Capítulo 40

Erlendur no esperaba que Einar estuviese en su casa. Vivía en un pequeño piso alquilado. Erlendur y Elinborg se fueron hacia allí en cuanto salieron de casa de Katrín. Era mediodía y había mucho tráfico. De camino, Erlendur le explicó por teléfono a Sigurdur Óli cómo estaban las cosas. Tendrían que poner anuncios en los medios de comunicación para encontrar a Einar. Era preciso conseguir una fotografía de él para acompañar un comunicado que harían público en prensa y televisión. Se citaron delante de la casa de Einar.

Cuando llegaron allí, Erlendur bajó del coche y Elinborg siguió su camino.

Al piso de Einar, que estaba en los bajos de un edificio de tres plantas, se entraba directamente desde la calle. Cuando llegó Sigurdur Óli, llamaron al timbre con insistencia, pero nadie abrió.

Llamaron a los timbres de los pisos superiores y resultó que el inquilino de uno de ellos era el propietario del piso que Einar tenía alquilado. Estaba dispuesto a acompañarlos y abrir el piso con sus llaves. Les dijo que no había visto a Einar desde hacía unos días, quizás una semana; que Einar era un hombre tranquilo y que no tenía ninguna queja de él. Dijo que siempre pagaba el alquiler puntualmente y no entendía por qué la policía andaba buscándole. Para evitar especulaciones, Sigurdur Óli le explicó que estaban tratando de averiguar su paradero porque la familia no le había visto desde hacía algún tiempo y estaba preocupada.

El propietario no les preguntó si tenían una orden de registro, así que cuando les hubo abierto la puerta entraron en la vivienda. Todas las cortinas estaban echadas y las habitaciones, sumidas en la oscuridad. Era una vivienda muy pequeña, compuesta por un salón, un dormitorio, una cocina y un cuarto de baño. El suelo estaba enmoquetado, excepto en el baño y la cocina. En el salón había un televisor y, delante de él, un sofá. El aire estaba cargado. En lugar de abrir las cortinas, Erlendur encendió la luz.

Se quedaron atónitos, contemplando asombrados las paredes del salón, y cruzaron una mirada. Las paredes estaban cubiertas por las palabras que tan bien conocían, escritas con bolígrafo, rotulador y spray de pintura. Tres palabras que antes no habían tenido sentido para Erlendur y que ahora se revelaban con una rotunda claridad.

Yo soy ÉL.

Escudriñaron la vivienda más a fondo.

Había periódicos y revistas, nacionales y extranjeros, esparcidos por todas partes. Pilas de libros, que a primera vista parecían ser científicos, en el suelo del salón y del dormitorio, mezclados con algunos grandes álbumes de fotos. En la cocina había desparramados numerosos envoltorios de comida preparada.

– ¿Crees que algún día se podrá saber con certeza y seguridad cómo funciona todo eso de la paternidad de los islandeses? -dijo Sigurdur Óli, poniéndose los guantes de látex.

Estaba pensando en las investigaciones genéticas. Recientemente se había abierto el Centro de Secuenciación Genética, que estaba recopilando el historial clínico de todos los islandeses, vivos y muertos, para establecer una base de datos con la información sanitaria de la población. Esa información junto con la genealogía seguía el rastro de la familia de todos los islandeses hasta la Edad Media; se hablaba de la búsqueda de los grupos genéticos islandeses. El propósito último era descubrir cómo ciertas enfermedades pasaban de padres a hijos, investigar esas enfermedades a través de los genes y tratar de encontrar la forma de curar esas y otras alteraciones. Se hablaba de que Islandia constituía una nación homogénea, que en cierta forma se había mantenido aislada, con escasa mezcla de sangres, y que por lo tanto era una nación apropiada para este tipo de investigaciones genéticas.

La empresa que llevaba a cabo la investigación y el Ministerio de Sanidad, que le otorgaba el permiso para organizar la base de datos, se hacían responsables de que nadie ajeno a los interesados pudiera acceder a la información guardada en la base de datos, y además se aseguraba que había un complicado sistema de códigos secretos imposible de quebrantar.

– ¿Te preocupa la paternidad? -preguntó Erlendur.

También él se había puesto los guantes de látex, antes de entrar cautelosamente en el salón. Cogió uno de los álbumes de fotos y lo hojeó. Era antiguo.

– Siempre he oído decir que no me parezco ni a mi padre ni a mi madre, ni a nadie de mi familia.

– Siempre lo había sospechado -dijo Erlendur.

– ¿Qué? ¿Qué sospechabas?

– Que eras un bastardo.

– Menos mal que vuelves a tener sentido del humor -dijo Sigurdur Óli-. Has estado bastante raro últimamente.

– ¿Quién habla de sentido del humor? -exclamó Erlendur.

Iba echando un vistazo a las fotos. Eran antiguas y en blanco y negro. Le pareció reconocer a la madre de Einar en algunas de ellas. Entonces, el hombre que aparecía junto a ella tenía que ser Albert y los tres niños, sus hijos. Einar, el más pequeño. Eran fotografías tomadas en Navidad y durante las vacaciones de verano, algunas eran muy corrientes, sacadas en la calle, o en la cocina, donde los tres chicos aparecían sentados a una mesa, comiendo, vestidos con jerséis de punto que Erlendur recordaba como típicos de esa época. Sería antes de 1970. Los hermanos mayores con melenas. Luego una serie tomada en el extranjero. Parecía ser el Tívoli de Copenhague.

Más adelante, en el álbum, los chicos ya habían crecido -su cabello también- y llevaban trajes de chaqueta con solapas anchas y zapatos de suela alta. Katrín lucía un peinado encrespado. Las fotos ya eran en color. Albert tenía poco pelo. Erlendur buscó la imagen de Einar y comparó sus facciones con las de sus hermanos y padres, pudo ver lo poco que se parecía a ellos. Los dos chicos mayores tenían un fuerte parecido con sus padres, especialmente con Albert. Einar era el patito feo.

Erlendur dejó el álbum viejo y cogió otro más nuevo. Las fotos de este álbum parecían hechas por el mismo Einar y eran de su propia familia. No mostraban una historia larga. Parecían empezar cuando Einar conoció a su mujer. Erlendur se preguntaba si serían fotografías del noviazgo. Evidentemente habían viajado por el país, había fotos de diversos lugares. Algunas veces iban en bicicleta y otras con un viejo coche. Fotos de tiendas de campaña. Erlendur calculaba que habrían sido tomadas a mediados de los años noventa.

Pasó las páginas rápidamente, dejó el álbum y cogió otro. En ése aparecía una niña pequeña en una cama de hospital, entubada y con una máscara de oxígeno. Tenía los ojos cerrados y alrededor había varios aparatos mecánicos. Parecía estar en la UCI. Erlendur vaciló un momento antes de seguir hojeando.

Tuvo un sobresalto cuando de repente sonó su móvil. Dejó el álbum sobre la mesa sin cerrarlo. La que llamaba era Elín, de Keflavík, que parecía muy excitada.

– Estuvo conmigo esta mañana -dijo sin preámbulos.

– ¿Quién?

– El hermano de Audur. Se llama Einar. Intenté localizarte. Estaba aquí esta mañana y me contó toda su historia. Pobre hombre. Perdió a su hija de la misma manera que Kolbrún. Sabía de qué había muerto Audur. Hay una enfermedad en la familia de Holberg.

– ¿Dónde está ahora? -preguntó Erlendur.

– Estaba muy deprimido -dijo Elín-. Creo que podría ser capaz de hacer alguna tontería.

– ¿Qué quieres decir con «tontería»?

– Dijo que esto ya se había acabado.

– ¿Qué se había acabado?

– No lo dijo. Simplemente dijo que esto se había acabado.

– ¿Sabes dónde puede estar ahora?

– Dijo que iba a volver a Reikiavik.

– ¿A qué lugar de Reikiavik?

– Eso no lo dijo -contestó Elín.

– ¿No te mencionó sus intenciones?

– No -repuso Elín-, no dijo nada sobre eso. Tienes que encontrarlo antes de que haga alguna tontería. Está sufriendo muchísimo, pobre hombre. Es terrible. Dios mío, nunca había visto nada semejante.

– ¿Qué?

– ¡Se parece tanto a su padre! Es como una copia de Holberg y no puede vivir con eso. No puede. No después de enterarse de lo que Holberg le hizo a su madre. Dijo sentirse como encerrado en el cuerpo de su padre. Dice que por sus venas corre la sangre de Holberg y que no lo puede soportar.

– ¿De qué estás hablando?

– Es como si se odiara a sí mismo -explicó Elín-. Dice que ya no es el mismo de antes, que ahora es otra persona y se siente culpable por lo que ha pasado. No quiso escuchar lo que yo le decía.

Erlendur bajó la vista para mirar el álbum de fotos y la imagen de la niña del hospital.

– ¿Por qué quería hablar contigo?

– Quería conocer la historia de Audur. Quería saberlo todo. Qué clase de niña era. Cómo murió. Dijo que yo era su nueva familia. ¿Te imaginas?

– ¿Dónde habrá ido? -se preguntó Erlendur mirando su reloj.

– Por amor de Dios, procura encontrarlo antes de que sea demasiado tarde.

– Haremos lo que podamos -dijo Erlendur.

Iba a despedirse, pero notó cierta indecisión en la voz de Elín.

– ¿Qué ocurre? ¿Hay algo más?

– Vio cómo desenterrabais a Audur -dijo Elín.

– ¿Lo vio?

– Me había encontrado a mí y le bastó con seguirme hasta el cementerio para ver cómo sacabais el ataúd de la tierra.

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