Capítulo 21

Los cadáveres estaban uno al lado del otro sobre las mesas de operaciones del tanatorio de Barónsstígur. Erlendur procuró no pensar en cómo la muerte había unido a padre e hija. Al cuerpo de Holberg ya le habían hecho la autopsia, pero aún estaba pendiente de más investigaciones médicas acerca de enfermedades hereditarias y de su supuesto parentesco con Audur. Erlendur advirtió que los dedos de Holberg estaban negros. Le habían tomado las huellas digitales después de muerto. El cadáver de Audur estaba envuelto en una sábana de lino blanca y todavía no le habían hecho nada.

Erlendur no conocía al forense. Era un hombre alto, que llevaba sus grandes manos enfundadas en unos finos guantes de plástico y vestía pantalón verde y un delantal blanco encima de la bata, también verde, atada por detrás. Llevaba un gorro de plástico y una mascarilla le tapaba la boca. Calzaba zapatillas blancas.

En el tanatorio Erlendur se sentía mal, aunque no era la primera vez que lo visitaba. Sentía cómo el olor a muerte penetraba en su ropa. El olor a formol y otros materiales desinfectantes. El olor a cuerpos sin vida que habían sido abiertos.

Unos fluorescentes colgaban del techo y llenaban la sala, desprovista de ventanas, de una fuerte luz blanca. El suelo estaba cubierto de baldosas blancas y las paredes estaban pintadas de un blanco intenso. A un lado había mesas con microscopios y otros instrumentos de investigación. En las paredes, un sinfín de armarios empotrados, algunos con puertas de cristal, en los que se guardaban instrumentos y tarros que Erlendur no sabría definir. Sin embargo, entendía perfectamente la función de los cuchillos, tenazas y sierras que se alineaban ordenadamente sobre una mesa.

De una de las mesas de operaciones colgaba una tira de ambientador, en la que se destacaba la imagen de una chica en bikini rojo corriendo por una playa de arena blanca. Encima de una mesa había un magnetófono y algunas cintas. El magnetófono emitía música clásica. Mahler, pensó Erlendur. En otra de las mesas estaba la bandeja de comida del forense.

– La chica hace tiempo que no huele, pero su cuerpo sigue en buen estado -dijo el forense mirando hacia Erlendur, que estaba en la puerta dudando si entrar o no en la iluminada sala de muerte y putrefacción.

– ¿Cómo? -preguntó sin apartar la vista del bulto blanco.

Había una nota alegre en el tono de voz del forense.

– Me refiero a la chica del bikini -explicó el forense, señalando el ambientador con la cabeza-. Tengo que renovarlo, uno nunca se acostumbra al olor. Entra, por favor, no temas. Sólo son restos de carne. -Señaló con un cuchillo el cuerpo de Holberg-. No hay vida, no hay alma, sólo carne. ¿Crees en los fantasmas?

– ¿Cómo? -repitió Erlendur.

– ¿Crees que sus almas nos están observando? ¿Crees que siguen aquí merodeando por la sala, o crees que ya han ocupado otro cuerpo, reencarnadas? ¿Crees en la vida después de la muerte?

– No, no creo en eso -dijo Erlendur.

– Este hombre murió de un fuerte golpe en la cabeza que le partió el cráneo y dañó el cerebro. Me parece que quien le golpeó estaba frente de él. Probablemente estaban mirándose a los ojos. Él que lo atacó es diestro, la herida está en el lado izquierdo. Lo más seguro es que fuera un hombre, físicamente fuerte, un hombre joven o de mediana edad; no creo que fuera una mujer, a no ser que ésta se dedicase a trabajos que implicaran una notable fuerza física. El golpe lo debió de matar casi instantáneamente. Quizá vio el túnel y la luz brillante.

– Hay muchas probabilidades-dijo Erlendur.

– ¿Ah, sí? Tiene el estómago casi vacío, hay algunos restos de huevos y café, y los intestinos llenos. Sufría de estreñimiento. Muy frecuente a su edad. Nadie ha reclamado el cuerpo, que yo sepa, así que hemos solicitado permiso para utilizarlo con fines docentes. ¿Qué opinas tú?

– Así será más útil muerto que vivo.

El forense miró a Erlendur y fue hasta una mesa, cogió un trozo de carne rojiza de una bandeja de acero y lo levantó con una mano.

– Yo no puedo ver si los cuerpos son de personas buenas o malas -dijo-. Esto igual podría ser el corazón de un santo. Lo que necesitamos saber, si te he entendido bien, es si esto bombeaba sangre contaminada.

Erlendur miraba asombrado cómo el forense levantaba el corazón de Holberg y lo estudiaba. El médico manejaba ese músculo muerto como si fuera lo más natural del mundo.

– Es un corazón fuerte -continuó el forense-. Podría haber seguido bombeando durante muchos años. Podría haber hecho que su dueño llegara a los cien años. Sin duda.

El forense volvió a colocar el corazón en la bandeja de acero.

– Hay una cosa interesante respecto a nuestro Holberg. Lo digo sin haber examinado particularmente este aspecto. Supongo que quieres que lo haga. Hay unos pequeños indicios que apuntan a una enfermedad concreta. Encontré un pequeño tumor en su cerebro, un tumor benigno, pero que posiblemente le causara algunas molestias. Tiene unas manchas en la piel, especialmente en las axilas.

– ¿Manchas de café? -preguntó Erlendur.

– Café au lait, las llaman en los libros académicos. Sí, manchas de café. ¿Sabes algo de eso?

– Nada.

– Seguramente encontraré más síntomas cuando lo examine con más detenimiento.

– Se hablaba de manchas de café en el cuerpo de la niña. Tenía un tumor en el cerebro. Maligno. ¿Sabes qué enfermedad es ésa?

– Aún no puedo decir nada al respecto.

– ¿Estamos hablando de una enfermedad hereditaria?

– No lo sé.

El forense se acercó a la mesa donde yacía Audur.

– ¿Has oído la historia sobre Einstein? -preguntó.

– ¿Einstein? -dijo Erlendur.

– Albert Einstein.

– ¿Qué historia?

– Una historia asombrosa. Verdadera. ¿Thomas Harvey? ¿Has oído hablar de él? Un médico forense.

– No.

– Estaba de guardia cuando Einstein murió -explicó el forense-. Un individuo muy curioso. Le hizo la autopsia y, como se trataba de Einstein, no pudo contenerse y le abrió el cráneo para examinar su cerebro. Pero hizo algo más: robó el cerebro de Einstein.

Erlendur no dijo nada. No lograba entender al forense.

– Se lo llevó a su casa. Esa extraña manía que la gente tiene de coleccionar cosas, sobre todo cuando se trata de objetos de gente famosa. Harvey perdió el trabajo cuando se descubrió el robo, y con los años se convirtió en un ser misterioso y legendario. Se contaban muchas historias sobre él. Siempre guardó el cerebro en su casa. No sé cómo se las apañó para poder quedarse con el cerebro. Los familiares de Einstein no cesaron en sus intentos de recuperarlo. Por fin, cuando ya era mayor, Harvey decidio devolver el cerebro e hizo un trato con los familiares. Lo colocó en el portaequipajes de su coche y cruzó Estados Unidos hasta llegar a California, donde vivía la nieta de Einstein.

– ¿Es verdad eso?

– La pura verdad.

– ¿Y por qué me lo cuentas? -preguntó Erlendur.

El forense levantó la sábana que cubría el cuerpo de la niña y miró debajo.

– Es que a la niña le falta el cerebro -dijo; de pronto se había puesto muy serio.

– ¿Qué? -susurró Erlendur.

– El cerebro -contestó el forense-. No está en su sitio.

Загрузка...