8

Sábado, 15 de julio de 1944, Estoril, cerca de Lisboa.


De camino en el coche de Meredith Cardew pasaron por delante de playas vacías. El sol seguía en lo alto y el aire estaba espeso por el calor, la mar en calma chicha, el océano Atlántico apenas lamía la arena. Anne no hablaba, todavía abrumada por su primer encuentro con Rose y Sutherland. Al otro lado del estuario, Cardew señaló las playas de Caparica y, más sumido en la calima, discernible tan sólo como un borrón, el cabo Espichel. Intentaba relajarla.

El aire salino que entraba por las ventanillas retrotraía fines de semana junto al mar antes de la guerra con su madre tapada de la cabeza a los pies y con bufanda puesta frente al viento y el sol, mientras su cuerpo joven adquiría un tono avellana tostado en un solo día. Era fácil amar ese lugar, pensó, después de Londres y sus casas bombardeadas y ennegrecidas, las calles de un gris apagado llenas de cascotes. Allí, junto al mar, bajo el cielo inmenso, rodeada de palmeras y buganvillas, tendría que ser fácil olvidar cinco años de destrucción.

Cardew conducía con una mano, mientras con la otra metía zarpazos de tabaco en su pipa. Se las apañó incluso para encenderla sin precipitarlos por las rocas al mar. Tenía entre treinta y cuarenta años y el pelo rubio rojizo ralo y afeitado a cuchilla en la nuca. Era alto, de piernas muy largas, y esbelto, con la nariz prominente y una sonrisa fácil que le arrancaba de las comisuras de los labios. Sus pantalones anchos ondeaban al ritmo de las rodillas, que parecían dirigir una orquesta invisible; llevaba el dobladillo a medio camino de las pantorrillas, cubiertas por gruesos calcetines beis. Calzaba pesados zapatos de cuero.

¿Cómo sería la ropa de invierno?

Fumaba en pipa como si tirara besos. Su brazo derecho había sufrido una grave quemadura hasta el codo. Tenía en la piel un arabesco brillante, como un fósil marino sobre una roca.

– Agua hirviendo -explicó al captar su mirada-, de pequeño.

– Lo siento -dijo ella, incómoda por que la hubiera pillado.

– ¿La han puesto al día Sutherland y Rose?

– Todo lo que estaban dispuestos. Me han dicho que han dejado algunas lagunas a propósito.

– Aja… -dijo Cardew, mientras fruncía la frente en un gesto de incertidumbre-. ¿Le contó Rose algo de Mafalda?

– Me dijo que atravesaba una crisis de algún tipo, pero que no «aullaba a la Luna», según él, sólo son nervios.

– Yo no sé lo que es. Tiene algo que ver con su marido, tal vez, pero también podría tratarse de algo genético. Un poco de historial de endogamia. Las grandes familias portuguesas son famosas por eso. Se casan entre primos carnales y cuando menos se lo esperan… Vamos, basta mirar a la familia real portuguesa. Una panda de chotas como la copa de un pino.

– ¿No ha pasado a la historia ya? La familia real.

– Hace treinta y seis años. Un asunto espantoso. El rey y su hijo llegaban a Lisboa del campo, de Vila Viçosa en realidad, no muy lejos de donde tiene sus orígenes la familia de Mafalda, cerca de la frontera. Llegaron a Lisboa, cruzaban las calles a paso lento, los dos asesinados en su carruaje. Fin de la monarquía. Bueno, hicieron falta un par de años más para que la cosa se extinguiera, pero aquél fue el fin a todos los efectos: 1908. De todos modos, puede que sólo esté deprimida o algo así. Sea lo que sea, no está bien, lo cual es el motivo probablemente de que Wilshere busque compañía.

– Compañía femenina, tengo entendido.

Cardew se revolvió en el asiento y adoptó el aire cauteloso de un urogallo en la primera cacería de la temporada.

– Un pelín raro, el bueno de Wilshere. Ha roto el molde. No es un tipo cualquiera.

– ¿Tiene hijos?

– Sólo varones, y lejos. Nada de hijas. Es por eso por lo que debe de querer compañía femenina. Y yo que tengo cuatro, vaya por Dios -dijo, un tanto lúgubre-. Adiós al legado deportivo… aunque la mayor es campeona de salto de longitud del colegio.

– No todo está perdido, señor Cardew.

El se animó y levantó el extremo de su pipa apretando la mandíbula.

– Me parece que le gustará el señor Wilshere -dijo Cardew-. Y sé que a él le gustará usted. Tiene ese aire de determinación. Le gustan las chicas con algo de genio. Marjorie no le gustaba.

– ¿Marjorie?

– Mi ex secretaria. La que se casó con el portugués y ahora está embarazada. El marido no le deja trabajar, dice que tiene que descansar. A la pobre le quedan seis meses. En fin, por eso está usted aquí. De todas maneras Wilshere no hizo buenas migas con ella. Ella era un poco demasiado inglesa para su gusto y él la ponía nerviosa. Sí, puede ponerse un poco así. Si le cae bien, no pasa nada. Si no, es… es un desgraciado insoportable.

– Usted le cae bien.

– Sí… a su manera.

– ¿No es también usted un poco demasiado inglés?

– Lo siento, chica. Soy escocés, por los cuatro costados. Hablo como un inglés pero soy escocés de pura cepa. Como Wilshere, de hecho, que es irlandés hasta la médula pero habla como si tuviera una cuchara de plata en la boca.

– O una patata caliente… si es irlandés -dijo Anne. Cardew soltó una risotada, aunque no le pareciera tan gracioso. Sencillamente, le gustaba reír.

– ¿Qué más hay que saber de Patrick Wilshere? -preguntó ella.

– Puede ser un seductor…

– Además de bebedor y jugador.

– También monta a caballo. ¿Usted sabe?

– No.

– Se está muy bien, allí en la Serra de Sintra, montando a caballo -comentó Cardew-. Sutherland me dijo que era usted un cerebro. Matemáticas. Idiomas. Todo eso.

– No me quedó mucho tiempo para nada más. No me va el deporte, señor Cardew. Lo siento. No se me dan muy bien los equipos, supongo. Probablemente tenga algo que ver con lo de ser hija única y…

Se frenó justo a tiempo para no decir «y no tener padre». Ahora tenía padre, por supuesto. Graham Ashworth. Contable. Miró por la ventanilla y puso en orden sus pensamientos. Dejaron atrás grandes villas independientes, jardines casi tropicales.

– En Estoril hay cabezas coronadas de Europa que no toman parte en la guerra -dijo Cardew-. Así es ese sitio.

Se apartó de la carretera principal a la altura de la estación de tren de Estoril y entró en una plaza bordeada de hoteles y cafés situados en torno a unos jardines de palmeras y rosales, que se escalonaban gradualmente hasta llegar al edificio moderno de la cumbre.

Dejaron atrás el Hotel Palacio, que Cardew le dijo que era «nuestro» y justo después el Hotel Parque, que era «suyo». Rodearon el edificio moderno de la parte de arriba que resultó ser el casino y Cardew señaló un pasaje angosto y cubierto de maleza y una puerta en el seto, más arriba, que era la entrada trasera al jardín de los Wilshere. Siguieron subiendo, hasta la cima de la colina, entre jardines cercados de lujo, pegados a las imponentes palmeras datileras y los abanicos puados de los palmitos, mientras las luces púrpuras chillonas de las buganvillas trataban de escapar por encima de los muros. Anne se enderezó las gafas de sol sobre la nariz, apoyó un codo en la ventanilla y deseó tener un cigarrillo encendido, lo cual le pareció que sería el toque definitivo de estilo para una actriz de primera fila que llegara a su casa de la Riviera.

– No me ha dicho si a usted le gusta Wilshere -dijo Anne, mientras se contemplaba en el retrovisor lateral.

Cardew fijó la vista en el parabrisas como si las entrañas de los insectos aplastados pudieran llevarlo a alguna parte. Se detuvieron frente a un portalón de filigrana; los muros se curvaban hacia arriba y descendían hasta postes de piedra maciza, cada uno rematado por una piña gigante tallada. En un panel de azulejos estaban escritas las palabras «Quinta da Aguia» y en las puertas de hierro forjado, el intrincado monograma «QA».

– Esto le dará una idea de cómo es -dijo Cardew-. Antes esto se llamaba Quinta do Cisne, la casa del cisne, más o menos. La ha rebautizado como Quinta del Águila. Una bromita suya, me imagino.

– No la entiendo.

– Hace negocios con los americanos y los alemanes. Los dos países emplean el águila como símbolo nacional.

– A lo mejor se limita a ser un caballero.

– ¿Cómo es eso?

– Hacer que todos se sientan a gusto… a menos que se trate de Marjorie -dijo ella.

La avenida estaba embaldosada desde la entrada hasta la casa, en color blanco con motivos geométricos negros, como los que había visto en las aceras de Lisboa. Estaba bordeada de adelfas rosas, muy crecidas, parecían árboles. Salieron de las adelfas a la explanada de enfrente de la casa, que tenía una fuente en el centro; el agua manaba de la boca de un delfín. El césped avanzaba en pendiente hasta los setos lejanos y un sendero empedrado recorría uno de los laterales hacia el final del jardín y la posible salida ante una ruina financiera. La vista abarcaba los hoteles y las palmeras de la plaza principal de Estoril, la estación de tren y, más allá, el océano.

La casa en sí era enorme y tenía forma de caja, sin acumulación de añadidos; no era algo orgánico que hubiese crecido de acuerdo con las ideas o fortunas del propietario, sino una casa planificada, finalizada y jamás modificada. Su fealdad quedaba enmascarada por los flecos de hojarasca de una antigua glicinia cuyos afluentes alcanzaban los aleros del tejado de terracota. Caminaron hasta el porche con columnata, Anne inquieta por haber dejado la maleta en el coche.

Un hombre grotescamente encorvado abrió la puerta con la cabeza vuelta hacia un lado en ángulo recto respecto al cuerpo para poder mirar a Cardew a la cara. Llevaba frac negro y pantalones a rayas. Le seguía una mujer menuda y ancha vestida también de negro con un delantal y una cofia blancos. El portugués de Cardew sonaba como un pedido de pastas para el té pero resultaba lo bastante inteligible para el viejo, que se sacó una vara de detrás de la chaqueta y partió hacia el coche con la mujer a remolque. Apareció otra doncella, alisándose el delantal. Era más pequeña incluso que la primera y tenía una cara pellizcada y estirada tan larga como la de un zorro. En ella titilaban unos ojos minúsculos, cerrados por la desnutrición durante el embarazo. Hubo un intercambio de opiniones y la doncella partió hacia el fondo del vestíbulo de suelo a cuadros blancos y negros, que estaba rodeado por paneles de roble y una escalera que subía a la galería del piso de arriba. Del techo de madera colgaba en cascada una enorme araña de hierro.

A cada lado de la puerta por la que había desaparecido la doncella había dos vitrinas de cristal llenas de figurillas naíf de arcilla de brillantes colores. Sobre ellas pendían oscuros cuadros al óleo sin restaurar con pesados marcos dorados. En uno aparecía el rostro severo de un ancestro barbudo como visto a través del humo de una batalla; la mujer de pie junto a su silla era pálida y ojerosa, como si la enfermedad constituyera su modo de vida.

– Los padres de Mafalda -dijo Cardew-. El conde y la condesa. Muertos ya. Ella lo heredó todo.

Tras ellos el viejo y la doncella avanzaban trabajosamente con la maleta de Anne suspendida de la vara entre los dos. Empezaron a subir las escaleras e hicieron una pausa en el primer rellano. El anciano se agarró a la bola reluciente de la esquina de la barandilla, entre jadeos. Anne sintió el impulso de subir a ayudarlo y, al notarlo, Cardew la cogió por el codo. La otra doncella volvió con pasos de la longitud de las baldosas, cortando el aire con su cara zorruna, suspicaz, olfateándolos. Cardew guió a Anne por un tramo de pasillo con el suelo de madera y una franja de alfombra en el centro, que tenía altos espejos de diversa índole a los lados, de forma que Anne aparecía delgada, rechoncha, ondulante. A la izquierda vislumbró un salón con una lámpara de araña. Al final del pasillo, justo antes de la cristalera que daba a la terraza de atrás, giraron a la derecha para entrar en una sala larga y alta cuyas seis ventanas alargadas daban al jardín. Las persianas estaban abiertas y sus motivos azules y dorados se desvanecían ante el feroz sol del verano.

Por la cantidad de muebles que había en la habitación daba la impresión de que se celebraba una subasta, de que mapas y brújulas podrían haber sido de ayuda. El mobiliario no estaba conjuntado de ningún modo; los colores se enfrentaban, el brocado y el terciopelo se hacían incómoda compañía y las apagadas alfombras parecían abochornadas por lo chillón y recargado del conjunto. Al fondo de la habitación había una chimenea de mármol tallado que contenía un friso en bajorrelieve de algún pueblo antiguo, corintios o fenicios, enzarzados en eterna contienda con fieras. Sobre la chimenea colgaba un cuadro, una escena de caza salvaje y sangrienta brutalidad, donde un jabalí ensartado chillaba y perros heridos volaban por los aires bajo la atenta mirada de jinetes armados con lanzas.

Patrick Wilshere estaba de pie bajo esa escena vestido con pantalones de montar, botas y una camisa holgada y sin cuello con el último botón desabrochado. La descripción que había hecho Cardew de él como «raro» y «ha roto el molde» era un típico eufemismo. Wilshere había surgido de alguna novela de una época distinta, más romántica. Su cabello gris, retirado por detrás de las orejas, era largo, tan largo que descansaba sobre la primera vértebra de la espalda. Llevaba un bigote con las puntas mojadas y dobladas hacia arriba y tenía los bordes de los ojos arrugados como en perpetua búsqueda de cualquier diversión. Sus dedos, largos y elegantes, estaban cerrados en torno a un vaso ancho de cristal tallado medio lleno de líquido ámbar. Se apartó de un empujón de la chimenea en la que se apoyaba.

– ¡Meredith! -dijo desde el otro extremo de la sala, contento de verle, caluroso.

La doncella retrocedió y Anne siguió a Cardew por el curso existente entre los muebles hasta el pequeño remanso donde les esperaba Wilshere, que desprendía aún un vago hedor a caballo.

– Lo siento, no he tenido tiempo de cambiarme -dijo-. Llevo todo el día en las colinas, acabo de volver y necesitaba un empujoncito para ponerme en marcha. Tú debes de ser Anne. Encantado de conocerte. Llevas todo el día de viaje, me imagino. No te vendría mal refrescarte. Quitarte ese vestido y ponerte algo más cómodo. Sí. ¡MARÍA! Si no te acuerdas del nombre de las doncellas, tú grita María y vendrán dos o tres.

La criada volvió y se plantó en la puerta.

– Son todos pequeños, esta gente -dijo Wilshere-, pequeños como duendes. Son de la parte del país de mi mujer.

Hablaba un portugués perfecto. La doncella agachó el cuerpo y la cabeza en un intento de reverencia. Anne navegó por entre el mobiliario hasta la puerta y siguió a la doncella por las escaleras y un pasillo hasta una habitación que debía de quedar encima del fondo del salón. Estaba en una esquina de la casa, con vistas al mar y a Estoril. Tenía baño privado que daba a la terraza y, detrás de unos setos, a una pista de tenis de hierba, marrón a causa del sol. La bañera de hierro forjado tenía patas con forma de garra aferradas a mundos en miniatura. De la pared brotaba una alcachofa de ducha del tamaño de una sartén. La doncella salió y cerró la puerta. Anne esperó a que se desvanecieran los pasos, corrió hacia la cama con cuatro columnas, se lanzó sobre ella hecha una loca y se retorció suntuosamente. Se quedó tumbada con los brazos extendidos, tratando de abarcar su nuevo mundo.

Se desvistió, se dio una ducha y se puso, una falda plisada de algodón y una sencilla blusa que le dejaba los brazos a la vista. Se cepilló el pelo e hizo poses frente al espejo de cuerpo entero, mohines, se sacudió la falda, pero aun así no lograba estar a la altura de lo que la rodeaba.

Se dirigió de nuevo al pasillo que llevaba a las escaleras. Apareció una figura en el extremo opuesto de la galería. Una mujer con la cara más blanca que la de su madre y una larga melena gris que le llegaba a la mitad de la espalda. Llevaba un camisón blanco. La mujer desapareció en la penumbra de una habitación y cerró la puerta.

«Mafalda la Loca, puro Jane Eyre», pensó Anne, y bajó a toda prisa las escaleras.


Volvió al salón, que estaba vacío. Wilshere se había sentado a solas en la terraza de atrás frente a una mesa de hierro forjado con una caja de cigarrillos y el vaso de cristal tallado, vacío. Tenía las botas sobre una silla libre, enfrente de él.

– Sí, señor -dijo él al verla-. Eso está mejor.

– ¿Qué ha pasado con el señor Cardew?

– Siéntate, siéntate, venga -dijo él, bajándola a tirones a la silla que tenía al lado, las manos rugosas sobre el brazo desnudo de Anne. Sus ojos verdes le acariciaron todo el cuerpo y la mano se quedó pegada a la parte blanda de debajo del hombro. Su mirada no era ni lasciva ni penetrante, dos miradas que ella ya había experimentado ese día, sino atenta, extrañamente íntima, como si fueran viejos amigos, o incluso algo más: amantes, tal vez, que hubieran tenido una vida en común, se hubiesen separado y se hubieran reencontrado una vez más.

– ¿Una copa?

¿Cómo comportarse? Tenía la esperanza de observar mientras Cardew hablaba pero ahora ya estaba metida en harina. Le gustan las chicas con genio.

– Ginebra -dijo-, y tónica.

– Excelente -replicó él, y le soltó el brazo para llamar a un chico, que Anne no había distinguido en las sombras de la terraza.

Wilshere le soltó unas cuantas órdenes y apuró su vaso antes de pasárselo.

– ¿Fumas?

Anne aceptó el cigarrillo y él se lo encendió. Soltó el humo al anochecer apacible y muy caluroso. Olía a estiércol quemado. El chico regresó y les sirvió dos vasos y un platito de aceitunas negras y brillantes. Entrechocaron los vasos. La bebida fresca y el chispeo de la tónica entraron con fuerza en el sistema de Anne y tuvo que refrenarse para que no se le marcaran los pechos.

– Seguro que mañana quieres ir a la playa -dijo Wilshere-, aunque debo advertirte que nuestro amable dictador, el doctor Salazar, no ve con buenos ojos que hombres y mujeres retocen semidesnudos por la arena. Hay policía. Un escuadrón intimidatorio de hombres sin miedo cuyo cometido es mantener la rectitud moral del país detectando la depravación en su raíz. Todos esos refugiados, ya ves, han traído con ellos sus ideas y modas inmorales y el buen doctor está decidido a que la situación no se desmande. Las tres efes: fútbol, fado y Fátima. La solución del gran hombre para los males de la sociedad moderna.

– ¿Fado?

– Canciones. Canciones muy tristes… quejumbrosas, de hecho-explicó él-. A lo mejor parte de mi sangre irlandesa se ha desgastado con tanto sol. Con toda esa lluvia y esa historia tan terrible, debería tener una inclinación natural hacia la bebida y el pensamiento melancólico, pero no la tengo.

– ¿La bebida? -preguntó Anne, maliciosa, lo que le ganó Un destello de dientes blancos.

– Nunca he sentido la necesidad de amargarme por las cosas. Suceden. Quedan atrás. Sigo adelante. Construyo. Jamás he sido de los que se quedan parados, anhelando estados anteriores. ¿Estados de qué? ¿Inocencia perdida? ¿Épocas más sencillas? Y no tengo mucho tiempo para el destino o el hado, que es lo que significa fado. La gente que cree en el destino justifica invariablemente su propio fracaso. ¿No te parece? ¿O es que soy un impío?

– Creo que la fe en el destino es sólo un modo de aceptar lo inexplicable de la vida -observó Anne-, y todavía no me ha dicho cómo se supone que el fado va a reforzar la fibra moral. ¿Cómo puede el destino o el hado ser una política social?

Wilshere sonrió. Cardew había estado en lo cierto con lo del genio.

– Es lo que cantan en los fados. Saudades, añoranzas. No tengo tiempo Para eso. ¿Sabes de dónde viene? Éste es un país con un pasado esplendoroso, un imperio tremendamente poderoso con las riquezas del mundo en sus manos. Mira el comercio de las especias. Los portugueses controlaban el negocio que daba buen sabor a las comidas… y después lo perdieron todo y no sólo eso… su capital fue destruida por un cataclismo.

– El terremoto.

– Y encima el Día de Difuntos -dijo él-. La mayor parte de la población estaba en la iglesia. Aplastados por los techos. Después inundaciones e incendios. Les cayeron todas las plagas de Egipto, menos la peste y las langostas, en sólo unas horas. O sea que de ahí viene el fado. Vivir en y por el pasado. También hay otras cosas. Hombres que se hacen a la mar y no siempre vuelven. Mujeres que se quedan en tierra para apañárselas solas y devolverles la vida en canciones. Sí, Lisboa es un sitio triste, y el fado proporciona los himnos. Por eso no vivo allí. Voy lo menos posible. Uno debe tener el espíritu adecuado para la ciudad y a mí no me pega. No prestes atención al fado. Es sólo el modo que tiene Salazar de subyugar a la población. Eso y las apariciones milagrosas de la Virgen de Fátima… Sí, señor, catolicismo.

– Eso debe de resultar difícil si todos murieron en la iglesia allá en el 1755.

– Ah, bueno, ya sabes, el buen doctor recibió educación de sacerdote, es un monje frustrado… Sabe mejor que nadie cómo controlar a la población. Tal vez hayas oído hablar de la PVDE.

– Todavía no -mintió ella.

– Su policía secreta. Sus inquisidores. Arrancan de raíz a los no creyentes, los herejes y blasfemos, y los quebrantan en el torno. Anne adoptó una expresión escèptica.

– Te lo prometo, Anne, no hay diferencia excepto que ahora es política y no religión.

Le hizo una seña al chico, que se acercó, botella de whisky en ristre, y llenó el vaso de Wilshere hasta dejarlo a medio centímetro del borde. Wilshere cogió una aceituna, la redujo al hueso y lo tiró sin pensar al jardín. Rebajó su copa de un sorbo, encendió otro cigarrillo y le sorprendió descubrir que el de antes seguía encendido en el cenicero. Lo apagó, lanzó una bota para apoyarla en la silla y falló. Miró el reloj como si alguien le hubiera quemado la muñeca.

– Será mejor que me cambie para la cena. No me había dado cuenta de que era tan tarde.

Anne se levantó con él.

– No, no, tú quédate aquí -dijo, dándole unas palmaditas en el brazo-. Así estás bien. Perfecta. Yo todavía huelo a caballo.

Era cierto. Y a whisky. Y a algo acre, que olía parecido al miedo pero no lo era.

– ¿Nos hará compañía su esposa? -le preguntó Anne a su espalda en retirada.

– ¿Mi esposa? -preguntó él, girando sobre el tacón de la bota, salpicándose la muñeca de whisky.

– Me ha parecido verla…

– ¿Qué has visto? -inquirió él con rapidez, dando una calada al cigarrillo, que luego lanzó a la otra punta de la terraza.

– Cuando salía de mi habitación. Una mujer en camisón… eso es todo. En el pasillo de arriba.

– ¿Qué te ha contado Cardew de mi esposa? -preguntó Wilshere, con el apremio salvaje de su voz aún más marcado.

– Sólo que le parece que no está bien, que es por lo que le he preguntado…

– ¿Que no está bien?

– … que es por lo que le he preguntado si iba a cenar con nosotros, nada más -terminó Anne, manteniéndose firme frente al repentino arrebato de Wilshere.

El labio superior de su anfitrión se extendió sobre el borde del vaso y absorbió dos dedos de whisky, mientras el sudor del alcohol le perlaba la frente de gotitas.

– La cena será en quince minutos -anunció, y se volvió para desaparecer por las cristaleras, que cerró de un golpe que las hizo retemblar.

Anne se recostó, y un temblorcillo sacudió la punta de su cigarrillo cuando se lo llevó a la boca. Bebió más ginebra, acabó de fumar y paseó por el jardín crepuscular. Abajo en la ciudad se habían encendido las luces: las habitaciones de las fincas, las calles iluminadas en luz monocroma, las copas de los pinos agrupados que se inflaban como una densa humareda negra, la estación del tren donde la gente esperaba, hipnotizada por la vía o con la vista puesta en los raíles del pasado y el futuro. La normalidad y, junto a ella, la inmensa y amenazadora negrura del océano a oscuras.

Tras ella en la casa se encendieron dos cuadrados de luz. En una de las ventanas iluminadas apareció una figura que la miró desde arriba aunque, en la penumbra, no estaba segura de resultar visible. Sintió la atracción, casi oyó el siniestro ruido de las losas, como si con la inevitabilidad de las mareas la estuvieran arrastrando a las complicadas corrientes de las vidas de otras personas.

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