Capítulo 20

Sigurdur Óli reflexionaba sobre cómo hacer la pregunta. Llevaba una lista con los nombres de diez mujeres que habían vivido en Húsavík antes y después de 1960 y que luego se mudaron a Reikiavik. Dos de las mujeres de la lista habían fallecido. Dos no habían tenido hijos. Seis de ellas habían sido madres durante los años en que presuntamente se había producido la violación. Sigurdur Óli estaba frente a la puerta de la primera mujer de la lista. Vivía en la calle Barmahlíd de Reikiavik. Divorciada. Tenía tres hijos ya adultos.

¿Cómo podía formularle la pregunta a esta señora mayor? «Perdona, señora, soy de la policía y me envían aquí para preguntarte si alguna vez te violaron cuando vivías en Húsavík.» Lo había consultado con Elinborg, que tenía una lista con otras diez mujeres, pero ella no veía el problema.

Sigurdur Óli opinaba que todo lo que había montado Erlendur sería inútil. Incluso si Ellidi había dicho la verdad, si el lugar y la época fueran acertados y encontrasen a la persona indicada, ¿que posibilidades había de que la mujer les confesara una violación? Después de mantenerlo en secreto durante décadas, ¿por qué iba a querer hablar de ello ahora? Lo único que le haría falta decir cuando Sigurdur Óli o alguno de los otros diez policías que llevaban una lista semejante llamara a su puerta era «no», y ellos únicamente podrían añadir «perdone la molestia».

– Es cuestión de reacción, utiliza la psicología -había dicho Erlendur cuando Sigurdur Óli intentaba exponerle el problema-. Procura entrar en la casa, sentarte, aceptar una taza de café, charlar. Hacer de maruja.

– ¡Psicología! -Sigurdur Óli soltó un bufido cuando salió del coche en la calle Barmahlíd pensando en su compañera Bergthora.

Nunca había sabido utilizar la psicología con ella. Se habían conocido hacía algún tiempo en circunstancias poco corrientes, cuando ella era testigo en un caso complicado. Después de un corto noviazgo decidieron vivir juntos. Resultó que congeniaban bastante bien, tenían opiniones muy parecidas y a los dos les interesaba tener un hogar bonito con muebles exclusivos y artículos de arte, los dos eran trepas de corazón. Se saludaban con un beso al encontrarse tras un largo día de trabajo. Se regalaban mutuamente pequeños detalles. Algunas noches abrían una botella de buen vino para tomársela juntos. Otras veces se iban derechos a la cama al llegar a casa después del trabajo, pero eso últimamente sucedía con menos frecuencia.

Fue después de que ella le regalara unas botas de agua finlandesas normales y corrientes por su cumpleaños. Él procuró mostrarse feliz por el regalo, pero ella detectó la expresión de decepción en su cara. La sonrisa no era sincera.


– Es que no tienes botas -se disculpó ella.

– No he tenido botas de agua desde que tenía… diez años -dijo él.

– ¿No te alegras? -le preguntó.

– Son estupendas -respondio Sigurdur Óli, sabiendo que no estaba contestando a su pregunta. Ella también lo sabía-. No, en serio, son fantásticas -añadio él, consciente de que estaba cavando su propia tumba.

– No estás contento, no te gustan -dijo ella abatida.

– Sí me gustan -repuso él asombrado porque no podía dejar de pensar en el reloj de trescientos sesenta euros que le había regalado a ella por su cumpleaños y que no se había decidido a comprar hasta después de una semana entera de visitas a joyeros por toda la ciudad y de escuchar prolijas explicaciones sobre chapados, maquinarias, fijaciones, impermeabilizantes e incluso sobre Suiza y sus relojes de cuco.

Había utilizado todas sus habilidades de investigador para dar con el reloj adecuado. Al fin lo encontró y ella se mostró encantada con él. Su ilusión había sido auténtica y sincera.

Y estaba él frente a ella con una falsa sonrisa en la cara, intentando parecer feliz, sin lograrlo de ninguna manera.

– ¡Psicología! -bufó Sigurdur Óli.

Llamó al timbre dispuesto a formular la pregunta con tanta profundidad psicológica como le fuera posible, pero fracasó totalmente. Antes de darse cuenta ya había preguntado con torpeza a la señora, ahí mismo en el rellano, si alguna vez la habían violado.

– ¿Qué impertinencia estúpida es ésa? -dijo la señora, muy pintada y maquillada y con sortijas en todos los dedos y una expresión feroz en la cara-. ¿Quién eres? ¿Qué clase de grosería vulgar es ésa?

– Perdona -susurró Sigurdur Óli, y en un instante desapareció por la escalera.


A Elinborg le fue mejor, ya que estaba concentrada en su trabajo y no tenía complejos cuando hablaba con la gente. Su especialidad eran las recetas de cocina, le gustaba cocinar, lo hacía muy bien, así que no le costaba entablar una conversación. Llegada la ocasión, bastaba con comentar qué olor más bueno le llegaba desde la vivienda en cuestión, y gente que quizá no había comido más que palomitas durante toda una semana la recibía encantada.

En este momento estaba sentada en un sótano en la parte este de Reikiavik, tomando café con una señora mayor de Húsavík, viuda desde hacía años y madre de dos hijos adultos. Se llamaba Sigurlaug y era el último nombre de la lista de Elinborg. Formular la delicada pregunta le había resultado fácil en todas las visitas anteriores y había pedido a las mujeres que se pusieran en contacto con ella en caso de que recibieran alguna noticia -aunque sólo fuese algún viejo rumor- de su pueblo Húsavík.

– Y por eso estamos buscando a una mujer de Húsavík, aproximadamente de tu edad, que hubiese conocido a Holberg durante esos años y que quizás hubiese tenido problemas con él.

– No recuerdo a nadie en Húsavík que se llamara Holberg -dijo la mujer-. ¿A qué clase de problemas te refieres?

– Holberg era forastero en Húsavík -respondio Elinborg-, así que no tienes por qué acordarte de él. Nunca vivió allí. Se trata de un ataque personal. Sabemos que abusó de una mujer del pueblo hace unos veinte años y estamos intentando encontrarla.

– ¿Y no tenéis informes sobre eso en vuestros archivos?

– El ataque no se denunció.

– ¿Qué clase de ataque?

– Violación.

La mujer se tapó instintivamente la boca con una mano y enarcó las cejas.

– ¡Dios mío! -exclamó-. No sé nada de eso. ¡Violación, santo Dios! Nunca he oído nada sobre eso.

– No, parece que se llevó muy en secreto -dijo Elinborg y evitó hábilmente las preguntas insistentes de la mujer que quería saber todos los detalles de la historia-. Me preguntaba -añadio Elinborg- si tal vez conoces a alguien que pueda saber algo de este asunto.

La mujer le dio los nombres de dos amigas suyas de Húsavík que según ella se enteraban siempre de todo. Elinborg se apuntó los nombres y se quedó hablando un ratito más para no parecer maleducada. Finalmente se despidió.


Erlendur tenía un corte en la frente que él mismo se había curado y protegido con una tirita. Uno de los visitantes nocturnos había caído al suelo, gimiendo, impotente, después de que la puerta le rompiese la rodilla. El otro, que contemplaba atónito los acontecimientos, se encontraba totalmente desprevenido cuando Erlendur se acercó a él y, sin dudarlo, le empujó escaleras abajo. Logró agarrarse a la barandilla y evitar caer en redondo. La visión de Erlendur en lo alto de la escalera, con la frente hinchada y sangrando, no le parecía muy atractiva, así que, después de mirar un momento a su compañero, que se quejaba en el suelo, y de nuevo a Erlendur, decidió desaparecer. Tenía poco más de veinte años.

Erlendur llamó a una ambulancia y mientras esperaba su llegada se enteró de por qué buscaban a Eva Lind. Al principio el hombre se mostró reacio a hablar, pero cuando Erlendur se ofreció a hacerle una primera cura en la rodilla accedió. Eran cobradores. Eva Lind debía dinero y droga a un individuo que era un total desconocido para Erlendur.

Al llegar al trabajo al día siguiente, Erlendur no dio ninguna explicación a nadie y nadie se atrevió a hacerle preguntas. La puerta casi le había matado cuando cayó sobre su cabeza antes de aterrizar sobre la rodilla del cobrador. Le dolía la frente y le preocupaba Eva Lind. Había echado algunas cabezadas en el sillón durante la noche, esperando a que su hija volviese a casa antes de que ocurrieran males mayores. Se detuvo en la oficina sólo lo bastante para enterarse de que Grétar había tenido una hermana y de que su madre aún vivía, ahora huésped de la residencia geriátrica Grund.

Tal como le había dicho a Marion Briem, no estaba buscando a Grétar exactamente, ni tampoco a la novia desaparecida de Gardabaer, pero pensaba que no estaría de más saber algo sobre ellos. Grétar estuvo en la fiesta la noche en que violaron a Kolbrún. Quizá le había contado a alguien algo acerca de aquella noche, algún comentario. No esperaba hallar nada nuevo sobre la desaparición en sí, y Grétar no le interesaba especialmente, aunque a Erlendur siempre le habían atraído las desapariciones de personas en Islandia. Solía haber una tragedia detrás de cada caso y a Erlendur le intrigaba todo lo relacionado con la desaparición sin rastro de una persona.

La madre de Grétar tenía noventa años y estaba ciega. Erlendur tuvo una breve conversación con la directora del geriátrico, que no podía apartar la vista de su frente hinchada. Se enteró de que Theodóra era una de las residentes de más edad y de las que más tiempo llevaban allí. Una señora ejemplar, querida y respetada por los empleados y por los demás residentes.e

Le acompañaron a la habitación de Theodóra y se la presentaron. La señora estaba sentada en una silla de ruedas, en bata y con una manta de lana encima de las rodillas. Llevaba la larga melena gris recogida en una trenza que se deslizaba por el respaldo de la silla. Tenía el cuerpo encogido, las manos huesudas y la cara bondadosa. En la habitación había pocos objetos personales. Encima de la cama colgaba enmarcada una fotografía de John F. Kennedy, presidente de Estados Unidos. Erlendur se sentó en una silla frente a ella, mirando a unos ojos que ya no veían, y le dijo que le gustaría hablar sobre Grétar. Parecía oír bien y tener la cabeza clara. No demostró ninguna sorpresa ni hizo preguntas. Fue directamente al grano, como sin duda habría sido su costumbre desde siempre. A Erlendur le habían dicho que era del norte, de Skagafjordur. Tenía un fuerte acento norteño.

– Mi Grétar no era modélico -dijo-. Si te soy sincera, era un chico bastante inútil. No sé a quién se parecía. Ladrón y poco de fiar. Se juntaba con otros inútiles, todos gentuza indeseable. ¿Lo habéis encontrado, quizás?

– No -contestó Erlendur-. Hace poco mataron a uno de sus amigos. Holberg. Tal vez has oído algo sobre este caso.

– No sé nada de eso. ¿Lo liquidaron, dices?

Erlendur sonrió indulgentemente, por primera vez en mucho tiempo encontró una razón para sonreír.

– En su misma casa. Él y tu hijo solían trabajar juntos, en una empresa portuaria.

– Lo último que he sabido de mi Grétar (y entonces aún tenía una vista bastante buena) fue cuando vino a verme a casa el verano de la celebración de la República y me robó algo de plata y el dinero que tenía en un monedero. No lo descubrí hasta que se hubo marchado. El dinero había desaparecido, y luego también desapareció Grétar. Como si lo hubieran robado a él. ¿Sabes quién se lo llevó?

– No -respondio Erlendur-. ¿Sabes qué tramaba antes de su desaparición? ¿Con quién andaba?

– Ni idea -dijo la vieja-. Nunca supe qué tramaba Grétar. Os lo conté entonces, hace tiempo.

– ¿Conocías su afición a la fotografía?

– Si, tomaba fotos. Siempre estaba haciendo fotos. No sé para qué. Me decía que las fotografías eran el espejo del tiempo, pero yo no entendía de qué estaba hablando.

– Una manera bastante artificiosa de hablar tratándose de Grétar, ¿no?

– Nunca le había oído hablar así.

– Su última dirección era en Bergstadastraeti, donde tenía alquilada una habitación. ¿Qué se hizo de sus pertenencias, la cámara de fotos y los negativos? ¿Lo sabes?

– Quizá lo sepa mi Klara -dijo Theodóra-. Mi hija. Ella limpió la habitación. Tiró todos sus trastos, según creo.

Erlendur se levantó y ella siguió sus movimientos con la cabeza. Le dio las gracias por su ayuda, le dijo que le había servido de mucho. Quería comentarle que tenía muy buen aspecto y la cabeza muy clara, pero no lo hizo. No quería hablarle como a una niña. Reparó en la fotografía colgada junto a la cama y no pudo contenerse.

– ¿Por qué tienes una fotografía de Kennedy encima de la cama? -preguntó mirando a los ojos invidentes.

– ¡Ay! -suspiró Theodóra-. Le tenía cariño cuando estaba vivo.

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