Capítulo 13

Hablaron del ordenador con los técnicos. Se tardaría un tiempo considerable en investigar todos los datos. Erlendur pidio que se repasara cada documento, que se clasificara y se registrara minuciosamente el contenido. Después de hablar con los técnicos, Erlendur y Sigurdur Óli se pusieron en marcha hacia Litla Hraun. Tardaron más de una hora en llegar. La visibilidad era mala y había una capa de hielo sobre la carretera, así que conducían con cautela. La temperatura subió un poco cuando bajaron de la meseta. Cruzaron el río de Ólfusá y enseguida vieron los dos edificios carceleros elevarse de la tierra cascajosa a través de la neblina. El más antiguo era un edificio de hormigón de tres plantas, pintado de blanco y con varios tejados a dos aguas. Durante muchos años los tejados fueron de hierro ondulado pintado de rojo y desde lejos la cárcel parecía una enorme granja, típicamente islandesa. Ahora estaban sido pintados de gris para que hicieran juego con el edificio nuevo, construido al lado. Éste era moderno y sólido, cubierto de acero, de color gris azulado y coronado por una torre.

«Cómo cambian los tiempos», pensó Erlendur.

Elinborg había anunciado la visita a la dirección del centro y había comunicado a quién querían ver. El director los recibió y acompañó hasta su despacho. Quería darles información sobre el preso antes de que hablaran con él. Les dijo que llegaban en el peor momento. El preso estaba cumpliendo un castigo de aislamiento por atacar, junto con otros dos reclusos, a un condenado pederasta recién llegado a la prisión. Casi lo había matado. Dijo preferir no entrar en detalles, pero quería que estuvieran al tanto de la situación, que supieran que se interrumpía el aislamiento y que probablemente el preso se mostraría algo inestable. Después de la reunión con el director los acompañaron a una sala que solía utilizarse para visitas. Se sentaron a esperar a que trajeran al preso.

Su nombre era Ellidi, tenía cincuenta y seis años y era un delincuente habitual. Erlendur lo conocía, él mismo lo había llevado alguna vez hasta la prisión. Había tenido vanos trabajos en su miserable vida. Había sido marinero, tanto en barcos de pesca como en mercantes, donde aprovechó para dedicarse al contrabando de alcohol y drogas, por lo cual fue finalmente condenado. Ellidi también había intentado cobrar fraudulentamente unas pólizas de seguros, después de incendiar y hundir un barco de veinte toneladas en el sudoeste de Islandia. Tres marineros «sobrevivieron», pero por imprudencia el cuarto hombre del grupo se quedó encerrado en la sala de máquinas y se hundió con el barco; el delito se descubrió cuando los buceadores de la investigación encontraron la evidencia de que el fuego se había iniciado en tres lugares distintos al mismo tiempo. Ellidi fue a prisión condenado a cuatro años por fraude, homicidio involuntario y algunos delitos menores que tenía acumulados en la fiscalía. Estuvo encerrado dos años y medio aquella vez.

Ellidi también era conocido porque había agredido a varias personas, algunas de las cuales sufrían secuelas permanentes. Erlendur se acordaba especialmente de un suceso, que explicó a Sigurdur Óli durante el viaje. En aquella ocasión, Ellidi saldó una cuenta pendiente con un joven de Reikiavik. Cuando la policía llegó a la casa del joven, Ellidi le había dado una paliza tan fuerte que el chico estuvo entre la vida y la muerte durante cuatro días. Lo ató a una silla y se divirtió haciéndole cortes en la cara con una botella rota. Antes de ser reducido, Ellidi dejó sin sentido a un policía y le rompió el brazo a otro. Por esos hechos, y otros delitos menores pendientes de sentencia, se ganó dos años de prisión. Cuando le leyeron el veredicto, se rió.

La puerta se abrió y entró Ellidi, escoltado por dos carceleros. A pesar de su edad seguía siendo un hombre fuerte, de tez morena y totalmente calvo. Tenía las orejas pequeñas y sin lóbulos. Aun así, había logrado encontrar espacio en una oreja donde hacerse un agujero, del cual colgaba una esvástica negra. Llevaba una dentadura postiza que silbaba cuando hablaba. Vestía un tejano gastado y una camiseta negra de manga corta, y enseñaba unos brazos musculosos llenos de tatuajes.

Medía cerca de dos metros de altura. Iba esposado. Tenía un ojo enrojecido y rasguños en la cara, y el labio superior hinchado.

– Sádico idiota -murmuró Erlendur.

Los guardas se situaron en la puerta y Ellidi se sentó a la mesa, enfrente de Erlendur y Sigurdur Óli. Los miraba fijamente con sus ojos pequeños y vacíos, sin mostrar ningún interés.

– ¿Conoces a un hombre llamado Holberg? -le preguntó Erlendur.

Ellidi no reaccionó. Hizo como si no hubiera oído la pregunta. Miró alternativamente y sin expresión a los dos policías. Los guardas hablaron entre sí en voz baja. En algún lugar del edificio se oyeron gritos, puertas que se cerraban con golpes. Erlendur repitió la pregunta. Sus palabras retumbaron en la sala vacía.

– ¡Holberg! ¿Lo recuerdas?

El hombre aún no reaccionaba y empezó a mirar a su alrededor como si estuviera solo. Pasó un buen rato en silencio. Erlendur y Sigurdur Óli se miraron y luego Erlendur volvió a preguntarle: si había conocido a Holberg y cuál había sido su relación. Le dijeron que Holberg estaba muerto. Que lo habían encontrado asesinado.

La última palabra despertó el interés de Ellidi. Las esposas traquetearon cuando el hombre colocó sus fuertes brazos encima de la mesa. No podía disimular su sorpresa. Miró a Erlendur con asombro.

– Alguien mató a Holberg en su casa el pasado fin de semana -dijo Erlendur-. Estamos hablando con los que lo conocieron en alguna época de su vida y nos hemos enterado de que tú eres uno de ellos.

Ellidi miraba ahora fijamente a Sigurdur Óli y no se molestó en contestar a Erlendur.

– Es una rutina…

– No hablaré con vosotros esposado -dijo Ellidi repentinamente sin quitar ojo a Sigurdur Óli.

Su voz era ruda y provocativa. Erlendur reflexionó un momento, después se levantó y fue hacia los guardas. Les preguntó si podían quitarle las esposas. Dudaron, pero luego lo hicieron y volvieron a sus puestos al lado de la puerta.

– ¿Qué nos puedes decir acerca de Holberg? -preguntó Erlendur.

– Antes quiero que ellos salgan -respondió Ellidi señalando a los guardas.

– Eso es imposible -dijo Erlendur.

– ¿Eres un maldito maricón? -preguntó Ellidi a Sigurdur Óli.

– Basta de estupideces -cortó Erlendur.

Sigurdur Óli no contestó. Se miraron a los ojos.

– No hay nada imposible. No me digas que algo así es imposible.

– No saldrán -dijo Erlendur.

– ¿Eres maricón? -insistió Ellidi.

Sigurdur Óli no se inmutó. Se quedaron un buen rato en silencio. Finalmente Erlendur se acercó a los guardas, les explicó la situación y les preguntó si había alguna posibilidad de quedarse a solas con el preso. Los guardas dijeron que eso estaba descartado, que tenían que atenerse a sus instrucciones. Después de una pequeña discusión, los guardas accedieron a que Erlendur hablara por un walkie-talkie con el director del penal. Le explicó que no creía que cambiasen mucho las cosas si los guardas se situaban al otro lado de la puerta; que habían venido hasta aquí desde Reikiavik y que el preso no quería colaborar si no se cumplían algunas condiciones. El director habló con sus hombres y les dijo que se hacía personalmente responsable de la seguridad de los dos detectives. Los guardas salieron y Erlendur volvió a sentarse a la mesa.

– ¿Hablarás con nosotros ahora? -preguntó.

– No sabía que habían matado a Holberg -dijo Ellidi-. Los fascistas me han confinado en aislamiento por una mierda que no tenía nada que ver conmigo. ¿Cómo le asesinaron?

Ellidi seguía mirando a Sigurdur Óli.

– No es asunto tuyo -repuso Erlendur.

– Mi padre siempre decía que yo era el bicho más curioso de la tierra. Siempre repetía lo mismo. «No es asunto tuyo. No es asunto tuyo.» Ya está muerto, el muy imbécil. ¿Le clavaron un cuchillo? ¿Le clavaron un cuchillo a Holberg?

– No es asunto tuyo.

– ¡No es asunto tuyo! -repitió Ellidi-. Entonces podéis iros a la mierda.

Erlendur vaciló. Fuera del departamento de investigación de la policía nadie conocía los detalles del asunto. Ya estaba hartándose de tener que hacer concesiones a este hombre.

– Lo mataron de un golpe en la cabeza. Le rompieron el cráneo. Murió casi instantáneamente.

– ¿Con un martillo?

– Con un cenicero.

Poco a poco Ellidi dejó de mirar a Sigurdur Óli.

– ¿Qué clase de inútil utiliza un cenicero? -exclamó.

Erlendur notó que en la frente de Sigurdur Óli estaban formándose pequeñas gotas de sudor.

– Estamos intentando averiguarlo -dijo Erlendur-. ¿Has estado en contacto con Holberg?

– ¿Sufrió?

– No.

– El muy estúpido.

– ¿Te acuerdas de Grétar? -preguntó Erlendur-. Estaba con Holberg y contigo en Keflavík.

– ¿Grétar?

– ¿Te acuerdas de él?

– ¿Por qué preguntas por él? -inquirió Ellidi-. ¿Qué pasa con él?

– Tengo entendido que Grétar desapareció hace años. ¿Sabes algo de eso?

– ¿Qué tengo que saber yo? -preguntó Ellidi-. ¿Por qué crees que yo sé algo?

– ¿Qué hacíais los tres, Grétar, Holberg y tú, en Keflavík?

– Grétar era un tonto -dijo Ellidi quitándole la palabra a Erlendur.

– ¿Qué estabais haciendo en Keflavík cuando…?

– ¿… cuando violó a la puta esa? -terminó la frase por Erlendur.

– Perdona, ¿qué has dicho? -dijo Erlendur.

– ¿Por eso habéis venido hasta aquí? ¿Por la puta de Keflavík?

– ¿Lo recuerdas?

– ¿Qué tiene que ver ella en este asunto?

– No he dicho…

– A Holberg le gustaba hablar de ello. Se jactaba. Se salió con la suya.

– Qué…

– La montó dos veces. ¿Lo sabíais?

Ellidi lo dijo como si tal cosa, mirando al uno y al otro.

– ¿Hablas de la violación de Keflavík?

– ¿Cómo son tus bragas, cariño? -dijo Ellidi de repente, mirando de nuevo fijamente a Sigurdur Óli.

Erlendur miró de reojo a su compañero, que a su vez miraba a Ellidi.

– No quiero guarradas, ¿oyes? -apremió Erlendur.

– Eso es lo que Holberg le preguntó a ella. Le preguntó por sus bragas. Era más atontado que yo. -Ellidi se reía-. Y luego me envían a mí a la cárcel.

– ¿A quién le preguntó por sus bragas?

– A esa chica de Keflavík.

– ¿Te lo dijo?

– Con todos los detalles -contestó Ellidi-. Continuamente hablaba de ello. Pero ¿por qué estáis preguntando sobre Keflavík? ¿Qué tiene que ver Keflavík? ¿Y por qué sobre Grétar? ¿Qué se está cociendo?

– Sólo es nuestro aburrido trabajo -dijo Erlendur.

– Sí, claro, pero ¿qué saco yo?

– Has sacado todo lo que querías. Estamos aquí, solos contigo y tú sin esposas. Y encima tenemos que escuchar tus porquerías. No podemos hacer nada más por ti. O contestas a nuestras preguntas o nos marchamos.

Erlendur no pudo contenerse por más tiempo, extendió los brazos por encima de la mesa, agarró la cabeza de Ellidi entre sus manos y la giró hacia sí.

– ¿No te dijo tu padre que mirar fijamente a una persona es de mala educación? -le preguntó.

Sigurdur Óli miró a Erlendur.

– Puedo con él, no te preocupes. No me hace falta tu ayuda -le dijo.

Erlendur soltó a Ellidi.

– ¿Cómo conociste a Holberg? -preguntó.

Ellidi se frotó la mandíbula. Sabía que había logrado una pequeña victoria. Pensaba seguir.

– No creas que no me acuerdo de ti -le dijo a Erlendur-. No creas que no sé quién eres. No creas que no conozco a Eva.

Erlendur se quedó petrificado. No era la primera vez que oía algo parecido por parte de delincuentes, pero siempre le cogía desprevenido. No sabía exactamente con quién andaba Eva Lind, sin duda algunos de sus amigos eran indeseables, como traficantes de droga, ladrones, prostitutas de la peor estofa, atracadores, gente violenta. La lista era larga. La misma Eva Lind había tenido algún problema con la ley. Una vez la detuvieron después de que la policía recibiera el aviso de unos padres, que la acusaban de estar vendiendo droga a las puertas de un colegio. Era perfectamente plausible que conociese a un hombre como Ellidi. Un hombre como Ellidi podría perfectamente conocerla a ella.

– ¿Cómo conociste a Holberg? -volvió a preguntar Erlendur.

– Eva es estupenda -dijo Ellidi.

Erlendur podía interpretar sus palabras de varias maneras.

– Si vuelves a mencionarla nos marchamos -dijo-. Y entonces no te quedará nadie con quien hablar.

– Cigarrillos, televisión en la celda, no más esclavitud ni este maldito aislamiento. ¿Es eso demasiado pedir? ¿No pueden dos superpolicías arreglar eso? Luego también me gustaría que viniera una puta, como una vez al mes. La hija de él, por ejemplo -dijo mirando a Sigurdur Óli.

Erlendur se puso de pie y Sigurdur Óli también se levantó, lentamente. Ellidi soltó una risa que empezó siendo hueca, pero que terminó en un ruidoso traqueteo. Acabó tosiendo y soltando una viscosa mucosidad amarilla que escupió al suelo. Le dieron la espalda y fueron hacia la puerta.

– ¡Me habló muchas veces de la violación de Keflavík! -gritó-. Me lo contó todo. Cómo gimoteaba la tía, igual que una cerda, y lo que él le iba diciendo mientras procuraba que se le volviera a levantar la polla. ¿Queréis oír qué le dijo? ¿Queréis saber qué fue lo que le dijo? ¡Malditos inútiles! ¿Lo queréis oír?

Erlendur y Sigurdur Óli se pararon. Dieron media vuelta y vieron que Ellidi sacudía la cabeza y espumajeaba mientras gritaba sus groserías y maldiciones. Se había incorporado y, con las manos apoyadas en la mesa, estiró el cuerpo y levantó la cabeza hacia ellos, bramando como un animal desquiciado.

La puerta de la sala se abrió y entraron los dos guardas.

– ¿Le contó lo de la otra? ¿Le contó lo de la otra maldita puta que violó?

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