29

Otoño de 1968, Orlando Road, Clapham, Londres.


Los días fueron acortándose palmo a palmo hacia finales de verano. El número de «días malos» fue en aumento. Si Audrey se levantaba de la cama era sólo durante unas breves horas por la tarde. Conversaban en sus momentos de lucidez antes de que el dolor se apoderara de ella y la morfina lo aplacara.

Anne reconvirtió en estudio la habitación contigua a la de su madre, situó un escritorio frente a la ventana y puso una de sus muchas fotos de Juliáo en una esquina; leía libros de Teoría Numérica de día y Jane Austen de noche. Cuando no leía, pensaba, fumaba y contemplaba el modo en que el humo se escurría por la pantalla de la lámpara hacia la oscuridad.

Una tarde había niños jugando en la calle, todos reunidos en torno a un chico que explicaba las reglas, y se vio a sí misma años atrás observando en el jardín de Estoril a Juliáo y sus amigos. Sólo tenía ocho años y aun así todos le prestaban atención, con caras embelesadas de admiración, y no pudo por menos que pensar en Julius y su última carta desde el Kessel de Stalingrado. Sus hombres. Le provocó un dolor en el pecho. Fue en los tiempos en que estaban lanzando O Camponès y entonces se dio cuenta de que Juliáo era una pasión que podría haberse permitido, una pasión más limpia y cálida que la política por la que había optado, con la salvedad de que era una pasión que no creía merecerse y que además le daba miedo. Jamás iba a poder liberarse de esa sensación de pago debido. Sacaba fotos de Juliáo a todas horas, a pesar de que un vago recuerdo le advertía que los pueblos primitivos lo consideraban un robo del alma. Para ella había sido una confirmación constante de la existencia de su hijo pero en ese momento, al acariciar el marco de la esquina de su escritorio, se preguntó si no sería su manera de amarlo a distancia.

No durmió gran cosa durante esa temporada. Su madre la llamaba a todas horas de la noche y Anne se sentaba a su lado hasta que volvía a adormecerse. Recorrían antiguos territorios y su madre aportaba detalles a las escenas incompletas.

La tía abuela que tras la muerte de los padres de Audrey había heredado y habitado la casa de Clapham con su sobrina y su hija ilegítima, había muerto y se lo había dejado todo a Audrey cuando Anne tenía apenas siete años. Su madre había trabajado cinco años como secretaria en Whitehall. El puesto se lo había procurado su tía, y cuando ésta murió no quedó nadie para cuidar de la criatura, por esa razón la enviaron tan pronto a las monjas.

– Fue tu tía abuela, mi tía G, G de Gladys, la que inauguró este régimen de disciplina. Era estricta con las dos y yo no hice más que recoger el testigo. No era propio de mí en absoluto pero se trataba de una buena imagen tras la que esconderse.

– ¿De qué te escondías?

– De tu curiosidad -respondió-. De mi culpa. En el trabajo era completamente diferente. Me parece que tenía un poco de imagen de chica de vida alegre, siempre lista para una copa, siempre dispuesta para una fiesta. Aprendí a reírme. Una risa sonora resulta muy útil en Inglaterra.

– Debiste de recibir… ofrecimientos.

– Desde luego, pero no quería que nadie se me acercara demasiado. Rawlinson era ideal. Debo decir que el que le faltara una pierna me atraía de algún modo. En ese momento no supe entenderlo, sobre todo porque el único hombre al que había conocido era físicamente perfecto. No fue hasta hace unos días cuando se me ocurrió que eso era lo que yo pensaba que me merecía. No quería el compromiso pleno de modo que no busqué un hombre completo. Además, yo no era su única amiga, desde luego.

– Le seguí hasta Flood Street.

– Ésa era su mujer. No se entendían muy bien. Ella nunca supo ni lo del vino. Son una cosa terrible, los secretos, ¿verdad? Rawly y yo éramos unos fuera de serie. Es curioso como lo saben siempre, ¿eh?

– ¿Quiénes?

– La Empresa. En cuanto empezó la guerra me transfirieron al Ministerio de Guerra Económica. Se me daban bien los números…, sólo los números, ojo, no esos jeroglíficos tuyos. En aquel entonces las secretarias se encargaban de la mayor parte del trabajo y era todo alto secreto. Yo les gustaba. Y cuando trasladaron la Sección V de St Albans a Ryder Street me enviaron allí para echarle un ojo al dinero.

– ¿Qué era la Sección V?

– Contraespionaje. ¿Y sabes quién la dirigía? Kim Philby. Sí, Philby estuvo allí desde el principio. Cuando se fue a Moscú no me lo podía creer. 1963. Hacía frío. Enero, no sé qué día. -Me hablabas de que siempre lo saben. -Eso. Saben quiénes pueden guardar un secreto.

– ¿Y?

– Encuentran a los que ya tienen algún secreto que guardar. Yo ahora no serviría de nada. Lo he echado todo a perder. Le contaría lo que fuera a cualquiera. Me llamarían Aspinall la Bocazas y me darían la patada.

– ¿Y seguiste trabajando para la Empresa después de jubilarte?

– Oh, sí, cosas de contabilidad, todavía. Los verás a todos en el funeral… excepto a él.

– ¿Te caía bien Philby?

– A todo el mundo. Era un encanto.

De repente le indicó que fuera a la cajonera, a la izquierda, bajo la ropa interior, había un estuche de cuero. Dentro había una medalla colgada de una cinta.

– Mi chatarra -dijo Audrey-. Mi Orden del Imperio Británico. -¿Por qué no me lo habías contado?

– ¡Mi gran triunfo! -exclamó su madre, alzando un débil puño-. No es gran cosa después de cuarenta años de servicio. -Me gustaría haberlo sabido.

– Ahora, sí. Ahora que hablamos -dijo-. Sabes, no fue sólo por Rawly por lo que te mandé fuera. Es verdad que quería que estuvieras a salvo pero… también te quería fuera de mi vista. Eras un recordatorio constante de mi debilidad, de mi cobardía. Te acordarás de que tampoco soportaba el calor. Me recordaba la India. Unos dolores de cabeza espantosos.


Esa noche Anne permaneció más tiempo aún frente a su escritorio, con la novela de Austen abierta pero sin leer; sólo su reflejo inmóvil en el cristal oscuro de la ventana y la estela de humo que surgía del cenicero. Tras las revelaciones de la tarde pensaba en su propia vida secreta, que se había prolongado después de graduarse por la Universidad de Lisboa y de que Joáo Ribeiro le ofreciera realizar una tesis de posgrado sobre el nuevo tema candente: la teoría de juegos.

Se había aferrado a la oportunidad con las dos manos. Juliáo, bajo la supervisión constante de Luís, estaba cada vez más enfrascado en su joven mundo masculino y cada vez más alejado de su órbita, ya en declive. Dos años atrás la había dejado anonadada y un tanto enfadada al anunciarle que se había apuntado a la brigada de juventudes Mocidade, sin pedirle permiso. A ojos de Anne, Mocidade no era mejor que las Hitler Jugend y Joào Ribeiro fue el único capaz de calmarla, diciéndole que se trataba de una pretensión muy natural para un chico, ir a pasear y acampar en el monte con sus amigos.

Fue entonces cuando el trabajo secreto cobró una importancia aún mayor para ella. Sabía que era irracional pero veía las acciones de Juliào como un desafío e incluso, Dios bendito, una traición. El chico se pasaba todo el tiempo con Luís, era un jinete y un deportista brillante, se le daban bien las matemáticas pero no destacaba en ellas y era un completo negado para la física. Todo eso, y su orgullo al lucir el uniforme de Mocidade, la llevaban a pensar que su hijo era Almeida hasta la médula, que no le quedaba una sola gota de Voss.

Un día, al tomar el tren a Lisboa y ver las caras del vagón, se le ocurrió que era su vida secreta la que la hacía diferente. Sabía que le aportaba emoción pero fue en ese momento cuando empezó a pensar que también le estaba proporcionando sentido. Vivía para sus sesiones de codificación de documentos con Joào Ribeiro, para los largos trayectos erráticos a las casas francas e imprentas secretas de O Camponès y Avante, las clases de improvisación, la mecánica entera de la lucha clandestina.

Por su marido sentía un afecto ocasional; por su hijo, un amor incondicional, si bien distante; por las matemáticas, un interés objetivo e intelectual; y por su trabajo secreto, una profunda necesidad, una adicción más fuerte que la del tabaco que apuraba con Joào Ribeiro y la cafeína del café que bebían los dos. Era lo que la definía.

Recordaba incluso una noche, tumbada junto a los ronquidos de Luís, en que se había sentido de repente suficiente, cerrada, entera. Pensaba que la culpa se estaba mitigando. Su trabajo secreto en pro de la justicia social era un interminable Ave María, penitencia por sus pecados confesados a sí misma. Formaba parte del proceso de purificación. Y en el momento mismo de llegar a esa conclusión se sacudió aquellas tonterías del pensamiento. Era comunista, atea: estaba delirando.

Rellenó su copa de coñac, encontró otro paquete de tabaco y no pudo evitar sumergirse en los años realmente gloriosos. En 1959 Joào Ribeiro y Anne planearon lo que se convirtió, un año después, en la brillante y exitosa fuga de su cabecilla Álvaro Cunhal del penal de Peniche, en el norte de Portugal. Acto seguido idearon una estratagema aún más escandalosa para atraer la atención del mundo hacia el sufrimiento del pueblo portugués. En enero de 1961 un grupo de comunistas portugueses secuestró el trasatlántico Santa Maria en el Caribe. Se refería a esas dos operaciones como los años gloriosos aunque, al rememorarlos, habían sido efímeros. Marcaron la cúspide de la fama de Joào Ribeiro dentro del PCP. Después vino la caída. Algunos miembros del comité central no encajaron bien sus éxitos y, cuando llegaron seguidos de una serie de inexplicables arrestos de diferentes comunistas, las sospechas parecieron recaer de forma automática en Joáo Ribeiro y su ayudante extranjera. Fue marginado a aburridas labores de partido pero oyó que había un complot para hacer que deportaran a Anne. Se despidió de ella y le dijo que se quedara en casa y destruyera cualquier cosa que pudiera comprometerla ante la PIDE.

Anne se pasó un mes dando vueltas por el salón de su casa de Estoril, fumando con ansia, esperando la llamada a la puerta. Luís estaba de maniobras casi todo el tiempo. La llamada no llegó. Su salida de la resistencia coincidió con el estallido de Angola en febrero de 1961, y Luís y su regimiento fueron enviados a sofocar la rebelión. Seis meses después, cuando la crisis inicial había sido superada y los combates estaban contenidos en el norte del país, Anne llegó en barco a Luanda con Juliáo, que tenía dieciséis años.

Se apartó del escritorio mientras daba vueltas al coñac entre las manos. Había esperado más de sus recuerdos. Había esperado que vinieran acompañados de algún tipo de intensidad emocional pero, igual que cuando se había despertado en Lisboa de su pesadilla, le habían parecido un noticiario. Se asomó a la habitación de su madre, que dormía profundamente con la boca abierta, y se dio cuenta de que unas semanas la habían repuesto más que dos décadas de vida.


Hacia finales de agosto el tiempo cambió. Llegó un viento gélido del nordeste y puso fin al verano. Audrey permanecía en cama todo el día, nadando en morfina. Mascullaba para sí y farfullaba versos mientras fuera gritaban los niños y una pelota de fútbol chocaba contra un coche. Un hombre, enojado, les gritó y tras una pausa surgió una vocecilla:

– ¿Nos devuelve nuestra pelota?

– No, jodidos críos. No os la devuelvo.

Anne se sentaba junto a su madre la mayor parte del día y le cogía la mano, apretándola como un pulso, meditando sobre los días interminables transcurridos en la veranda en Angola mientras Luís combatía contra los rebeldes y Juliáo jugaba a la guerra en el jardín. Sobre cómo todo había conducido a lo que en ese momento tomó como la siguiente traición de Juliáo, que fue su dramático anuncio, el día de su decimoctavo cumpleaños, en 1963, de que lo había aceptado la Academia Militar de Oficiales. ¿Por qué todavía lo consideraba una traición? Como si ella hubiera dedicado años a desarrollar su conciencia política. Se abrió una rendija en su mente y acababa de asomar el ojo por ella para captar un pequeño resquicio de verdad, cuando su madre dijo de repente:

– Nunca me has hablado de Karl Voss.

Eso la sobresaltó y le hizo volver la cabeza de sopetón hacia su madre, que tenía los ojos cerrados; su aliento luchaba y rebotaba en su garganta.

– ¿Madre? -preguntó, pero no hubo respuesta.

De repente lamentaba la ocasión perdida. Su madre, al trabajar en la Sección V, debía de haber visto los informes, debió de leer acerca de su indiscreción con el agente doble, el agregado militar de la Legación Alemana. En todo el tiempo que habían pasado juntas Anne no había hablado de Karl Voss ni había tenido intención de hacerlo. Era el momento de su madre, el confesionario de su madre. Audrey le había recomendado varias veces ir a ver al padre Harpur. A Anne el sacerdote le caía incluso bien, pero no pensaba ir a verlo porque sabía lo que le pediría. La conminaría a contar la verdad a Luís y Juliáo y, si bien podía vivir con el desprecio de Luís, se veía incapaz de soportar el desdén de su hijo. Ahora pensaba que tendría que habérselo contado a su madre, que eso no habría importado. No le habría exigido nada. Habría escuchado y se habría llevado el secreto con ella a la tumba.


Le escribió una carta a un amigo de Joño Ribeiro, un catedrático de matemáticas de Cambridge llamado Louis Greig. Había obtenido su nombre y dirección en su última tarde en Lisboa, al poner en marcha lo que ella llamaba una medida a medias. Le había entregado a Joáo Ribeiro una caja de madera de Angola que contenía el retrato de familia y las cartas de los Voss para que los guardara a buen recaudo. No quería que Luís diera con ellos si en algún momento se le ocurría desterrarla de su vida.

Louis Creig le contestó a vuelta de correo, instándola a que le hiciera una visita. Ella le respondió para contarle lo de su madre pero también para esbozarle algunas de sus recientes ideas y preguntarle si había posibilidades de realizar algún curso, no sobre la materia de su tesis doctoral, la teoría de juegos, que a esas alturas ya estaba muerta y enterrada, sino más bien en la línea de las matemáticas puras. El le escribió para decirle que Joáo Ribeiro se había puesto en contacto con él y que desde luego había posibilidades para alguien de su talla. Fue entonces cuando empezó a ver su medida a medias como algo definitivo y se preguntó si regresaría alguna vez a Portugal.

Al retornar a Lisboa en el pasado, de las diversas guerras africanas, había vuelto siendo la misma persona y lo había encontrado todo cambiado. A su regreso de Angola en 1964 se había encontrado con el movimiento de la resistencia encallado. Alvaro Cunhal se había ido a la Unión Soviética. Joáo Ribeiro había pasado dos años en la cárcel, su esposa había muerto, había perdido su trabajo en la universidad y vivía en un estudio del Bairro

Alto con muy poco dinero. El PCP lo había repudiado y le dijo a Anne que todo había acabado.

Tal y como fueron las cosas, no tuvo mucho tiempo para asimilar la situación porque estalló la rebelión de Mozambique y Luís, dada su experiencia, fue destinado de inmediato a Lourenço Marques. En esa guerra de tácticas más brutales fue cuando Luís empezó a venirse abajo. El comandante de Mozambique introdujo técnicas empleadas por los ingleses en Malaya y los estadounidenses en Vietnam, que consistían en ofrecer a los nativos una descarnada elección: colaborar o afrontar muerte y sufrimientos sin cuartel. A Anne le llegaron noticias de las atrocidades al complejo militar. Sostuvo discusiones violentas y vanas con Luís. Le tiró cosas. Le hostigaba hablándole de la justicia de las guerras coloniales, de si unas guerras destinadas a mantener a Salazar como emperador le parecían apropiadas para su hijo. Luís pasaba más tiempo en el comedor de oficiales. Anne bebía coñac barato y despotricaba en la veranda.

Recordó la ira de esa época mientras acometía su primer gintonic de la tarde, con la respuesta de Louis Greig sobre el escritorio ante sus ojos, y supo que no iba a regresar a aquello. Había dado el salto. Había tenido todo ese tiempo para cambiar, sentada en verandas africanas, pero le habían hecho falta unas semanas con su madre, en pleno centro de una ciudad que avanzaba hacia al futuro, para sacudirse de encima media vida de inercia.


El 30 de agosto se sentó junto a su madre por última vez. El padre Harpur le había administrado la extremaunción. No había pronunciado una palabra coherente en veinticuatro horas y estaba claro que se acercaba el final. A las 2:00 a.m. Anne ya no podía aguantar más despierta. Se levantó para irse. Su madre le apretó la mano y abrió los ojos de golpe.

– Vendrán a por ti -dijo-. Pero tú no debes ir con ellos.

Cerró los ojos. Anne le comprobó el pulso mientras se estremecía al pensar en las visiones morbosas de su madre. Seguía allí, con la respiración entrecortada. Se fue a la cama y durmió hasta el mediodía. Se despertó embotada, con la cara chafada y llena de arrugas. La habitación de su madre parecía más silenciosa de lo normal y supo que al otro lado de la puerta no vivía nadie.


Estaba tumbada boca arriba, con los ojos cerrados y un brazo fuera de las sábanas. Las azucenas ligeramente marchitas que había traído el padre Harpur de su iglesia no llegaban a enmascarar el olor a fluidos vitales cuajados. Tenía la cara muy fría. Anne contempló el cadáver con total ausencia de dolor y reparó en que el cuerpo no significaba nada para ella, que era algo que podía enterrarse.


Llamó al médico y al padre Harpur. Hizo café y fumó un cigarrillo en la cocina. Llegó el médico, dictaminó la muerte y redactó el certificado de defunción. El padre Harpur llamó a unas pompas fúnebres y se quedó hasta la hora del té, cuando llegaron los hombres y se llevaron el cuerpo. Se fue diciendo que diría una misa por su madre a la mañana siguiente. Cuando se hubieron ido Anne subió a la habitación de su madre. La cama estaba hecha. Las zapatillas de Audrey, cedidas por la forma de sus pies, estaban junto a la cama y fue eso lo que le recordó que la había perdido.


El funeral se celebró en un día frío y ventoso. Había seguido las instrucciones de su madre de celebrar una gran fiesta después. La casa estaba bien surtida de jerez, ginebra y whisky, y al amanecer había preparado cien sandwiches. Seguía asombrada por lo cuantioso de la herencia de su madre, que incluía la casa de Clapham y un poco más de cincuenta mil libras en metálico e inversiones. El abogado le dijo que no había llegado a tocar el capital que le dejara su tía. También le hizo entrega de la llave de una caja de seguridad, número 718, que estaba en el Arab Bank de la Edgware Road.

En la iglesia se sentó sola en su banco. El padre Harpur leyó un sermón conmovedor sobre el servicio a Dios, a la patria y a uno mismo. Después, cuando la congregación se encaminó hacia la tumba, Anne sintió el inconfundible tirón del hilo de plata. Mientras hombres, mujeres y unos cuantos niños mayores atravesaban las viejas lápidas de camino al agujero oblongo y oscuro, de repente se sintió parte de la raza. Eso es lo que hacemos los humanos. Vivimos y morimos. Los vivos rinden homenaje a los muertos, por insignificantes que fueran, porque hemos recorrido todos el mismo sendero inhóspito y conocemos sus dificultades. Todos seguiremos ese camino, hacia la tierra o el aire, presidentes o mendigos, y todos habremos tenido éxito en una cosa.

Cuando bajaron el ataúd se puso a llover, como si el tiempo hubiera superado el momento oportuno. Los paraguas estallaron por encima de sus cabezas y se formaron gotitas sobre la madera barnizada. El padre Harpur pronunció la bendición. Anne lanzó el primer puñado de tierra y recordó algo, pero de forma incorrecta: «En tu final estuvo mi principio».

De vuelta en casa empezó a ver las caras, en vez de las gabardinas y los sombreros. Se presentaron: Peggy White, asistente en Banca. Dennis Broadbent, Archivos. Maude West, Biblioteca. En ocasiones la gente se limitaba a dar un nombre y Anne sabía que no debía pedir más. En todo momento un hombre no dejaba de escaparse del rabillo de su ojo. Un tipo gordo y calvo. Alguien que esperaba su momento. Anne fue a la cocina a por más sandwiches. El hombre la siguió, se plantó en el umbral y se alisó las hebras de pelo que le cruzaban la coronilla calva con la mano.

– No me reconoces, ¿verdad?

– ¿Debería?

– Deberías… Fuimos amantes una vez. ¿No te acuerdas? Pasamos juntos una noche en Lisboa -dijo con una sonrisa.

– De eso me acordaría.

– Lo hicimos -explicó él-… sobre el papel.

– Jim Wallis -dijo ella.

Se besaron en las dos mejillas.

– Gordo y calvo -comentó él-. No envejezco bien. Tú estás igualittt. -Pata de gallo más o menos.

– Te casaste -dijo él-, justo después de que me sacaran. -Sí. ¿Y tú?

– Voy por el segundo. Pasé demasiado tiempo en Berlín para conservar el primero. Pero ahora estoy en Londres. ¿Niños? -Un chico. Juliáo. -¿Está aquí?

– No. Es soldado… en África. -Ah, sí, con su padre. -Conque eso lo sabías.

– Siempre estuve interesado, Anne -reconoció él-. Y no sólo sobre el papel.

– Pero ahora estás casado… otra vez.

– Sí, y con dos hijos del último matrimonio. Niño y niña.

– Y conocías a mi madre.

– Todos conocíamos a Audrey. Era muy importante entrarle por el ojo, sabes, cuando presentabas los gastos y esas cosas. Era un pelín tiquismiquis. Pero nunca dejó que eso interfiriera. Después de acribillarte siempre se apuntaba a una copa en el pub. Sí, éramos habituales del The French, en el Soho, ella y yo. Muy triste. La echaré de menos. Todos la echaremos de menos. Sobre todo Dickie.

– ¿Dickie?

– Me sorprende que no se haya acercado a empinar el codo. Dickie Rose.

– ¿Te refieres a Richard Rose?

– Luimème. No sé si te acuerdas, se puso al mando cuando a Sutherland le dio el ataque en el 44, en Lisboa. Ahora Dickie apunta a las alturas. Hubo un poco de limpieza cuando Kim nos dejó en el 63. Ése fue un mal año, con Profumo y todo eso. Pero le dejó vía libre. Dentro de poco será sir Dickie y todos tendremos que hacer reverencias a su paso.

– ¿Richard Rose era amigo de mi madre? -preguntó ella, incrédula.

– Oh, sí, Audrey tenía mano para escoger a los más prometedores. También era una gran admiradora de Kim. Para ella fue muy duro cuando se largó. Para todos. ¿Fumas?

Le ofreció un B &H y se lo encendió con un mechero de gasolina. Fumaron y Wallis se ventiló tres sandwiches apilados.

– En realidad no debería -dijo-. El pan me mata. ¿Tienes planes, Anne, o es Andrea?

– Sigue siendo Anne.

– ¿Volverás a Lisboa?

– No, no lo creo.

– Ya veo.

– Ya cumplí en Angola y Mozambique. No pienso hacerlo en Guinea, con los dos combatiendo.

– Lo entiendo perfectamente. No sé qué pintan allí para empezar. Una guerra absurda. Una mala guerra. No pueden permitírsela. No pueden ganarla. Si fuera yo lo mandaría todo al diablo. Vamos, ¿cuál es el beneficio? Cacahuetes. Cacahuetes y cacao… y unas cuantos felpudos. Uno no puede ir tirando dinero por ese tipo de cosas. Lárgate, doctor, eso es lo que digo yo, que se largue. Los negros se tirarán los unos al cuello de los otros en cuestión de minutos. Mira Biafra.

– Tenía pensado hacer investigación en Cambridge.

– ¿Sigues con tus sumas?

– Ya me he licenciado en divisiones largas, Jim.

– Bien hecho. ¿Ahora no está todo el mundo loco con la teoría del juego? Estrategia. Cómo pillarle a los rusos las pelotas en un torno. Ese tipo de cosas.

– Tendrías que dar clases, Jim. Bajar el pensamiento estratégico a la Tierra.

– Lo he intentado. Los estudiantes de la Facultad de Ciencias Políticas de Londres me apedrearon. Me llamaron fascista. Hicieron una sentada antes de mi siguiente clase y se acabó. Putos melenudos… Consiguieron que les enviaran a un sustituto para que les hablara de desarme. No sé cómo van a aprender nada los muy vagos.

– Hablas como un coronel cascarrabias jubilado en un pueblo.

Una risa resolló por entre el humo de su cigarrillo.

– Somos una raza en extinción -dijo-, pero se nos necesita. ¿Has visto alguna foto de Brezhnev? ¿Crees que va a escuchar a alguien que lleve chaquetón afgano, fume hierba y queme varillas de incienso? En realidad prefería a Jrushchev. Decía cosas, sabes, parpadeaba de vez en cuando.

– Sólo te gustaba Jrushchev -dijo una voz desde el pasillo-, porque tenía tu mismo gusto peregrino para el arte.

– Ah, Dickie. Me preguntaba dónde te habrías metido. Le acabo de decir a la amiga Anne que era raro que no te presentaras para echar un trago.

Richard Rose llevaba el pelo canoso peinado hacia atrás con brillantina. No había perdido el brillo de los ojos y sus labios carnosos temblaban como si hubiese un beso en perspectiva. Se dieron la mano. Rose se sacudió pelusa imaginaria de su traje azul oscuro.

– ¿Qué era eso que dijo Jrushchev sobre el arte moderno, eso en lo que coincidías de todo corazón?

– Latigazos de un burro con la cola -respondió Jim, con su mejor acento rústico.

– Campesino puro. Granjero de patatas, no, caballo percherón. Eso era el señor.

– ¿Una copa, señor Rose? -preguntó Anne, ansiosa por alejarse de él.

– Ya la traigo yo -dijo Wallis-. ¿Qué va a ser?

– Ginebra con angostura, si es posible.

– La angostura está allí -apuntó ella, molesta con Wallis.

– Mi más sincero pésame, Anne -dijo Rose, con soltura-. Una mujer estupenda, su madre. Tremenda. Al jubilarse dejó un vacío irremplazable.

– No me parece que ella creyera nunca que sus servicios eran tan indispensables.

– Puede que no, pero le daba estilo al trabajo, eso es lo que resulta insustituible. Concienzuda, estricta incluso, pero también una alegría, muy divertida.

Reprodujeron el mismo intercambio de preguntas y respuestas que había entablado con Wallis. La única información que aportó Rose fue que seguía soltero.

– ¿Con quién de Cambridge me ha dicho que se carteaba? -preguntó Rose.

– No se lo he dicho, pero se llama Louis Greig.

– ¿En qué anda metido?

– Ahora mismo no estoy segura. Antes era teoría del juego, en los cincuenta y principios de los sesenta, pero me parece que lo ha dejado por…

– Ah, sí. Ahora que caigo su nombre ha aparecido por aquí y por allá. Estrv jga. Carne de comité asesor. – Probablemente.


– Estuvo una temporada en el RAND de California, en el cincuenta y pico -dijo Rose, confirmándoselo a sí mismo-. Investigación y Desarrollo, ¿me entiende?

– Eso debió de ser después de presentar su tesis doctoral en Princeton. -No será yanqui, ¿verdad? -Eton y Cambridge.

– Mmmm -dijo Rose, encallado en las glaciales orillas de Anne.

Apareció Wallis con la ginebra.

– Por la sección de Lisboa -dijo, alzando su copa.

– Los viejos tiempos -comentó Rose-. Madre mía… qué inocentes éramos todos entonces.

– Aquí tenemos a otro del equipo de 1944 -dijo Wallis-. Ahora sí que tenemos la sección de Lisboa al completo.

Una mano masculina encajó una pipa entre los dos hombres y pugnó por abrirse paso por el hueco. Besó a Anne en las dos mejillas antes de que tuviera tiempo de reconocerlo. La agarró por los hombros a un brazo de distancia y la miró de arriba abajo como un tío.

– Lo siento -dijo Meredith Cardew-, lo siento mucho, Anne. Fue un mazazo para todos, verdad, Dickie, cuando nos llamó en julio. Una mujer valiente. Dios mío, no creo que yo hubiera podido tomármelo tan bien como ella.

La soltó pero le dejó un brazo en torno al hombro como si fuera su protegida.

– Menuda reunión -comentó Rose-. Sólo falta Sutherland.

– Pobre hombre -dijo Cardew.

– ¿Ginebra con angostura, Merry? -preguntó Wallis.

– Encantado.

– ¿Cómo está Dorothy? -preguntó Anne.


A las dos de la tarde ya se habían ido todos. Wallis fue el último en irse. Aguantaba con Peggy White, asistente de Banca, que había hecho caso omiso de los sandwiches y pagaba las siete ginebras con angostura que llevaba en el estómago vacío. Anne limpió la casa y se sentó a la mesa de la cocina a pensar en Wallis y Rose, en cómo los dos, cada uno a su manera, la habían inspeccionado, la habían evaluado con algún motivo. Era imposible que Rose pensara en algún trabajo, dada su mutua antipatía, pero ésa era la sensación que daba. ¿Wallis? A lo mejor Wallis lo único que quería era un lío. Ya estaría aburrido de la esposa número dos. Parecía que la vida familiar se estaba yendo al garete en Inglaterra. Se acabó sudar a oscuras sobre quedarse embarazada. Una se tomaba la pastilla y hacía lo que quería. Salazar prefería la muerte a autorizar la pastilla y Franco también.


Sus pensamientos se precipitaron por esa pendiente hasta llegar a su propia familia, dividida, separada por millares de kilómetros, los hombres en combate, y se descubrió llorando, a solas en la casa enorme; la ropa de su madre estaba en el local de Oxfam y los gusanos ya apretaban la cara contra el liso barniz del ataúd.

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