado.

– A lo mejor fue eso -concedió ella, aferrándose a cualquier atisbo de conciliación-. ¿Judy Laverne era buena amazona?

– No -respondió él, en tono cercano a la vehemencia-, era una amazona excepcional. Y audaz.

Se acabó el whisky de un tirón, le dio una calada salvaje al cigarrillo y se mordió la uña del pulgar, atravesando a Anne con la mirada, enloquecido por un momento.

– Creo que iré a ver qué pasa con esa cena -anunció.

El jardín se oscureció un tono más. Anne tomó un trago de su coñac. Su confianza en Sutherland se había evaporado. Fuera cual fuese el motivo de su presencia en esa casa, tenía que ver con Judy Laverne.


Voss dejó unas cuantas monedas sobre la mesa, la cena era tan barata que resultaba difícil imaginar cómo vivían los que la ponían en la mesa. Caminó hasta la estatua de Luís de Camòes y dio un paseo por entre los árboles para ver a todos los ocupantes de los bancos de piedra que no estaban interesados en él. Fue por la Rua do Alecrim hasta la estación de tren de Cais do Sodré y compró un billete a Estoril. Se sentó en uno de los vagones centrales del tren, casi vacío. Instantes antes de que partiera salió del vagón y caminó por el andén. Nadie le seguía. El jefe de estación tocó el silbato. Se metió en el primer vagón cuando ya había arrancado.

Una vez en Estoril se adentró en los jardines de delante del Hotel Parque. Observó los coches y la gente desde debajo de las palmeras, esperó a que las aceras estuviesen despejadas y cruzó la calle. Caminó hacia el casino y, en un solo movimiento, abrió la puerta de un coche y se sentó al volante. Arrancó, dio la vuelta al casino y bajó por el otro lado de la plaza. Se dirigió hacia el oeste, a través de Cascáis hasta salir a Guincho, donde los largos tramos de carretera recta le demostraron que nadie le seguía.

Siguió por la carretera que remontaba la Serra da Sintra; dejó atrás Malveira, la curva por la que se había caído la estadounidense y el cruce de Azoia, atravesó Pé da Serra, bajó hasta Colares y después volvió a subir por la vertiente norte de la serra, donde pasó por delante de una aldea a oscuras y varias quintas sin luz. Al cabo de unos kilómetros se salió de la carretera y aparcó bosque adentro. Cruzó la carretera, atravesó unas puertas de hierro y bajó por un sendero de guijarros a los jardines de Monserrate.

A los veinte metros de sendero aparecieron dos hombres, uno por detrás y otro por delante que le alumbró el rostro con una linterna.

– Buenas noches, señor -dijo una voz inglesa-. «¿Cuál es el peor pesar que la edad nos depara?»

El hombre de la linterna soltó una risilla, mientras el que tenía detrás le susurraba al oído:

– «¿Qué estampa en la frente la arruga sin perdón?»

Voss suspiró, aunque recordaba su parte:

– «Ver tachado de la página de la vida a todo ser querido,

Y estar solo en la Tierra, como ahora estoy.»

– No es para tanto, señor. Aquí somos todos amigos, ya lo sabe.

«Los ingleses y su sentido del humor», pensó Voss. Aquello era obra de Richard Rose, el escritor. Tenía a toda la sección de Lisboa recitando clásicos.

– Aprender trabajando -le había dicho-. Es nuestra manera de tratar los asuntos serios.

Los tres caminaron hacia el edificio sin luces que ocupaba el centro de los jardines. La primera vez que Voss se había visto allí con Rose, éste le había contado que el diseño original de los jardines era obra de un esteta inglés del siglo xvm llamado William Beckford, el cual había tenido que abandonar Inglaterra a toda prisa para evitar la soga.

– ¿Qué había hecho? -le preguntó Voss, inocente.

– Sodomizar a niños pequeños, Voss -respondió Rose, con los ojos brillantes y animados ante las posibilidades-. El amor que no osa pronunciar su nombre.

Se lo había confirmado en alemán, de paso, para asegurarse de que lo entendiera, para ver lo rectas que eran las vías por las que avanzaba Voss.

Llegaron al extraño palacio construido a mediados del siglo anterior por otro inglés excéntrico. El hombre que abría la marcha apuntó a las puertas de cristal abiertas que se veían al fondo de una columnata morisca. Voss sintió alivio al ver que allí le esperaba Sutherland, además de Rose, los dos sentados en sillas de madera dentro de la habitación desierta, a la luz temblorosa de un farol que reflejaban las paredes.

– ¡Ah! -dijo Rose, que se puso de pie para darle la bienvenida-, «el proscrito errante de su pensamiento oscuro».

– No estoy seguro de entenderle del todo -dijo Voss, impasible, insensible a las gracias de Rose.

– No es nada, Voss, amigo mío, nada -aseveró Rose-. Sólo un verso del poema al que debe su nombre en clave: Childe Harold. ¿Sabía que fue escrito en Sintra, carretera abajo?

Voss no respondió. Se sentaron y encendieron sendos cigarrillos. Sutherland fumaba su pipa. Rose sacó tres vasitos de metal de un estuche de cuero y los llenó a medias con su petaca.

– Nunca le hemos dado las gracias como corresponde por la información sobre los cohetes -dijo Sutherland, alzando su vaso hacia él, marcando el tono que deseaba para la reunión, apartándose del estilo más agresivo de Rose.

– No por eso dejaron de caer -terció Rose, con un brazo sobre el respaldo de la silla-, pero salud, de todas formas.

– Al menos estaban sobre aviso -dijo Voss-. ¿Y revisaron los cráteres?

– Los revisamos.

– Y supongo que descubrieron que era cierto lo que les dije.

– Ni rastro de radiación -dijo Sutherland-. Explosivos convencionales. Pero eso no significa que ya estemos tranquilos.

– En nuestra opinión se trata de vuelos de prueba -añadió Rose.

– Dada la gravedad de la situación en Italia, Francia y el Este, ¿creen que el temperamento del Führer está para perder tiempo con pruebas? -dijo Voss.

– ¿De la trayectoria de los cohetes? -preguntó Rose-. Sí, lo creemos… hasta el momento en que Heisenberg haya tenido tiempo para desarrollar la pila atómica necesaria para crear el Ekarhenium, como lo llaman ustedes.

– Ya lo hemos discutido otras veces. Heisenberg y Hahn lo han dejado claro. No hay programa para la bomba atómica.

– Heisenberg no se lo dejó claro a Niels Bohr, y ahora Niels Bohr está con los americanos y, junto con otros, los ha convencido de que Alemania ha realizado progresos de importancia, de que están ustedes jodidamente cerca.

Voss cerró los ojos, que le dolían. Fumaron un rato.

– Sabemos que no nos ha hecho venir hasta aquí para persuadirnos de lo mismo, Voss -dijo Sutherland-. No logrará convencernos y, aunque lo hiciera, nosotros no lograríamos convencer a los americanos, con todas las pruebas que han ido acumulando.

– Es probable que en el mundo sólo haya unos veinte científicos al tanto de todo esto -dijo Rose-. Ni siquiera usted, con sus años de física en la Universidad de Heidelberg, entendería lo que supone. Tal vez haya captado parte de la teoría pero no nos venga con que aquí, en Lisboa, puede tener la más mínima idea de los aspectos prácticos. Estamos hablando de ciencia innovadora. Los hombres de genio ven las cosas desde otra perspectiva. Se pueden tomar atajos. Heisenberg y Hahn son de esa clase de hombres. Haría falta mucho más que su palabra para que volviéramos a Londres a decir a los nuestros que no se preocupen.

– Tengo algo más para ustedes -anunció Voss, harto de aquel interminable maltrato que no llevaba a ninguna parte: los servicios de inteligencia de todo el mundo creen sólo lo que quieren creer, o lo que sus superiores quieren que crean.

Sutherland se inclinó hacia delante para disimular la emoción. Rose apoyó la rodilla en el estribo de sus manos y ladeó la cabeza.

– Hemos concluido ciertas negociaciones y en la actualidad obra en nuestras manos una partida de diamantes que no son de calidad industrial. Están valorados en cerca de un millón de dólares. Esos diamantes, que acabo de dejar en la Legación Alemana de Lapa, le serán entregados a Beecham Lazard, que viajará mañana vía Dakar y Río hasta Nueva York. Según parece, con lo que obtenga de la venta de los diamantes va a adquirir algo susceptible de adelantar o conducir a la consecución de un programa de armas secretas para Alemania. No sé con exactitud lo que va a comprar o a quién, ni siquiera si está en Nueva York.

– Ha dicho «armas secretas»: ¿cómo puede saberlo?

– Les estoy transmitiendo lo que se dice en Alemania: que en Berlín se habla de un arma secreta y que el asunto ha llegado al Führer. La mejor confirmación que puedo ofrecerles es que, en este momento, nuestros fondos en Suiza resultan insuficientes para comprar los diamantes directamente y que para cubrir la diferencia hemos tenido que pedir un préstamo de oro al Banco de Océano e Rocha. Ese oro no habría cambiado de manos sin el consentimiento de las más altas esferas de Berlín. Les sugeriría que siguiesen a Lazard hasta Nueva York.

– Lo vigilaremos desde que salga de Lisboa.

– Yo no metería a nadie en el vuelo -dijo Voss-. Es un sujeto muy cauteloso. Ni siquiera nuestros agentes entrarán en contacto con él hasta que llegue a Río.

– Nos aseguraremos de que embarca y de que aterriza -dijo Sutherland-. ¿Podemos hablar un momento, Richard?

Los dos hombres salieron a la columnata y, mientras bajaban los escalones que daban a un jardín en abrupta pendiente hasta desaparecer de su vista, Voss oyó sus primeras palabras.

– No puedes soltarle eso ahora -dijo Sutherland.

– Al contrario -replicó Rose-, me parece que es la ocasión ideal.

Voss se apartó el sudor de las cejas con el canto del pulgar. A los cinco minutos sus dos acompañantes habían vuelto. Sutherland estaba, como de costumbre, solemne, y Rose había desconectado su infalible levedad. Habían salido como ingleses para volver como hombres muy serios. Voss sintió una agitación en los intestinos.

– Vamos a comunicarle algo a Wolters por nuestros conductos habituales -dijo Sutherland.

– ¿Sus conductos habituales? -preguntó Voss-. No estoy seguro de entenderlo.

– Tenemos modos de hacer que a Wolters le lleguen las informaciones que queremos que oiga.

– ¿Informaciones verídicas?

– Sí, de las buenas.

– ¿Se refiere a amenazas?

– A veces.

– Y me lo va a contar primero… ¿para ver cómo reacciono?

– No del todo -dijo Rose-. Ya sabemos cómo va a reaccionar. Es sólo que nos parece que la información que nos ha proporcionado lo convierte en miembro de nuestro club.

– No me gustan los clubes -comentó Voss, de repente revelando cosas sobre sí mismo-. No soy miembro de ninguno.

– También es importante que sepa que este mensaje para Wolters no tiene nada que ver con la información que acaba de transmitirnos.

– El comunicado que le llegará a Wolters mañana será el siguiente -dijo Sutherland, con voz tan baja que los otros dos tuvieron que inclinarse hacia él-: si llegado el 15 de agosto no tenemos una rendición incondicional de Alemania, a finales de ese mes lanzaremos un ingenio atómico sobre la ciudad de Dresde.

Voss tenía un puño en la garganta. Era como si su cabeza se negara a aceptar lo que su cuerpo también rehusaba. El sudor, que se le había acumulado en el pelo y las cejas por el calor de la noche y el farol, de súbito se derramó sobre la piel tensa de sus rasgos demacrados, hasta el punto que tuvo que secarse las mejillas como si llorara. Pensó en su madre.

– ¿Existen otras circunstancias, además de la rendición incondicional, por las que podría evitarse que eso pasara?

Los dos hombres que tenía delante pensaron en el sentido de la rendición incondicional.

– Bueno, supongo… La muerte de Hitler quizá bastara… siempre que no lo releve Himmler o alguien de ese jaez -dijo Rose.

– Si tuviésemos pruebas irrefutables de que no hay programa para la bomba atómica, o si dispusiéramos de la ubicación exacta de todos los laboratorios y científicos cruciales implicados en el programa -Heisenberg, Hahn, Weizsàcker- para poder destruirlos… entonces es posible que la acción pudiera ser… -dijo Sutherland.

– Se salvaría un gran número de vidas -observó Rose.

– Pero no en Dresde -replicó Voss.

Los dos ingleses se levantaron. Voss se sentía partido por la mitad, con las piernas inoperantes. Cuando se iban, Rose, que por lo común no era hombre efusivo, le dio unas palmaditas en la espalda. Voss se quedó a solas durante un cuarto de hora hasta que sus respuestas motoras volvieron a la normalidad. Recogió el farol, salió de la sala y se lo entregó al agente que quedaba, situado en el límite de la penumbra bajo los arcos moriscos de la columnata.

Bonita noche, señor -comentó el agente mientras apagaba la luz.

Las piernas de Voss no estuvieron muy acertadas a los pedales en el camino de vuelta. Se asustó a sí mismo al tomar curvas muy cerradas con un pie clavado a fondo en el embrague y el otro aún sobre el acelerador. Los neumáticos chirriaban, el motor aullaba y el volante resbalaba bajo sus manos mojadas. Se descubrió pensando en Judy Laverne, que se había salido de la misma carretera, y preguntándose si era eso lo que había sucedido. Si le habían dicho algo horrible, comunicado alguna revelación espantosa y se había rendido, se había lanzado al vacío agotada por la capacidad del hombre para infligir terror.

Dio un paseo de veinte minutos por la playa de Guincho para que dejaran de temblarle las piernas, para ver si el oleaje del Atlántico podía extraerle a golpes las oquedades oscuras que sentía en el pecho y las tripas. Pero lo único que sintió fue el temblor del suelo bajo sus pies y la reverberación que recorría el molde vacío de su cuerpo. Pensó en algo que había citado Rose en otra reunión. Algo sobre hombres huecos. No lo recordaba con exactitud, pero las primeras palabras de Rose, al encontrarse esa noche, le acudieron a la cabeza. «El errante proscrito de su pensamiento oscuro.» Sí, en eso se había convertido. Solo, entre la tierra y el mar. Nadie. Ya no era nadie. Modelado. Fabricado. Moldeado. Vaciado. Y sin camino de vuelta al antiguo Karl Voss. El que… El que hacía ¿qué? ¿Creía en cosas? ¿Admiraba a gente? ¿Al Führer? ¡Bah! Estaba perdido. Ese Rose. Dice esas cosas y luego: «Nada, Voss, amigo mío, nada». No es nada. Tenía razón. Karl Voss no es nada salvo un fugitivo. Perseguido por sí mismo.

Había ido a parar de vuelta al coche, atraído por él como por una polea. Se sentó al volante, sacó la cabeza por la ventanilla, apoyó el mentón en el borde y fumó con la vista clavada en el suelo. Fue vagando hacia las profundidades de su mente oscura, absorto hasta que, presa del pánico por su deambular en el paisaje vacío, arrancó el coche y se encaminó hacia Estoril.

Aparcó en algún punto intermedio entre el Hotel Parque y el casino. Fumar era lo único que lo mantenía entero. Encendía cada cigarrillo con el anterior. Avanzó a zancadas hacia el casino. Ya no pensaba. Actuaba. Estaba desesperado. Dejó atrás a Jim Wallis, dentro de su coche, sin reparar en él. Entró directamente en el jardín de Wilshere sin mirar atrás. Wallis tuvo que correr para no perderle y aun así apenas alcanzó a verle la espalda que desaparecía bajo la enramada de al lado del cenador. Wallis aflojó el paso, se acomodó en el seto y esperó.

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