Capítulo 29

Sigurdur Óli colocó el móvil en la funda y volvió a la casa. Había estado dentro, junto a los trabajadores, en el momento en que por fin consiguieron romper la placa del suelo, de donde salió un hedor tan fuerte y nauseabundo que le dieron arcadas. Salió corriendo con todos los demás, pensando en si llegaría a tiempo de alcanzar el exterior antes de vomitar. Cuando entraron de nuevo, se habían puesto gafas protectoras y mascarillas, pero aun así notaban el terrible olor apestoso.

El hombre de la taladradora agrandó el agujero que había abierto encima de la tubería de la cloaca rota. El trabajo era más fácil ahora que había logrado reventar la placa. Sigurdur Óli no se podía ni imaginar cuánto tiempo había pasado desde que se rompió la tubería. Le parecía que los excrementos habían ido acumulándose en un área grande, debajo del suelo. Subió una especie de vaho por el agujero. Iluminó aquel horror con una linterna. Al parecer, los cimientos se habían hundido por lo menos medio metro a partir de la placa del suelo.

El horror era como una balsa viva, cubierta por pequeños insectos negros. Se sobresaltó cuando vio una sombra que cruzaba la luz de la linterna.

– ¡Cuidado! -gritó al tiempo que salía del sótano a paso rápido-. ¡Hay ratas en este infierno! Tapad el agujero y llamad a una empresa de desinfección. ¡Lo dejamos! ¡Lo dejamos ahora mismo!

Nadie protestó. Alguien tapó el agujero del suelo con una lona y en un momento el sótano se quedó vacío. Sigurdur Óli se quitó la mascarilla en cuanto salió fuera e inhaló intensamente el aire limpio. Los demás hicieron lo mismo.


Durante el viaje de vuelta a Reikiavik, Erlendur tuvo noticia de las actividades en Las Marismas. Habían ido allí los empleados de una empresa de desinfección y los trabajos no seguirían hasta el día siguiente, cuando todo bicho viviente hubiera sido eliminado de los cimientos. Sigurdur Óli se había ido a su casa y salía de la ducha cuando Erlendur le llamó para informarse. Elinborg también se había marchado. Habían dejado una guardia alrededor de la casa de Holberg. Dos coches policiales se quedarían toda la noche mientras se realizaba la desinfección.

Cuando Erlendur volvió a casa, Eva Lind le recibió en la puerta. Eran casi las diez de la noche. La novia ya no estaba. Antes de irse le había dicho a Eva Lind que quería hablar con su marido para ver cómo estaba. No tenía muy claro si debía contarle la verdadera razón de su huida de la boda. Eva Lind había estado animándola para que le dijera la verdad y trató de convencerla de que no valía la pena proteger al sinvergüenza de su padre.

Se sentaron en el salón. Erlendur le explicó a su hija los pormenores de la investigación criminal, hasta dónde le había llevado y lo que le preocupaba. Hablar de ello le ayudaba a aclarar sus ideas y a tener una imagen más clara de lo acontecido en los últimos días. Se lo contó casi todo, la forma en que encontraron el cadáver en el sótano, el mal olor en la vivienda, la nota, la fotografía que había en el escritorio, la pornografía en el ordenador, el epitafio de la lápida, le habló de Kolbrún y su hermana Elín, de Audur y su muerte, del sueño que le venía atosigando, de Ellidi en la cárcel y de la desaparición de Grétar. También le habló de Marion Briem, de la búsqueda de alguna otra víctima de Holberg y del hombre misterioso plantado delante de la casa de Elín. Procuraba contarlo con coherencia y exponer algunas teorías y opiniones propias, habló y habló hasta que ya no pudo seguir.

Sin embargo, no le contó a Eva Lind que al cadáver de la niña le faltaba el cerebro. Todavía no podía entender por qué.

Eva Lind escuchó sin interrumpirle y advirtió que su padre se frotaba el pecho mientras hablaba. Sintió cómo le afectaba todo lo relacionado con Holberg. Notó en él una especie de rendición que no le había detectado nunca antes. Notó también su cansancio cuando le habló de la niña pequeña. Poco a poco parecía encerrarse en sí mismo, su voz perdio fuerza y estaba como ausente.

– ¿Audur es la niña a la que te referías cuando me gritabas esta mañana? -preguntó Eva Lind.

– Audur era, no sé, una especie de regalo de Dios para su madre -dijo Erlendur-. Amada más allá de la tumba y de la muerte. Perdóname si te he tratado mal. No era mi intención, pero cuando veo como malgastas tu vida, tu dejadez y tu falta de respeto hacia ti misma, todo el destrozo, y luego veo un pequeño ataúd blanco salir de su tumba, dejo de entender el propósito de las cosas y tengo ganas de…

Erlendur se calló.

– … darme de bofetadas -terminó la frase Eva Lind.

Erlendur se encogió de hombros.

– No sé qué me gustaría hacer. Quizá lo mejor es no hacer nada. Quizá lo mejor es dejar que la vida siga su curso. Olvidarse de todo. Empezar a hacer algo más sensato. ¿Por qué tengo que seguir con todo eso? ¿Con toda esa porquería? Hablar con gente como Ellidi. Llegar a un acuerdo con mierdas como Eddi. Ver lo que divierte a hombres como Holberg. Leer informes sobre violaciones. Escarbar cloacas llenas de insectos y porquería. Desenterrar pequeños ataúdes.

Erlendur se frotaba el pecho cada vez más fuerte.

– Uno piensa que no le va a afectar. Uno se cree lo bastante fuerte para aguantarlo todo. Uno piensa que se blinda con los años y que puede ver la suciedad a distancia, como si no fuera con uno, y conservar de esa manera su salud mental. Pero la verdad es que no hay distancia. No hay blindaje. Nadie es lo bastante fuerte. El horror te persigue como un espíritu maligno que se instala en tu mente y no te deja en paz hasta que te parece que esa suciedad es la vida misma, y te olvidas de cómo vive la gente normal. Así son las cosas. Como un mal espíritu que se ha evadido y alborota en tu cabeza hasta que finalmente te convierte en un inútil.

Erlendur suspiró pesadamente.

– Esto son las malditas marismas.

Se calló y Eva Lind le acompañó en su silencio.

Así pasó un rato hasta que Eva Lind se levantó, se sentó al lado de su padre y le abrazó con fuerza. Escuchó cómo latía rítmicamente su corazón, con el tictac tranquilizador de un reloj, hasta que se quedó dormida con una leve sonrisa en los labios.

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