Capítulo 32

Elinborg encontró a la mujer de Húsavík.

Le faltaban por investigar dos nombres de su lista y dejó a Sigurdur Óli con los técnicos en Las Marismas. La primera de las dos reaccionó como tantas otras que Elinborg había entrevistado. Sorpresa inicial, algo exagerada y que parecía ensayada. Probablemente ya se había enterado de la historia por otro lado. Dijo que había estado esperando la visita de la policía. La segunda mujer y última de la lista se negó a hablar con Elinborg. Ni siquiera quería dejarla entrar en su casa. Dijo no saber de qué estaba hablando y que no podía ayudarla.

Pero Elinborg no dejó de notar cierta vacilación en sus respuestas. Parecía necesitada de fuerza para decir lo que quería y le faltaba espontaneidad. Se comportó como si hubiera estado esperando la visita de la policía pero, al contrario de las demás mujeres, no quería saber nada acerca del caso. Quería quitarse a Elinborg de encima cuanto antes.

Elinborg intuía que había encontrado a la mujer que buscaban. Volvió a hojear sus papeles. El nombre de la mujer era Katrín y era jefa de sección de la Biblioteca de Reikiavik. Estaba casada. Su marido era el gerente de una importante agencia de publicidad. Tendría unos sesenta años. Tres hijos, todos varones, nacidos entre 1958 y 1962. Se había mudado de Húsavík en el 62 y había vivido en Reikiavik desde entonces.

Elinborg volvió a llamar al timbre.

– Creo que deberías hablar conmigo -dijo cuando la puerta se abrió de nuevo.

Katrín la miró fijamente.

– No puedo ayudaros en nada -contestó en un tono brusco-. Sé de qué se trata. He recibido unas llamadas horribles. Pero no sé nada sobre ninguna violación. Espero que te baste con eso y que me dejes en paz.

Iba a cerrar la puerta.

– Es posible que a mí me baste con eso, pero a un hombre llamado Erlendur, que está investigando el asesinato de Holberg, no le va a bastar. La próxima vez que abras la puerta será él quien estará aquí en mi lugar y no le podrás echar. Él no admite que nadie le cierre la puerta en sus narices. Puede hacer que te lleven a la comisaría si es preciso.

– Déjame tranquila, por favor -dijo Katrín, y cerró la puerta.

«Ojalá pudiera», pensó Elinborg. Sacó el móvil y llamó a Erlendur, que en ese momento volvía de la universidad. Elinborg le explicó la situación y él dijo que estaría allí en diez minutos.

Cuando llegó no vio a Elinborg por ninguna parte, pero reconoció su coche aparcado delante de la casa. Era una casa grande del barrio de Vogar, dos plantas y un garaje doble. Llamó al timbre y para su sorpresa le abrió Elinborg.

– Creo que he encontrado a la mujer -dijo en voz baja, e hizo entrar a Erlendur-. Salió a buscarme aquí fuera hace un momento y se disculpó por su brusquedad. Dijo que prefiere hablar con nosotros aquí que en comisaría. Conocía la historia de la violación y nos esperaba.

Elinborg entró en la casa delante de Erlendur y fue directamente a un salón donde les aguardaba Katrín. La mujer saludó a Erlendur con un apretón de manos intentando sonreír, pero sin lograrlo del todo. Iba vestida con gusto, llevaba una falda gris y una blusa blanca. Su espesa melena rubia le llegaba hasta los hombros. Era alta, de piernas estilizadas y hombros estrechos. Su atractiva cara denotaba preocupación.

Erlendur miró a su alrededor. Había gran cantidad de libros dispuestos en varios muebles con estantes y puertas de cristal. Al lado de una de las librerías había un bonito escritorio; en medio del salón, un tresillo de cuero, antiguo, pero bien conservado, y en un rincón, una mesa auxiliar. Cuadros en las paredes. Pequeñas acuarelas con bonitos marcos, fotografías de la familia. Erlendur observó detenidamente estas últimas. Todas eran antiguas. Los tres chicos con sus padres. Las últimas estaban hechas en sus primeras comuniones. No parecía que se hubieran graduado, ni casado.

– Queremos buscar algo más pequeño -dijo Katrín como disculpándose cuando vio que Erlendur estudiaba el entorno-. Esta casa ya se ha vuelto demasiado grande para nosotros.

Erlendur asintió con la cabeza.

– ¿Está tu marido en casa?

– Albert no llegará hasta más tarde. Está en el extranjero. Esperaba poder hablar de esto antes de que él llegara.

– ¿Nos sentamos? -dijo Elinborg.

Katrín se disculpó y les invitó a sentarse. Se acomodó sola en el sofá y Elinborg y Erlendur en los sillones, frente a ella.

– ¿Qué es exactamente lo que queréis de mí? -preguntó Katrín mirando a uno y a otra-. No sé dónde entro yo en este asunto. El hombre está muerto. A mí no me concierne.

– Holberg era un violador -dijo Erlendur-. Tuvo una hija con una mujer del sur después de haberla violado. Cuando empezamos a investigar su vida, averiguamos que antes había violado a otra mujer, una mujer de Húsavík, de una edad parecida a la de la segunda victima. Es posible que violara a más mujeres, pero no lo sabemos. Necesitamos encontrar a la víctima de Húsavík. A Holberg le mataron en su domicilio, y algunos indicios nos hacen pensar que la explicación del asesinato está relacionada con su desagradable pasado.

Erlendur y Elinborg advirtieron que ese discurso no parecía impresionar a Katrín. No reaccionó cuando hablaron sobre las violaciones de Holberg, ni cuando hablaron sobre la hija que tuvo, y tampoco hizo ninguna pregunta.

Erlendur tomó la palabra.

– Esta historia no parece impresionarte -dijo.

– No -repuso Katrín-. ¿Por qué tendría que impresionarme?

– ¿Qué puedes decirnos sobre Holberg? -preguntó Erlendur después de un corto silencio.

– Le reconocí enseguida cuando vi las fotografías en la prensa -contestó Katrín. El tono de desafío parecía haber desaparecido de su voz, sus palabras eran susurros-. Sin embargo, había cambiado mucho -añadio.

– La fotografía que se publicó es de nuestros archivos -dijo Elinborg-. Era de un carnet de conducir que había renovado recientemente. Era camionero. Conducía por todo el país.

– En su tiempo me contó que era abogado en Reikiavik.

– Seguramente trabajaría para la empresa portuaria por aquel entonces -dijo Erlendur.

– Yo tenía poco más de veinte años. Albert y yo teníamos dos hijos cuando pasó. Nos casamos muy jóvenes. Albert estaba de viaje, lo cual no era frecuente. Por aquel entonces tenía una tienda y además era representante de una compañía de seguros.

– ¿Sabe él lo que pasó? -preguntó Erlendur.

Katrín vaciló un instante.

– No, nunca se lo conté, y os agradecería que intentarais mantener esto entre nosotros.

Se quedaron en silencio.

– ¿No le contaste a nadie lo que te había pasado? -inquirió Erlendur.

– No se lo conté a nadie.

Se quedó callada. Erlendur y Elinborg esperaban.

– Aún me siento culpable. Dios mío -suspiró-. Sé que no tendría que sentirme así, que no fue culpa mía. Han pasado cuarenta años y aún me siento culpable, sabiendo que no debería. Cuarenta años. No sé hasta qué punto os interesan los detalles. No sé qué es lo que puede ser importante para vosotros. Como he dicho antes, Albert estaba de viaje. Yo salí a divertirme con unas amigas y conocí a esos hombres.

– ¿Esos hombres? -interrumpió Erlendur.

– Sí, a Holberg y a otro que iba con él. Nunca supe cómo se llamaba ese otro. Me enseñó una pequeña cámara de fotos que tenía. Estuve hablando con él sobre fotografía. Nos acompañaron a casa de una amiga y ahí siguió la fiesta. Éramos cuatro amigas las que salimos juntas y dos de nosotras estábamos casadas. Pasado un rato, dije que quería irme a casa y él se ofreció a acompañarme.

– ¿Holberg? -dijo Elinborg.

– Sí. Holberg. Decliné su oferta, me despedí de mis amigas y me fui sola a casa. Estaba cerca. Vivíamos en una pequeña casa unifamiliar en una calle nueva de Húsavík. Cuando abrí la puerta apareció de repente detrás de mí. Dijo algo que no oí, me empujó dentro y cerró la puerta. No entendía lo que estaba pasando. No sabía si tenía que sentir miedo o sorpresa. Había tomado algunas copas y eso contribuía a que me encontrara aturdida. No conocía de nada a ese hombre, nunca lo había visto antes.

– Entonces, ¿por qué te culpas? -preguntó Elinborg.

– Estaba muy alegre en la fiesta -dijo Katrín después de un rato-. Le invité a bailar. No sé por qué lo hice. Había tomado algunas copas y nunca me había sentado bien el alcohol. Mis amigas y yo lo habíamos pasado muy bien aquella noche y estábamos contentas. Irresponsable. Bebida.

– Pero no tienes que culparte… -empezó Elinborg.

– Nada de lo que digas me va a ayudar -dijo Katrín, y miró tristemente a Elinborg-, así que no hace falta que me digas lo que debo o no debo hacer. No sirve de nada. -Katrín continuó su relato-: Iba detrás de nosotras todo el rato. Era un hombre bastante agradable. Era divertido y sabía cómo hacernos reír. Lo pasaba bien con nosotras. Más tarde recordé que me había preguntado por Albert y se había enterado de que estaba sola en casa. Pero lo hizo de manera que no sospeché que albergara malas intenciones.

– Es prácticamente la misma historia que la de la mujer de Keflavík -dijo Erlendur-. Sólo que en aquella ocasión la mujer dejó que la acompañara a casa. Luego él le pidio que le dejara telefonear, la atacó en la cocina y se la llevó al dormitorio, donde la violó.

– Aquel hombre se transformó. De repente se convirtió en un ser asqueroso. ¡Cómo hablaba! Me arrancó el abrigo que llevaba y me empujó mientras me llamaba cosas horribles. Estaba muy excitado. Intenté hablarle, pero resultó absolutamente imposible. Cuando empecé a gritar, se abalanzó sobre mí y me hizo callar. Luego me arrastró hasta el dormitorio…

Se armó de valor y les contó todo lo que le hizo Holberg. Lo explicó de forma sistemática y sin omitir nada. No había olvidado ningún fragmento de lo que pasó aquella noche. Se acordaba de todos los detalles. En su relato no había nada de sentimentalismo. Era como si leyera unas frías declaraciones en un papel. Nunca antes había descrito esos hechos con tanta exactitud. Se mostró tan distante que Erlendur tuvo la sensación de que estaba describiendo algo que le había pasado a otra mujer, en otro lugar, en otra época, en otra vida.

En un momento de la descripción, Erlendur hizo una mueca y Elinborg maldijo en voz baja.

Katrín terminó su relato.

– ¿Por qué no denunciaste a ese animal? -preguntó Elinborg.

– Era un monstruo. Me amenazó con matarme si lo denunciaba y la policía lo arrestaba. Y aún peor, me dijo que si lo denunciaba diría que yo lo había invitado a mi casa para que se acostara conmigo. Utilizaba otras palabras, pero yo sabía lo que quería decir. Tenía mucha fuerza, pero no me dejó ninguna señal en el cuerpo. Tuvo sumo cuidado en no dejar marcas. Me di cuenta de eso más tarde. Me dio algunas bofetadas en la cara, pero nunca demasiado fuertes.

– ¿Cuándo ocurrió eso? -preguntó Erlendur.

– En 1961. En otoño.

– ¿No hubo ninguna repercusión? ¿Nunca volviste a ver a Holberg o…?

– No. Nunca volví a verlo. Hasta que descubrí su foto en los periódicos.

– ¿Te mudaste de Húsavík?

– Realmente era lo que siempre habíamos pensado hacer. Albert siempre tuvo esa idea. A mí ya no me disgustaba tanto la idea, después de lo que pasó. En Húsavík hay buena gente, y me gustaba vivir allí, pero nunca he vuelto a ir.

– Tenías dos hijos antes de eso. Dos chicos, según parece -dijo Erlendur, y señaló las fotos de las primeras comuniones-. Luego nació el tercer hijo… ¿cuándo?

– Dos años más tarde -contestó Katrín.

Erlendur la miró fijamente y vio que había mentido por primera vez durante toda la conversación.

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