20

Martes, 18 de julio de 1944, residencia de Hal y Mary Couples, Cascáis.


Entrada la mañana se había producido una escena en la cocina de la casita de Cascáis de Hal y Mary Couples. El calor se había abierto paso bajo el techo y no parecía existir un solo lugar de la casa donde pudiera decirse que la distancia entre los dos fuera cómoda. De modo que estaban de pie uno a cada lado de la mesa de la cocina, aferrados a los respaldos de las sillas, mientras se gritaban por encima de unas bragas sucias y arrugadas.

– A lo mejor tendrías que preguntarte tú -gritó Mary-, a lo mejor tendrías que preguntarte qué haces inspeccionando mi ropa sucia.

– No lo hago -dijo Hal-, porque ése no es el crimen.

– ¿Crimen? ¿Desde cuándo es un crimen? A lo mejor eso dice más de ti, Hal Couples, que de mí.

– Sólo te estoy preguntando con quién lo hiciste y por qué. Dímelo y se acabó. Nos aclararemos y seguiremos a partir de ahí.

Ella se inclinó por encima del respaldo, senos pesados. Los ojos de Hal se deslizaron de su cara al escote y de nuevo arriba.

– Beecham Lazard -dijo ella, un suspiro sobre el gurruño de algodón blanco que estaba encima de la mesa.

A Hal le tembló un lado de la cara como si lo hubiera abofeteado.

– ¿Te acostaste con Beecham Lazard? -dijo, con palabras que brotaban lentamente de su mente perpleja.

– No me acosté, exactamente -replicó ella, y se irguió.

– ¿Cuándo? -preguntó él, brusco como un hacha.

– En la fiesta de Wilshere.

– ¿Te fuiste al piso de arriba durante el cóctel?

– No. Encontramos un rincón en el jardín.

Hal se frotó los ojos y se pellizcó el puente de la nariz.

– No lo entiendo -dijo para sí-. Pensaba que odiabas a Beecham Lazard.

Mary estaba irritada. Esperaba, deseaba una reacción diferente, más explosiva, más física. Si había habido crimen, tenía que haber castigo. Pero no aquello, no razón, porque no había razón, al menos no una que hubiese salido a la luz en su cabeza.

– Hace mucho que vivimos así -dijo.

A Hal se le enfriaron las entrañas. Estiró el brazo hacia el puro a medio fumar que había en el cenicero, mordió el extremo mascado y volvió a encenderlo.

– Ha habido bastante presión -dijo, con el fin de ganar tiempo para pensar, para contener lo que estaba asomando en la habitación.

– El rollo de marido y mujer -dijo ella, y juntó los brazos bajo el escote, que se hinchó-, ya sabes… pero no.

Hal resopló con fuerza. ¿Qué era aquello? Fijó la vista en la ropa interior y parpadeó. «Se está viniendo abajo. Por el amor de Dios, vuélvete a meter el relleno, muñeca, que sólo nos quedan veinticuatro horas más de esto y se acabó.»

– A lo mejor tendrías que ir a recoger el correo -le dijo.

Ella asintió, se apartó de la mesa y se fue por el pasillo. Se miró en el espejo y se pintó los labios. Salió de la casa. Hal le miró las caderas al erazar la calle. Recogió las bragas, fue al baño y las dejó en el borde del cesto de la ropa sucia, donde las había encontrado. «Las mujeres no dejan la ropa interior tirada por ahí», pensó, y cerró la tapa.

Hal Couples -Harald Koppels- llevaba doce años como representante de Ozalid en Los Ángeles cuando el FBI fue a verlo una noche a principios de 1942. y le dio dos opciones: cárcel por espionaje o trabajar para el Gobierno. Estaba divorciado y vivía solo, y sabía que aquello podía suponer el no muy dramático fin de lo que había sido una corta vida. Aceptó su oferta, volvió patas arriba Ozalid, y GAF y Agfa, de paso. Les entregó el nombre de todo aquel del que tuviera la más mínima sospecha de espionaje. Cumplió su parte, pero ellos le dejaron el anzuelo clavado en la agalla y no pensaban soltarlo. Un trabajo más, le dijeron. Irás a Lisboa a ver a un viejo amigo. Esta es tu nueva esposa, se llama Mary, te echará un ojo. Lo que no dijeron fue: no te acuestes con Mary, le vuelve loca. Se acostó con ella, pero no era lo que quería, de modo que dormía en la habitación de invitados y se entretenía donde podía. Mary empezó a volverse loca.


Para entonces era de noche y estaban en el salón. Mary, con los pies sobre el sofá, leía una revista de moda y se abanicaba con las páginas. No había comido en todo el día; tenía el estómago lleno de palillos de aceitunas y no le habrían venido mal los correspondientes martinis. Quería hablar con él pero llevaba toda la tarde comportándose como el profesional, preparando su producto, las tiras de microfilm con los planos, los puntos con las especificaciones de los edificios. Metía película en las junturas de los envoltorios de gamuza y fijaba micropuntos a los documentos que iban a ir dentro. Mary se dio un golpe en el tacón con el otro zapato; el pie entró en la esquina del campo visual de Hal, que oyó el golpeteo. No levantó la vista.

– Oh, Hal -dijo ella, recuperado su tono de esposa-, no veo el momento de que volvamos.

Él asintió. Mary pasó las páginas y suspiró.

– Me veré con él a solas, si quieres -dijo él, una vaga esperanza.

– No es lo que espera -replicó ella, con voz crispada, como si se tratara de una visita a un pariente político difícil.

A lo mejor tendría que dejarla beber. Quizás eso ayudara. Fue a la cocina y preparó dos Tom Collins con mucho hielo. Bebieron, pero eso no le relajó. Remató el trabajo.

– ¿Estás lista? -preguntó.

– Siempre lo estaré, Hal.

Se puso una americana oscura sobre la camisa oscura y se pasó un peine por el pelo.

– Estás guapo, Hal.

Él la perforó con la mirada. Mary se zafó, se acercó a él, le sacudió los hombros, le enderezó las solapas e hizo que se le erizara el vello de la nuca.

– No fue más que sexo, Hal -le dijo desde detrás-. Nada importante.

– Sí, pero no formaba parte de las instrucciones -dijo él-. No sabemos lo que puede significar cuando lleguemos allí. Cómo va a afectar al trato que estamos haciendo con él.

– No significará nada, Hal -dijo ella-. De eso estoy segura.

Vuelta a empezar.

– Mary -dijo-, ya no estoy seguro de quién eres, de qué quieres.

– Soy tu esposa, Hal -explicó ella, y eso le preocupó-. Todo lo que quiero es un beso y que nos pongamos en marcha.

Fue a besarla en la frente pero ella echó la cabeza hacia atrás y le aprisionó los labios; los tenía mojados y fríos del hielo; chupaban y penetraban. Sus dientes chocaron. Era como comerse un molusco directamente de la concha.

Le rozó al pasar hacia el pasillo. Él siguió su blusa oscura, su falda negra, sus medias y sus mocasines de cuero blando. Subieron al coche, salieron de Cascáis y se dirigieron hacia el oeste por la carretera de Guincho. Hal no perdió de vista el retrovisor ni a ella durante todo el camino.


Había intentado que la OSS la retirara, pero era su agente. Había insistido en que su comportamiento podía suponer una amenaza para la misión pero, por descontado, delante de ellos Mary siempre se portaba bien. «Es demasiado importante para que tengamos en cuenta consideraciones personales», le dijeron. Y ahí la tenían: su cordura se deshilachaba como un tejido mal bordado.

– Estaremos muy bien -dijo ella-, ya lo verás. Después de esto volveremos a estar juntos y a solas, tú y yo.

Apoyó una mano en el muslo de Hal y le masajeó el músculo; la única inspiración de Hal para sacar la noche adelante fue seguirle el juego.

– Florida -dijo.

– Los cayos -añadió ella-. ¿Has estado alguna vez en los cayos?

– De pesca -respondió él, a la vez que Mary desplazaba la mano hacia arriba y extraviaba el meñique por su bragueta.

El le apartó la mano de la entrepierna, le besó el dorso, la apoyó en la rodilla y se la acarició con el pulgar.

– Meter ron de Cuba de contrabando -prosiguió ella-. Podríamos dedicarnos a eso.

– Pensaba que hablabas de unas vacaciones.

– Y así era… pero a lo mejor podríamos vivir allí, ya sabes… los dos en una isla.

A Hal se le haría cuesta arriba pasar diez minutos con ella en Nueva York, por no hablar de una vida entera en un cayo de Florida. Mary se repantigó en el asiento de cuero del coche, apoyó el cuello en el respaldo y bamboleó la cabeza, para que la mirara. La falda se le había deslizado por los muslos hasta quedar a la altura del principio de las medias. Estiró las piernas y subió los talones al asiento, pero esa vez con las rodillas abiertas.

– Nos emborracharemos con nuestro ron -fantaseó-. Nos beberemos todos los beneficios.

Se rió, le apartó a Hal la mano del volante y se la llevó al interior del muslo, parte sobre la media, parte sobre la piel caliente. El tragó saliva. Dios bendito, eso era lo que pasaba cuando se le seguía el juego.

– Lo haremos en la playa al aire libre y no importará, no como aquí, con toda esa policía playera.

Le subió la mano hasta el vértice. Hal la apartó de golpe como si hubiera tocado un hierro al rojo vivo.

– Por los clavos de Cristo, Mary, ¿dónde tienes la ropa interior?

– Sabes que no me gusta que blasfemes, Hal.

– ¿Dónde está, por… dónde?

– No tenía limpia.

– No puedes…

– Nadie se va a enterar.

Hal se frotó el lado del meñique que había entrado en contacto con su sexo húmedo. Picaba. El coche ascendía entre los pinos de la serra.

– Tenemos negocios que hacer, Mary -dijo-. Ahora toca trabajo.

Ella endureció las facciones. Se enderezó y se bajó la falda. En el ojo que le quedaba a la vista Hal distinguía una desagradable determinación. Se alejaron de Malveira y pusieron rumbo a Azoia.

– ¿Te he hablado alguna vez de Judy Laverne? -preguntó Mary.

– No -respondió él, tajante. No quería que Mary le hablara de ella. Judy Laverne le había caído bien. Era una de las pocas personas sin tacha de American IG, pero no había importado, estaba vinculada a Lazard y la OSS se había asegurado de que la despidieran.

– Por allí se salió de la carretera -dijo Mary, cuando doblaron la curva.

Hal cambió de marcha y giró con brusquedad para meterse en un camino de tierra y hacer un cambio de sentido. Mary se volvió hacia el lugar del antiguo accidente. Hal aminoró la velocidad y apagó las luces.

– En la carretera no había marcas de derrapadas -explicó ella-. Los de la OSS dijeron que si el coche iba a mucha velocidad el punto de impacto tendría que haberse encontrado más adelante, colina abajo.

– ¿Qué estás diciendo, Mary?

– Digo que tiraron el coche.

Hal conducía con la cara pegada al parabrisas a causa de la penumbra impenetrable que rodeaba los pinos. Avanzaron con dificultad por el borde.

– ¿Quién? -preguntó.

– ¿A ti quién te parece?

– A lo mejor no iba tan rápido.

– En cualquier caso, es una pena, ¿no crees?

– ¿El qué?

– Que ni siquiera trabajara para nosotros. Nos dijo que no y no tenían nada que echarle en cara, no como a ti. -¿Y por qué la tiraron, Mary?

– Es un misterio, Hal -contestó ella-. Un misterio triste. Estaba loca por Wilshere. Loca por él.

Hal sacó la cabeza por la ventanilla abierta para ver si mejoraba su visibilidad y porque ya no quería oír más a Mary, no cuando hablaba de gente que estaba loca por otra gente.

Conectaron con otro camino, giraron a la derecha y emprendieron un lento descenso hacia la parte de atrás del pueblo de Malveira. El primer edificio que se encontraron era una villa inacabada con vistas al resto del Pueblo, que quedaba más abajo por la carretera. La casa tenía techo y paredes pero las ventanas estaban cegadas con tablones y los terrenos circundantes estaban llenos de restos de obra, sin muchas evidencias de trabajo reciente.

Sacaron del maletero dos faroles y una linterna. Mary empezó a caminar con el sobre que contenía los planos microfilmados. Hal se metió en el bolsillo un pequeño revólver que había escondido en la caja de herramientas y la siguió. Abrieron la puerta con la llave que Hal sabía donde encontrar. Encendieron las lámparas y las dejaron sobre una mesa formada por un tablero sobre ladrillos. Hal se sentó en una columna de ladrillos apilados. Mary paseó por la habitación. Su forma de moverse contenía algo de amenaza, su cuidadosa colocación de cada pie. Hal intentó dar con algún tema de conversación para tranquilizarla pero con el calor y el olor a cemento no se le ocurría ninguno. A las 11.30 oyeron llegar un coche. Mary miró por una rendija entre los tablones de la ventana.

– Es Lazard -anunció.

Se pintó los labios ayudada de un espejito de mano y la linterna colocada en equilibrio en un hueco de la pared. Hal y Lazard intercambiaron las habituales frases de identificación antes de abrir la puerta.

– Hola, Beech -saludó Mary.

– Hal… Mary -dijo Lazard mientras les daba la mano, aunque Mary también le dio un beso en la mejilla. La tenía sudada y después Mary se secó los labios.

– Hace calor -comentó Hal.

– Pensaba que aquí arriba se estaría más fresco.

Se quedaron plantados durante un momento, inseguros acerca del modo en que llevar adelante el asunto.

– No tengo mucho tiempo -dijo Lazard, pues sabía que el vuelo aterrizaba en Dakar en una hora.

– Dale el sobre, Hal.

Hal quería pegarle, obligarla a cerrar el pico. Lazard captó la palpable fricción y le entregó los diamantes.

– Voy a tener que echarles un vistazo, en un momento- dijo Hal. -Claro -replicó Lazard, más calmado a cada segundo que pasaba. -¿Este sitio es tuyo, Beech? -preguntó Mary. Lazard asintió.

– ¿Por qué no me lo enseñas un poquito mientras Hal hace su trabajo? -dijo, y zarandeó la linterna, cuyo haz casualmente estaba sobre el muslo de Lazard. A Hal no le habría importado partirle los dientes. Lazard se encogió de hombros. Hal fue a la mesa, extendió un pedazo de terciopelo sobre el tablero y derramó encima los diamantes. Mary se llevó a Lazard del brazo y se adentraron en la casa. Hal los vio desaparecer; la luz de la linterna rebotaba por las paredes y sus voces resonaban en las habitaciones alejadas. Se puso a trabajar. Pasaron los minutos.

– Nos vamos arriba, Hal -gritó Mary con sonsonete desde las profundidades de la casa.

Hal devolvió la atención a las piedras, las contó y realizó las rudimentarias comprobaciones visuales que le habían enseñado, para asegurarse de que al menos no les endosaban cristal. Un ruido le hizo parar. Un ruido que se impuso al penetrante chirrido de las cigarras en la noche cálida y apacible. ¿Era un gruñido? No podía creerlo. Se levantó. La voz de Mary, alta y clara. «¡Oh! ¡Sí!»

«Y cree que me pone celoso… Dios mío.»

Se sentó y sacudió la cabeza. Tan sólo unos instantes y todo habría pasado. La voz de Mary volvió a asaltarlo, casi un chillido esa vez, una sobreactuación de placer. A ella nunca le gustaba tanto. Hal lo sabía.

Silencio. Un silencio tenso y duro como la roca. Después un estruendo, cuerpos que volcaban algo, que se caían… Sacó la pistola del bolsillo y avanzó por las habitaciones de la planta baja hasta el pie de las escaleras. Ni un sonido en el interior… sólo mosquitos o zumbido de oídos.

Subió las escaleras de lado, con la espalda contra la pared; en el lateral abierto no había barandilla. Al llegar al rellano vio resquicios de luz alrededor de los tablones de la ventana de la pared del fondo. Fuera la luna ya estaba en lo alto. De una habitación sin puerta surgía una luz baja, a la altura del suelo. Se asomó. La linterna estaba tirada sobre los tablones. Entró con la pistola por delante. Contra la pared, a la derecha, Mary estaba tumbada boca abajo sobre la tabla de madera de una mesa de trabajo, cuyos ladrillos de apoyo se habían venido abajo. Tenía una soga de cáñamo enrollada al cuello con tanta fuerza que los ojos se le habían salido a medias de las órbitas. Llevaba la falda remangada por encima de las nalgas, ligas negras, raíles que desaparecían. Una mancha negra que surgía de la separación de sus nalgas y le recorría la parte de atrás del muslo hasta las medias. Sangre.

Hal tragó saliva con fuerza contra el cartílago de su nuez y notó la subida del ácido desde el estómago. En las instrucciones nadie había mencionado ese tipo de cosas. La boca del revólver de Lazard se le atornilló al cuello.

– Oh, Dios mío -exclamó Hal, a la vez que perdía el equilibrio.

– Arrodíllate, aquí mismo, detrás de ella -dijo Lazard-. Te cogeré la pistola mientras te agachas.

A Hal le temblaban tanto las piernas que se dejó caer al suelo como si fuera un conejo al que le hubieran dado el golpe en la nuca. Lazard le arrancó el revólver de la mano sudada y lo agarró por el cuello de la americana para que no perdiera el equilibrio.


– Ahora arrástrate hasta sus pies.

Hal se deshacía en sudor, sudor y lágrimas porque sabía que aquello era el fin. Había sobrevivido, había aguantado hasta el último momento y, en lugar de un nuevo principio, había llegado al final de todo. Años perdidos. Dios bendito. Al avanzar palmo a palmo hacia los talones caídos de Mary le temblaba la cabeza de lado a lado.

– Quítate los pantalones.

Lo hizo.

– Y los calzoncillos.

Se los bajó y, en ese momento, vio lo que había hecho Lazard, lo que había hecho mientras la sujetaba por las riendas de su garrote. Le dieron ganas de vomitar.

Lazard le apoyó la pistola en la sien y apretó el gatillo; el ruido atronador resonó en la habitación. Dejó que Hal cayera hacia delante. Acabó tumbado con la cara a media altura de la espalda de Mary y la entrepierna sobre sus nalgas.

Lazard le puso la pistola en la mano inerte y le cogió la llave de la entrada del bolsillo.

En el piso de abajo, guardó de nuevo los diamantes en la bolsa y recogió el terciopelo y la lupa de Hal. Arrancó uno de los tablones de una ventana de la planta baja, cerró la casa con llave, se subió a su coche y se adentró en el pinar de la serra.

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