Capítulo 25

El sonido del teléfono por fin despertó a Erlendur. El zumbido retumbó en su cabeza hasta que logró abrir los ojos y mirar a su alrededor. Se había quedado dormido en el sillón del salón. Su abrigo y su sombrero estaban sobre el sofá. La vivienda estaba a oscuras. Se levantó lentamente, pensando si podría llevar el mismo traje otro día más. No recordaba cuándo fue la última vez que se cambió de ropa. Antes de coger el teléfono, echó una mirada dentro del dormitorio y vio que las dos chicas estaban dormidas en su cama, tal como las había acostado la noche anterior. Dejó la puerta entreabierta.

– Las huellas digitales concuerdan perfectamente con las huellas de la fotografía -dijo Sigurdur Óli, sin más preámbulos.

Tuvo que repetir la frase hasta tres veces más, antes de conseguir que Erlendur entendiera de qué estaba hablando. Finalmente Erlendur contestó:

– ¿Quieres decir las huellas digitales de Grétar?

– Sí, de Grétar.

– ¿Y también hay en la foto huellas digitales de Holberg? -dijo Erlendur-. ¿Qué demonios estarían tramando?

– Se me escapa -repuso Sigurdur Óli.

– ¿Qué?

– Nada. Eso quiere decir que Grétar hizo la foto y seguramente se la enseñó a Holberg, o Holberg la encontró. Hoy seguiremos con la búsqueda de marujas, ¿verdad? -preguntó Sigurdur Óli-. ¿No tienes nada nuevo?

– Sí… -dijo Erlendur- y no.

– Voy camino de Grafarvogur. Estamos terminando con los interrogatorios a mujeres en Reikiavik. ¿Quieres que enviemos a alguien al norte, cuando acabemos aquí?

– Sí -contestó Erlendur, y colgó.

Eva Lind se había levantado y estaba en la cocina. El teléfono la había despertado. Las dos chicas llevaban todavía la ropa puesta. Erlendur había vuelto a entrar en el agujero la noche anterior para buscar a la otra chica y se las había llevado a las dos a casa.

Eva Lind entró en el cuarto de baño sin decir palabra. Erlendur la oyó vomitar y se fue a la cocina para preparar café, el único remedio que conocía. Luego se sentó a la mesa de la cocina esperando a que apareciera su hija. Pasó un largo rato. Llenó dos tazas de café y por fin apareció Eva Lind. Se había lavado la cara pero, a pesar de todo, Erlendur pensó que tenía un aspecto horrible. Su cuerpo extremadamente delgado casi no se aguantaba en pie.

– Yo sabía que se drogaba a veces, pero fue totalmente fortuito que topara con ella -dijo con una voz ronca Eva Lind cuando se sentó al lado de su padre.

– ¿Qué te ocurrió a ti? -preguntó Erlendur.

– Estoy intentando recordarlo, pero es difícil -contestó ella.

– Vinieron dos chicos aquí preguntando por ti. Bastante insolentes. Le pagué una deuda tuya a un tal Eddi. Fue él quien me dijo dónde estabas.

– Eddi es un buen tipo.

– ¿Vas a seguir intentándolo?

– ¿No tendré que abortar?

Eva Lind bajó los ojos al suelo.

– No lo sé.

– Tengo miedo de hacerle daño.

– Quizás es eso lo que estás tratando de hacer.

Eva Lind miró a su padre.

– ¿Qué mierda dices?

– ¿Yo?

– ¡Sí, tú!

– ¿Qué quieres que piense? -gritó Erlendur-. ¿Crees que podrás enfrentarte a esa interminable y maldita autocompasión tuya? Menuda cobarde estás hecha. ¿De verdad te encuentras tan a gusto en tu miseria que no puedes pensar en nada mejor? ¿Con qué derecho destrozas tu vida de esa manera? ¿Con qué derecho tratas así a la vida que llevas dentro? ¿Crees que tu vida es tan desgraciada? ¿Crees que eres la mujer más desgraciada del mundo? Yo estoy investigando la muerte de una niña que no llegó a cumplir los cuatro años. Que enfermó y murió. Algo incomprensible la destrozó y la mató. Su ataúd mide un metro. ¿Me oyes? ¿Qué derecho tienes tú a vivir? ¡Dime!

Erlendur estaba chillando. Se había levantado y descargó un golpe tan fuerte sobre la mesa que las tazas se volcaron. Cuando se dio cuenta, las cogió y las lanzó contra la pared, detrás de Eva Lind. Le dominaba la ira y por un momento perdió el control. Volcó la mesa y todo lo que había encima -platos, ollas y vasos- cayó al suelo y se estrelló contra la pared. Eva Lind se quedó quieta, sentada en su silla, viendo la cólera de su padre; lentamente los ojos se le llenaron de lágrimas.

Poco a poco Erlendur fue tranquilizándose, y entonces advirtió que a Eva Lind le temblaban los hombros y que la chica se cubría la cara con las manos. Miró a su hija y le vio el pelo sucio, los brazos delgados, unas muñecas que apenas eran más anchas que los dedos de él, y el cuerpo enflaquecido sacudido por el llanto. Iba descalza y tenía las uñas de los pies negras de mugre. Fue hacia ella e intentó apartarle las manos de la cara, pero ella no le dejó. Quería pedirle perdón por su comportamiento. Quería abrazarla. No hizo ninguna de las dos cosas.

En vez de eso se sentó a su lado en el suelo. Sonó el teléfono, pero no lo cogió. La chica del dormitorio no daba señales de vida. El teléfono dejó de sonar y lo único que interrumpía el silencio eran los sollozos de Eva Lind. Erlendur sabía que no era un padre ejemplar y que su discurso iracundo tal vez iba dirigido a él mismo, a sus propias carencias como padre. Eso era lo que probablemente opinaría un psicólogo: que se sentía fracasado como padre y que lo pagaba con su hija. De todos modos, quizá su actitud tendría algún efecto sobre Eva Lind. Era la primera vez que la veía llorar desde que era un bebé. La había dejado cuando tenía sólo dos años.

Finalmente Eva Lind acabó por apartar las manos de la cara. Después se sorbió desabridamente los mocos y se secó las lágrimas.

– Era su padre -dijo.

– ¿Su padre? -preguntó Erlendur.

– El que «era horrible» era su padre -explicó Eva Lind-. Es verdaderamente horrible. Su padre empezó a tocarla cuando le salieron pechos. Luego las cosas fueron cada vez más lejos. No la dejó en paz ni en su propia boda. Se la llevó a un pasillo y le dijo que tenía un aspecto tan sexy con el vestido de novia que no podía contenerse. No podía soportar que lo dejara. La empezó a tocar. Ella se hundió.

– ¡Qué animal! -suspiró Erlendur.

– Yo sabía que algunas veces se drogaba. En ocasiones me había pedido que la ayudara a conseguir la droga. Se derrumbó totalmente y fue a buscar a Eddi. Ha estado en aquel agujero desde entonces. Creo que su madre estaba enterada de todo. Desde el principio. Pero no hizo nada. Tenían una casa demasiado elegante. Demasiados coches.

– ¿La chica no quiere poner una denuncia? -preguntó Erlendur.

– ¡Guau!

– ¿Qué?

– Meterse en todo ese rollo de mierda a cambio de tres meses de libertad condicional, y eso si alguien la cree.

– ¿Qué va a hacer?

– Volver con el tío. Con su marido. Creo que le quiere.

– Se culpaba a sí misma, ¿no?

– No sabe qué pensar.

– Dejó escrito «¿qué he hecho?». Seguramente se sentía culpable.

– No me extraña que esté un poco confusa.

– Lo peor es que esos condenados maricones siempre viven felices. Sonríen al mundo sin que la conciencia les moleste para nada. Malditos imbéciles.

– No vuelvas a hablarme de esa manera -dijo Eva Lind-. Nunca más me hables así.

– ¿Debes dinero a alguien, aparte de a Eddi? -preguntó Erlendur.

– Sí, a alguno más. Pero el problema es Eddi.

Volvió a sonar el teléfono. La chica del dormitorio se despertó, se sentó en la cama, miró a su alrededor y luego se levantó. Erlendur no tenía ganas de coger el teléfono. No tenía ganas de ir a trabajar.

Pensaba que le gustaría pasar el día con Eva Lind, hacerle compañía y quizá convencerla de que fuera con él a visitar a un médico para hacerse una revisión ginecológica. Asegurarse de que el feto estaba bien.

El teléfono no dejaba de sonar. La chica había salido al pasillo y evidentemente estaba aturdida. Preguntaba si había alguien en casa. Eva Lind contestó diciéndole que estaba en la cocina. Erlendur se levantó del suelo y salió al pasillo para darle los buenos días. Ella hizo caso omiso. Las dos habían dormido con la ropa puesta, igual que Erlendur. La chica echó un vistazo a la cocina, observó los destrozos y luego le miró a él.

Erlendur cogió por fin el teléfono.

– ¿A qué olía en casa de Holberg?

Erlendur tardó algún tiempo en darse cuenta de que la voz era de Marion Briem.

– ¿Olía? -preguntó.

– Sí, ¿a qué olía? -repitió Marion Briem.

– Bueno, olía a sótano -dijo Erlendur-. Muy mal. A humedad. No sé, a caballos o algo así.

– No, no olía a caballos -repuso Marion Briem-. He estado buscando información sobre Las Marismas y hablé con un amigo que es fontanero y que me puso en contacto con otros fontaneros. He hablado con muchos fontaneros.

– ¿Fontaneros?

– Todo muy interesante. No me contaste lo de las huellas digitales que encontraste en la fotografía.

Su tono de voz era de reproche.

– No -dijo Erlendur-. Aún no las había tenido en cuenta.

– Me enteré. Grétar y Holberg tramaban algo. Grétar sabía que la niña era hija de Holberg. Quizá sabía algo más.

Erlendur no dijo nada.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó al cabo de un rato.

– ¿Sabes qué es lo más importante que necesitamos saber sobre Las Marismas? -preguntó a su vez Marion Briem.

– No -respondio Erlendur.

Tenía dificultades para adivinar los pensamientos de Marion.

– Es tan evidente que se me escapó totalmente por aquel entonces.

– ¿A qué te refieres?

Marion guardó silencio por un momento, como para dar más peso a sus palabras.

– A que son marismas.

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