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Diciembre de 1970 a enero de 1971, Londres.


Andrea ocupó su escritorio, el mismo que ocupara su madre durante más de veinte años para hacer el mismo trabajo. Su tarea no era difícil y le daba la oportunidad de conocer a todo aquel que realizara cualquier tipo de misión operativa, y todos hablaban con ella porque querían que se mostrara permisiva e indulgente al revisar sus hojas de gastos.

Andrea había tenido que soportar una prolongada entrevista con Dickie Rose, como ahora le llamaban, y un hombre tímido llamado Roger Speke, que sólo le hacía preguntas por mediación de Rose y nunca directamente. No descubrió nada sobre ninguno de los dos, ni su trabajo ni el título de su cargo. También se había visto con Meredith Cardew, pero el encuentro había consistido más bien en una charla sobre los viejos tiempos: Lisboa, sardinadas en la playa, y si el Restaurante Tavares seguía abierto. Sólo en el momento de irse Andrea mencionó lo mucho que le extrañaba encontrárselo en la Empresa.

– Sí, bueno, le cogí el gusto durante la guerra -dijo él-. En Shell me aburría así que, cuando vine de viaje, pedí una entrevista. Una tontería, en realidad. Las cosas me habrían ido mejor en el mundo del petróleo pero, ya ves, estaba lo otro: Dorothy se había cansado de viajar y quería volver a Inglaterra.

– ¿A Londres?

– Dios bendito, no, nos compramos una casa en Gloucestershire. Allí estamos en la gloria. Ahora las chicas ya han volado del nido, claro. Todas casadas. Nos quedan los nietos y los perros.

– Y usted tiene la Empresa.

– Ya estoy pensando en la jubilación. Lo mejor ha quedado atrás. Berlín en los cincuenta, eso fue grande. Tenemos que tomar una copa, Anne…, ponernos al día. Pásate por el piso una de estas tardes frías y hazle compañía a un anciano.

– Ahora soy Andrea, Meredith.

– Por supuesto. Perdona. Sí. Y mis condolencias por Luís y Joáo. Jim me contó la desgracia. Un mazazo terrible.

El modo en que lo dijo, como si hubiera ocurrido hacía un mes y en el momento mismo en que se iba, la transportó un cuarto de siglo atrás a la casa de Carcavelos. Otro mazazo terrible, como decía él. Le agitaba algo en el pecho, un pájaro que aleteaba contra sus costillas intentando escapar.


Empezó a principios de diciembre. Wallis la acompañó en un recorrido por el edificio. Volvió a presentarle a todos los asistentes a la fiesta del funeral. Peggy White, que había sido asistente de su madre en Banca; John Travis de Documentación; Maude West de la Biblioteca y Dennis Broadbent de Archivos, que era el único que tenía algo que explicarle.

– Aquí te tengo como Grado 5 Azul y Amarillo. Grado 5 significa seguridad media, Azul es por Banca y Amarillo por Extranjero, lo cual significa que tu acceso está limitado a archivos de esa clasificación y todo lo que tenga una clasificación de seguridad de 5 o menos. Todos empezamos por 5.

– ¿Cuál es el máximo?

– Grado 10 Rojo. Con eso se puede mirar cualquier cosa, incluida la sala reservada, pero no hay muchos Grados 10 Rojo. Cinco en todo el edificio, de hecho, y uno de ellos es «C», el jefe supremo.

– ¿La sala reservada?

Broadbent señaló una puerta que tenía ranura para tarjetas y un teclado numérico junto a la jamba.

– Todo Alto Secreto y Operativo.

– ¿Qué otros colores no puedo mirar?

– El Verde es de Nacional/Mi5, muy aburrido. El Blanco es de Personal, y en unas semanas te darán acceso. -¿Y Rosa? ¿Hay Rosa? -Pues sí, ya que lo preguntas. -¿Y qué es el Rosa? -Sexo.

– ¿Eso también lo guardan en la sala reservada?

– Y bajo llave.

– ¿Y quién tiene la llave?

– Roger Speke.

– Los mosquitas muertas siempre son los peores, señor Broadbent.

– Igualita que su madre -dijo Broadbent con una risotada-. Es asombroso.


Peggy White la instruyó en los procedimientos de Banca, sin dejar de dar sorbos a un vaso de agua mientras se mordisqueaba los labios al hablarle de transferencias internacionales, hojas de gastos, fondos para imprevistos, informes financieros trimestrales, liquidez, presupuestos y el resto de jerigonza contable.

– De un tiempo a esta parte la cosa está tranquila. El último lío gordo fue en el 68, después de la Primavera de Praga. Los agentes volaban de un lado a otro. El dinero no paraba de rodar. Para entonces tu madre se había jubilado. Sí, la Primavera de Praga acabó con su sustituía. Hizo una auténtica chapuza. En cualquier caso, nos creímos de verdad que aquello era el fin, sabes. Que los rojos iban a retirar el Telón de Acero, cargar y no parar hasta llegar a Holyhead. En fin, ahora ya es agua pasada. Me encantaba que los días pasaran volando. Para serte sincera, ahora se arrastran como tortugas. Pero… con los rusos, nunca se sabe.

Andrea se puso manos a la obra y se hizo amiga de todo el mundo, sobre todo de Broadbent. Este la dejaba a solas en Archivos, de modo que podía curiosear en los documentos a los que todavía no le habían concedido acceso y podía observar incluso quién estaba autorizado a entrar en la Sala Reservada. Sólo la empleaban Rose, Speke y Wallis. Broadbent le reveló que existía una tarjeta con cinta magnética y que cada semana Roger Speke asignaba un código de cuatro números.

Para mediados de diciembre ya había repasado la mayor parte del grueso de los archivos y no había encontrado nada de interés ni referencia alguna a El Leopardo de las Nieves por ninguna parte. Diez días antes de Navidad los estadounidenses por fin se mudaron de su casa de Clapham y Andrea dejó la buhardilla de Wallis para instalarse allí. Volvió a encontrarse con Gromov en la explanada de juegos de Brockwell Park. El ruso le dijo lo que ya sabía, que iba a tener que conseguir acceso a la Sala Reservada y mirar en los archivos operativos para descubrir cualquier referencia a El Leopardo de las Nieves. Si le llevaba una tarjeta él podía encargarse de que le hicieran un duplicado de la noche a la mañana. En cuanto lo tuviera, lo único que tenía que hacer era enterarse del código numérico de la semana. Fácil. Fácil para Gromov, con su gran abrigo y su cara helada mientras chupaba una de sus debilidades capitalistas, los sorbetes de limón.

Andrea retomó su vigilancia de los usuarios de la Sala Reservada y de donde guardaban las tarjetas. Wallis y Rose la visitaban con menos frecuencia que Speke y guardaban las tarjetas en la cartera. Speke, que iba dos veces por mañana, la guardaba en el bolsillo del pecho de la americana. Observó a Speke durante una semana y reparó en que sólo trabajaba en el material de la Sala Reservada por las mañanas. No estaba permitido que los archivos de Grado 10 Rojo salieran de la sala. Los hombres trabajaban dentro y sólo podían llevarse notas. Nada de fotocopias.

Descubrió que Speke era un hombre muy correcto, de modelos y forma de vestir remilgados de los que siempre tiene algo que decir sobre el número de botones de las chaquetas, y nunca trabajaba con la americana puesta. Se la ponía cuando iba a otro departamento, pero siempre se la quitaba antes de sentarse. Debajo llevaba una chaqueta de punto y siempre colgaba la americana de una percha detrás de la puerta. El único problema era que Andrea nunca tenía acceso a Speke. Él no hablaba con ella, ni con nadie a decir verdad, salvo el resto de jefes de sección. Se iba a las cinco y media todas las tardes y jamás se quedaba a tomar una copa. No le sorprendía no haberlo visto en el funeral: no era de los que le iban a su madre.

Empezaba a desesperar mientras pensaba en cómo iba a enterarse de quién era el quinto poseedor de tarjeta cuando en su escritorio apareció una hoja de gastos con una petición de más fondos. Revisó sus archivos y descubrió que al agente, de nombre en clave Cleopatra, aún deberían quedarle 4.500 libras. Como base de Cleopatra constaba Tel Aviv. Oriente Medio era la sección de Speke.

Esperó a que faltaran dos minutos para la comida y llamó a la puerta de Speke. Éste se encontraba frente a la ventana, contemplando Trafalgar Square con las manos en los bolsillos, estirando la chaqueta hacia delante. Se sobresaltó al verla y fue hacia su escritorio como si en él guardara una pistola. Andrea sudaba bajo su traje de algodón, y la blusa se le pegaba a la parte baja de la espalda. Le pasó a Speke la hoja de gastos y le comentó el problema. Él se rascó la punta de la nariz y parpadeó por detrás de las gafas bi-focales. Cogió el teléfono. Andrea le dijo que volvería por la mañana. Speke se levantó mientras ella se iba. Después se encaminó de nuevo a la ventana. Andrea abrió la puerta. Él se inclinó para hacerle unos mimos a una planta de la repisa. Andrea metió dos dedos en el bolsillo de la americana, sacó la tarjeta y cerró la puerta.

Cuando volvió a su escritorio Peggy White le preguntó si le pasaba algo.

– La calefacción central, señora White. No la aguanto.

– Su madre era igual.

Andrea salió a comer y se puso a la cola de un fotomatón de la estación de Charing Cross. Un hombre se colocó detrás de ella. Andrea entró en la cabina y dejó la tarjeta de Speke detrás del tablero de fotos de muestra. Se levantó y esperó a que se revelaran las fotos. El hombre que tenía detrás salió al acabar la sesión pero no esperó. Salieron las fotos de Andrea. Un poco después aparecieron las del hombre, negras.

A la mañana siguiente había dos tarjetas en el buzón de su casa, el original y la copia. Fue pronto al trabajo, por si Speke iba directo a la Sala Reservada. Speke llegó. Andrea le concedió unos minutos y después fue a verlo. Todavía llevaba puesta la americana. Andrea parpadeó para rebajar la intensidad de su mirada y se calmó. Speke estaba una vez más frente a la ventana, con la vista puesta en la mañana helada y quebradiza. Speke, el pobre y bien plantado Speke, al que le gustaba disponer de diez minutos para recobrarse de su viaje en metro matutino, se enervó.

– Ya volveré más tarde -dijo Andrea.

– No, no, no, ¿qué pasa?

– La hoja de gastos de Cleopatra.

– Tenemos que cambiar ese nombre en clave, ¿no le parece? -Estoy de acuerdo. Resulta absurdo pensar cosas tan mundanas de Cleopatra.

– Desde luego. Un día encontraremos al pie: un áspid: 3 libras, 9 chelines, 6 peniques -dijo, y se rió de su propia gracia.

Pobre Speke, jamás iba a ser capaz de adaptarse al sistema decimal.

– Esperemos que no, señor Speke -dijo ella-. ¿Le cuelgo la americana?

– Oh… gracias -replicó él; cinco opciones entrechocaban en su cerebro.

Andrea le quitó la americana de los hombros, dejó la tarjeta en su sitio y la colgó.

– Tiene razón -dijo él-. Cleopatra no tendría que solicitar más fondos. Le enviaré un mensaje de inmediato. ¿Qué le parece que debería escribir…, señorita Aspinall?

– ¿Te deseo toda la dicha de la serpiente? -sugirió Andrea, a sabiendas de que Speke reconocería a Shakespeare.

Su risa sonó más aguda que la carcajada de una hiena por la noche en pleno monte.

– Tal vez eso resulte un tanto siniestro -dijo-, pero es excelente en cualquier caso. Meteríamos un poco de miedo en Tel Aviv. No estaría mal.

Andrea salió exhausta. Esas cosas parecían muy fáciles en las películas pero le destrozaban a una los nervios, como robar monedas del bolso de su madre con la salvedad de que ese tipo de sustracciones domésticas acarreaban diez años en la cárcel de Holloway. Y aún tenía que conseguir el código semanal de acceso. Y entrar en la Sala Reservada con el tiempo suficiente para conseguir algo. Sabía lo que le esperaba. Cientos de archivos, y eso no era más que la sección Berlín/Soviético.

Cardew la invito a compartir cena y unas copas en su piso, un apartamento de un dormitorio en un edificio señorial de Queen's Square, Bloomsbury. Bebieron gintonics mientras Cardew preparaba salsa boloñesa en su cocinita, y Don Giovanni sonaba en el tocadiscos.

– Los espaguetis a la boloñesa son mi alimento básico -dijo él; por detrás daba cierta impresión de tristeza, los pantalones le colgaban en forma de bolsa-. Me hago a la idea de probar otra cosa pero entonces empiezo a gravitar hacia la carne picada y las latas de tomate. En fin, patético. En Lisboa comíamos tan bien…

– Echo de menos el pescado -dijo Andrea-. Echo de menos incluso el bacalao salado, y jamás pensé que eso fuera posible.

– Hoy en día el pescado sólo llega congelado -observó él-. Sabes, a mí me gustaba el bacalao salado con jamón curado encima. ¿Lo llegaste a probar? Una de nuestras chicas era del norte y nos dijo que era así como lo preparaban allí.

– ¿No baja nunca Dorothy a cocinarte algo… o para ir al teatro?

– A Dorothy no la verás en Londres ni muerta. La odia con todas sus fuerzas. Asquerosa y sucia. Llena de niños bien pagados de sí mismos. Ya estoy bien aquí, allá se pudran, así lo ve ella. Es una pena. Aquí llevo una vida de lo más solitaria. Gintonic, espaguetis a la boloñesa y ópera por las noches.

Comieron la pasta y la ensalada y estrenaron la segunda botella de tinto. La conversación de Cardew derivó hacia el trabajo.

– Sí, los cincuenta fueron tremendos en cuanto nos libramos de los imbéciles de Burgess y Maclean. Nos creíamos los más listos hasta que descubrimos que era todo una jodida farsa; George Blake le entregaba en bandeja a la KGB el trabajo de Berlín con todo lujo de detalles y Kim nos tomaba el pelo en casa. Quedamos como tontos. Jrushchev le dijo una vez a Kennedy que tendríamos que pasarnos una lista de todos nuestros espías y que probablemente descubriríamos que eran los mismos. Una verdad como un templo. ¿Otro poquito, querida?

Rellenó las copas. El sudor refulgía en su labio superior. Se iba entonando.

– Ahora es mucho más seguro -dijo Andrea-. Parece que han separado Administración de Operaciones. Estamos compartimentados. Nadie sabe lo que hace el otro.

– Como si eso fuera el jodido problema. Se hicieron un lío, como de costumbre. De Administración no se filtraba nada. Operaciones, ése era el coladero. Ahora nos sentamos de brazos cruzados y con los ojos vendados en nuestros despachos sin atrevernos a hacer un carajo. Y eso que en los sesenta nos pusieron contra las cuerdas, te lo aseguro. Yo conservé mi condición de Grado 10 Rojo…, muchos otros no. Un montón de jubilaciones anticipadas, una o dos detenciones… Limpiaron la Empresa. Ahora apenas respira.

– No te veo mucho por Archivos -dijo ella-, enseñando de su Grado 10 Rojo.

– Eso no va conmigo, Andrea. No es mi estilo. Nunca he sido rata de biblioteca. No como Speke. Le encantan esos archivos. Aquello es su leonera. Él fue quien ideó el sistema y nos dio a todos nuestras tarjetitas de los demonios. Todos los lunes por la mañana pasa y nos da los códigos semanales. Yo nunca recuerdo los putos números. Una vez nos los dio y se olvidó de reprogramar la cerradura; decidió que se había producido otro fallo de seguridad y volvió a soltarnos los perros. Sí, sí, después de aquello se le bajaron un poco los humos al bueno de Speke. Y con motivo, joder.

Se acabaron el vino. Cardew puso La flauta mágica y sirvió un coñac para Andrea y un whisky para él. Se plantó delante del fuego de gas y dirigió una orquesta imaginaria. La botella de whisky iba a parar al borde de su vaso cada media hora; después del tercero se encorvó, hizo una mueca espantosa y dijo:

– «Las campanas, las campanas» -mientras se servía otro, para desviar la atención del hecho de que se estaba poniendo morado. El whisky era Teacher's, además.

Andrea apuró a sorbos su coñac y dijo que tenía que irse. En la puerta Cardew se llevó su abrigo al pecho en un abrazo de oso, ya muy borracho, haciendo ojitos.

– ¿Supongo que no te apetecerá hacer feliz a un anciano? -preguntó y, antes de que lo decepcionara-: No, no, es una ridiculez. Estoy como una… no, como tres cubas. No sé lo que digo. No me hagas caso. Siempre te he apreciado mucho, Anne. Sí…, siempre me has gustado. Mucho, mucho. Muchísimo…

– ¿Me das mi abrigo, por favor, Meredith?

– Perdona, perdona, perdona. Claro, toma. Lo estoy estrangulando, al pobre.

La ayudó a ponérselo y en la puerta le estampó un ridículamente casto pero muy húmedo beso en la mejilla.

– Estupendo -dijo, y se cayó contra la pared.


El siguiente lunes por la mañana, la segunda semana de enero, Andrea estaba en el despacho de Cardew cuando Speke llegó para darle los números.

Presenció el absurdo espectáculo de un hombre susurrándole a otro al oído por detrás de la mano. En cuanto Speke salió de la habitación Cardew anotó los números en un cuadernillo.

– No sé ni por qué me molesto -dijo-. Pero la única vez que necesité ir a la Sala Reservada y fui a pedirle que me repitiera los números de la semana el muy cabrón no me los quiso decir. Esto es peor que la escuela, Andrea. Si es que algo puede ser peor que Charterhouse.

Cuando Andrea se levantó al final de la reunión, leyó los números de arriba abajo. Tenía una semana de acceso. Ahora le quedaba escabullirse de Broadbent.


Broadbent trabajaba de nueve a cinco y media y libraba una hora para comer. Por lo general despejaba el archivo y lo cerraba con llave cuando salía a tomarse su sandwich y su pinta de cerveza en el Coach and Horses del Soho. Andrea le convenció para que la dejara quedarse. Podía encerrarla dentro mientras estaba fuera.

– Sólo unos días, mientras le cojo el tranquillo -le dijo-. Es muy importante que me haga con todos los antecedentes, señor B. Peggy White no puede contármelo todo.

– Me sorprende que la señorita White le cuente lo que sea -dijo Broadbent, con un ademán de la mano-. El agua no es su bebida favorita, ya sabe.

La encerró en el archivo. Andrea esperó cinco minutos leyendo archivos y fue a la Sala Reservada. Metió la tarjeta, marcó los números y el cierre emitió un chasquido. Andrea se quitó los zapatos y los dejó sobre la mesa. Desde que se pusiera manos a la obra se lavaba con jabón sin aroma y ese fin de semana no se había lavado el pelo para estar segura de no dejar olor. Fue directa a la sección Berlín/Soviético y repasó todos los archivos de personal activo, titulado cada uno con el nombre en clave del agente. No había ningún Leopardo de las Nieves, pero sí un archivo con el encabezamiento «Cleopatra», que abrió sólo por su asunto con Speke y por la curiosidad de encontrar a un agente de Oriente Medio dentro de la sección de Berlín.

Según el archivo Cleopatra no trabajaba desde Tel Aviv sino que estaba en la Sección Política del Servicio Secreto de Inteligencia en Berlín y reclutaba oficiales de la KGB con fines de espionaje. Memorizó los nombres de los reclutados, todos rusos a excepción de un alemán. El final del archivo era un desplegable que mostraba las cantidades pagadas a los hombres y los totales. Ninguna de las cifras era significante. Miró las fechas. Volvió a la primera página del archivo. Habían introducido a Cleopatra el i de agosto de 1970. Dejó el archivo en su sitio, miró a su alrededor y encontró la sección de Londres. No había apartado de administración y todos los archivos estaban encabezados por nombres en clave. Se oyó un chasquido, el mismo que cuando había abierto la puerta de la Sala Reservada, pero no desde su extremo de la habitación. El ruido la atravesó como la descarga de un matarife.

Quitó los zapatos de encima de la mesa. El ruido había sonado detrás de las estanterías de la derecha. Otro chasquido al cerrarse la puerta. Pasos sobre el suelo de linóleo. Recorrió uno de los corredores de estantes de contrachapado. Speke pasó por el pasillo central con una carpeta de cartón bajo el brazo. Había otra puerta. Tendría que haberlo adivinado. ¿Cómo se suponía que iban a acceder a los archivos los jefes de sección fuera del horario de oficina? Retrocedió hasta situarse tras la estantería, observó a Speke por entre los archivos y miró el reloj. Tenía veinte minutos hasta que volviera Broadbent. El sudor parecía brotarle a borbotones.

Speke dejó su carpeta y se dirigió a una sección enrejada detrás del apartado Berlín/Soviético. Sacó un manojo de llaves que llevaba enganchado a los pantalones por una cadena, metió una en el candado y abrió las puertas de barrotes. Dejó que sus dedos juguetearan por los estantes y sacó un archivo. Pasó papeles hasta llegar a un sobre acolchado, metió la mano y sacó un juego de fotografías en color. De las profundidades de su garganta surgió un gemidito; de improviso echó un vistazo a su alrededor y directamente hacia ella hasta que todo el cuerpo de Andrea se replegó en la columna vertebral. Speke dejó las fotos sobre la mesa y se inclinó sobre ellas. En primer plano aparecía una mujer desnuda a cuatro patas con un hombre delante y otro detrás. Broadbent no bromeaba. Aquélla era la sección erótica privada de Speke. La aguja de la segunda manecilla del reloj de pared que Speke tenía detrás parpadeaba al devorar cada pedazo de tiempo. Speke se recostó e iba dando sacudidas hacia delante al captar algún detalle que se le hubiera pasado por alto.

A las dos menos cinco la fisionomía de Andrea había cambiado. El deseo de gritar que había estado confinado en su garganta ahora se había extendido a todo el cuerpo. Era incapaz de tragar o parpadear y el cerebro se le había atascado, tenía el engranaje aplastado como un cambio de marchas traumatizado. La segunda manecilla parpadeó doscientas treinta veces más y Andrea ya hundía los dientes en el puro aire.

De repente Speke miró el reloj, se sobresaltó, recogió las fotos, cerró el archivo y lo tiró a la sección enrejada. Volvió a cerrarla y se encaminó a la puerta con tanta rapidez que Andrea apenas tuvo tiempo de dar la vuelta a la estantería para que no la viera.

Oyó la cerradura y la puerta al cerrarse. Contó hasta quince obligándose a marcar los segundos. Después encajó su tarjeta en la puerta y marcó los números. No hubo chasquido. La cerradura no se corrió. Volvió a marcar. Nada. Sabía que los números eran los correctos. Nunca se equivocaba con los números y menos con ése. Se trataba de un número famoso.

Era el 1729. Ningún matemático olvidaría ese número. Era la menor expresión posible obtenida por la suma de dos cubos de dos modos diferentes. Su cerebro se precipitaba descontrolado por una cresta de puro pánico, en blanco, blanco, blanco.

Respiró dos veces profundamente. Frenó un poco las cosas. Probó con los números al revés mientras pensaba «Holloway, Holloway». La cerradura se abrió con un chasquido. En la puerta exterior tintinearon las llaves de Broadbent. Se abalanzó hacia su escritorio, tiró debajo los zapatos y se lanzó sobre la silla con tanta fuerza que a punto estuvo de caerse al suelo.

– ¿Qué, sigue ahí? -preguntó Broadbent.

Andrea se dio unos golpecitos en los dientes con el lápiz y se hizo la sorprendida al verlo.

– ¿Qué? -¿Sigue ahí?

– Para serle sincera, señor B, no estaba aquí.

– ¿De verdad?

– Me he ido a Lisboa a comer. Langosta a la plancha y vino blanco en la terraza.

– Hay a quien le gusta -dijo él, monótono, taciturno. El estómago de Andrea se le desenredó del corazón y los pulmones y regresó al sur.

Se encontró con Gromov en una casa franca pegada a Lordship Lañe, en Peckham o East Dulwich. Un hombre bastante calvo de pelo canoso le abrió la puerta del adosado que se encontraba a media altura de Pellatt Road, detrás de un jardín delantero con setos y varios gnomos en plena faena. Siguió sus grandes zapatillas de suelas de goma hasta el salón, donde Gromov esperaba sentado frente a una chimenea encima de cuya repisa había un reloj y la estatuilla de una mujer con bonete y un ramo de flores. El ruso parecía no encajar con su cara inmóvil y gris junto a un grabado de dos encantadoras niñitas titulado Naturaleza.

– Me parece que no he estado nunca en esta parte de Londres -dijo ella-. Brockwell Park, ahora Lordship Lañe. Pensaba que todo esto pasaba en Hampstead Heath.

– No en esta época del año, y en verano está lleno de funcionarios con sus chicos entre los setos.

– No tenía ni idea.

– Algunos son chicos nuestros -dijo él sin sonreír. -Están en todas partes, señor Gromov.

– Casi.

Le contó que no había constancia de El Leopardo de las Nieves en los archivos del personal activo y Gromov asintió como si eso fuera del dominio público. Andrea le dijo que no había tenido tiempo de revisar los archivos de operaciones por culpa de Speke y dejó claro que no pensaba intentarlo de nuevo, vistos los peligros.

Gromov parpadeó y lo aceptó, impertérrito. Su resignado silencio se le clavaba. Le habló del archivo de Cleopatra y captó su atención. Gromov estaba complacido de observar que trabajaba por iniciativa propia. Andrea le contó lo extraño del archivo, las opiniones de Cardew sobre la Empresa, la atmósfera de desconfianza, la brecha entre Administración y Operaciones. Le dio detalles de lo que constaba en el archivo. Gromov seguía sin dar muestras de sorpresa.

– En la lista había seis nombres -dijo ella.

– ¿Seis? -preguntó él-. ¿Está segura de que eran seis?

– Hasta hace seis semanas trabaja en un proyecto de matemáticas, señor Gromov. Sé contar.

– Déme los nombres.

– Andréi Yuriev, Iván Korenevskaya, Óleg Yakubovski, Alexéi VoBtova, Anatoli Osmolovski y un alemán, Lothar Stiller.

– Habrá que comprobarlo -dijo él bruscamente.

– ¿Comprobarlo?

– Ha hecho un gran trabajo.

– ¿Cómo comprueba esta información, señor Gromov?

– Hago entrar a alguien más…, a alguien con Grado 10 Rojo.

Hubo un profundo silencio por parte de Andrea.

– Ha demostrado que es de fiar -dijo Gromov-. Eso era lo más importante de este ejercicio.

Estaba furiosa.

– No haga nada hasta recibir noticias mías -dijo él, y fue hacia su abrigo.

Le entregó un sobre.

– ¿Qué es esto?

– Quinientas libras.

– No quiero su dinero.

– Su madre no era tan orgullosa -dijo él, y Andrea recordó la caja de seguridad número 718 deslizándose otra vez en la ranura.


Ese fin de semana Louis Greig apareció delante de la casa. Llamó al timbre y ella no contestó. Louis se quedó allí, caminando arriba y abajo por la acera, mirando por la ventana del salón y escudriñando por los paneles de cristal tintado de la entrada. Se fue y volvió después de comer, y Andrea supo que iba a tener que recibirlo o verse sitiada en su propia casa.

Quería confinarlo al umbral pero él pasó de largo sin una palabra y entró en el recibidor. Parecía angustiado. Su pulcritud habitual había desaparecido. Tenía el pelo desordenado y encrespado. Sus ojos estaban oscuros por la falta de sueño.

– He tratado de dar contigo -dijo.

– Viví con un amigo hasta que…

– Sí, tus inquilinos, los americanos, me lo contaron.

– Acabo de mudarme -añadió ella, para mantener el tono banal.

– Martha y yo estábamos en los Estados Unidos.

– Así que fuiste, al final.

– Ella se fue y yo la seguí más adelante -dijo-. En Cambridge me estaba volviendo loco.

Se produjo un silencio muy largo en el que el mero hedor de su desesperación se hizo insoportable. A Andrea no se le ocurría nada para aliviarla.

– Lo siento -dijo él, con labios reducidos a líneas blancas en un apretón, en un intento de guardarse para sí la magnitud de su desdicha. La hacía sentirse cruel-. Es que… No puedo… Estoy completamente desesperado, Andrea.

– Esto no puede ir a ninguna parte, Louis. Se acabó.

– ¿No podríamos…?

– ¿Qué?

– ¿Hablar?

– Ya lo hemos hecho. Estás perdonado. Ahora vete.

– Es que no puedo… Tengo que estar contigo. No dejo de pensar en ti.

– ¿Cómo piensas en mí, Louis? -preguntó ella, más despiadada-. ¿En el banco del parque, en el asiento de atrás de tu coche, en tu cama de latón…, en el cobertizo?

Él se puso más nervioso.

– Martha me ha dejado -dijo-. Podríamos… podríamos estar juntos… Bien.

– No.

Él se mesó una y otra vez los cabellos sueltos y se tocó la cara ansiosa.

– ¿No podríamos…?

– No.

Louis cerró los ojos y tomó carrerilla. El auténtico motivo de su visita. -Sólo una vez más -dijo-. Por favor, Andrea. Por última vez. Ella estaba asqueada y abrió la puerta.

– Sólo tócame como antes me tocabas -dijo-. ¿No te acuerdas? En el campo… del modo en que tú… en que te enseñé. -Vete, Louis. Él tragó saliva.

– Tócame una vez y me iré.

Andrea se puso detrás de él y lo sacó a empujones. La resistencia fue sorprendentemente endeble. Se había puesto juguetón. Andrea cerró de un portazo a sus espaldas. Él estampó la cara en los cristales.

– ¿No te acuerdas de cómo era, Andrea? ¿No te acuerdas?


El lunes por la mañana el ambiente en el trabajo había cambiado. Se palpaba una tensión similar tan sólo a la que sentía en el colegio cuando había pasado algo muy grave. Peggy White ya estaba a medio camino de su primer vaso de ginebra aguada y no pasaban ni cinco minutos de las nueve.

– Quieren verla -dijo.

– ¿Quiénes? -preguntó Andrea.

– Todos los jefes de sección. Están en el despacho de Speke.

Andrea jadeaba. El corazón le latía a ráfagas y golpeteaba como un puño cerrado contra una de sus costillas superiores. Le había dejado la tarjeta a Gromov. Había tomado precauciones en todo momento. Le había llevado una eternidad llegar a Pellatt Road para asegurarse de que no la seguían. Se cubrió la nariz y la boca con las manos juntas como si fuera a recitar una plegaria, cerró los ojos, le dijo algo a un Dios al que había olvidado y llamó a la puerta de Speke. Le abrió Cardew. Speke estaba delante de la ventana, con la chaqueta de punto puesta. Wallis estaba apoyado en una esquina. Le pidieron que se sentase en una silla del centro de la habitación. Speke volvió a su escritorio. Cardew se cernía a su izquierda.

– Qué intimidante -dijo ella-. Espero no haber sido demasiado dura con los gastos de sus agentes.

– No era nuestra intención -dijo Speke-. La cosa es seria, nada más.

– Ni siquiera llevo aquí lo bastante para hacer una declaración trimestral -dijo ella-. No veo en que…

– Esto es diferente, Andrea -dijo Wallis, mientras se sentaba sobre los barrotes del radiador de delante de la ventana.

Andrea tenía las uñas azules de frío.

– Hace seis años que Wallis tiene un agente doble en Berlín Este -dijo Speke-. Ninguno de nosotros sabe nada de él, ni el nombre ni nada. Lo único que sabemos por la calidad de su información es que tiene contactos tanto en la KGB como en la Stasi. Además de su información, que siempre ha sido perfecta, ha facilitado una serie de deserciones. Se las ha apañado para mantener un anonimato absoluto al financiarse por su cuenta y no exigir ningún pago. No tenemos ni idea de cómo se financia pero siempre ha sido capaz de sufragar los gastos no desdeñables que entraña este trabajo. Sin embargo… ahora hay un problema.

– Bueno, hay dinero de sobra en Emergencias e Imprevistos -dijo ella.

– Gracias -dijo Speke.

– No es un asunto de finanzas -apuntó Wallis.

– El agente estaba organizando la deserción de un hombre cuyos conocimientos especializados nos proporcionarían una mayor comprensión del despliegue de ICBM de la Unión Soviética. En este momento han sucedido una serie de cosas que le han complicado la vida al agente. Tenemos que darle un apoyo temporal hasta que pueda sacar a ese desertor. Después podrá desaparecer una vez más en su tapadera y reconstruir su sistema.

– ¿Apoyo? ¿Qué tipo de…?

– Apoyo operativo.

Contempló las caras de los hombres que la rodeaban. Le devolvieron la mirada.

– Lo mío es administración -dijo ella, citando a Jim Wallis. ›:

– De momento -matizó Speke.

– Me adiestraron como agente en 1944. Mi servicio activo duró menos de una semana y, como bien sabe Jim, no fue del todo satisfactorio.

– Pero no fue por culpa tuya, Andrea -terció Wallis-. La operación fue un desastre desde el principio.

– Pero estoy segura de que podrán encontrar a alguien con un poco más de experiencia que yo. Quiero decir, el espionaje de la Guerra Fría es…

– Bastante parecido -terminó Cardew-. Los americanos siguen sin contarnos lo que hacen y la BND de Alemania Occidental tiene su propio programa. Una semana de entrenamiento en Lisboa en 1944 va a resultarte muy útil.

– La cuestión -dijo Wallis- es que nuestro hombre no quiere a nadie con experiencia. No quiere a nadie con antecedentes en espionaje después de la guerra. Quiere a alguien, como él dice, con el expediente sanitario limpio.

– Entonces habrá alguien en adiestramiento. Vamos, es ridículo enviar a una contable de operaciones.

Los hombres se miraron entre ellos como si muy bien pudiera ser así.

– Lo que nos decidió es el hecho de que acabes de empezar aquí, y tengas un curriculum ya hecho -comentó Cardew-. En este momento no hay nadie en adiestramiento a quien podamos meter en Alemania Oriental con tanta facilidad como a ti.

– ¿Alemania Oriental?

– Tiene usted un curriculum muy particular -observó Speke-. Hemos hablado con el director del departamento de matemáticas de Cambridge y al parecer tendría algo de sentido que le hiciera usted una visita al profesor Günther Spiegel, que enseña en la Universidad Humboldt de Berlín Este. Estamos trabajando para conseguirle una invitación.

– Trabajando suena a…

– Existe cierta premura -dijo Speke. -Suena a que no me dan mucha elección en el asunto. -Podría negarse -aseveró Speke.

– Y nosotros perderíamos a un desertor muy valioso -dijo Wallis-. Y, posiblemente, también a un agente.

Silencio mientras dejaban que el peso de aquella información ejerciera presión en su conciencia.

– El tal Günther Spiegel -dijo ella, tras una prolongada pausa-, ¿es de los nuestros?

Los hombres se recostaron y la presión aflojó.

– No, no, es profesor de matemáticas. Es su billete de entrada y salida, eso es todo.

– ¿Y qué se espera que haga yo?

– Lo que le pidan. Piense sobre la marcha -dijo Speke. -¿Quién es el desertor? ¿Se espera de mí que ayude en eso? -Le dirán de quién se trata en su debido momento y sí, se espera que colabore.

– ¿Y para quién voy a hacer esto?

– Se entablará contacto.

– ¿Cómo conoceré al contacto?

Speke le hizo una seña a Cardew con la cabeza y salieron los dos de la habitación. Wallis arrancó una página de un cuadernillo y la puso en la rodilla.

– El te hará esta pregunta -le dijo mientras escribía.

Le pasó a Andrea el papel. Decía: «¿Dónde están echados los tres leopardos blancos?».

– Y ¿cuál será tu respuesta?

Andrea escribió: «Bajo el enebro», y le devolvió el papel. -Sabía que podíamos confiar en ti -dijo él; encendió la hoja y la tiró a la papelera metálica.

– ¿Tiene nombre en clave?

Wallis se inclinó hacia ella, le acercó los labios al oído y susurró: -El Leopardo de las Nieves.

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