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11 de enero de 1943, residencia de los Voss, Berlín-Schlachtensee.


– No, no, nos enviaron a alguien -dijo frau Voss-. Enviaron al coronel Linge, lo recordarás, un viejo amigo de tu padre, retirado, buena persona, no tan estirado como los demás, tiene no sé qué, cierta sensibilidad, no es uno de esos que da por sentado que los demás son como él, sabe diferenciar, un rasgo extraño en los círculos militares. Desde luego, en cuanto tu padre lo vio supo de qué se trataba. Pero ya ves… -Parpadeó pero las lágrimas se acumularon con demasiada rapidez y se deslizaron por sus mejillas antes de que se llevara el pañuelo arrugado y bordeado de encaje a la cara.

Karl Voss se inclinó hacia delante y tomó la mano libre de su madre, una mano que recordaba diferente, no tan huesuda, frágil y venosa. Cuan presto el dolor se bebe el tuétano: unos cuantos días sin comer, tres noches en vela, con el pensamiento sumido en una espiral oscura, dentro y fuera, pero siempre en torno a la misma idea, dura y terrible, una y otra vez. Era una fuerza más destructiva que una enfermedad atroz, contra la que el cuerpo tiene el instinto de luchar. El dolor presenta todos los síntomas pero no la lucha. No hay nada por lo que luchar. Ha desaparecido. Privada de propósito, la mente se vuelve contra el cuerpo y lo reduce. Le apretó la mano a su madre y trató de insuflarle algo de su juventud, su sensación de futuro.

– Fue un error -dijo ella, con cuidado de no personalizar-. El no tendría que haber puesto tantas esperanzas en tu carta. Yo no lo hacía, al principio, pero me contagió las suyas… El deambulaba por casa a todas horas, me fue arrastrando hasta que nos convertimos en dos velas en la ventana, esperando.

Se sonó y tomó un aliento profundo y tembloroso.

– Pese a todo, el coronel Linge llegó. Fueron a su estudio. Hablaron bastante rato y después tu padre acompañó al coronel a la puerta. Entró aquí a hablar conmigo y estaba tranquilo. Me dijo que Julius había muerto y todas las cosas maravillosas que había contado de él el coronel Linge. Y entonces volvió a su estudio y se encerró. Yo estaba preocupada pero no tanto, aunque ahora sé a qué se debía su tranquilidad. Estaba decidido. Después de pasar unas cuantas horas sentada aquí, me fui a la cama y llamé a su puerta al pasar. Me dijo que subiera, que él ya vendría, cosa que hizo horas después, a lo mejor a las dos o las tres de la mañana. Durmió, o quizá no, como mínimo estuvo tumbado de lado y no se movió. Cuando desperté ya estaba levantado. En la cocina me dijo que iba a ver al doctor Schulz. Más adelante hablé con el doctor Schulz y es verdad que fue a verlo. Le pidió algo para estar tranquilo y el doctor Schulz, que es muy bueno, le dio unas tisanas y le tomó la presión, que era alta, como es lógico. Incluso llegó a preguntarle «¿No estará pensando en hacer alguna tontería, verdad, general?», y tu padre respondió «¿Cómo? ¿Yo? No, no, ¿por qué se cree que estoy aquí?», y partió. Fue en coche hasta el Havel, entró en Wannsee y volvió a salir, aparcó, paseó por la orilla y se pegó un tiro.

Esa vez no hubo lágrimas. Frau Voss se echó hacia atrás respirando de forma regular, sin más, con la mirada perdida, más allá del corto horizonte de sus pensamientos, que eran: «No lo hizo en su estudio, ni en el coche, siempre tan considerado. Salió al campo duro y congelado, apuntó con la pistola al órgano culpable, el corazón, no la cabeza, y le disparó dos balas. Se quedó congelado, al raso. Para cuando lo encontraron ya estaba rígido, a estas alturas del año ya no pasea nadie, con estas tardes tan cortas y heladoras».

La noche que no había llegado a casa había sufrido una crisis de nervios. Se despertó por la mañana y se encontró todas las herramientas de jardinería expuestas en la cocina. ¿En qué habría estado pensando? Volvió en sí, con el pulso de su hijo latiendo en su interior.

– En su mesa están las cartas que escribió -dijo-. Hay una para ti. Léela y volveremos a hablar. Y echa un poco de carbón al fuego. Sé que escasea pero hoy tengo mucho frío… ya sabes cómo a veces se te mete hasta el tuétano.

Karl echó unas astillas al fuego y dejó allí las manos un momento hasta notar el mordisqueo del calor. Fue al estudio de su padre, acompañado por el ruido que hacían sus botas sobre el suelo de madera del pasillo, igual que las de su padre, que siempre oían Julius y él desde el piso de arriba. Cada vez más fuerte, a medida que ganaba peso con los años.

Encontró la carta y se sentó en el sillón de cuero que estaba al lado de la ventana, y que aún ofrecía una tenue luz vespertina.


Berlín-Schlachtensee

14 de enero de 1943

Querido Karl:

El acto que he cometido es el resultado de la percepción personal de una serie de acontecimientos de mi vida. No tiene nada que ver contigo. Sé que hiciste todo lo posible por sacar a Julius y era típico de él quitarle hierro a lo grave de su condición física, para que ninguno de nosotros supiera lo cerca de la muerte que se encontraba. Tu madre tampoco tiene ninguna culpa. Ha sido una fuente constante de fuerza y en los últimos dos años le he hecho la convivencia conmigo incluso más difícil de lo habitual.

Me ha abrumado la desesperación, no sólo por la súbita finalización de mi carrera, sino también por mi impotencia ante lo que temo que comporte consecuencias gravísimas para Alemania, como resultado de nuestra agresividad y el alcance de nuestra agresión en los últimos tres años.

No me malinterpretes. Como sabes, en los primeros años, yo veía a Hitler con buenos ojos. Le devolvió a la nación la fe en nosotros mismos que habíamos perdido en aquella primera guerra terrible. Animé a Julius a que entrara en el Partido así como en el Ejército. Yo, como todo el mundo, me sentía inspirado. Pero la Orden del Comisario, a la que me opuse con vehemencia, se debe a un motivo muy importante. En Alemania y el resto de Europa se han producido ciertos hechos y seguirán produciéndose mientras los nacionalsocialistas estén en el poder. Has oído hablar de ellos. Son en verdad espantosos. Demasiado espantosos, en muchos aspectos, para creérselos. Mi postura contraria a la Orden del Comisario era un intento de evitar que el Ejército tomara parte en esos actos, más siniestros, de índole política y absolutamente deshonrosos. Fracasé y pagué el precio, pequeño si se compara con la condenación eterna del Ejército alemán por su implicación en estos hechos atroces. Si perdemos esta guerra, lo cual es posible, dado el extremo al que nos hemos estirado en tantos frentes, y tal vez la derrota del Sexto Ejército en Stalingrado sea el principio, los oficiales de nuestro Ejército recibirán el mismo trato que las bestias y matones de las SS. Todos estamos manchados por obedecer la Orden del Comisario.

Eso marcó el inicio de mi desesperación y la retirada del campo de batalla la exacerbó con mi impotencia. Cuando el abandono de los principios se vio acompañado por el absoluto fracaso de la autoridad a la hora de responder a las vicisitudes de un ejército lejano, me di cuenta de que estábamos perdidos, de que ya no se aplicaba la lógica militar más fundamental, de que se había entregado algo más que el honor con el consentimiento a la Orden del Comisario. Nuestros generales han sido castrados; desde ahora nos dirigirá el cabo. Que esta infausta coyuntura diera como resultado la muerte de mi primogénito ha sido más de lo que podría soportar. Ya no soy joven. El futuro se me aparece inhóspito en medio del páramo de mis creencias despedazadas. Todo lo que he defendido, creído y apreciado ha caído.


Dos cosas más. A mi funeral acudirá un hombre, el comandante Manfred Giesler. Es oficial de la Abwehr. Puedes hablar con él, si crees en lo que te he dicho en esta carta con anterioridad, o bien no. Es decisión tuya.

Mi cuerpo será incinerado y me gustaría que esparcieses mis cenizas sobre una tumba del cementerio de la iglesia de Wannsee, la de Rosemarie Hausser, 1888-1905.

Te deseo una vida feliz y llena de éxitos, y espero que puedas aprovechar de nuevo tu talento para la física en tiempos más pacíficos.

Tu padre, que siempre te querrá

P.D. Es absolutamente necesario que destruyas esta carta después de leerla. De lo contrario estaríais en peligro tú, tu madre y el comandante Giesler. Si mis predicciones en lo relativo al devenir de esta guerra se demuestran correctas, comprobarás cómo las cartas que contengan este tipo de opiniones acarrean graves consecuencias.


Voss releyó la carta y la quemó en la chimenea hasta que vio cómo las llamas lentas y verdosas ennegrecían y consumían el papel. Volvió a sentarse junto a la ventana consternado por aquel primer contacto íntimo con el funcionamiento de la mente de su padre. Se tomó unos minutos para recomponerse; tenía que embridar las emociones en conflicto antes de hablar con su madre. La ira y el dolor no parecían capaces de ocupar la misma habitación durante mucho tiempo.

Volvió con su madre, que seguía sentada en la misma posición, bajo una luz más débil aunque se le distinguía el cuero cabelludo debajo del pelo gris, algo que Karl no había observado nunca.

– Y bien -le dijo antes de que se sentara-, te cuenta lo de la chica.

– Me dice que quiere que esparza sus cenizas sobre su tumba.

Su madre asintió y miró por encima del hombro, como si hubiera oído algo en el exterior. La luz le alumbró la cara, no había tristeza en ella, tan sólo aceptación.

– Era una chica que conoció, hija de un oficial del Ejército. Se enamoró de ella y ella murió. Creo que la trató en total durante una semana.

– ¿Una semana? -dijo Voss-. ¿Te lo contó él?

– Me habló de la chica; era un hombre absolutamente honorable, incapaz siquiera de omisión. Su hermana me proporcionó los detalles.

– Pero tú eres su mujer y… No puedo hacerlo.

– Sí que puedes, Karl. Lo harás. Si ése era su deseo, también es el mío. Piensa en ello como en el enamoramiento de tu padre con una idea, o más bien un ideal, que no se veía complicado ni enturbiado por el peso de la vida cotidiana. Se trata de la forma de amor más pura que puedas encontrar. La perfección -concluyó, con un encogimiento de hombros-. No se me ocurre nada mejor después de lo que tuvo que pasar tu padre: que descanse con su ideal. Para él era una visión de la paz que no logró obtener en vida.


El funeral se celebró tres días después. Hubo pocos asistentes: la mayoría de amigos de su padre se encontraban en un frente o en otro. Frau Voss invitó a los escasos presentes a su casa para tomar el té. El comandante Giesler se contaba entre los que aceptaron. En la casa Karl le pidió tener una conversación en privado y fueron juntos al estudio de su padre.

Voss empezó a describirle el contenido de la carta de su padre. Giesler lo frenó, fue al teléfono, siguió el cable hasta la pared y lo desenchufó. Volvió a sentarse en el sillón de cuero de al lado de la ventana. Voss le expuso su disposición a hablar. Giesler no dijo nada. Tenía las manos juntas y se mordisqueaba un nudillo, una de las pocas zonas libres de vello de su cuerpo. Era muy moreno y sus cejas gruesas y negras coincidían sobre el puente de la nariz. Tenía una boca grande de labios gruesos y sus mejillas, rasuradas esa mañana, ya necesitaban otro afeitado.

– Entendería -dijo Voss- que necesitaran realizar algunas indagaciones sobre mí antes de que hablemos.

– Ya hemos realizado nuestras indagaciones -replicó Giesler.

Voss recapacitó unos instantes.

– ¿En Rastenburg?

– Conocemos, por ejemplo, sus sentimientos respecto al… fallecimiento del Reichsminister Todt -dijo Giesler-, y su… decepción ante el modo en que buenos soldados murieron en Stalingrado sin necesidad y, desde luego, tiene un historial impecable.

Voss frunció el ceño y volvió a reproducir algunos rollos de película mentalmente.

– ¿Weber?

Giesler separó las manos y volvió a juntar los dedos.

– Weber desapareció -dijo Voss-. ¿Qué le pasó?

– No sabíamos que fuera homosexual. Hay cosas que ni las indagaciones más concienzudas pueden desenterrar.

– Pero ¿dónde está?

– Se encuentra en serios apuros, que él mismo se buscó -afirmó Giesler-. Se comportó de modo temerario en una atmósfera que pedía a gritos un chivo expiatorio.

– Debía de estar bajo mucha presión…

– Beber es una cosa…

– ¿Cómo sabe que yo no soy homosexual?

Giesler le dedicó una mirada larga e impasible, hasta que la boca sensual se hizo perturbadora.

– Weber -respondió al cabo de un tiempo, como si la fuente no hubiera sido todo lo fiable que cabría desear.

– Bueno, él lo sabría, aunque no estoy seguro de cómo. Las mujeres no abundaban en Rastenburg y las que había disponibles… -Lo dejó en el aire, descorazonado por el giro que había tomado la conversación; esa inmersión en lo innoble no era lo que había tenido en mente. Se suponía que aquello era un acto valeroso, y allí estaban, sacando los trapos sucios.

Giesler tenía su respuesta. No necesitaba seguir adelante con la charla. Le dio a Voss la dirección de una villa de Gatow junto con una hora de encuentro para el día siguiente y se levantó. Se dieron la mano y Giesler prolongó el apretón, lo que al principio Voss tomó por otra prueba de sexualidad pero no, se trataba de un gesto de sinceridad, un agarrón de hermandad.

– Weber no hablará -dijo-. Es posible que sobreviva, aunque jamás volverá a Rastenburg. Pero es algo en lo que le conviene recapacitar antes de ir a Gatow mañana. No es fácil ser un enemigo del Estado; no, que quede claro, enemigo de la nación, sino de este Estado. Se trata de un trabajo peligroso y solitario. Mentirá a sus colegas todos los días durante lo que pueden ser años. No tendrá amigos porque los amigos son peligrosos. Su trabajo exigirá entereza mental, no necesariamente inteligencia, sino fuerza, y es algo que tal vez sienta que no posee. Aunque si mañana no acude a Gatow nadie le menospreciará. Seguiremos nuestros caminos separados y rezaremos por Alemania.


Esa noche Voss durmió mal, angustiado por su papel en el arresto de Weber. A las cuatro de la mañana, la hora de la muerte y la deuda, su mente se atormentaba con pensamientos sobre su padre y su madre, Julius y Weber, y fue entonces cuando alcanzó una súbita percepción del poder de las palabras, del objeto de la comunicación. En cuanto se pronuncian las palabras, nada es lo mismo. Su padre no estaba obligado a hablarle a su madre de Rosemarie Hausser, pero lo hizo. Eso tuvo que establecer una distancia insalvable, inculcarle una sensación sempiterna de decepción a su madre, con una frase breve, unas cuantas palabras y un nombre. En su propia conversación crucial con Weiss, para la que no estaba preparado, reparó en que no era la física lo que le había puesto sobre aviso, sino las palabras «físico» y «mujeres». Había sido una confirmación. Le hacía pensar que cuando se habla con la gente uno nunca sabe lo que el otro sabe, nunca se sabe lo que piensa, y las palabras inocuas pueden adquirir una importancia enorme. Dejó de revolverse en la cama: no había servido a Weber en bandeja, sólo le había dado a Weiss las cucharas.


La tarde siguiente fue a Gatow, nervioso como si se tratara de una visita al médico, que tal vez descubriera que un leve síntoma era el precursor de una enfermedad mortal. Le abrió un ama de llaves que lo condujo hasta una habitación llena de libros del fondo de la casa. Le dio café auténtico y un bizcocho casero. Giesler entró con un hombre corpulento de rectitud castrense pero vestido con un traje cruzado azul. Era calvo y tenía un fleco de pelo castaño recortado en la nuca y a los lados. Llevaba gafas con montura de oro. Voss fue presentado pero el nombre del desconocido no llegó a pronunciarse.

Hablaron sobre su trabajo en la Universidad de Heidelberg y los avances recientes de la física. El hombre sabía de lo que hablaba; no era un experto, pero entendía. Las palabras «material fisionable», «masa crítica», «reacción en cadena» y «pila atómica» no le resultaban conceptos misteriosos.

La conversación pasó de la física a los rusos. Voss expresó el miedo que les tenía:

– No tienen motivos para ser misericordiosos después de lo que les hemos hecho. Hemos roto un pacto, invadido su país y maltratado a su población. Tras la derrota que hemos sufrido en Stalingrado es posible que dispongan de la confianza necesaria para hacernos retroceder. Si lo consiguen creo que no se detendrán hasta llegar a Berlín. Nos castigarán.

– ¿De modo que le parecería ventajoso que negociáramos una paz separada con los aliados?

– Imprescindible, a menos que queramos ver Alemania o una parte de Alemania dentro de la Unión Soviética. Quizás incluso podamos convencer a los aliados de que no somos el auténtico enemigo de esta guerra y de que…

El hombre alzó la mano.

– Paso a paso -dijo con firmeza-. Primero trabajaremos en su traslado de Rastenburg. También le hará falta algo de adiestramiento. El cuartel general de la Abwehr se ha mudado a Zossen junto con el Alto Mando del Ejército, y ahora estamos castigados a vivir en una ciudadela de hormigón llamada Maibach II. Pasará unos cuantos meses con nosotros. El trabajo al que se dedicará va a ser muy diferente: recopilar información, coordinar agentes sobre el terreno… No es la inteligencia militar a la que está acostumbrado. Después le enviaremos a París y desde allí trataremos de situarlo en Lisboa.

– ¿Lisboa?

Ahora mismo es el único sitio de Europa donde podemos hablar fácilmente con los aliados.

Voss vivió con su madre mientras completaba su adiestramiento en Zossen. Ella lo cuidaba como si fuera de nuevo un colegial y resultaba cómodo para los dos. El traslado a Francia en junio fue doloroso.

Pasó ocho meses en el cuartel general francés de la Abwehr, en el número 82 de la avenida Foch de París y, equipado con su nueva percepción del poder de las palabras, fue testigo de las consecuencias terroríficas que esperaban a los que no habían alcanzado todavía esa comprensión.

Hombres y mujeres franceses e ingleses eran arrestados, enviados a campos de concentración, torturados y ejecutados por lo que era, las más de las veces, una situación totalmente imaginaria. Tanto la Abwehr como la SD/ Gestapo, que tenía su sede al lado, practicaban lo que se llegó a conocer como juegos de radio. Voss nunca llegó a descubrir si era la estupidez aliada sin más o una infiltración alemana en su red de inteligencia a muy alto nivel lo que permitía que se produjeran aquellos juegos mortales. En cuanto se capturaba a un operador de radio aliado y se averiguaba su nombre en clave y su señal, un operador de la Abwehr seguía transmitiendo a Londres. Más adelante, cuando pasaron a hacer falta dos señales de seguridad, los aliados se limitaban a advertir al operador que se había olvidado de la segunda pero que continuara. Los operadores de radio de Londres, anonadados y furiosos, no tardaban en proporcionarle la segunda señal de seguridad a los alemanes. A raíz de aquellas transmisiones ficticias de la Abwehr se precipitaba a más agentes y suministros a algún campo neblinoso francés donde les esperaba un comité de bienvenida de las fuerzas de ocupación. Entonces se empleaban los nombres en clave de esos nuevos agentes para erigir redes ficticias controladas por la Abwehr y la Gestapo, con lo que se inundaba a los aliados con cantidades ingentes de desinformación. Los encuentros organizados por los agentes operativos de los aliados a menudo contaban con la asistencia de hombres de la Abwehr bajo el nombre en clave de los agentes capturados.

De vez en cuando Voss orquestaba algún arresto en la calle para mantener la verosimilitud.

La mayor parte de las actividades de inteligencia consistían en espejismos y artificios. Muy poca cosa era real. El espionaje, descubrió, se sostenía sobre los cimientos de la imaginación y, en el caso de los juegos de radio, en una fe ciega en la veracidad de la tecnología. Se trataba de un concepto terrorífico, tan terrorífico como si los principios básicos de la física estuvieran equivocados, se hubieran erigido disciplinas académicas enteras sobre falacias y, por tanto, todos los hallazgos fueran intrínsecamente incorrectos y todos los avances, falsos.

Voss también aprendió a no enamorarse nunca en ese mundo. Los amantes se traicionaban con facilidad. La tortura, el método predilecto de la Gestapo, no resultaba necesaria. La mera insinuación de la infidelidad de su amante a un prisionero resultaba tan poderosa como cualquiera de sus atroces tratamientos. La traición emocional trastocaba las mentes de maneras tortuosas y crueles. Los celos resultaban inevitables en la soledad de una celda. La oscuridad, con la única compañía del pensamiento enfermo, generaba imágenes poderosas que al principio desanimaban y luego enfurecían y asolaban de tal manera a los prisioneros que sacaban fuerzas de flaqueza y en su avidez vengativa arrastraban no sólo a su amante, sino a todos sus contactos.

Eso no significaba que Voss mantuviera el celibato durante su estancia en París -eso era imposible y además había que demostrarle algo a Giesler- pero guardaba las distancias. Una francesa llamada Françoise Larache le dio una lección diferente y más oscura sobre el amor en el juego del espionaje.

Se conocieron al frecuentar el mismo bar. Si Voss tomaba un café por la mañana, se la encontraba observándole. Si pasaba por la tarde para tomar algo, a menudo la veía en una mesa, fumando sus cigarrillos fuertes. Cruzaron unas cuantas palabras y empezaron a compartir mesa, donde él observaba el modo en que sus labios rojos entraban en contacto con la punta del cigarrillo y sus dedos recogían las hebras de tabaco de su lengua puntiaguda. Una noche fueron a cenar y acabaron en el apartamento de Voss, donde hicieron el amor. Ella era enérgica e imaginativa, e hizo cosas en su primera noche que le sorprendieron.

Se convirtieron en compañeros asiduos de cama y, dado que Françoise no dudaba a la hora de exigir, también fuera de ella. Le empujaba a hacer cosas que al principio resultaban emocionantes y con el tiempo se hicieron cada vez más temerarias. Le gustaba hacer el amor en el balcón mientras la gente paseaba por la calle. Se recostaba en la barandilla con los brazos alrededor del cuello de Voss y de repente se soltaba de forma que a él casi se le escapaba hacia abajo. Hacían el amor en portales y rellanos mientras la gente comía y comenzaba la sobremesa. A veces incluso gritaba y en el interior se interrumpían las conversaciones. Voss tenía que taparle la boca con la mano. Cuantas más posibilidades había de que los descubrieran, más se excitaba Françoise.

Entonces, un día de otoño, mientras las hojas secas susurraban desde el balcón, su ojo travieso, el que destellaba cuando alzaba la vista hacia él desde debajo de la ceja, se tornó más oscuro, como si le dejara ver más adentro y lo que hubiera allí fuera más siniestro, tabú.

Todo empezó con la petición de que le diera unos azotes por ser una niña mala. Voss se sentía estúpido con una mujer hecha y derecha sobre las rodillas y ella tuvo que animarlo a tomárselo en serio y ser más severo. Ya no parecía divertido. A Voss Françoise aún le inspiraba lujuria, pero para ella el sexo estaba a las órdenes de algo más. Él se volvió reacio a seguir sus juegos, ella se enfadaba. Tenían discusiones feroces, broncas monumentales con vuelo de objetos que terminaban en brutales sesiones de sexo donde cada embestida dentro de ella parecía una represalia. Al salir dando tumbos de su piso a la docilidad del París ocupado, Voss se descubría incapaz de creer en lo que había participado la noche anterior, consciente tan sólo de que era algo poderoso, intenso y degradante.

Las incitaciones de Françoise fueron a peor. La diversión ya había desaparecido. Un día le dijo cosas terribles e imperdonables y, aunque Voss sabía lo que le estaba haciendo, también él participaba. No había vuelta atrás. Le obligó a abofetearla, no un simple cachete para calmar la histeria, sino un bofetón de castigo. Quería que le pegaran con fuerza. Le plantó cara. Las palabras cortaban el aire, lacerantes como puñales, afiladas para clavarse hasta el hueso. Forcejearon y pelearon hasta acabar los dos en el suelo. Ella le hundió las uñas en el cuello. Él se zafó y se descubrió con el puño a punto a la altura del hombro. Se tambaleó, mareado por el extremo al que habían llegado las cosas. De repente Françoise tenía la cara relajada, la mirada perdida. Eso era lo que quería. Voss se levantó y se alisó la ropa. Ni rastro de lujuria. Ella endureció las facciones. Voss le tendió la mano, ella la asió y Voss la levantó. Ella le escupió en la cara. Voss la llevó a tirones hasta la puerta, agarrando su abrigo y su bolso por el camino, y la echó del piso.

Realizó discretas pesquisas. Era una informadora, una colaboracionista. Entregaba a sus paisanos, bien empaquetados, a la Gestapo. El hombre de la SD con el que habló se dio unos golpecitos en la sien y sacudió la cabeza.

La vio una vez más antes de dejar París, paseando por una calle nevada del brazo de un descomunal sargento de las SS con gabardina negra. Voss se escondió en un umbral mientras pasaban. Ella se llevaba un puñado de nieve a un lado de la cara.


A mediados de enero de 1944 convocaron a Voss a una reunión en el Hotel Lutecia. Era de noche y la habitación en que se celebraba el encuentro estaba a oscuras. Sólo una lámpara iluminaba un rincón. El hombre al que había ido a ver estaba sentado delante de la luz, sin cara, tan sólo la silueta de un pelo peinado hacia atrás, quizá gris o blanco. Tenía voz de viejo. Una voz que hablaba bajo presión, como si el pecho estuviera cargado de flema.

– Se van a producir algunos cambios -dijo-. Parece que nuestro amigo Kaltenbrunner de la Oficina Central de Seguridad del Reich se va a salir con la suya y va a poner a la Abwehr bajo control directo de la SD. Dios sabe que hace mucho que andaban detrás de eso. Es algo con lo que tendremos que vivir. Queremos asegurarnos de que esté en su puesto con la información adecuada para negociar con los aliados antes de que eso suceda. Tengo entendido que ha estado siguiendo las actividades de un intelectual comunista francés, Olivier Mesnel, aquí en París.

– Estamos intentando desenmarañar su red. Todavía no hemos descubierto cómo llega su información a Moscú ni cómo entran sus instrucciones.

– Acaba de solicitar un visado para ir a España.

– Su destino final es Lisboa -explicó Voss-. Tuvimos la suerte de interceptar el correo que enviaron los comunistas portugueses para pedirle que fuera.

– ¿Tiene idea de por qué le quieren en Lisboa? -No, y no creo que Mesnel la tenga.

– Aprovechará esta oportunidad para seguirle hasta Lisboa e instalarse como agregado militar y oficial de seguridad de la Legación Alemana. Cuando se produzcan estos cambios, lo cual podría ser el mes que viene, estará bajo las órdenes directas del coronel de las SS Reinhardt Wolters. No es de los nuestros, por descontado, pero debe trabar amistad con él. Sutherland y Rose están a cargo de la sección lisboeta del Servicio Secreto de Inteligencia británico; hablará directamente con ellos, el procedimiento consta en el dossier. También incluye unos cuantos documentos que debería mirar y memorizar antes de partir y una carta que contiene información importante en micropunto. Empleará esa información para dar inicio a las negociaciones con los británicos. Debe demostrarles que somos de fiar, que nuestras intenciones son honorables y que lo contrario es cierto de los rusos.

– No estoy seguro de que esto último sea posible. Tengo entendido que no hay legación soviética en Lisboa.

– Cierto. Salazar no lo consentirá. Nada de ateos en la católica tierra portuguesa. Eso me recuerda que tenemos que asegurarnos de que los portugueses no le denieguen el visado.

El hombre pareció reírse sin ningún motivo en particular, o tal vez fuera un estornudo que se convirtió en tos. Encendió un cigarrillo.

– Es posible que Olivier Mesnel le lleve a alguna parte. Debe de ir a Lisboa con un propósito que no creo, dadas sus creencias políticas, que sea el de embarcarse hacia Estados Unidos.

– En la Conferencia de Casablanca se decidió que nuestra rendición tenía que ser incondicional. Tendremos que ofrecerles a los ingleses y estadounidenses algo extraordinario para que se planteen siquiera romper con los rusos.

Un largo silencio. El humo que surgía de la silla flotaba hacia la lámpara que había detrás.

– Créame, los estadounidenses estarán ansiosos por encontrar cualquier razón para desmarcarse de Stalin a la primera oportunidad, sobre todo cuando los rusos hayan invadido Europa. En la Conferencia de Teherán Stalin dijo que habría que ejecutar hasta cien mil oficiales alemanes y que le harían falta cuatro millones de esclavos, tal cual, alemanes para reconstruir Rusia. Ese tipo de discurso resulta inaceptable para hombres con humanidad como Churchill y Roosevelt. Si podemos aportar un catalizador… -Hizo una pausa y se revolvió en la silla como si de repente se hubiera estrechado-. La muerte del Führer, me parece, debería bastar.

Voss se estremeció a pesar de que hacía calor en la habitación. Las aguas en las que se estaba adentrando de repente parecían profundas y frías.

– ¿Se trata de una acción planeada?

– Una de tantas -dijo el hombre, tan cansado como si las hubiese planeado todas él.

Voss quería apartarse de la contemplación de la enormidad de la idea.

– No he podido seguir el avance de nuestro programa atómico. Eso podría ser importante para los aliados. Han visto que disponemos del potencial… ¿Podemos tranquilizarlos?

– Está todo en los documentos.

– ¿Cuánto tiempo tenemos?

– Esperamos progresar… como todas las cosas, en la primavera, pero a finales de verano como tarde debemos tener resultados. Los rusos han retomado Zhitomir y han cruzado la frontera polaca: se encuentran a no más de mil kilómetros de Berlín. Los aliados nos están reduciendo a escombros a fuerza de bombardeos. La ciudad está en ruinas, las fábricas de armas y municiones trabajan a duras penas al cincuenta por ciento. La fuerza aérea no alcanza las nuevas fábricas de armas rusas al otro lado de los Urales. El oso cobra fuerza y el águila se hace más débil y miope.

No parecía haber necesidad de más preguntas después de aquello; el hombre indicó con un gesto la mesa donde le esperaban tres gruesos archivos. Voss se sentó y estiró el brazo hacia la lámpara. Una mano aterrizó en su hombro y se lo apretó de la manera en que acostumbraba su padre: tranquilizadora, fortalecedora.

– Es usted muy importante para nosotros -dijo la voz-. Entiende lo que hay escrito en esos archivos mejor que nadie, pero también le hemos escogido por otros motivos. Sólo le pido, por favor, que cuando llegue a Lisboa no cometa el mismo error que con mademoiselle Larache. Esto es demasiado importante. Está en juego la supervivencia de una nación.

La mano se apartó. El hombre y su voz agobiada salieron de la habitación. Voss trabajó hasta las 6:00 a.m. repasando los archivos sobre el programa atómico y de cohetes V1 y V2.

El 20 de enero de 1944 se le concedió a Olivier Mesnel un visado de salida para viajar a España. El 22 de enero Voss se subió al mismo tren nocturno que Mesnel, quien partió de la Gare de Lyon en dirección sur hacia Lyon y Perpiñán, cruzó la frontera por Portbou, pasó por Barcelona y llegó a Madrid. Mesnel salió de su compartimento en contadas ocasiones. En Madrid se alojó en una pensión barata durante dos noches y después tomó otro tren hasta Lisboa la noche del 25 de enero.

Llegaron a la estación de Santa Apolónia de Lisboa a última hora de la tarde siguiente. Llovía, y Mesnel, enfundado en su abrigo demasiado grande y su sombrero, caminó con paso fúnebre desde la estación hasta la descomunal plaza del Terreiro do Paco, que a Voss le sorprendió descubrir custodiada y protegida por sacos terreros en un país neutral. Siguió al francés a través de la Baixa y por la Avenida da Liberdade hasta la Praça Marqués de Pombal donde Mesnel, arrastrando los pies, en apariencia débil por el hambre, entró en una pequeña pensào de la Rua Braancamp. Voss tomó con alivio un taxi hasta la Legación Alemana de la Rua do Pau de Bandeira, en Lapa, un elegante barrio de las afueras. El coronel de las SS Reinhardt Wolters le esperaba dos días antes pero le dio la bienvenida de todos modos.


El 13 de febrero, el jefe de la Abwehr, el almirante Canaris, fue escoltado al exterior del complejo Maibach II por los oficiales de la Oficina Central de Seguridad del Reich enviados por Kaltenbrunner. Le llevaron hasta su residencia dentro del recinto, donde hizo las maletas, y después le acompañaron hasta su domicilio de Schlachtensee. El 18 de febrero la Abwehr se disolvió y se puso bajo control directo de Kaltenbrunner. La lluvia repiqueteaba contra las ventanas de la Legación Alemana de Lapa cuando Wolters entró en el despacho de Voss para comunicarle la buena nueva. En cuanto el hombre de las SS salió de la habitación, Voss se vio embargado por una sensación de soledad, un hombre abandonado a su suerte en la punta más occidental de Europa que sólo tenía al enemigo para hablar.

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