13

Domingo, 16 de julio de 1944, casa de Wilshere, Estoril, cerca de Lisboa.


Anne esperaba que hubiese algún inglés en la cena, Cardew y su esposa tal vez; la había saludado al principio de la fiesta pero no logró hablar con él hasta el final. Había tenido tiempo de comunicarle su lugar de entrega de mensajes secretos y nada más, y el matrimonio se había ido a cenar con una delegación comercial española. Anne examinaba a los comensales: dos parejas portuguesas, una argentina y un matrimonio español, Wolters de la Legación Alemana, Beecham Lazard y, la única soltera además de ella, una condesa italiana de cierta edad y belleza marchita.

Anne estaba sentada entre un argentino y Lazard, en el lado de la ventana. Delante tenía una menuda portuguesa de pelo rizado y pegado a la cabeza que llevaba un vestido diseñado para alguien más elegante. Wilshere ocupaba una cabecera. La silla de su esposa estaba vacía. Nadie preguntó por ella.

Sirvieron una sopa clara y amarilla en grandes soperas de plata. El único sabor que tenía era leve y a peltre, quizá del cucharón. Durante el primer plato Lazard mantuvo la pierna apretada contra su muslo mientras conversaba en entrecortado portugués con la mujer que tenía a la derecha. Ella le contestaba en inglés, pero Lazard era inasequible al desaliento.

Llegó el plato de pescado, lo cual supuso una señal tácita para que todos los hombres empezaran a charlar con la mujer que tenían al otro lado. Lazard se volvió hacia Anne y la contempló como si se tratara de un postre complicado y sopesara qué parte comerse primero.

– Hoy he conocido a Hal y Mary Couples -dijo ella, para distraerlo-. Dos compatriotas suyos.

– Ah, sí, Hal -replicó él, como si hablara de un pariente lejano, en vez del hombre con cuya mujer se había revolcado entre las matas-. Apuesto a que te ha hablado de negocios. Es lo que le gusta a Hal.

– Y la ruleta…y los pájaros cantores. Una pasión que tiene.

– Nunca lo hubiera pensado -dijo Lazard-. ¿Y cuál es tu pasión, Anne? Espero que no vayas a decirme que la mecanografía y la taquigrafía.

Anne despiezó su pescado a imitación de Lazard, con un corte a lo largo de la espina dorsal para después apartar la carne. Se alegraba de tener esa distracción. ¿Cuál era su pasión, ahora que era Anne Ashworth? No las matemáticas.

– A lo mejor soy una chica de vida alegre a la vieja usanza, pero que no ha tenido mucha práctica. Inglaterra no ha sido un lugar de vida alegre estos últimos años.

– A lo mejor convendría que te llevase a dar una vuelta… enseñarte los antros de perdición de Lisboa.

– ¿Los hay?

– Claro; podríamos cenar en el Negresco, ir a bailar al Miami, echar un vistazo en el Olimpia Club… Son todos locales con clase.

Apartó las espinas y la cabeza de su pescado y separó la carne blanca de debajo.

– Ayer hubo disturbios en el centro de Lisboa justo antes de que aterrizara mi vuelo. Alguien me dijo que había sido una protesta por la comida. Serrín en los chouriços.

– Comunistas -dijo Lazard, como si fueran una enfermedad terminal-. En la ciudad hay un montón de mundos diferentes, Anne, pero a grandes rasgos se reducen a dos grupos: los que tienen y los que no. Tú tienes y tendrás que acostumbrarte a los que no o quedarte aquí en Estoril, donde sólo hay gente que tiene.

Lazard dejó el cuchillo y el tenedor juntos sobre el esqueleto del pescado y apuró de un trago el contenido que quedaba en su copa de vino blanco, que fue rellenada al instante. Retiraron los platos y, en la calma que acompañó a la llegada de la carne, la condesa realizó su primera contribución de la noche, de un extremo de la mesa al otro.

– Ahora que se ha perdido Cherburgo, herr Wolters, y los aliados avanzan hacia París, ¿qué cree que hará su herr Schickelgruber a continuación?

– Otra vez ella -masculló Lazard en la servilleta.

Wolters afrontó el insulto, sostuvo su copa por el pie y contempló el vino como si esperara un augurio. Se tocó la perilla.

– El Führer, madame, está tranquilo -dijo, devolviéndole la grosería con un revés-, y en cuanto al avance sobre París, tal vez sobre el mapa parezca una corta distancia, pero puede estar segura de que los aliados se encontrarán con la resistencia más feroz.

– ¿Y los rusos? -preguntó ella, sin retroceder un ápice.

Wolters se agarró al borde de la mesa y desplazó las nalgas sobre la tapicería de brocado de la silla. Todas las cabezas se sintonizaron para captar cualquier información especial. Sólo el tintineo de las cucharas de los criados que servían el arroz y las verduras perturbaba la quietud. Wolters daba la impresión de estar tentado de volcar la mesa sobre aquella pandilla de frívolos. Los contempló uno a uno, salvo a la inglesita y a la ajada condesa de Milán, acusándolos en silencio de engordar mediante la venta al Reich de cualquier cosa a la que pudieran echarle el guante.

– Es cierto. Los rusos han tenido buena fortuna -reconoció, impertérrito, mesurado-, pero no piense ni por un momento que se cederá una sola hectárea de suelo ale… francés sin la lucha más encarnizada que el mundo haya visto jamás. No habrá rendición.

Su desapasionada certidumbre crispó los nervios de toda la mesa, con la excepción de los de Wilshere, a quien parecía divertir el despliegue de fanatismo.

– ¿No le parece que se desharán de él…? -empezó la condesa.

– ¿Quiénes? -preguntó Wolters.

– Alemanes a los que les gustaría que todavía quedase algo de Alemania cuando todo esto haya terminado.

– Siempre habrá una Alemania -aseveró Wolters, que nunca había alcanzado el frío y ventoso pasaje de aquella línea de pensamiento.

– Veo que todavía cree en los milagros.

– No descartamos nada -dijo Wolters y, de súbito, consciente de que la afirmación podía parecer ridicula, añadió-: Quizá no estéis enterada de que nuestros cohetes no tripulados están cayendo sobre Londres.

Los ojos se desplazaron hacia Anne por un momento. A esas alturas todos sabían que era inglesa, de Londres.

– Eso -prosiguió él, con un dedo tieso alzado-, no son más que prácticas.

Los cubiertos quedaron suspendidos sobre la loza.

– Hace años que la prensa alemana nos habla de esas armas milagrosas -dijo Lazard-. ¿Es que ahora están listas?

Wolters no respondió sino que apuñaló su carne y la devoró con voracidad, como si el plato fuera Europa y tuviese apetito de sobra para comérselo.

Después de cenar las mujeres pasaron al salón a fumar cigarrillos y tomar café, mientras los hombres desfilaban hacia una sala anexa al comedor en la que les esperaban puros y oporto. Wolters se pegó a Wilshere al bordear la mesa.

– ¿Quién es ésa? -preguntó, en voz alta.

– La contessa della Trecata -respondió Wilshere, con una sonrisa.

– ¿Es judía?

La italiana se cogió del brazo de Anne en el pasillo y le apretó repetidas veces la carne firme.

– Lo soy, por supuesto -dijo con voz fina como el papel.

– ¿El qué?

– Judía. Le he insultado demasiado… a él y a su herr Schickelgruber -explicó-. En fin… Tú eres inglesa, ¿no?

– Sí, me alojaré aquí mientras trabaje en Lisboa.

– ¿Qué opinas de vuestro Moseley?

– Creo que está equivocado.

– Sí -dijo la condesa-, quizá debiera aprender de ti a escoger mis palabras. Equivocado. Aunque aquí somos las únicas no fascistas, por descontado. Los argentinos son peronistas, los españoles franquistas, los portugueses «salazaristócratas» y el alemán, bueno, ya sabes lo que es el alemán.

– ¿Y el señor Lazard?

– Capitalista -respondió ella, con un resoplido despectivo.

– ¿Y el señor Wilshere?

– Sangre irlandesa e imprevisible. Se supone que es neutral como Salazar, tú ya me entiendes. Un hombre que admira a un bando a la vez que les saca dinero a los dos. En el caso de Wilshere me parece que aborrece a un bando mientras les saca dinero a los dos.

– Entonces… no es fascista.

Las mujeres se sentaron en torno a la chimenea vacía y las dos portuguesas encajaron sendos pitillos en ostentosas boquillas. La condesa fumaba directamente del filtro, y le ofreció un cigarrillo a Anne. Una doncella sirvió café.

– ¿Ha visto alguien a Mafalda? -preguntó una de las portuguesas.

– Tengo entendido que no se encuentra bien -respondió la condesa.

– Hace ya un tiempo -apuntó la española.

– Hemos estado en el norte -explicó la otra portuguesa-. No estamos al día.

– Yo la he visto -anunció Anne.

– ¿Y bien?

– Pero llegué ayer mismo.

– Pero la has visto.

– Sí.

– Bueno, pues cuenta.

– Es que…

– Aquí somos todas amigas de Mafalda -advirtió la española, y sonó a amenaza.

– Dejad que hable la chica -terció la condesa.

– Parece algo confusa -dijo Anne, precavida.

– Confusa. ¿Qué es confusa?

– Parece que me toma por otra persona.

– ¿Mafalda? Menuda tontería.

– Te lo decía -le comentó una portuguesa a la otra en su idioma-. ¿No te había dicho lo del vestido?

– ¿De quién es ese vestido? -preguntó la argentina en inglés.

Todas las miradas recayeron en Anne, excepto la de la condesa, que estaba de pie frente a la chimenea y fumaba con la barbilla levantada; los chismorreos quedaban muy por debajo de su desprecio.

– No es tuyo, ¿verdad? -preguntó la primera portuguesa.

– Si le dejáis tomar aliento, os lo contará -intercedió la condesa.

– No, el vestido no es mío. El mío me lo están lavando. Este me lo dejaron en la habitación mientras dormía.

– Lo sabía. Viene directo de las tijeras de esa parisina del Chiado. A mí me ha hecho uno.

– Espero que no sea el que llevas -apuntó la condesa.

– Creo que este vestido y unas ropas de montar que he llevado esta mañana pertenecían a una estadounidense… y dona Mafalda también parece creerlo. Nos confunde a las dos.

– Judi Laberna -dijo la española, y alzó las manos en ademán de triunfo.

La argentina volcó la taza de café sobre el platillo.

– ¿Judi qué?

– Judy Laverne -explicó Anne-. Me han dicho que la deportaron hace unos meses.

– ¿Quién te lo ha dicho?

– Otra americana: Mary Couples.

– ¿Qué sabrá ella? -dijo la portuguesa.

– La putilla ni siquiera estaba aquí -confirmó la española, y su amiga argentina rompió a reír.

– Judy Laverne murió en un accidente de coche -explicó la condesa-, antes de que la deportaran.

– Si has ido a montar a la serra conocerás la carretera -dijo la portuguesa-. Iba de camino a Cascáis y se salió por esa curva tan cerrada, justo después del cruce de Azoia. Hay una caída muy abrupta. Fue espantoso. El coche explotó. No tuvo ninguna oportunidad.

– Dicen que había bebido -comentó la otra portuguesa.

– No sé de dónde lo sacan -dijo la condesa-. El cuerpo quedó completamente calcinado.

De repente a Anne la ristra de perlas le apretaba el cuello. Se pasó un dedo por debajo. ¿Cómo era posible que Mary Couples no estuviera enterada de aquello?

– Pero ¿por qué llevo yo la ropa de Judy Laverne? -preguntó.

– Se quedó aquí, supongo… -dijo la portuguesa-. Si vienes de Inglaterra me imagino que no irás sobrada de vestuario.

Todos los ojos se apartaron de ella e intercambiaron miradas de complicidad. Anne se sentía constreñida por el vestido, por esa gente y por su sociedad. La argentina con el pelo tan estirado que las cejas le llegaban al nacimiento del flequillo. La española, con sus sospechas sexuales y las risillas desdeñosas que le inspiraba Mary Couples. Las portuguesas y sus chismorreos, sentadas sobre sus gordos traseros mientras fumaban de sus ridículas boquillas. Todas desesperadas por alardear de lo mucho que sabían sobre nada en absoluto. La condesa parecía la única persona decente de la habitación.

– Espero que ninguna de ustedes padezca la misma confusión que dona Mafalda -dijo Anne-. Puede que lleve su ropa, pero no soy Judy Laverne.

– Claro que no, querida -aseveró la portuguesa, voz segura-. ¿Quién ha dicho que lo fueras?

La condescendencia encendió aún más a Anne y supo que se iba a pasar de la raya.

– Todas sabían que Judy Laverne era amante del señor Wilshere y todas han dado por sentado que, puesto que he ocupado su puesto, yo también lo seré. Bueno, pues ni lo soy ni lo seré, nunca.

En ese momento tendría que haber salido dando un portazo pero dos cosas la retuvieron. Sabía lo complicado que resultaba sortear todos los muebles de la sala y… que se fueran a freír espárragos. La condesa le dio unas palmaditas en el brazo. Anne no tenía claro si se trataba de una muestra de apoyo o de un consejo amistoso para que no fuera más lejos.

La atmósfera que rodeaba la chimenea se había tensado. Cigarrillos y boquillas se clavaban en el silencio.

– ¿Quién creéis que llegará antes a Berlín? -preguntó la condesa.

La pregunta atravesó volando la concurrencia y se clavó en la pared como una flecha en llamas. Nadie le hizo caso. La argentina y la española se pusieron a hablar de carreras de caballos y las portuguesas se enfrascaron en un importante intercambio de nombres. Podría haberse chamuscado la casa antes de que se molestaran en responder.

Anne se quedó sola con la condesa. Le preguntó cómo había llegado a vivir en Portugal. La condesa le contó que vivía sola en una pequeña pensào de Cascáis. Su familia la había embarcado para España en 1942, justificándolo con que la guerra se acercaba. Fue en el barco y en el subsiguiente viaje en tren a Madrid cuando se enteró por el resto de refugiados de los motivos que había tenido su familia para obrar de ese modo. Fue la primera vez que oyó que estaban deteniendo a los judíos en toda Europa. Desde entonces no había tenido noticias de su familia.

– Creo que están escondidos -dijo-. No podían esperar que yo viviera así a mis años y me enviaron al extranjero. En unos meses todo habrá acabado y enviarán a alguien por mí. Tengo paciencia.

A medida que la condesa hablaba su cara se paseaba por los objetos de la habitación. Las palabras surgían separadas de otro proceso mental que le asomaba en los ojos y la mandíbula. Las palabras imponían la fe mientras el subconsciente pugnaba contra la inimaginable certeza de que estaba sola en el mundo. Las ropas, los peinados, los labios pintados, los dientes ansiosos que éstos ocultaban y el incesante parloteo de la habitación de repente chirriaban en los oídos de Anne como la sierra de un carnicero al rasgar el hueso.

Entró un criado para informarles de que los coches estaban listos. Anne ayudó a la condesa de camino a la salida y la dejó en el coche. Cuando estaba a punto de cerrar la puerta, ella se inclinó hacia delante y la cogió de la mano.

– Ten cuidado con el senhor Wilshere -le dijo-, o Mafalda hará que te deporten, como hizo con Judy Laverne.

La soltó. Anne cerró la puerta. El coche arrancó justo detrás de los otros. El cansado rostro a media luz de la condesa no se volvió: la noche, su amiga, la recibía por unas cuantas horas más hasta el inicio de otro interminable y radiante día de verano.

Anne dejó a Wilshere despidiéndose de sus invitados y se retiró a la terraza de atrás, donde fumó bajo la incómoda luz mientras sentía la súbita presión de todas esas vidas sobre la suya. Se alejó el último coche y las luces de la fachada se ahogaron en la oscuridad, reducidas a filamentos naranjas que relumbraban como insectos nocturnos. El olor a humo de puro precedió a un ascua de ceniza roja. Wilshere se sentó al otro lado de la mesa y cruzó las piernas. La tenue luz de la casa arrancó un destello del borde de su vaso cuando se lo llevó a los labios.

– Adiós a otro largo día en el paraíso -dijo, ahito de su dulzura empalagosa.

Anne no replicó; todavía recapacitaba sobre los acontecimientos brutos del día, en un intento de hacerlos netos, de concluir los beneficios, si es que los tenían. Habían pasado demasiadas cosas. Había demasiado que tener en cuenta. Tal era el estado de adulto. Se podía empezar a nadar contra el aluvión de sucesos e intercambios pero, al cabo de un rato, una se cansaba y dejaba que le pasara por encima hasta que al final, como a la condesa, la arrastraba por dura que fuera la roca de la que una estaba hecha.

– ¿Pensando en algo interesante? -preguntó Wilshere.

– Pensaba -respondió ella, y detuvo el vaivén del pie que le provocaba la irritación que se acumulaba en su interior-, me preguntaba, ¿por qué no para de vestirme como a Judy Laverne?

Surgieron las palabras con sus afilados bordes y ella las contempló maravillada mientras las puntas y cantos de las letras inclinadas propinaban sus golpecitos al rostro oscuro del hombre que tenía delante.

Se produjo un largo silencio, poblado tan sólo por el más quedo canto de los grillos, a lo largo del cual la presencia de Wilshere se intensificó con el enrojecimiento del brillo de su puro a cada calada.

– La echo de menos -dijo.

– ¿Qué le pasó? -preguntó Anne, pero sin amabilidad, todavía furiosa y al ver que no le respondía de inmediato, añadió-: Parece que hay algunas dudas. Esta tarde me han dicho que la deportaron, esta noche que murió en un accidente de coche.

– No hay dudas -aseveró él, con algo pegado a la garganta, humo áspero o emoción descarnada-. Murió… en un accidente de coche.

La oscuridad y el descenso del frescor catedralicio de la noche confirieron a la mesa el aire de un confesionario. Un ruiseñor entonó huecos compases de trino desde los altos árboles abovedados y el vaso de Wilshere se posó sobre la mesa. El puro parecía clavado en la noche.

– Habíamos discutido -explicó-. Estábamos en la casa de Pé da Serra. Habíamos cabalgado toda la tarde y después empezamos a beber. Yo whisky y ella, como siempre, coñac. El alcohol se nos subió a la cabeza y nos pusimos a discutir… no recuerdo ni siquiera por qué. Ella había ido en su coche de modo que, cuando se puso hecha una furia, se fue. Yo la seguí. Por lo general era buena conductora. Yo le dejaba conducir el Bentley siempre que quería. Pero, compréndelo, estaba furiosa, furiosa y borracha. Conducía demasiado rápido para esa carretera. Tomó una curva cerrada, se le fue el coche y salió disparada por el borde. Esa es una caída espanto-sa, espantosa. Aunque el depósito no hubiera ardido ella hubiese…

– ¿Cuándo fue?

– Hace unos meses. A principios de mayo -respondió él, y el ruiseñor calló-. Yo me había enamorado de ella, ya ves, hasta las cachas, Anne. Nunca me había pasado antes, y además a mi edad.

El modo en que lo decía y el brazo que estiró hacia el vaso le hicieron pensar a Anne que quizás el motivo de la discusión hubiera sido que Judy Laverne no se había enamorado de la misma manera o hasta el mismo extremo que él.

– Esa discusión -arrancó, pero Wilshere se levantó de un salto y sacudió la cabeza y los brazos, presa del pánico, como si sintiera que en algún punto hubiera cometido un desliz y hubiese olvidado quién era y dónde estaba. El ascua del cigarro rodó hasta una esquina de la terraza.

Wilshere se giró de espaldas al jardín y echó la cabeza hacia atrás para liberarse de los pensamientos no deseados. Anne apretaba los brazos de su silla con los codos y no vio lo que Wilshere distinguió en la ventana de arriba: el camisón blanco de Mafalda y sus palmas pegadas al cristal.

Wilshere puso a Anne en pie.

– Me voy a la cama -dijo, y le dio un beso; la comisura de sus labios tocó la de ella y le revolvió los órganos.

Anne, demasiado inquieta por todo lo que empezaba a saber, no estaba cansada. Cogió un par de cigarrillos de la caja y unas cuantas cerillas del recipiente de cristal. Se quitó los zapatos, cruzó el césped hasta llegar al sendero y bajó al cenador y la enramada. Se sentó bajo las frondas colgantes de la pasionaria, subió los talones al borde del banco y encajó un pitillo en la boca, con el mentón apoyado en las rodillas. Frotó una cerilla contra el asiento de piedra y se sobresaltó con el destello de luz. Sentado en un rincón, con los tobillos y los brazos cruzados, estaba Karl Voss.

– Así va a asustar a alguien, señor Voss.

– Pero no a usted.

Anne encendió el cigarrillo, apagó la cerilla de una sacudida y apoyó la espalda en el respaldo de azulejos.

– ¿Vigila esta casa el agregado militar de la Legación Alemana?

– No especialmente la casa.

– ¿A la gente de la casa, entonces?

– No a todos.

Un fino hilo de plata tiró con fuerza de su estómago.

– ¿Y qué va a pasar esta vez?

– No sé a qué se refiere.

– Se las arregla para estar siempre a mano, señor Voss.

– ¿A mano?

– Presente cuando se le necesita, en funciones de acarreo y salvamento, por ejemplo.

– Al parecer tengo mis utilidades -dijo él-. En cuanto a esta vez… ¿quién sabe?

Voss siguió la punta del cigarrillo de Anne. Sus labios, nariz y mejilla se encendieron al darle una calada y le dejaron ese fragmento facial grabado a fuego en la retina. Se registró en busca de palabras, como un hombre que ha escondido un billete en un lugar demasiado seguro.

– ¿Conoce bien al señor Wilshere? -preguntó ella.

– Lo bastante.

– ¿Lo bastante para cargar con él hasta casa cuando está borracho o lo bastante para no querer conocerle mejor?

– He hecho negocios con él. Parece honrado. Eso es todo lo que he necesitado saber de él hasta la fecha.

– ¿Vio alguna vez a su amante… Judy Laverne?

– Unas cuantas… no se escondían… al menos no cuando estaban en Lisboa. Frecuentaban bares y locales nocturnos sin ningún disimulo.

– ¿Qué impresión daban juntos?

Un largo silencio, lo bastante largo para que Anne acabara el cigarrillo y lo aplastara contra los bajos del banco de piedra.

– No pretendía que la pregunta fuera tan dura -dijo. -Enamorados -respondió él-. Eso parecían.

– Pero ha tenido que pensárselo -observó ella-. ¿Cree que era correspondido?

– Sí, pero ¿qué sabe nadie con sólo mirar?

A Anne eso le gustó. Demostraba comprensión de los lenguajes no hablados.

– Me queda un cigarrillo, sólo uno, si quiere compartirlo -le ofreció.

El tenía un paquete en el bolsillo pero se acercó y se sentó junto a ella. Anne le encontró la mano a tientas y dejó en ella el pitillo. La cerilla prendió entre ellos. Él le sostuvo el dorso de la mano exactamente como Anne se había imaginado que alguien lo haría. Después alzó una rodilla y descansó sobre ella la mano del cigarrillo.

– ¿Por qué me pregunta todo eso sobre Wilshere?

– Me han endosado a un hombre que me viste con la ropa de su ex amante, no, su difunta amante. No sé lo que eso significa excepto que perturba a su esposa. Esta noche me ha dicho que la echa de menos… a la amante.

– Eso podría ser cierto.

– Pero a usted, como hombre, ¿no le parece extraño?

– Desearía que no estuviese muerta. Trata de engañarse.

– ¿Por qué?

– A lo mejor le quedaban cosas por decir.

– O se siente culpable.

– Es probable.

Anne le quitó el cigarrillo de la mano, le dio una calada y volvió a deslizárselo entre los dedos; ya se sentía más atrevida con él. Un beso por poderes.

– ¿Se enteró del accidente? -le preguntó.

– Sí… También oí que se iba.

– Deportada.

– Eso decían.

– ¿Quiere decir que tal vez no fuera así? ¿Que quizá ella quisiera irse?

– No la conocí -respondió, y se encogió de hombros-. No se lo sabría decir.

Fumaron de nuevo; los dedos se tocaron.

– ¿Usted podría matar a alguien que no le quisiera? -preguntó Anne.

– Eso dependería de varias cosas.

– ¿Cómo qué?

– Lo enamorado que estuviera. Lo celoso…

– ¿Pero sería capaz de matar…?

Él no disparó la respuesta de inmediato. Hizo falta un poco de cavilación fumadora.

– No creo -respondió al fin-. No.

– Ésa era la respuesta correcta, señor Voss -dijo ella, y los dos se rieron.

Él aplastó el cigarrillo con el pie. Se quedaron en silencio y cuando volvieron las cabezas uno hacia el otro las tenían a sólo unos centímetros. Voss la besó. Sus labios cambiaban fisionomías con un simple contacto; el miedo y el deseo se hicieron indistinguibles. Anne tuvo que obligarse a apartarse y ponerse de pie.

– Mañana por la noche -le dijo él a su espalda-. Aquí estaré.

Anne ya corría.

Remontó el sendero a la carrera, llegó como una exhalación a la terraza y se derrumbó sobre la silla jadeando, con los pulmones llenos de ácido y el corazón enloquecido en la garganta. Se repantigó, contempló las estrellas y bajó con esfuerzo el corazón a las costillas mientras pensaba: «Una niña estúpida, eso es lo que soy, una cria estúpida». El recuerdo del bofetón con el que le cruzó la cara la mano blanca de su madre en el jardín de Clapham la hizo erguirse.

Confraternizar con el enemigo, lo había llamado Wolters. Confraternizar. Hermanarse. Aquello era algo más. Aquello era descabellado y peligroso. Se sentía descarrilar de las vías plateadas. Se inclinó hacia delante y se agarró la frente con las puntas de los dedos. ¿Por qué él? ¿Por qué no Jim Wallis? ¿Por qué no cualquiera menos él?

Recogió los zapatos, exhausta por su comportamiento, poco mejor que el de una heroína de romance sensiblero. Entró en la casa y cruzó el pasillo hasta el vestíbulo mientras pensaba: «¿Cómo si no aprendemos sobre estas cosas? No de las madres». Las figuritas de arcilla de la vitrina le llamaron la atención, sobre todo una. Encendió la luz y abrió las puertas de cristal. La estatuilla formaba parte de una serie, no eran exactamente iguales, aunque sí desarrollos de un mismo tema. Se trataba de una mujer con los ojos vendados. Le dio la vuelta en busca de una pista sobre su significado. Al pie llevaba el nombre del fabricante, nada más. Se le acercó algo borroso y una cara cobró nitidez al otro lado de la puerta de cristal. La piel del cuero cabelludo se le erizó.

Mafalda estiró el brazo y le arrancó la figurita de las manos.

– Sólo quería saber lo que significa -dijo Anne.

– Amor é cego -explicó Mafalda, que dejó en su sitio la estatuilla y cerró las puertas de cristal-. El amor es ciego.

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