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15 de enero de 1971, Berlín Oriental.


El Leopardo de las Nieves tuvo el primer indicio de que aquello tal vez no fuera a ser una charla civilizada cuando uno de los hombres le pidió las llaves del coche. Metieron a Schneider con el otro hombre en la parte de atrás del suyo y salieron en convoy de la finca a la Karl Marx Allee. El segundo indicio llegó cuando vio que no se dirigían al cuartel general de la Stasi sino rumbo norte por Lichtenberg, hacia el Centro de Interrogación Hohenschònhausen, al que llegaban los carros de carne en tiempos de guerra para suministrar comida a las inmensas cocinas nazis, aunque ahora lo que volcaban era carne viva y sospechosa para que la interrogaran en los tenebrosos sótanos conocidos como el Submarino.

Lo ficharon en recepción y metieron el contenido de sus bolsillos y su reloj de pulsera en un sobre acolchado, que uno de los hombres se llevó, junto con el abrigo, a una habitación del pasillo. Allí le pidieron que se desvistiera y descalzara hasta quedarse en calzoncillos. Añadieron la ropa y los zapatos al abrigo y se los llevaron. El hombre que se había quedado le ordenó que apoyara las manos en la pared y abriera las piernas. Apareció un sujeto de bata blanca y lo registró a conciencia: pelo, orejas, axilas, genitales y la afrenta final del dedo enguantado y lubricado en el recto. Lo sacaron de nuevo al pasillo y bajaron las escaleras del sótano. Una puerta insonorizada daba a la luz sódica de una caverna de frío gélido y ruido infernal. Unos altavoces retransmitían interminables sesiones de tortura de hombres que gritaban y gritaban hasta que parecía imposible que sus laringes aguantaran más. Lo metieron en una celda sin muebles con el suelo de hormigón cubierto por fragmentos de hielo. Lo dejaron encerrado en la oscuridad total. Al cabo de unos minutos se encendió una luz de intensidad quirúrgica y pasada media hora hizo lo que había oído que acostumbraban


hacer otros internos de la Hohenschònhausen. Se arrodilló en el suelo, cerró los puños por delante del cuerpo y apoyó en ellos la cabeza. Desapareció entre sus pensamientos. Estaba muy al corriente de los métodos de la Stasi. No aporreaban y apalizaban. Jugaban a largo plazo, el lento juego de la destrucción psicológica. Al cabo de un rato dejó atrás esos pensamientos y pasó a una región en la que no sucedía nada, donde el ser físico estaba suspendido, insensible, como un murciélago de día.

Oyó la llave en la cerradura y se levantó para escuchar con la cara deformada por la agonía de la luz. Lo subieron de nuevo a la sala donde lo habían registrado. Pidió un cigarrillo. Le hicieron caso omiso, lo sentaron en una silla y se fueron dejando la puerta abierta. Esperó el elemento psicológico y tras unos minutos su esposa y sus dos hijas desfilaron por el pasillo.

– ¿Kurt? -dijo su mujer, confusa.

– Vatti -exclamaron las niñas.

Se las llevaron. A él lo devolvieron a su celda con la certeza de que estaban interrogando a su mujer y sus hijas y estaban registrando el piso. Seguía tranquilo. Ellas no sabían nada y siempre se había asegurado de no tener nada en el apartamento. Ni parafernalia de espía, ni moneda ilegal ni documentos. Gracias a Dios había dejado el pasaporte estadounidense de camino a Wandlitz.

Probablemente pasaba de medianoche cuando volvieron a por él. Le llevaron a una sala de interrogatorios. Dos sillas, ninguna mesa, un panel de espejo y tal vez público detrás. Lo dejaron de pie en el centro de la sala y empezaron con las preguntas, interminables, repetidas hasta la saciedad; cualquiera que fuera la tangente por la que parecieran acercarse, terminaban siempre apuntando al mismo nexo. Su relación con Stiller, las actividades de Stiller en Berlín Oeste, el interés de Stiller en el Arbeitsgruppe Auslánder.

Se trataba de un proceso de ablandamiento y Schneider se dejó ablandar. Dejó que su cabeza oscilara y se enderezara con una sacudida como si cayera dormido. Fue soltando frases confusas que ellos recogían y le arrojaban más adelante a la cara. Pedía cosas constantemente: tabaco, café, agua, el baño. Ellos le daban vueltas, le atacaban con las preguntas por todos los ángulos y manoseaban su cerebro como un pedazo de arcilla. Las rodillas le cedieron al cabo de seis horas de pie y lo obligaron a hacer «la estatua»: apoyado en la pared con los brazos extendidos y todo el peso apoyado en las puntas de los dedos. El dolor no tardó en volverse atroz. Responder a las preguntas se convirtió en algo casi imposible, tan sólo palabras apenas audibles entre gruñidos agónicos.

Después de tres horas alternadas entre la posición de firme y «la estatua» ya no tenía que esforzarse por fingir. Uno de los interrogadores desapareció durante unos minutos y volvió con su camisa y sus pantalones.

Le dijeron que se vistiera y lo hicieron desfilar por pasillos y escaleras que ascendían hasta una puerta sin rótulo, que abrieron con los hombros. Lo dejaron en una oficina con un escritorio y dos sillas. Se sentó en una y cayó dormido al instante.

Le despertaron un par de gruesos guantes marrones que lo abofeteaban con suavidad. Centró la mirada en el general Rieff, sentado al borde de su escritorio, que le quitaba el polvo de la cara.

– Al lado tiene un poco de café, comandante -dijo.

Rieff iba a tener que esforzarse mucho más si quería quebrantarlo.

El general le tiró un paquete de Marlboro y extendió el mechero encendido.

– También tiene un bollo, un poco de mantequilla, queso.

– Su amabilidad me mata, general. ¿Qué tengo que hacer?

– Si le parece bien, podría empezar por contarme por qué mató al general Stiller y a Olga Shumilov.

Schneider se recostó, cruzó las piernas y le dio una calada al cigarrillo.

– Incluso usted sabe que eso no es cierto, general Rieff.

– ¿De verdad? Ya tenemos la autopsia. Quizá le apetezca leer el informe. Tal vez le interese la hora de la muerte.

Schneider cogió el papel y lo recorrió con la mirada.

– Entre las cinco y las seis de la mañana -leyó-. Muy conveniente.

Se sirvió café, partió el bollo, lo untó de mantequilla y le añadió una loncha de queso. Lo masticó despacio, tomándose su tiempo para demostrarle a Rieff que sus tácticas de terror no funcionaban.

– ¿Dónde está la pistola, general Rieff? No hay pistola.

– Al contrario, hemos encontrado la Walther PPK del general Stiller en el suelo y al cargador le faltan dos balas. Quizá quiera leer el informe de balística.

– Resultaría algo previsible.

– Lo bueno de una cadena perpetua en un campo de trabajo, comandante, es que nunca es tan larga como lo hubiera sido la vida de verdad. La suya probablemente habrá terminado en cuestión de quince años.

– En vez de sacudir al pelele, general Rieff, se me ocurre que su tiempo estaría mejor empleado en la persecución de los auténticos asesinos del general Stiller. A estas alturas ya debe de saber quién estaba en esa casa…

– No sea ridículo, comandante -rugió Rieff-. Si va a perseverar en ese tipo de actitud le enviaré de vuelta abajo, y esta vez por algo más que diez horas. Una semana le sentaría bien. Al final tendrá el cerebro hecho fosfatina.

Schneider acabó el café, se limpió la boca de pan y queso y se sirvió otro. Recogió su cigarrillo, que aún humeaba, y volvió a sentarse.

– No veo qué puedo decirle que no sepa usted ya. Me imagino que por sus mismas manos pasaba parte de la generosidad del general Stiller. Sabe que vivía fuera de los límites de la paga de un general. Sabe que era venal y depravado. Yo puedo proporcionarle los detalles sucios, algunos rebosantes de lascivia, pero no estoy seguro de que eso vaya a ayudarle con el caso.

Rieff pareció sorprendido por la veracidad de aquellas palestras, porque de repente adoptó la expresión de un toro que supervisara la cristalería arrasada y se preguntara qué hacía pisoteando todo ese vidrio.

– ¿A qué se dedicaba para el general Stiller en Berlín Occidental?

– Le hacía encargos -dijo Schneider-. Eso es lo que era, general Rieff, y usted lo sabe: un chico de los recados. No estoy orgulloso de ello pero no tuve elección.

– ¿De qué encargos se trataba?

– A juzgar por las preguntas que me hizo en la casa, ya lo sabe. Diamantes. Arte. Iconos. Se los vendía al Oeste.

– ¿Y quién llevaba la parte rusa de esta operación? -Eso no puedo decírselo.

– ¿No lo sabe?

– Si lo supiera, general Rieff, y usted actuase según lo que le contara, ¿cuánto cree que duraría?

– ¿Era el general Yakubovski?

– No puedo responderle -dijo Schneider-. Pero eso debiera bastarle, ¿o no?

Rieff asintió y dio una vuelta alrededor de la mesa. -¿Entabló alguna vez contacto con agentes extranjeros? -Trabajo para el Arbeitsgruppe Auslánder. Mi trabajo es hablar con extranjeros, seguirlos, revisar sus contactos… -Por encargo del general Stiller, me refiero.

– El objetivo fue siempre la moneda fuerte, general Rieff -dijo Schneider-. Nunca incluyó traición.

– El noventa por ciento de los espías traicionan a sus países por dinero.

– Estoy seguro de que no es tan sencillo -replicó Schneider.

– ¿Ha oído hablar alguna vez de un agente extranjero con el nombre en clave de Cleopatra?

– No. ¿Para qué agencia trabaja?

– Para el Servicio Secreto de Inteligencia Británico.

– ¿En Berlín Occidental?

– Sí.

– ¿Es importante? -preguntó Schneider.

Rieff no respondió. Volvió al otro lado del escritorio y se hundió en la silla, meditabundo. Se trataba de un hombre enjaulado en su propia paranoia, decidido a saberlo todo de todo el mundo, y cuando no sabía algo se reconcomía. No sabía quién era Cleopatra, ni si era importante.

– ¿Cree que Stiller estaba en contacto con un agente llamado Cleopatra y que pasaba información al Oeste? -preguntó Schneider.

– Sí, lo creo, y también creo que era usted quien se encargaba de ese contacto. Usted era su títere, comandante Schneider.

– Jamás me he puesto en contacto con ninguna agencia por encargo suyo. Hacía lo que me mandaba: recogerle la colada. Y usted sabe que, en cuanto a uno le piden que haga algo de ese estilo, se puede negar, pero su futuro pintará negro. Yo hacía lo que Stiller me encargaba y de lo contrario no estaría aquí, pero habría algún otro en mi lugar, de eso puede estar seguro.

– Hasta que haya aclarado este asunto no va usted a hacer nada para nadie -advirtió Rieff.

– Me gustaría recordarle, general, que fui yo quien le llamé al encontrar el cadáver de Stiller y por la lista de la caseta de guarda sabrá que lo hice a los diez minutos de llegar al Poblado del Bosque de Wandlitz. El incidente era lo bastante serio para informar también al general Mielke, pero dejé eso de su cuenta.

A Schneider le pareció que valía la pena recalcarlo.

– Por eso mismo voy a soltarle, comandante. No pienso dejarle viajar más al Oeste y de momento me quedo su coche, pero es libre de irse.

– ¿Libre? ¿Usted cree que voy a poder hacer mi trabajo adecuadamente en estas circunstancias? Si va a soltarme bajo una vigilancia de veinticuatro me da igual quedarme aquí.

– Si es eso lo que quiere… Llamaré a los guardias para que se lo lleven abajo -dijo Rieff-. Si no, tiene detrás su otra ropa.

No, no quería volver abajo. Aire fresco. Berliner Luft. Eso era lo que necesitaba. Se puso su ropa descosida, los zapatos con la suela despegada, el abrigo con el forro metido en un bolsillo y el sobre acolchado en el otro. De pie en el centro de la sala se puso el reloj mientras ideaba una postura de negociación.

– Un coche le llevará de vuelta a su casa -dijo Rieff.

– Si le consigo información sobre Cleopatra, ¿me dará libertad de movimientos? -preguntó Schneider-. Puedo hacer indagaciones. Tengo contactos que pueden indagar, pero no voy a comprometer mi red al hacerlo.

– No pienso dejarle salir de Berlín Oriental, si es eso lo que busca.

– No quiero tener a nadie a mis espaldas, nada más.

– Le doy cuarenta y ocho horas sin vigilancia; después me informará.

El coche lo dejó delante de su edificio. Eran las seis de la tarde. Subió a su piso palmoteando con los zapatos destrozados y encontró las llaves en el fondo del sobre acolchado. Su esposa jugaba a las cartas con sus hijas en el salón. Se quitó los zapatos de una patada, acogió la embestida de las dos niñas en los brazos, les aferró las minúsculas cajas torácicas por debajo de las rebecas de lana y besó las tersas mejillas de las que amaban incondicionalmente su cara destrozada. Las bajó. Elena, su esposa rusa, las envió a la habitación. Se sentaron a la mesa con café y coñac y fumaron uno frente a otro mientras él le exponía la superficie de su problema con Rieff. Le preguntó si las habían tratado mal y contestó que no, se habían limitado a hacerlas esperar y después se las habían llevado al piso. Le preguntó si lo habían registrado. Ella le enseñó una Polaroid de una sección del salón. Las instantáneas les permitían dejar el mobiliario tal y como lo habían encontrado.

– Debieron de dejársela -comentó ella.

– Supongo que podrían haberlo despedazado todo si hubieran querido.

Elena, que parecía poseer una especie de comprensión natural de ese tipo de acontecimientos, entró en la cocina y preparó la cena. Siempre estaba tranquila, no a causa de una serenidad innata sino más bien gracias a una aceptación del funcionamiento del Estado. Schneider, aseado y vestido, se sentó a su escritorio y redactó una nota en clave. Cenaron en familia y las niñas se fueron a la cama. A las 10:00 p.m. Schneider salió. Elena no le pidió explicaciones. Nunca le hacía preguntas. Estaba viendo voleibol femenino en la televisión.

Schneider caminó hasta la Karl Marx Allee y dejó atrás el Sportshalle donde se estaba jugando el partido que miraba su esposa. Entró en la estación de U-bahn de Strausberger Platz y volvió a salir. Giró a la derecha por Lichtenberg Strasse de camino al Volkspark Friedrichschain. Rieff había cumplido su palabra. Estaba limpio. Deambuló en torno a la nueva estatua de la Leninplatz para asegurarse con un último vistazo. La efigie de diecinueve metros, sostenida por bloques de granito rojo, miraba al frente y sonreía con benevolencia a la ciudad sombría. Cruzó la plaza y se adentró en un parque oscuro y nevado; dejó su mensaje secreto y volvió a casa.

Elena ya dormía. Se acostaba con la puerta del dormitorio abierta, incluso entonces, por si las niñas la necesitaban. Contempló su rostro sereno y dormido, una mujer en paz, una persona sin preguntas. Se preguntó si habría una parte de ella que no conocía y para la cual vivía, porque sólo la veía animada cuando estaba con él o con las niñas. Era capaz de ver la televisión hasta el fin de la emisión. No importaba qué. El secretario general Ulbricht aburriendo a una delegación comercial, el equipo de bobsleigh de cuatro hombres, Brezhnev supervisando el armamento de la Unión Soviética en la Plaza Roja, skilaufen. Nunca se aburría, pero tampoco se tomaba jamás un excesivo interés por lo que aparecía en la pantalla. No leía periódicos ni libros. Empleaba la televisión para rellenar el tiempo que transcurría entre sus momentos con la gente que le importaba.

Schneider le tenía afecto. Trataba de trascender el mero afecto pero eso requeriría que la llevara con él, y ella era una viajera renuente. En realidad, tampoco le gustaba viajar físicamente. Había aborrecido la idea de dejar Moscú para instalarse en aquella ciudad dividida y atormentada. Le envidiaba porque él viajaba allí, aunque fuera para asistir a conferencias aburridas hasta la náusea o dar informes a los superiores de la KGB que le ponían a uno los pelos de punta. El traía de vuelta caviar, por el cual le daba la impresión de que ella se plantearía matar, sí, eso era una pasión: huevos de pescado, huevas. Tendría que haberse llevado un poco de la nevera de Stiller pero eso le habría dado a Rieff otro bastón con el que azotarle. De repente se sentía agotado, casi demasiado exhausto para desvestirse. Quería tumbarse sin más, rasgar algo para cubrirse, unas hojas tal vez, hibernar, disolverse por una estación y despertar en primavera.


Era tarde. El cuerpo de Schneider pedía a gritos más sueño. Las mantas pesaban cien kilos. Abandonar las sábanas calientes era como separarse a la fuerza de los brazos de una mujer, pero no Elena. No era de ésas. Ya estaba despierta, dándoles el desayuno a las niñas. Nunca hacían el amor por las mañanas. Él no soportaba que mirara por encima de su hombro para asegurarse de que las niñas no estaban en la puerta. Elena no soportaba… tanto lío, como decía ella.


En su despacho se habían acumulado veinticuatro horas de papel sobre la mesa. Veinticuatro horas de interminables informes sobre lo que había bebido tal extranjero en tal bar, lo que había comido tal diplomático en tal restaurante, lo que le había dicho tal hombre de negocios a tal chica y lo que habían hecho juntos…, a veces con fotos. Nada lo sorprendía, excepto que aquella gente hiciera algún tipo de trabajo. O bebían, o comían o follaban. Hojeó los informes leyendo tan sólo los resúmenes, con los párpados pesados. A las 11:00 a.m. lo convocaron a una reunión en el Departamento de Información de la Stasi, que se encargaba de los disidentes y estaba supervisado por el general Yakubovski de la KGB. Pidió que le pasaran con el general, con la esperanza de poder tener con él una charla de pasillo, pero no estaba.

La reunión lo situó frente a un coronel, que le informó de que se había cerrado otro trato. Se había acordado la venta de dos políticos de Alemania del Este y la entrega iba a celebrarse en el puente Gleinicke a medianoche.

Schneider conduciría. Eso lo sorprendió. Significaba que su condición de investigado todavía no era del dominio público. Rieff lo había devuelto al mar.


Después del trabajo se pasó por el Volkspark Friedrichshain y recogió la respuesta a su mensaje secreto. La nota era breve. Un agente británico de Inteligencia disfrazado de delegado de British Steel, con el nombre en clave de Rudolph, se encontraría con él en el lugar de costumbre, una Mietkasern abandonada de la Knaackestrasse, en el barrio de Prenzlauer Berg, a las 10:00 p.m.

Schneider cumplió con sus compromisos familiares y después salió a la fría noche para coger un autobús a la Alexanderplatz y luego el U-bahn hasta Dimitroffstrasse. Desde allí le quedaba un corto paseo hasta la Mietskasern. Pasó bajo los arcos y cruzó los patios del descomunal complejo cegado con tablas y subió por la escalera del Dreiterbof hasta el cuarto piso. Entró en la habitación de encima del arco y esperó. Había llegado media hora antes. Siempre llegaba antes.

Sacó el pasamontañas del bolsillo y se lo puso en la cabeza. No lo bajó porque la lana le picaba sobre la carne llena de cicatrices. Transcurrieron veinticinco minutos de silencio refrigerado y vio que llegaba el agente del SIS británico. Se caló el pasamontañas. Los pasos llegaron al piso de arriba y se acercaron. Los detuvo con su presentación y recibió como respuesta la contraseña adecuada. Encendió una linterna para el hombre del SIS, al que siempre había molestado su nombre en clave, el del reno de Santa Claus, sobre todo en esa época del año. Se acercaron a una mesa, se quedaron de pie junto a ella y Schneider sacó cigarrillos; los encendieron. Rudolph parecía muy joven para ese tipo de trabajo: no llegaba a los treinta. Tenía cierto aire de estudiante universitario -disoluto, despreocupado, libertino-, una combinación nefasta para un espía, a ojos de Schneider.

– ¿Qué problema hay? -preguntó Rudolph, con la vista fija en el pasamontañas.

– ¿Aparte de los que perfilé en mi nota, quiere decir?

– Preguntaba por Cleopatra. ¿Qué importancia tiene eso?

– Es lo que quiero saber -respondió Schneider-. Alguien que me está pisando el cuello. Le dije que encontraría a Cleopatra por él.

– ¿Qué hay detrás?

– Mi financiación procede del trabajo extracurricular que realizo para el general Stiller…

– El jefe de seguridad personal de Ulbricht… Al que dispararon ayer junto a una chica.

– Olga Shumilov… KGB. No sabía cómo salir del paso. Sigo sin saberlo. Tuve que llamar al general Rieff.

– ¿Quién es?

– La última vez que me lo encontré fue hace años y dirigía el Departamento X de la HVA, que es Desinformación y Medidas Activas. No sé adonde fue a parar después -dijo Schneider-, pero ahora trabaja bajo el paraguas del Noveno Directorio Principal, que es el brazo investigador de la Stasi.

– Parece un departamento muy kafkiano.

– El general Rieff me está apretando las clavijas. Hasta ahora sólo me ha pillado los dedos. Un poco de dolor para ver si hay algo más. No quiero que me machaque del todo…

Rudolph soltó una risilla.

– Lo siento… -dijo-. Me ha venido la imagen…, eso es todo. -Tendría que probarlo. Doce horitas en el Submarino de Hohenschònhausen ampliarían su educación. -Siga… Lo siento.

– Me mencionó a Cleopatra, me preguntó quién era. Le dije que le conseguiría alguna información si me daba un poco de aire.

– Bueno, bueno… Cleopatra -dijo Rudolph, preparándose-, esto quizá le parezca surrealista.

– Todo es surrealista -dijo Schneider.

– Esto, más aún. Cleopatra es una idea americana. Recluta a oficiales superiores de la KGB. Les paga a cambio de información. Esa información circula después por el SIS, la CÍA y el BND. Entre las agencias de espionaje británica, estadounidense y alemana tratamos de trabajar a partir de la desinformación que nos suministran esos oficiales de la KGB y la información auténtica que nos proporcionan nuestros agentes fiables…, hacernos una idea de conjunto.

– Dios mío.

– A eso hemos llegado. Nadie sabe ya lo que es real, de modo que examinamos y calificamos la falsedad para acercarnos más a la verdad.

– No sé si lograré que Rieff se lo crea. Es de la vieja escuela, ya sabe.

– A este lado del telón todos son de la vieja escuela. Por eso todo sigue igual. Los de su bando aún creen que la Tierra es plana.

– Gracias por la parte que me toca, Rudolph -dijo Schneider-. ¿Qué tenía que ver Stiller con Cleopatra?

– El general Yakubovski propuso su nombre para el reclutamiento. Stiller era el único alemán de la lista.

– Y el único al que mataron -añadió Schneider, y se sumieron en el silencio.

– ¿Quiere oír la teoría de Londres? -preguntó Rudolph. -Por qué no, ya que estamos aquí.

– Yakubovski quería librarse de Stiller.

– No tiene sentido. Yakubovski está sacando dinero de los contactos de Stiller en el Oeste.

– ¿Qué pasa si eran órdenes de Moscú deshacerse de Stiller? Todas sus preocupaciones económicas saltan por la ventana. El trabajo de Oleg pende de un hilo.

– ¿Por qué iba a querer Moscú librarse de Stiller?

– Usted mismo ha dicho que era el encargado de la seguridad personal del secretario general Walter Ulbricht.

– Lo ha dicho usted.

– ¿No indicaría eso que están tratando de debilitar a Ulbricht? -sugirió Rudolph-. Quitan a Stiller de en medio. Es un corrupto y merece desaparecer. Si Ulbricht protesta, Moscú le demuestra que estaba pringado y no sólo por dinero, sino que también vendía información. Ulbricht tiene que tragarse el sapo.

– ¿Qué tiene Ulbricht de malo?

– Brezhnev piensa que está demasiado pagado de sí mismo. Tanto que cree que ya no tiene que prestar atención a Moscú. Se está convirtiendo en un bala perdida… y además está todo el asunto de Willi Brandt.

– ¿Qué asunto?

– Ulbricht lo odia. Se acordará de Erfurt, en marzo del año pasado. A Willi le organizaron una gran recepción. Una multitud lo vitoreó en la ventana de su hotel. La multitud más grande que haya congregado jamás un político en Alemania del Este. Y si usted no conoce a Ulbricht, nosotros sí. Un tipo de la CÍA me dijo el otro día: «El amigo Walt tiene un culto a la personalidad… de una persona».

– A todos nos gusta que nos quieran…, incluso a los comunistas.

– Pero eso ha convertido a Ulbricht en alguien difícil de manejar. Brezhnev no quiere que el Oeste se irrite, sobre todo con los chinos y su bomba H en el Este. Y si quiere conservar todo el edificio comunista de una pieza tiene que dar la impresión de que se mueve, aunque en realidad siga en la misma noria de siempre. Por tanto, distensión. Dada la antipatía que Ulbricht le tiene a Brandt, Moscú no cree que su contribución a las negociaciones vaya a ser positiva. Ergo, quieren darle la patada a Walter y encontrar a alguien que acate la disciplina y vaya menos a su aire.

– Eso tiene sentido, Rudolph -dijo Schneider, sorprendido de que el chico lo tuviera.

– Presenta el mismo potencial de veracidad que cualquier otra cosa, supongo.

– Una cosa más… -dijo Schneider-. El dinero. Necesito dinero.

– Como todos -replicó Rudolph, que seguía maravillado por lo brillante de su análisis.

– Para sacar a Varlamov, Rudolph.

– Ah, sí. Me había olvidado de él.

– También necesitaré ayuda. El tipo de ayuda que no me ponga en peligro.

– Vale. Primero, el dinero. Londres me ha asegurado que van a entregarle dinero con un cien por ciento de garantías de anonimato. También han dado el visto bueno para que largue lo de Cleopatra. Es una operación cerrada. Parece que eso mejorará su situación respecto al general Rieff, por lo que dice.

– O tal vez no haga sino agravar su suspicacia, ya de por sí acentuada -dijo Schneider-. Hoy me ha acusado de ser un agente doble.

– El modo en que le llegará el dinero, me han asegurado, le hará invulnerable ante Rieff, Mielke, Yakubovski y el mismísimo Lord Leónidas Brezhnev.

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