Capítulo 19

Marion Briem lo recibió en la puerta. Erlendur no le había avisado que iba a ir. Venía directamente desde Keflavík y decidio hablar con ella antes de visitarla. Eran las seis de la tarde y ya estaba completamente oscuro. Marion le invitó a entrar mientras le pedía disculpas por el desorden. El apartamento era pequeño: salón, dormitorio, cuarto de baño y cocina. Era evidente el descuido de una inquilina solitaria, no se diferenciaba mucho de la vivienda de Erlendur. En el salón abundaban periódicos, revistas y libros, que aparecían por todas partes, la alfombra estaba gastada y sucia, y en la cocina se amontonaban utensilios sin fregar. La tenue luz de una lamparita de mesa iluminaba débilmente el oscuro salón. Marion le indicó a Erlendur que quitase los periódicos de un sillón y tomase asiento.

– No me dijiste que te habías ocupado de este asunto en su tiempo.

– No fue uno de mis mejores trabajos -repuso Marion encendiendo un pequeño cigarro con sus manos pequeñas y atractivas.

Su cara tenía un aspecto doloroso, su cabeza era grande pero su cuerpo, delicado. Erlendur rechazó el cigarrillo que le ofrecía. Sabía que Marion se mantenía al tanto de los asuntos que le interesaban, buscaba la información que podían darle los antiguos compañeros que seguían en activo e incluso hacía saber su opinión cuando le parecía oportuno.

– Quieres saber más sobre Holberg -añadio Marion.

– Y sobre sus amigos -dijo Erlendur sentándose después de haber colocado una pila de periódicos en el suelo-. Y sobre Rúnar, de Keflavík.

– Ah, sí, Rúnar, de Keflavík -repitió Marion-. Una vez quiso matarme.

– No creo que ese viejo desgraciado tenga fuerzas para ello ahora -opinó Erlendur.

– Así que lo has visto -dijo ella-. Está enfermo de cáncer, ¿lo sabías? Es cuestión de semanas.

– No lo sabía -admitió Erlendur recordando la delgada y huesuda cara de Rúnar y la gota que pendía de su nariz mientras recogía las hojas en su jardín.

– Tenía amigos muy influyentes en el ministerio. Por eso lo aguantaron en el puesto. Yo había recomendado que lo echaran. Le cayó una amonestación.

– ¿Te acuerdas de Kolbrún?

– La víctima más desdichada que he visto en mi vida -dijo Marion-. No llegué a conocerla mucho, pero sabía que era incapaz de mentir. Acusaba a Holberg y describió el trato que recibió de Rúnar. Era su palabra contra la de Rúnar, pero su testimonio era creíble. Rúnar no debió mandarla a casa, incluso si obviamos la historia de las bragas. Holberg la violó. Eso está claro. Yo organicé un encuentro entre ellos, entre Holberg y Kolbrún, y no tengo la menor duda.

– ¿Organizaste un encuentro?

– Fue una equivocación. Creía que ayudaría. Pobre mujer.

– ¿Cómo lo hiciste?

– Hice que pareciera una casualidad o un descuido. No pensé que… no debería hablarte de eso. La investigación no avanzaba. Ella decía una cosa y él, otra. Los llamé a los dos a la vez e hice que se encontraran.

– ¿Qué pasó?

– Ella sufrió un ataque de angustia y tuvimos que llamar a un médico. Nunca había visto nada parecido. Ni he vuelto a verlo.

– ¿Y él?

– Simplemente se quedó allí, sonriendo.

Erlendur no dijo nada.

– ¿Crees que era el padre de la niña?

Marion se encogió de hombros.

– Kolbrún siempre lo sostuvo.

– ¿Kolbrún te habló de otra mujer a quien Holberg había violado antes que a ella?

– ¿Había otra?

Erlendur le contó lo que le había dicho Ellidi. Pronto la puso al corriente de los puntos principales de la investigación. Marion escuchaba con atención, fumando su cigarrillo. Sus ojos, pequeños y penetrantes, miraban a Erlendur fijamente, sin perder detalle. Esos ojos vieron a un hombre de mediana edad, de aspecto cansino, con ojeras y barba de varios días. Tenía unas cejas gruesas que sobresalían tiesas de su cara y el pelo rojizo despeinado. A veces asomaban los fuertes dientes debajo de unos labios pálidos, en medio de una cara de expresión abatida, que había sido testigo de todo lo peor que se puede encontrar entre la fauna humana. En los ojos de Marion Briem había compasión y la triste certeza de que estaba contemplando su propia imagen.

Erlendur estuvo bajo el mando de Marion Briem cuando empezó a trabajar en el departamento de investigación criminal. Fue ella quien le enseñó todo lo que pudo aprender en los primeros años. Al igual que Erlendur, Marion nunca había desempeñado un puesto de mando en el cuerpo de policía. Siempre se había dedicado a los tradicionales trabas de investigación y tenía una gran experiencia. Su memoria era infalible y no había disminuido con la edad. Todo lo que oía o veía quedaba registrado y analizado en el enorme espacio de almacenaje de su cerebro, y ella podía sacarlo de ahí, sin el menor esfuerzo, cuando era necesario. Marion era capaz de recordar minuciosamente todos los detalles de casos antiguos, era un archivo viviente, un mar de conocimientos sobre cualquier cosa relacionada con la historia criminal islandesa. Su instinto de deducción era agudo y su pensamiento, sensato.

Sin embargo, como compañera de trabajo, Marion era un bicho insufrible, pedante, exigente e impaciente, como Erlendur la había calificado una vez cuando, hablando con Eva Lind, salió el tema en la conversación. Entre él y su antigua maestra hubo grandes diferencias durante años y a menudo ambos intercambiaron agrias palabras. Erlendur pensaba que de alguna incomprensible manera él había decepcionado a Marion. Estaba convencido de que ella se lo demostraba cada vez con más claridad, hasta que le llegó la edad de jubilación y se retiró. Fue un alivio para Erlendur.

Después de la jubilación de Marion, su relación mejoró. La tensión se relajó y la competitividad desapareció.

– Por eso se me ocurrió venir a verte y averiguar lo que recuerdas sobre Holberg, Ellidi y Grétar -dijo Erlendur finalmente.

– ¿No abrigarás esperanzas de encontrar a Grétar después de todos estos años? -preguntó Marion sin disimular su sorpresa.

A Erlendur le pareció ver una leve expresión de preocupación en su cara.

– ¿Hasta dónde llegaste con tu investigación acerca de Grétar?

– No llegué a ninguna parte, era un trabajo ocasional -dijo Marion. Erlendur se alegró cuando le pareció detectar un tono defensivo en su voz-. Probablemente desapareció el mismo fin de semana en que se celebró la fiesta de la República en Thingvellir. Hablé con su madre y con sus amigos. Con Holberg y Ellidi y con sus compañeros de trabajo. Cuando desapareció, Grétar trabajaba en la compañía naviera Eimskip. Se dedicaba a la descarga de barcos. Sus compañeros pensaban que quizá se había caído al mar. Dijeron que si hubiera caído por la bodega de algún barco se habrían dado cuenta.

– ¿Recuerdas dónde estaban Holberg y Ellidi cuando Grétar desapareció?

– Los dos dijeron que habían ido a la celebración de Thingvellir, y lo pudimos comprobar. Por otro lado, no se pudo establecer con certeza el momento exacto de la desaparición de Grétar. Nadie lo había visto durante dos semanas cuando su madre nos llamó. ¿Qué piensas? ¿Hay algo nuevo en relación con eso?

– No -dijo Erlendur-. Y no lo estoy buscando. Si ha aparecido de repente y ha asesinado a su viejo amigo Holberg, por mí puede seguir desaparecido eternamente. Lo que trato de averiguar es qué clase de gentuza eran esos tres, Holberg, Ellidi y Grétar.

– Eran unos indeseables. Los tres. Ya conoces a Ellidi. Grétar no era mejor. Más cobarde. Una vez tuve que vérmelas con él por un robo y mi impresión fue que eran unos delincuentes de poca monta. Trabajaban juntos en el puerto, allí se conocieron. Ellidi era el sádico estúpido. Cuando podía, organizaba peleas. Acosaba a los débiles. Tengo entendido que no ha cambiado nada. Holberg era una especie de líder del grupo. Era el más inteligente. Salió sin cargos del asunto de Kolbrún. Cuando yo iba preguntando por él, por aquel entonces, la gente estaba poco dispuesta a hablar. Grétar era un ser débil que los seguía, miedoso y sin iniciativa, aunque tuve la impresión de que escondía algo.

– ¿Se conocían Rúnar y Holberg?

– No creo.

– Todavía no hemos hecho pública ninguna información -dijo Erlendur-, pero encontramos una nota sobre el cadáver.

– ¿Una nota?

– El asesino escribió «Yo soy él» en una hoja de papel y la puso encima de Holberg.

– ¿Yo soy él?

– ¿No indicará eso algún parentesco?

– A no ser que sea un complejo mesiánico. Un creyente perturbado.

– Prefiero pensar en un parentesco.

– ¿Yo soy él? ¿Qué significa? ¿Cuál es el mensaje?

– Ojalá lo supiera -respondio Erlendur.

Se levantó y se puso el sombrero. Tenía que irse a casa. Marion le preguntó por Eva Lind y él le dijo que estaba solucionando sus problemas. Marion le acompañó hasta la puerta y se despidieron con un fuerte apretón de manos. Cuando Erlendur estaba bajando las escaleras, Marion le llamó:

– ¡Erlendur! ¡Espera un momento, Erlendur!

Erlendur se dio la vuelta y vio a Marion en la puerta. Se dio cuenta de cómo los años habían marcado su venerable aspecto, cómo los hombros encorvados disminuían su dignidad y las arrugas de la cara evidenciaban una vida difícil. Hacía mucho tiempo que no la visitaba y mientras hablaban estuvo pensando en lo que el paso del tiempo hace a las personas.

– No te tomes demasiado a pecho lo que puedas averiguar acerca de Holberg -dijo Marion Briem-. No dejes que él mate en ti algo que no quieres perder. No dejes que él te gane. Sólo quería decirte eso.

Erlendur se quedó quieto bajo la lluvia, inseguro del significado de las palabras de su consejera. Marion Briem se despidio con un gesto de la cabeza.

– ¿De qué robo se trataba? -preguntó Erlendur antes de que la puerta se cerrara.

– ¿Robo? -Marion Briem volvió a abrir la puerta.

– El que cometió Grétar. ¿Dónde entró a robar?

– En una tienda de material fotográfico. Parece que estaba obsesionado por las fotografías -dijo Marion Briem-. Tomaba fotografías.


Más tarde, dos hombres vestidos con chaquetas de cuero negro y botas también negras, atadas hasta media pierna, llamaron a la puerta y despertaron a Erlendur, que estaba echando una cabezada en el sillón. Al llegar a casa había llamado a Eva Lind. Como no obtuvo respuesta, se sentó encima de los trozos de pollo que estaban en el sillón desde la noche anterior. Los dos hombres preguntaron por Eva Lind. Erlendur no los había visto antes, ni había visto a su hija desde la noche en que le preparó el delicioso cocido. Le preguntaron a Erlendur dónde podían encontrarla con un tono agresivo, mientras intentaban echar un vistazo al interior de la vivienda, sin forzar directamente a Erlendur a que les dejara entrar. Erlendur les preguntó qué querían de su hija y ellos le respondieron preguntándole a su vez si no estaría escondiéndola en su casa, el viejo verde. Erlendur reaccionó insinuando si no serían maricones y ellos le contestaron que cerrara el pico. Les dijo que se largaran y ellos, que se fuera a la mierda. Cuando Erlendur iba a cerrar, uno de ellos metió la rodilla entre la puerta y el marco.

– Tu hija es una maldita y jodida puta -gritó el que llevaba pantalón de cuero.

Erlendur suspiró.

Había sido un día largo y duro.

Oyó cómo se rompía la rodilla cuando la puerta se cerró con un golpe tan fuerte que las bisagras superiores se soltaron.

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