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1968-70, Cambridge y Londres.


Su último acto como Anne Ashworth fue acudir a Lisboa al entierro de Juliào y Luís. Los cuerpos ya habían sido incinerados en Guinea debido al calor africano, pero iba a celebrarse una misa en la basílica da Estrela y una ceremonia en el mausoleo familiar de Estremoz.

Anne se alojó en la York House de la Rua das Janelas Verdes de Lapa. La noche previa al funeral recorrió el familiar trayecto que la llevaba por delante de la Embajada Británica por la Rua de Sao Domingos, doblaba a la derecha por Rua Buenos Aires, a la izquierda por la Rua dos Navegantes y luego cuesta abajo por los raíles de la Rua de Joào de Deus. No había pasado por aquel vecindario en veinticuatro años y, al divisar los Jacarandas que se mecían al viento por debajo de la cúpula blanca de la basílica, los recuerdos que había esperado que la asaltaran como niños emocionados se escaparon furtivos.

Hizo una parada frente al viejo edificio de pisos: la fachada estaba igual, con los azulejos verdes y azules, los diamantes negros y la placa conmemorativa de la muerte del poeta Joào de Deus seguía encima de la puerta.

Se unió al grupo formado por la familia Almeida en los escalones de entrada a la basílica y, aunque nunca habían apreciado a la extranjera, la aceptaron, la incorporaron a su mutuo pesar. Entraron juntas en la basílica, Anne del brazo de la madre de Luís, y eso le confirmó lo que sabía de los portugueses: comprendían la tragedia, era su territorio y estaban unidos con quienquiera que lo ocupara junto a ellos. Velaron toda la noche frente a las urnas.

El oficio se celebró por la mañana. Acudió poca gente que no fuera de la familia. Todos los amigos de Luís y Juliào estaban en África, librando guerras. Los Almeida se llevaron las urnas a Estremoz, donde las depositaron en el mausoleo familiar, al lado de otros ataúdes, superpuestos como literas de barracón. Encerraron a los difuntos tras las puertas de hierro forjado y colocaron sus fotos enmarcadas en el exterior: Luís, como siempre se había mostrado frente a la cámara, solemne, casi como si asistiera a su funeral, y Juliáo, listo aún para la vida, con la sonrisa intacta.

Se quedó una noche con los Almeida y al día siguiente partió hacia Lisboa en tren. Por la tarde fue a ver a Joáo Ribeiro, el último cabo por atar antes de tomar el avión a la mañana siguiente. Joáo vivía en un cuarto diferente, pero todavía en pleno Bairro Alto. Le dio la bienvenida, la besó efusivamente en las dos mejillas y la abrazó con fuerza contra su cuerpo delgado. Anne se apartó y vio que lloraba y se llevaba el pañuelo a los ojos por debajo de las gafas, hasta que descubrió que era más fácil quitárselas.

– Hala, mira lo que ha sido de mí. Eso es lo que le haces a un anciano. ¿Cómo puedes estar fuera tan poco tiempo y que aun así me alegre de verte? Y me entristezca. Siento mucho todas tus pérdidas. Es más de lo que nadie tendría que soportar en una vida, por no hablar de un mes. A veces la vida puede ser un animal brutal, Anne.

– Tú lo sabes mejor que nadie, Joáo -dijo ella mientras paseaba la mirada por su espartana habitación, sus penosas circunstancias.

– Esto… -replicó él, abarcando el estudio con un gesto del brazo-, esto no es nada comparado con lo que has pasado tú.

– Tú perdiste a tu mujer, tu puesto, el trabajo que tanto amabas…

– Mi mujer siempre estaba enferma. Para ella fue una bendición. ¿La universidad? Bajo este régimen no hay quien le enseñe nada a nadie. ¿Cómo se va a aprender si cada día los periódicos imprimen sus mentiras? ¿Y mi trabajo? Tengo trabajo. Esta habitación es mejor que la otra, ¿o no?

– ¿Qué haces?

– Enseño aritmética a los niños, y a sus madres a leer y a escribir. Soy un comunista de verdad, mejor que antes ahora que vivo entre el pueblo. Me dan de comer, me visten y me cuidan. Pero tú… Tienes que contarme qué piensas hacer después de todas estas tragedias.

– Sólo puedo hacer una cosa -dijo Anne-. Se diría que he llegado a una especie de punto muerto, pero sigo aquí. Debo continuar. Tengo que empezar de nuevo.

Le habló de Louis Greig y del proyecto de investigación y charlaron de matemáticas hasta que una mujer les llevó una bandeja con platos y sardinas asadas y se sentaron a cenar.

– No es mala vida para un viejo -dijo Joáo-. Me hacen las comidas, me lavan los platos, me limpian la habitación y hay fado por las noches. Quizá todos debiéramos vivir así. Me resulta armonioso.

La mujer regresó, despejó la mesa y les sirvió café y coñac.

– Saben que eres importante para mí -dijo Joào-, y por eso están haciendo esta exhibición. Querían cocinar algo especial pero les dije que las sardinas te gustaban, que eras una de los nuestros… lo mismo que Louis Greig, por rico que sea.

– ¿Uno de los nuestros?

– Matemático y comunista.

– Me sorprende. Me dijo que trabajó en el RAND después de Princeton. -Pero también después de la caza de brujas de McCarthy y él de todas formas siempre ha estado… a salvo. -Te refieres a su riqueza.

– Su padre tiene unos cuantos miles de hectáreas en Escocia y es parlamentario conservador, me parece que llegó a estar en el gabinete de la oposición durante un tiempo. Louis fue a Eton y como estudiante nunca se metió en política. Se conservó limpio con las miras puestas en cosas más grandes.

– ¿Qué hay de esas conferencias que dio aquí? -preguntó Anne-. Debiste de ser tú, Joào Ribeiro, comunista de pro, Director del Departamento de Matemáticas, quien le invitó.

– ¿Yo? No. Eso es lo más bonito. Lo invitó el doctor Salazar. El padre de Louis tenía intereses comerciales en Oporto. Vino, me parece. Se establecieron contactos y se cursó la invitación. Louis estaba encantado. En su curriculum quedaba intachable.

– Y hablasteis.

– Yo cuidaba de él.

– ¿De modo que ya te conocía?

– A su nivel el Partido Comunista es global.

Por la mañana Anne se sentó en la terraza del Café Suiça, en la plaza del Rossio, para tomarse un café y el último pastel de nata en lo que le parecía iba a ser mucho tiempo. Los mendigos asediaban su mesa: un hombre sin manos y el bolsillo abierto con un palito, una mujer con un lado de la cara quemado, niños descalzos desperdigados por los camareros. Pagó y se dirigió a una calle de joyeros de las cercanías a que le serraran la alianza. El joyero la pesó y le pagó en metálico. Anne volvió al Rossio, distribuyó el dinero entre los mendigos, subió a un taxi y partió con una bandada de palomas hacia el aeropuerto.

El avión avanzó hasta el extremo de la pista. Mientras los motores acumulaban energía esperó la llegada de su momento favorito pero, a medida que cobraban velocidad, lo que sintió fue un acceso creciente de pánico. La aterrorizaba el temblequeo de la estructura del avión al recorrer la pista y tuvo que cerrar los ojos para liberar la garganta del pánico en cuanto las ruedas se apartaron del suelo. Antes jamás le había sobrevenido la sensación de no tener nada bajo los pies pero en esa ocasión, mientras el avión buscaba potencia en su abrupta escalada, se sintió impotente, rígida de temor ante el momento que se aproximaba, cuando Dios quizá se dejara de farsas, los hiciera caer del cielo y ella muriera en compañía de extraños, conocida y querida por nadie. Se estabilizaron. Pasó una azafata por el pasillo. Se apagó la señal de No Fumar y Anne rebuscó en el bolso a sus incondicionales.


De vuelta en Londres Wallis fue a verla sólo para tomar una copa. Le llevó un pasaporte a nombre de Andrea Aspinall, un número de la seguridad social, todo lo que iba a necesitar. Hablaron de Lisboa. Wallis contempló la marca roja que le había dejado en el dedo la alianza desaparecida. Andrea llevó la conversación hacia su esposa.

– Es buena chica -dijo él-. Nos entendemos, sabes. Ella también es autosuficiente. No me necesita a su lado a todas horas. No tengo que preocuparme de ella en las fiestas.

– ¿Y eso es importante?

– No me van las lapas, Anne. Perdón, Andrea. Un poco de espacio, ya me entiendes.

– ¿Para revolotear?

– Bueno, sí, supongo que a eso voy. No es que últimamente tenga mucha suerte.

– ¿Llegaste a tener suerte con aquel pajarillo francés de Lisboa? -Con ésa tuvo suerte todo el mundo menos yo -dijo, y se frotó el pulgar y el índice-. Nada ha cambiado.

– A lo mejor es que se te ve el plumero, Jim. -¿Crees que es eso?

– Todos queremos un poco de misterio, ¿no te parece? Debería de dársete bien. Eres espía, por el amor de Dios.

– Eso de hacerse el interesante nunca ha sido mi fuerte, Andrea. Ahora lo mío es Administración. Siempre hablaba demasiado. No como tú. Eres muy parca en palabras.

– Entonces no lo era.

– ¿Y ahora?

– Estoy un poco derrumbada, eso es todo.

– Lo siento. No pretendía ser insustancial -dijo él-. Es una pena que te vayas a Cambridge.

– No me necesitas para que te dé lecciones de misterio.

– No, no. Pensaba que te animarías a trabajar para nosotros. Te conseguiría un puesto en un periquete, lo sabes.

– ¿Incluso con Richard Rose al mando?

– Dickie ya no trabaja a nivel de departamentos. Está prácticamente en el gobierno. Muy lejos de la línea del frente.

– ¿Entonces por qué no para de hablar de lo irreemplazable que es mi madre?

– La vieja escuela… Estaban juntos desde los cuarenta. Él se la llevaba a tomar el té una vez por semana incluso después de que se retirara.

– ¿El té?

– Era su eufemismo para referirse a una sesión de cuatro horas en The Wheatsheaf. Madre mía, qué tragaderas tenía Audrey. Jamás la vi siquiera tambalearse. Era algo prodigioso. Era el modo que tenía Dickie de seguir enterándose de todo. Audrey… Auders, la llamaba él. «Sigue a Auders», solía decir. Ella lo sabía todo. El que lleva el dinero siempre lo sabe todo.

– Me voy a Cambridge, Jim.

– Sí, sí, por supuesto. Lo único que te digo es que, si no sale bien… Estoy… estamos…, la Empresa está aquí.

Wallis trató de besarla en la boca al despedirse -cinco gintonics dobles en el cuerpo y otro en la camisa- y ella apartó la cara la fracción necesaria para que no se sintiera mal. Se fue dando tumbos. Andrea cerró la puerta y lo miró por uno de los rombos de cristal sin tintar. Wallis subió al coche, arrancó y la miró directamente por el parabrisas antes de partir. No entendió esa mirada. No era de decepción, vaga humillación o siquiera rabia. Era la mirada de un hombre que trabajaba en algo y estaba muy lejos de la franca campechanería que emanaba a raudales en compañía de ella.


Andrea alquiló la casa a una pareja estadounidense por un año. Al tomar el tren de Cambridge se sorprendió combatiendo el mismo acceso de pánico que la había asaltado en el vuelo de regreso de Lisboa. Louis Greig le había procurado un piso en la primera planta de una casa adosada, en una calle arbolada no muy lejos de la estación. Se puso manos a la obra de inmediato pero parecía incapaz de recordar la vieja sociabilidad necesaria para hacer amigos en el departamento. Cogió miedo a los ratos muertos. El otoño inglés era oscuro y borrascoso. La lluvia rascaba sus cristales y ella bajaba la cabeza porque, si se detenía en la contemplación de su reflejo en el cristal, quizá viera pavor en la habitación vacía a sus espaldas.

Greig estuvo en Washington las dos primeras semanas, lo cual supuso que Andrea dispusiera de dos domingos en los cuales, al atardecer, le llegaba la música religiosa del programa Songs of Praise del televisor del piso de abajo y Juliào se le aparecía en la cabeza, se le alojaba en el pecho y tenía que pasear por la habitación hasta que el dolor se guarecía de nuevo en su grieta, como una serpiente en un muro. A las siete abrían los pubs y allí siempre estaba ella, con media pinta de cerveza rubia, en órbita alrededor de algún animado grupillo de estudiantes escandalosos y vivaces.

Greig regresó a mediados de octubre y Andrea le presentó su primer trabajo, que él aplastó tan implacablemente como las colillas de sus puros. La devolvió a la lluvia con sensación de vacío, de inutilidad. Regresó a su piso y se echó en la cama, preguntándose si su cerebro entrado en años estaba demasiado rígido en sus patrones de siempre para poder pensar de nuevo con originalidad. Greig pasó a última hora, colgó el impermeable y el paraguas detrás de la puerta y se disculpó por su brutalidad. La invadió el alivio. Le había traído vino, algo bueno de las bodegas de Trinity, y una porción de brie robada de la mesa de las autoridades. Andrea le preguntó sobre Washington. Él renegó de los yanquis y lo mimados que estaban. Le preguntó a ella sobre Lisboa. Disculpas por no haberse interesado antes, acababa de tener una reunión desagradable sobre presupuestos con el decano. Hablaron de los portugueses, los Almeida, Joáo Ribeiro.

– Enseña aritmética -repitió Greig, anonadado-. Ese hombre podía acabar con las ecuaciones diofánticas para el desayuno. ¿A qué juega?

– A ser un comunista de verdad, dice él.

– Pero no hace falta que enseñe a dividir a los chicos de la calle, por los clavos de Cristo.

– Satisface la demanda local. No necesitan ecuaciones diofánticas para vender su pescado de puerta en puerta.

Las cejas de Greig parecían flotar por encima de su frente en un mar de aburrimiento.

– ¿Todavía no ha muerto Salazar? -preguntó.

– No, pero sigue hors de combat.

– Ese hombre está llevando a su país de vuelta a la Edad Media -dijo él-. A mil kilómetros de su cama del hospital ha habido disturbios estudiantiles en las calles de París. La juventud europea al completo anda revuelta. Nos encontramos en plena revolución cultural y la península Ibérica sigue en manos de fiambres eduardianos que tiran el dinero en sus imperios y exprimen a su pueblo en una especia de esclavitud preindustrial. Nunca se recuperarán. Lo siento, Anne, divago… No hay nada como una buena diatriba contra nuestros viejos amigos fascistas.

– Ahora soy Andrea… Te escribí.

– Sí, sí, es verdad. ¿A qué viene eso?

– Fui agente de campo de los Servicios Secretos de Inteligencia en Lisboa, durante la guerra. -Dios mío.

Por una serie de complicadas razones y una pizca de vergüenza política tuve que casarme bajo mi nombre falso, con el que he vivido durante veinticuatro años, hasta el mes pasado. Ahora voy a empezar de nuevo. Tabla rasa para Andrea Aspinall.

La sorprendió ver que Greig estaba impresionado. Quizás el centro de decodificación de Bletchley Park no disponía del prestigio de la acción de campo. Desentrañar el código Enigma no daba una imagen elegante. Su mirada recuperó la intensidad que Andrea había distinguido en su primer encuentro, se clavó en la cama en la que estaba sentada y le hicieron algo raro a los músculos de sus muslos.

– Tienes suerte de que no nos preocupe mucho contrastar las cualificadones.

– Sois vosotros los que tenéis suerte de tenerme aquí -replicó ella, siguiéndole el juego, tratando dubitativamente de reunir algo de confianza-. Me querían para un trabajo.

– ¿Quién?

– La Empresa, como nos llamamos entre nosotros. El SIS. Mi madre también trabajaba para ellos. Todos sus colegas del trabajo se presentaron en el funeral. A algunos los conozco de Lisboa, de los cuarenta. Buscaban personal.

Greig se recostó en la silla. Andrea se estiró en la cama, apoyó la cabeza en una mano, le dio una calada al cigarrillo y trató de recordar si era así como funcionaba la seducción… si es que alguna vez lo supo.

– Tienes un pasado oscuro -dijo él.

– Soy oscura -replicó ella, impasible.

El se rió, incómodo, porque de repente notaba que la sangre se agolpaba en ciertas partes de su cuerpo -el cuello, la entrepierna- y tragar y cruzar las piernas de súbito suponía un problema.

Su madre estaba equivocada. El sexo sí que había experimentado una revolución en los últimos veinte años, o quizá Rawly había sido un compañero mucho más interesante que Luís. Tras su primer beso ella había estirado el brazo para apagar el cigarrillo pero Greig le había dicho que siguiera fumando. Le metió las manos por debajo de la falda y Andrea las sintió temblar al dar con el liguero y la piel desnuda al final de las medias. Le quitó las bragas, brusco. Se arrodilló ante ella, inclinó la cabeza entre sus muslos, le aferró las nalgas con sus manos ásperas y la atrajo hacia él.

Le hizo el amor como un experto. No le avergonzaba en lo más mínimo plantear sus exigencias y, al hilo de la relación tutoralumna, le enseñó cosas sobre los hombres, como un profesor de tenis que hiciera una demostración de cómo coger la raqueta. Le pidió que no cerrase los ojos en un remedo de éxtasis sino que los mantuviera abiertos y lo mirara en todo momento, sobre todo mientras estaba de rodillas ante él. Andrea oscilaba entre la vergüenza, la lujuria y el asco. En cuestión de unas horas hacía cosas de las que Luís probablemente no había oído en su vida y el descubrimiento de la profunda carnalidad que llevaba dentro la perturbaba, pero también resultaba extrañamente gratificador.

Cayó dormida a primera hora de la mañana y se despertó sola, en una mañana tan oscura que pensó que amanecía cuando en realidad eran cerca de las once. Se pasó los dedos por los labios, que estaban sensibles, doloridos. Tenía las piernas entumecidas como si hubiese montado a caballo. En las tripas sentía desolación y al mismo tiempo desenfreno. En la cabeza se sentía avergonzada y excitada.

Se dio un baño y se descubrió revolviendo los cajones en busca de su mejor lencería. Se maquilló como nunca lo había hecho para acudir al departamento de matemáticas y se puso su ropa nueva de otoño. Greig no estaba en el departamento. Sus compañeros de posgrado la contemplaban desde debajo de sus crujientes camisas de nilón y sus pantalones Crimplene, que sólo lavaban para volver a ponéselos, perpetuamente arrugados. Fue a Trinity y topó con él cuando salía de la portería. Miraba hacia atrás y tenía la mano extendida.

– Venga, Martha -dijo-. Por el amor de Dios.

Una mujer, deslumbrantemente atlética, con una rubia y lustrosa melena permanentada, un abrigo marrón hasta el suelo y un pañuelo de seda francesa en torno al cuello, tomó la mano de Greig. Andrea dio un paso atrás, dispuesta a correr. Greig se dio la vuelta y la vio.

– Anne -dijo.

– Andrea -corrigió ella.

– Eres desastroso para los nombres -dijo Martha, cuyo acento americano se apoderó del adjetivo y lo convirtió en tripas en el suelo de un carnicero.

Greig le presentó a su mujer y le pidió que se pasara por sus habitaciones a la hora del té. Pulsó el botón de su paraguas, que se desplegó como un murciélago gigante, y se alejaron bajo la lluvia.

Había sido rápido como un asesinato y el cambio no resultaba menos devastador. Andrea contempló su amplia espalda que se encaminaba hacia la ciudad y los hombros estrechos de Martha inclinados hacia él. La desolación, lóbrega como el viento astillado de lluvia de las marismas, la perforaba.

Fue a casa y se tiró sobre la cama con el abrigo mojado puesto. El anterior vacío había dado paso a un rollo completo de celos de alambre de espino. Era incapaz de comprender por qué a alguien le parecían verdes. Los celos eran una hoja de muchos filos que se te clavaban con cualquier movimiento.

Al llegar la hora del té estaba exhausta y el camino a Trinity bajo la lluvia fue el penar de un soldado de regreso al frente pero, y no pudo por menos que darse cuenta, volvía. Era así de inevitable. No había posibilidad de elección.

Greig le quitó el abrigo de sus hombros hostiles, lo colgó y la llevó hasta el sofá de cuero.

– He notado que lo de Martha te ha sorprendido -dijo en voz baja-. Pensaba que Joào te lo habría contado, pero es verdad que no es el modo natural en que funciona su cabeza. Debe de haber sido una impresión terrible. Lo siento.

Andrea no tenía nada que decir. Todas las palabras planeadas con tanta furia de repente parecían infantiles, de aficionada.

– Espero que no creas que lo de anoche no significó nada -dijo él-. No fue sólo cosa de una noche.

La esperanza se elevó a alturas absurdas. ¿Cuántos años tenía? ¿Veinte, otra vez? Ni un centímetro de progreso emocional desde la adolescencia.

– Eres una mujer hermosa. De un talento extraordinario. Misteriosa…

– ¿Y tu esposa? -preguntó ella; la palabra rasgó el aire con filo de sierra.

– Sí -replicó él, sencillamente: nada de excusas, ni disculpas ni negaciones.

En el interior de Andrea se apilaban preguntas como tarjetas perforadas de un programa de ordenador, pero todas presentaban una banalidad binaria y algunas, de preguntarse, podrían engendrar respuestas que no quería oír. ¿Qué soy para ti? Un polvo cómodo. Un apaño conveniente. Un revolcón caritativo. Esa última dolía porque sabía lo necesitada que estaba.

Greig se sentó a su lado en el sofá y la cogió de la mano como si fuera una paciente. ¿De dónde había sacado esas manos tan encallecidas? A nadie se le quedaban así de escribir ecuaciones con tiza en la pizarra. Sus palabras le penetraban en la cabeza como mirra: exóticas, casi sin sentido, aunque le hicieran temblar las entrañas.

– En cuanto te vi supe que ibas a ser importante para mí. No pretendía pasar la noche contigo, pero se me ocurrió que habíamos conectado de repente y no pude resistirme a esa conexión. La ocasión de conocerte, de acercarme a ti. El modo en que fumabas estirada sobre la cama… Era tuyo.

Mientras hablaba le puso una mano sobre la rodilla. Ella sabía, veía lo que estaba haciendo y no hizo nada por impedirlo, porque quería que pasara. La piel rugosa de la mano se le enganchaba a la media de nilón a medida que se la iba subiendo por entre las piernas, por encima del final de las medias, por la piel suave del interior del muslo hasta acariciar con un dedo duro el contorno del sexo oculto por su mejor seda. La sacudida carnal le trepó por la columna pero algo más antiguo, atávico, retrocedió ante la ofensa. Se puso en pie y le cruzó la cara de un bofetón. El golpe le cosquilleaba en la palma de la mano. Él se puso rojo. Andrea cerró de un portazo al salir.

Horas después lo buscaba de nuevo en el patio. En su habitación no había luces encendidas. Dio con su dirección en la caseta del bedel y se plantó en la acera de enfrente de su casa, vestida aún con la misma ropa y con el maquillaje reparado. A las 11:30 p.m. se encendió una luz en el piso de arriba y apareció Martha en un ventanal para cerrar las cortinas. Se encendió otra luz en el recibidor. Se abrió la puerta principal y Louis salió con un perro salchicha de pelo corto con correa. Andrea cruzó la calle, lo abordó entre dos coches aparcados y lo asustó igual que si llevara un cuchillo.

– Perdona -dijo, en parte por el susto, en parte por la bofetada.

– Supongo que me lo merecía -replicó él, y siguió su camino.

– Te estabas aprovechando de mí -dijo ella al ponerse a su altura.

– Es verdad -reconoció él-. Lo admito, pero no he podido evitarlo.

El perro trotaba entre ellos, tercamente ajeno al melodrama humano.

– ¿Tienes idea de cómo me afecta esto? -preguntó Andrea-. He estado casada veinticuatro años. Eres tan sólo el segundo hombre que conozco.

Una mentira tan bien traída que ella misma se la creyó. A él lo paró en seco. El perro siguió adelante, tiró de la correa, retrocedió de mal humor y agachó la cabeza.

– ¿Y cómo querías que yo lo supiese? -preguntó Greig-. No me cuentas nada sobre ti. Y por mi parte, bueno, algo noté. Me atraías. Hice lo que hubiera hecho cualquier hombre. Fui a por ti. No tiene nada que ver con mi pasado, mi matrimonio, tu pasado o tu anterior matrimonio. Fue sólo el momento.

– ¿Y lo de esta tarde?

– No he podido evitarlo. Te encuentro irresistible.

– Tu mujer -dijo ella, una palabra que se le atravesaba en la pared de la garganta-, parece… es muy…

– Si lo que quiero es fuerza, pragmatismo y eficacia, ella es mi chica. Tienes que entenderlo, Andrea, Martha dirige nuestras vidas, la suya y la mía, como un experimento controlado. Mi carrera, mi trabajo… ¿para qué está pensado? Para alcanzar cimas de la lógica, cúspides de la racionalidad. Es lo que se espera de un matemático. En algún punto del camino necesito pasión, misterio, humor, por todos los santos.

Reemprendieron la marcha. El perro los conducía, brioso ahora que volvían a estar en camino. Llegaron a un espacio abierto, un campo de fútbol, y Greig soltó al animal.

– Pensaba que te metías en esto con los ojos abiertos -dijo.

– En efecto, pero me faltaba información.

El viento los zarandeaba. A él se le abrió el impermeable. El pelo de Andrea le tapaba la boca y la nariz como si llevara velo. El se lo apartó, le puso la mano en la nuca y la atrajo hacia su cara. Se besaron como habían hecho la noche anterior. Andrea le metió la mano por debajo de la chaqueta y se la subió por la espalda de la camisa. El perro reapareció, dio una vuelta, resopló y volvió a alejarse.


Establecidas las reglas del juego, dieron inicio a su romance. Ese primer trimestre, lo más que pasaban juntos era el momento después de la cena de los domingos cuando Martha, a quien aburría la sala de profesores, se acostaba temprano y Louis, en vez de compartir el oporto, se acercaba al piso de Andrea y se quedaba hasta las dos de la madrugada. También tenía una cama en sus habitaciones de Trinity y de vez en cuando montaban en ella un seminario. Las tardes de primavera iban a su huerto alquilado; él hacía de jardinero (los callos de las manos eran de cavar y plantar) y ella le leía el periódico mientras trabajaba. Después se tumbaban en el áspero suelo del cobertizo entre horcas y palas. Algunas noches, si le entraba el desasosiego, esperaba a que sacara a pasear al perro y se le unía en noches negras y tempestuosas. El chucho se iba a dar vueltas y ellos se las apañaban como podían en un banco del parque, mientras Louis miraba a su alrededor como un loco cada vez que pasaba un coche.

El trimestre siguiente, cuando hacía demasiado frío para acometer nada en el aire endurecido por la helada, se metían a hurtadillas en el asiento de atrás del coche, que él se acostumbró a aparcar calle abajo de su casa. Pillaban la correa del perro con la puerta y Andrea terminaba con la cara aplastada contra la ventanilla triangular, empañando el cristal con el aliento mientras el perro la miraba desde fuera, inquisitivo.

No podía creerse lo que pasaba, lo que estaba haciendo. Él le pedía que hiciera cosas. Cosas como juegos de improvisación, que al principio parecían absurdas y, en la práctica, vagamente asquerosas, pero se descubrió haciéndolas y cuanto más las hacía menos la repelían, hasta que ya no le parecían repugnantes sino estimulantes y después casi normales.

Cuando él la dejaba, como hizo el verano entero para ir a los Estados Unidos a vaguear en la playa de Cape Cod con Martha y su familia, Andrea se quedaba en Cambridge e investigaba para olvidarlo. Se quedaba despierta en la cama por las noches y en un primer momento trataba de dilucidar lo que estaba pasando, sin ser jamás capaz de definir la nebulosa necesidad que tenía de él, para después descubrir que lo había sabido en todo momento. Desde la desaparición de su madre, su hijo y su marido se sentía a la deriva, vacía. Louis, su mentor y maestro, la amarraba, la llenaba. Pero ese descubrimiento no le supuso ninguna diferencia de estado y vio que, aunque eso era lo que esperaba de Louis, no había llegado a pasar del todo y aun así era posible… era posible.

Al principio había pensado que Martha era el único obstáculo que la separaba de su felicidad futura, hasta que se le ocurrió que la presencia de Martha formaba parte de la intensidad. Tanto ella como Louis estaban enganchados al subterfugio: los encuentros secretos, las citas a última hora, la sensación de lo prohibido.

Recuerdos de otra época, de otro amor secreto se infiltraban en su cabeza para confundir el presente.


A lo largo del siguiente año lectivo Louis apreció un cambio en ella, un cambio que no le gustaba. Parecía confiada. Su reacción fue volverse descuidado con sus otras relaciones. Andrea llegaba en el mismo momento en que partía otra chica, repasándose el carmín. En su habitación encontró un pendiente, unas bragas minúsculas, un preservativo usado. Andrea no llegó a sacar a colación nada de eso. Greig ya se mostraba hostil y no quería ponerlo aún más en su contra. Ese verano partió hacia Cape Cod sin despedirse.

Andrea se volvió propensa a espontáneos accesos de llanto que terminaban con la misma brusquedad con la que habían empezado. Cuando cerró la biblioteca ese verano se le hizo insoportable irse sola de vacaciones cerca de familias y amantes. Ni siquiera cuando Jim Wallis la invitó a su casita del sur de Francia se vio capaz de estar con él y su no tan nueva esposa.

Se quedó en Cambridge y contó los días que faltaban para el principio del curso como una niña con un calendario de Adviento. A medida que la soledad iba apoderándose de su primer piso y los garitos frecuentados por los estudiantes sucumbían al silencio, buscó otros pubs con ruido y animación, locales cuyos parroquianos eran peones y obreros, gente que de verdad pedía huevos en vinagre de los tarros de detrás de la barra y se los comía. Por las mañanas se despertaba como si se lo hubiera bebido todo, incluidos los posavasos empapados. Se estremecía y se apretaba la almohada contra la cara en un intento patético de bloquear a la criatura en que se había convertido.

Louis apareció tarde, cuando ya habían transcurrido tres semanas de curso. Andrea se alegró aun cuando destrozó su trabajo de verano, aun cuando en él olía a otra mujer.

A medida que se acercaban las vacaciones de Navidad de 1970, no sabía qué hacer con su vida. No veía salida. Le asqueaba su propia debilidad, su anuncio de cada mañana de que aquélla iba a ser la última vez, que iba a abandonar el proyecto y volver a Londres. Después se vestía metódicamente con sus mejores prendas e iba a ver al hombre que la había convertido en aquello.

Caminando a las cuatro de la mañana se obligaba a pensar en las cosas buenas de su vida. No podía tocar a Juliáo porque ese fracaso era todavía demasiado doloroso, pero rememoraba esos últimos días con su madre y encontraba apoyo. La nobleza de su padre. La honestidad de su madre. Sus propios sentimientos de amor por la mujer a la que tanto había despreciado. Reproducía conversaciones, pensaba en Rawly y su vino. Su mujer. Y en Audrey que le decía que sólo se merecía los tres cuartos de hombre que era Rawly. ¿Le había pasado a ella lo mismo? ¿Era Louis todo lo que se merecía, todo lo que quería?

A finales de noviembre fue a sus habitaciones de Trinity, como de costumbre, como el juguete programado en que se había convertido. Desde la puerta él le ladró que fuera directamente al dormitorio. Le había cogido el gusto a dar órdenes. Se acababa de desnudar mientras Louis la miraba desde el umbral cuando oyeron los dos la voz de Martha al pie de las escaleras. Martha no iba nunca a las habitaciones de su marido en el campus. Se trataba de un acuerdo tácito. Greig encerró a Andrea en el dormitorio. Martha entró sin llamar. Su voz de Nueva Inglaterra restallaba como un látigo. Era la prolongación de una bronca que habían tenido la noche antes sobre ir a Estados Unidos por Navidad, en vez de a Escocia a ver al padre de Greig. Andrea, paralizada, se quedó sentada desnuda en la cama con la vista clavada en la puerta. Pensaba que rezaba por que no se abriera, pero se dio cuenta de que era sólo un horror superficial que le inspiraba la situación embarazosa, de que en realidad lo que quería era que Martha abriera la puerta. Provocaría algo. Decantaría su situación en un sentido o el otro.

Martha estaba destrozando a Louis, desmontándolo con tanta eficacia que Andrea pensó que no se trataba en absoluto de una bronca sobre las vacaciones. ¿Qué hacía Martha allí? La estadounidense respondió a la pregunta como si la hubiera oído.

Abrió la puerta.

No la abrió con suavidad. Quería demostrar algo. La abrió de sopetón. La puerta voló sobre las bisagras, se estampó contra la pared y se cerró de un portazo en una fracción de segundo: tiempo de exposición. La imagen de los dos lados quedó impresa de forma indeleble. Andrea desnuda en la cama. Martha petrificada.

La puerta no volvió a abrirse. No hacía falta.

El silencio era cristalino como la escarcha.

En esa ocasión no fue la voz de Martha lo que restalló como un látigo. La bofetada debió de hacer callar al patio entero. Un portazo. Louis entró en la habitación hecho una furia, se arrancó los pantalones, la tumbó a la fuerza en la cama y, tras inmovilizarle las muñecas, se abalanzó sobre ella y la embistió con vehemencia dirigida y vibrante. No pasó mucho tiempo antes de que se derrumbara sobre ella, que se debatió bajo su peso. El le soltó las muñecas, se apartó de ella rodando y se sentó durante un rato con la cabeza entre las manos. -Mierda -dijo, al fin.

Andrea se sentó al otro lado de la cama, de espaldas a él. -Siempre me he preguntado cómo seguíais juntos Martha y tú -dijo, como si pudiera servir de consuelo.

– Porque su padre es senador -respondió él. -¿Eso era todo?

Enrolló una media y se la puso, luego otra.

– Hay alguien que hace tiempo que quiero que conozcas -dijo Greig.

A Andrea sus palabras le dieron náuseas. Era como si la hubiera estado preparando, conduciéndola al extremo psicológico adecuado para una mala noticia. Greig fue al lavabo, se limpió y se pasó una toalla entre las piernas. Se puso los calzoncillos y los pantalones y se pasó los tirantes por los hombros sin apartar la vista de ella, sopesando la nueva situación.

Andrea cogió un cigarrillo y varios pañuelos de papel, se secó la entrepierna y encendió un pitillo. Se vistió sin lavarse. Necesitaba una semana en remojo para librarse de aquella sordidez.

Él preparó té en el estudio. Se sentaron a su escritorio. Greig removió su té mucho tiempo para ser alguien que no tomaba azúcar.

– ¿A quién quieres que conozca? -preguntó Andrea.

– A alguien de Londres.

– De Londres -repitió ella sin pensar; ahora que la situación había cambiado prefería que siguiese igual. -No podemos seguir aquí. -No puedo yo, querrás decir. Él volvió a remover el té.

– Se trata de una oportunidad, una oportunidad única. -De librarte de mí -dijo ella-. Reconozco las malas noticias, Louis. No hace falta que lo endulces.

– Se trata de un trabajo -aclaró él-. Y sé que lo harás bien.

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