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7 de febrero de 1942, Wolfsschanze, cuartel general de Hitler, Frente del Este, Rastenburg, Prusia Oriental.


El avión, un bombardero Heinkel III modificado para el transporte de pasajeros, emprendió su descenso sobre la extensa negrura de los pinares de Prusia Oriental. El gemido apagado de sus dos motores trajo consigo lo inhóspito de las extensas estepas nevadas de Rusia, lo vacío de la destripada y calcinada estación de ferrocarril de Dnepropetrovsk y lo infinito de las congeladas marismas de Pripet que separaban Kiev del inicio del pinar polaco.

El avión aterrizó y avanzó por la pista entre un miasma de nieve arrojado a la oscuridad por sus hélices. Una figura embozada, encogida para protegerse de la ráfaga helada, salió a ese mundo frío del limpio agujero que se había abierto en la panza de la aeronave. Un coche del parque personal del Führer lo esperaba al lado mismo de la punta del ala, y el chófer, con el cuello subido hasta la gorra, le sostenía abierta la puerta. Quince minutos después el centinela del Área Restringida I le abría por primera vez a Albert Speer, arquitecto, la puerta del complejo militar del cuartel general de Hitler en Rastenburg. Speer fue directo a la cantina de oficiales y dio cuenta de una copiosa comida con la debida voracidad, que habría recordado al resto de comensales, de haber tenido éstos capacidad de empatía, lo difícil que resultaba mantener suministrado el último y remoto confín del Tercer Reich.

Dos capitanes, Karl Voss y Hans Weber, oficiales de inteligencia de veintitantos años a las órdenes del general Zeitzler, jefe del Estado Mayor, se encontraban en el exterior, pisoteando el suelo y fumando, cuando llegó Speer.

– ¿Quién es ése?-preguntó Voss.

– Sabía que me lo ibas a preguntar.

– ¿No te parece que se trata de una pregunta normal cuando pasa a tu lado alguien que no conoces?

– Te has olvidado de la palabra «importante». Cuando pasa a tu lado alguien importante.

– Que te den, Weber.

– Ya te tengo calado.

– ¿Qué?

– Vamos a entrar -dijo Weber mientras apagaba su cigarrillo.

– No, dímelo.

– Tu problema, Voss… es que eres demasiado inteligente. Con tu Universidad de Heidelberg y tu puto título de física, eres…

– ¿Demasiado inteligente para ser oficial de inteligencia?

– Eres novato, todavía no lo entiendes… Lo importante de la inteligencia es que no conviene ser demasiado inquisitivo.

– ¿De dónde sacas esas chorradas, Weber? -preguntó Voss con incredulidad.

– Te diré una cosa. Sé lo que ve la gente poderosa cuando nos miran a ti y a mí… y no es a dos individuos con una vida y una familia y demás.

– Entonces, ¿qué ven?

– Ven oportunidades -dijo Weber, e hizo entrar a Voss por la puerta de un empujón.

Volvieron a trabajar a la sala de operaciones, por el pasillo silencioso que llevaba a los aposentos de Hitler donde el Führer seguía encerrado con el ministro de Armamento, Fritz Todt, cuya llegada había puesto fin a la reunión de estrategia de esa tarde. Cuando los dos jóvenes capitanes volvieron a sentarse en sus puestos los dos hombres mayores seguían enfrascados en su conversación. Un poco antes les había servido la cena un ordenanza acostumbrado a los silencios glaciales, rotos tan sólo por el ocasional crujido de una silla de madera.

Voss y Weber trabajaron o, más bien, Voss trabajó. Weber empezó a cabecear casi en el mismo momento en que se sentaron en la sala mal ventilada. Sólo las sacudidas de los músculos de su cuello lo despertaban e impedían que estampara la cara en la mesa. Voss le dijo que se fuera a la cama. Los ojos de Weber se hundieron en sus órbitas.

– Venga -insistió Voss-. De todas formas, esto ya está casi listo.

– Esas -dijo Weber, que se puso en pie y señaló cuatro cajas de archivos-, tienen que salir con el primer vuelo de la mañana… a Berlín.

– A menos que el vuelo de Moscú ya esté inaugurado, querrás decir.

Weber gruñó.

– Ya aprenderás -dijo-. Para mí ya es hora de volver a la celda del monje. Mañana va a ser duro. Siempre está de malas después de que Todt le dé su informe.

– ¿Por qué? -preguntó Voss, todavía despierto, todavía capaz de pasar una noche en vela por el Frente Oriental.

– El primer lugar donde uno pierde una batalla es aquí -dijo Weber, inclinándose sobre Voss y dándose unos golpecitos en la cabeza-, y Todt ésa la perdió en junio. Es un buen hombre y un genio, y eso es una mala combinación para esta guerra. Buenas noches.

Voss conocía a Fritz Todt, al igual que todo el mundo, como inventor de las Autobahnen pero en ese momento era mucho más que eso. No sólo dirigía toda la producción de armas y municiones del Tercer Reich, sino que él y su Organización Todt eran los constructores de la Muralla Atlántica y los fondeaderos de submarinos que protegerían a Europa de cualquier invasión. También estaba a cargo de la construcción y reparación de todas las carreteras y vías férreas de los territorios ocupados. Todt era el mayor ingeniero de la construcción de la historia alemana y aquel era el mayor proyecto de todos los tiempos.

Voss estudió el mapa de operaciones. La línea del frente se extendía desde el lago Onega, quinientos kilómetros al sudoeste de Arcángel, en el mar Blanco, a través de Leningrado y las afueras de Moscú hasta llegar a Taganrog, en el mar de Azov, junto al mar Negro. Desde el Ártico hasta el Cáucaso todo era territorio alemán.

– ¿Y él cree que estamos perdiendo esta guerra? -se preguntó Voss en voz alta, sacudiendo la cabeza.

Trabajó otra hora o más y después salió para fumarse un cigarrillo y despejarse con el aire gélido. De vuelta vio al hombre apuesto que había llegado antes, sentado a solas en el comedor y, después, dirigiéndose hacia él desde la sala de operaciones, otra figura, que arrastraba los pies y tenía los hombros encorvados como si soportaran una carga penitencial. Tenía la cara gris, blanda y fláccida, como si se le desprendiera de su subestructura. Sus ojos estaban ciegos a todo lo que no fuera el inmenso cálculo que le ocupaba la mente. Voss se hizo a un lado para dejarlo pasar pero en el último momento parecieron virar el uno hacia el otro y sus hombros chocaron. La cara del hombre se reavivó con la sorpresa y en ese momento Voss lo reconoció.

– Disculpe, herr Reichsminister.

– No, no, ha sido culpa mía -dijo Todt-. Iba sin mirar.

– Piensa demasiado, señor -comentó Voss, en tono faldero.

Todt contempló al joven esbelto y rubio con mayor atención.

– ¿Trabajando hasta tarde, capitán?

– Sólo remato las órdenes, señor -respondió Voss, señalando con la cabeza la puerta abierta de la sala de operaciones.

Todt se quedó en el umbral de la sala y paseó la mirada por el mapa y las banderas de los ejércitos y sus divisiones.

– Ya casi la tenemos, señor -dijo Voss.

– Rusia -terció Todt, que deslizó los ojos hasta Voss- es un sitio muy grande.

– Sí, señor -corroboró el capitán tras una larga pausa en la que no se le ocurrió nada más.

– Los mapas de Rusia deberían ocupar toda la habitación -añadió Todt-. Para que los generales del Ejército tuvieran que caminar para desplazar sus divisiones, a sabiendas de que cada paso que dan supone quinientos kilómetros de nieve y hielo, o lluvia y barro, y en los pocos meses del año en que no se produce ninguna de las dos cosas deberían saber que la estepa se desdibuja bajo un calor silencioso, brutal y asfixiado de polvo.

Voss guardó silencio, embrujado por el retumbo atronador de la voz de su superior. Todt salió de la sala. Voss quería que se quedara, que continuase, pero no se le ocurría ninguna pregunta que no fuera banal.

– ¿Se va mañana con el primer vuelo, señor?

– Sí, ¿por qué?

– ¿A Berlín?

– Haremos escala en Berlín de camino a Munich. -Hay que llevar esos archivos a Berlín.

– En ese caso será mejor que estén en mi avión antes de las siete treinta. Hable con el capitán de vuelo en el aeródromo. Buenas noches, eh… capitán…

– Capitán Voss, señor.

– ¿Ha visto a Speer, capitán Voss? Me han dicho que ha llegado.

– Hay una persona en el comedor. Ha llegado hace un rato.

Todt se alejó y avanzó de nuevo arrastrando los pies por el pasillo. Antes de torcer hacia la izquierda para ir al comedor se volvió hacia Voss.

– No se imagine ni por un segundo, capitán, que los rusos están de brazos cruzados ante esa… esa situación que tiene ahí dentro -dijo, y desapareció.

No era de extrañar que el Führer estuviese de malas tras las visitas de Todt.


Transcurrió otra media hora y Voss fue a servirse un café al comedor. Speer y Todt estaban sentados uno a cada lado de una sola copa de vino, de la que bebía el mayor de los dos. Las diferencias estructurales entre ambos hombres eran acusadas. Uno estaba desplomado con evidentes muestras de hundimiento bajo los cimientos sólidos: siglo xix, fachada guillerminesca surcada de arrugas y grietas, con la pintura y la albañilería desmoronándose como caspa. El otro se alzaba en voladizo en un ángulo imposible, con líneas claras y definidas, la fachada Bauhaus moderna, morena, bella, despejada y brillante.

– Capitán Voss -dijo Todt, volviéndose hacia él-, ¿ha hablado ya con el capitán de guardia?

– No, señor.

– Cuando lo haga, dígale que herr Speer me acompañará. Ha llegado esta noche de Dnepropetrovsk.

Voss tomó su café y de vuelta al trabajo tuvo la extraña e incómoda sensación de que había una silenciosa maquinaria en funcionamiento, oculta a sus ojos y más allá de su entendimiento. Entró en la sala de operaciones en el mismo momento en que el coronel de las SS Bruno Weiss salía de los aposentos de Hitler. Weiss estaba al mando de la compañía de las SS de Rastenburg que se encargaba de la seguridad del Führer, y lo único que Voss sabía de él era que no le gustaba nadie excepto Hitler, y que sentía una especial animadversión por los oficiales de inteligencia.

– ¿Qué hace, capitán? -gritó desde el otro lado del pasillo.

– Estoy a punto de terminar unas órdenes, señor.

Weiss se le echó encima e inspeccionó la sala de operaciones; la cicatriz que iba desde el ojo izquierdo hasta más abajo del pómulo destacaba amoratada contra su piel pálida.

– ¿Qué es eso de ahí?

– Archivos del jefe del Estado Mayor, señor, que han de volver a Berlín con el vuelo del Reichsminister Todt esta mañana. Estaba a punto de informar al capitán de guardia.

Weiss movió la cabeza y señaló el teléfono. Voss llamó al capitán de vuelo y le reservó de paso una plaza a Speer en el avión. Weiss tomó más notas en su cuadernillo y regresó a los aposentos de Hitler. Volvió al cabo de unos minutos.

– Esos archivos… ¿cuándo van a salir? -preguntó.

– Tienen que estar en la pista a las siete treinta de esta mañana, señor.

– Dé la respuesta completa a la pregunta, capitán.

– Los llevaré en persona y saldré de aquí a las siete quince, señor.

– Bien -dijo Weiss-. Tengo unos archivos de seguridad que deben volver a la oficina del Reichsführer. Los depositarán aquí. Informaré al capitán de vuelo.

Weiss partió. Pasó por delante un asistente. Unos minutos después volvió acompañado de Speer.

A Voss, como a Hitler (una imitación no del todo inconsciente), le gustaba trabajar de noche. Trabajaba con la puerta abierta para oír las voces, ver a los hombres, adquirir una sensación del flujo magnético: aquellos atraídos y favorecidos por el Führer y aquellos a los que rechazaba y deshonraba. En el poco tiempo que llevaba en Rastenburg, Voss había visto a hombres que avanzaban con paso firme por el centro de ese pasillo, relucientes de medallas, estrellas y charreteras, para regresar a los quince minutos pegados a la pared, repudiados incluso por la franja de alfombra del centro. Había otros, por supuesto, que volvían evangelizados, con algo en los ojos más elevado que las estrellas, más grande que el amor. Se trataba de los hombres que habían «partido», que habían abandonado la carcasa decrépita de sus cuerpos para recorrer un Elíseo con otros semidioses, colmadas sus ambiciones, confirmada su grandeza.

Weber lo veía de otro modo, y afirmaba en tono más crudo: «Esos tipos están casados, tienen mujeres y familias de hijos encantadores y aun así llegan aquí para que les den por culo cada noche. Es una vergüenza». Weber acusaba a Voss de lo mismo. De echarse con la lengua fuera en el pasillo, esperando a que le frotaran la panza. A Voss le fastidiaba porque era verdad. En su primera semana, cuando desplegaba mapas durante una reunión de operaciones mientras Zeitzler hacía su comentario, el Führer lo había agarrado de repente por el bíceps y su contacto le había inyectado algo rápido y puro en las venas como la morfina, fuerte y adictivo, pero también debilitador.


La Wolfsschanze se apaciguó entrada la madrugada. El tráfico del pasillo se detuvo. Voss archivó las órdenes y preparó los mapas y posiciones de la conferencia matutina, tomándose su tiempo porque le gustaba la sensación de trabajar mientras el mundo dormía. A las 3:00 a.m. se produjo un rebrote de actividad procedente de los aposentos de Hitler y momentos después apareció Speer en la puerta con aspecto de galán. Le preguntó a Voss si no le importaría borrarlo del vuelo del Reichsminister de la mañana; estaba demasiado cansado después del vuelo que ya había hecho y su reunión con el Führer. Voss le garantizó que podía confiar en él y Speer entró en la habitación. Se detuvo frente al mapa y rozó con la mano una franja enorme que abarcaba Rusia, Polonia, Alemania, los Países Bajos y Francia. Reparó en que Voss le observaba y se metió la mano en el bolsillo. Saludó con la cabeza, le dio las buenas noches y le recordó que llamara al capitán del aeródromo. No quería que lo molestaran por la mañana.

Voss hizo la llamada y se fue a dormir tres horas. Se levantó momentos antes de las 7:00 a.m., llamó a un coche y él y el chófer cargaron los archivadores, junto con un cofre negro de metal que había aparecido en la sala de operaciones y cuyo destinatario, estampado con pintura blanca sobre plantilla, era el SS Personalhauptamt, 98-9 Wilmersdorferstrasse, Berlín-Charlottenburg. Fueron en el coche hasta la pista donde, sorprendidos, se encontraron con que el Heinkel de Todt avanzaba para despegar. Voss ya sentía el azote de la furia de Weiss. Consultó al capitán de vuelo, quien les dijo que tan sólo probaban el avión por órdenes del asistente de Hitler. El avión dio dos vueltas en el aire y aterrizó. Un sargento consultó la declaración y le dio el visto bueno a los archivos; los cargaron. Voss y el chófer tomaron un café en la cantina y comieron huevos con pan. A las 7:50 a.m. llegó el coche del Reichsminister y Fritz Todt embarcó solo en el Heinkel.

El avión avanzó de inmediato hasta el final de la pista de despegue, hizo una pausa, cobró potencia y salió disparado por la calzada costrada de nieve hacia los árboles negros y la baja nube gris de otra veteada mañana militar. Según el reloj todavía tendría que estar oscuro, pero el Führer se empeñaba en mantener la hora de Berlín en su cuartel de Rastenburg.

Al salir de la cantina a Voss le llamó la atención la infrecuente estampa del coronel de las SS Weiss fuera del complejo del Área Restringida I. Estaba en la torre de control y parecía verde a través del cristal, tenía los brazos gruesos cruzados sobre el pecho y la cara pálida iluminada desde abajo por alguna luz que no estaba a la vista.

El rugido continuo de los motores del avión cambió de tono y sus alas se inclinaron cuando se ladeó por encima del pinar. Eso también era inusual. El avión debería haber seguido hacia el oeste y atravesar el blando vientre de la nube gris para irrumpir en la luz solar radiante y sin complicaciones del firmamento, en lugar de lo cual viró hacia el norte y parecía regresar para volver a aterrizar.

El piloto enderezó las alas y estabilizó el avión para el descenso. Estaba a punto de alcanzar el extremo de la pista, a no más de cien pies del suelo, cuando una lanza de fuego salió disparada del fuselaje de detrás de la cabina. Voss, boquiabierto, se encogió en el momento en que le alcanzó el rugido de la explosión. Su conductor se agachó al mismo tiempo que el avión se ladeaba y un ala chocaba contra el suelo y se desprendía del cuerpo de la nave, que se empotró contra el terreno nevado y explotó con espantosa violencia, dos veces, con una fracción de segundo entre la ignición de cada uno de los depósitos de combustible.

Apareció un humo negro que se elevó hacia el cielo gris. Sólo el timón había sobrevivido al impacto. Dos camiones de bomberos salieron disparados inútilmente de su hangar, patinando sobre el suelo helado. El coronel de las SS Weiss dejó caer los brazos, estiró los hombros hacia atrás y salió de su atalaya.

Voss echó raíces en el suelo duro como el hierro; sus pies absorbían el frío entumecedor y lo transportaban a todos los huesos y órganos de su cuerpo.

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