Capítulo 36

El médico estaba esperando la visita de Erlendur esa noche, ya que Hanna le había avisado. Vivía en una casa señorial en el centro del cercano pueblo de Hafnarfjordur y recibió a Erlendur en la puerta. Un hombre agradable y cortés, de unos sesenta años, bajo, totalmente calvo, algo gordo y de mejillas sonrosadas. Llevaba una bata de estar por casa. «Un hombre hedonista», pensó Erlendur.

Erlendur entró en el salón de la casa, se sentó en un gran sofá de cuero, de color granate, y declinó la oferta de una bebida alcohólica. El médico se sentó frente a él en un sillón, esperando que le explicara la razón de su visita. Erlendur miró a su alrededor y dejó vagar la vista por el espacioso salón lleno de cuadros y objetos de arte. Quería saber si aquel hombre vivía solo. Se lo preguntó.

– Siempre he vivido solo -dijo el médico-. Estoy a gusto así y siempre lo he estado. Dicen que los hombres, cuando llegan a mi edad, suelen arrepentirse de no haber formado una familia y no haber tenido hijos. Mis colegas agitan las fotografías de sus nietos adultos delante de todo el mundo, pero a mí nunca me interesó formar una familia. Nunca me han gustado los niños.

Era la cordialidad en persona, hablador y amable como si fuera un amigo íntimo. Parecía sentirse orgulloso de su propia simpatía. A Erlendur le dejó indiferente.

– Pero te interesan los órganos vitales dentro de un tarro -dijo bruscamente. El médico no se alteró lo más mínimo.

– Hanna me contó que estabas algo irritado -repuso-. No entiendo por qué tienes que enfadarte. No estoy haciendo nada ilegal. Sí, tengo una pequeña colección de órganos. La mayoría están guardados en frascos con formalina. Los tengo aquí en casa. Los iban a destruir, así que los cogí y me los traje aquí. También guardo algunas muestras de tejidos.

El médico se calló.

– Supongo que querrás saber por qué -siguió después de un momento de silencio.

Erlendur sacudió la cabeza negativamente.

– Lo que quería preguntarte es muy simple: ¿cuántos órganos has robado? Pero a eso llegaremos enseguida.

– No he robado ningún órgano -dijo el médico frotándose la calvicie con suavidad-. No entiendo tu antipatía. ¿Te importa si me sirvo una copita de jerez?

Erlendur esperó mientras el médico se servía el jerez y tomaba un sorbo con cara de satisfacción. El médico se dirigió a un pequeño mueble bar y se sirvió una copita, le ofreció otra a él, pero Erlendur declinó la oferta y esperó mientras el médico tomaba con sus gruesos labios un pequeño sorbo y su cara dejaba traslucir su satisfacción.

– Generalmente, la gente no piensa en esas cosas, como es normal. En nuestro mundo, todo lo que está muerto es inútil, y un cuerpo humano muerto también lo es. Mostrar algún tipo de sentimentalismo es innecesario. El alma ya no está. Sólo queda la cáscara, y la cáscara no es nada. Tienes que verlo desde el punto de vista médico. El cuerpo no es nada, ¿entiendes?

– Evidentemente sí es algo para ti. Coleccionas partes del cuerpo humano.

– En el extranjero, los hospitales suelen comprar órganos para la enseñanza -siguió el médico-. Pero eso no se acostumbra a hacer aquí. Aquí siempre hay que pedir permiso para practicar la autopsia y algunas veces se solicita la conformidad de los familiares para sustraer algún órgano, aunque ese órgano tal vez no sea la causa de la muerte en cuestión. A veces se deniega y otras veces se consiente. Normalmente se trata de personas mayores. Nadie roba órganos.

– Pero no siempre ha sido así -dijo Erlendur.

– No sé cómo se hacía antiguamente. Sin duda entonces no había tanto control como ahora. No tengo ni idea. No sé qué te he hecho yo para que muestres tanta indignación. ¿Te acuerdas de la noticia sobre los franceses? Una fábrica de coches que utilizaba cuerpos humanos para sus pruebas de choques, también cuerpos de niños. Puedes indignarte por eso. Los órganos se compran y se venden en todo el mundo. Incluso se asesina a gente para conseguir sus órganos. Lo que yo he coleccionado no es ningún crimen.

– Pero ¿para qué? ¿Qué haces con eso? -preguntó Erlendur.

– Investigo, claro -dijo el médico, y tomó un sorbo de jerez-. Miro por el microscopio. ¿Qué suelen hacer los coleccionistas? Los filatélicos miran el franqueo de correos. Los bibliófilos miran el año de la edición. Los astrónomos tienen el universo delante de sus ojos y se dejan impresionar por esos tamaños increíbles. Yo miro mi mundo microscópico muy a menudo.

– ¿Así que tu hobby es la investigación? ¿Tienes suficientes medios para investigar las muestras y órganos que coleccionas?

– Sí.

– ¿Aquí en casa?

– Sí. Si las muestras están bien conservadas pueden volverse a analizar. Cuando te llega una nueva información acerca de algo o si te interesa buscar un aspecto concreto en particular, siempre puedes volver a examinarlas. Son perfectamente aptas para la investigación.

El médico se quedó callado un momento.

– ¿Estás preguntándote por lo de Audur? -dijo al fin.

– ¿La conoces? -preguntó Erlendur asombrado.

– Sabes que si no le hubieran hecho la autopsia y no le hubieran sacado el cerebro nunca se habría podido averiguar la causa de su muerte. Eso lo sabes. Ha estado enterrada demasiado tiempo. No habría sido posible investigar su cerebro después de más de treinta años bajo tierra. De esa manera, lo que te ha parecido tan repugnante probablemente resultará ser tu tabla de salvación. Supongo que te das cuenta de ello.

El médico se quedó pensativo.

– ¿Has oído hablar de Luis XVII? Era el hijo de Luis XVI y de María Antonieta. Lo encarcelaron durante la revolución y le quitaron la vida cuando tenía diez años.

– ¿A quién?

– A Luis XVII.

– ¿Luis?

– Hace poco más de un año oí en las noticias que científicos franceses habían descubierto que no se había escapado de la cárcel como se creía, sino que murió allí. ¿Sabes cómo lo descubrieron?

– No sé de qué me estás hablando -dijo Erlendur.

– En su momento le sacaron el corazón y lo guardaron en formalina. Ahora los científicos han podido hacer la prueba del ADN y descubrir que unos que afirmaban ser familiares, en realidad no eran tales. Su parentesco con la familia real estaba basado en mentiras. Ninguno de ellos estaba emparentado con el príncipe. ¿Sabes cuándo murió el pequeño Luis?

– No.

– Hace más de doscientos años. En 1795. La formalina es un líquido extraordinario.

Erlendur pensó en las palabras del médico.

– ¿Qué sabes acerca de Audur? -preguntó.

– Algunas cosas.

– ¿Cómo llegó la muestra a tus manos?

– A través de una tercera persona -dijo el médico-. Creo que no voy a entrar en eso.

– ¿De la Ciudad de Tarros?

– Sí.

– ¿ La Ciudad de Tarros fue a parar a tus manos?

– Una parte. No hace falta que sigas hablándome como si fuera un criminal.

Erlendur se quedó pensativo.

– ¿Has encontrado la causa de su muerte?

El médico miró a Erlendur y tomó otro sorbo de jerez.

– Pues sí -dijo-. Siempre me ha gustado más la investigación que el servicio médico. Mi manía coleccionista me ha permitido dedicarme a las dos cosas, aunque de manera limitada.

– En el informe judicial de Keflavík sólo se habla de un tumor, pero sin más detalles.

– Vi ese informe. Es muy defectuoso, siempre fue un informe provisional. Como te digo, yo lo he investigado más a fondo y pienso que tengo respuestas para algunas de tus preguntas.

Erlendur se inclinó hacia delante en su sillón.

– ¿Y?

– Enfermedad hereditaria. Se manifiesta en algunas de las familias de este país. Este caso era complicado y, a pesar de que le dediqué una investigación minuciosa, tardé en estar seguro de los resultados. Finalmente, me pareció que lo más probable era que el tumor fuera originado por una enfermedad hereditaria llamada neurofibromatosis. Supongo que no habrás oído hablar de ella. Los síntomas de la enfermedad no tienen por qué ser evidentes. En algunos casos, el enfermo puede morir sin haber notado ningún síntoma de la dolencia. Son los portadores pasivos. Lo más frecuente, sin embargo, es que los síntomas se hagan evidentes pronto y se manifiesten principalmente con manchas por el cuerpo y pequeños tumores cutáneos.

El médico bebió otro trago de jerez.

– Los de Keflavík no mencionaron nada de eso en el informe, pero creo que tampoco sabían qué tenían que buscar.

– A los familiares les hablaron de manchas cutáneas.

– ¿Sí? Los diagnósticos no siempre son certeros.

– ¿Esta enfermedad se transmite de padre a hija?

– Es posible. Pero la herencia no se limita a eso. Pueden portarla y heredarla individuos de ambos sexos. Hay quien dice que el Hombre Elefante padecía una variante de esta enfermedad. ¿Viste la película?

– No -contestó Erlendur.

– A veces los huesos se desarrollan demasiado y causan deformaciones, como en el caso del Hombre Elefante, aunque otros sostengan que esa enfermedad no tiene nada que ver con este caso. Pero esa es otra historia.

– ¿Por qué empezaste a investigar precisamente esa enfermedad? -le interrumpió Erlendur.

– Las enfermedades cerebrales son mi especialidad -dijo el médico-. Esa niña es uno de mis casos más notables. Estudié todos los informes que había sobre ella. No eran muy exactos. El médico que la atendió era bastante mediocre, un alcohólico, según me han dicho. En su informe mencionó tuberculosis súbita en la cabeza, una descripción que fue utilizada antiguamente cuando se daban casos parecidos. Empecé a investigar desde ese punto de vista. El informe judicial tampoco era muy exacto, como ya hemos dicho. Encontraron el tumor y eso les bastó.

El médico se levantó y se dirigió a una gran librería que había en el salón. Sacó una revista y se la dio a Erlendur.

– No estoy seguro de que vayas a entender todo lo que dice, pero escribí un artículo breve sobre mis investigaciones en una conocida revista médica americana.

– ¿Has escrito un artículo científico sobre Audur? -preguntó Erlendur.

– Audur nos ha ayudado a entender mejor la enfermedad. Ha significado mucho para mí y para la ciencia médica. Espero que eso no te decepcione.

– El padre de la niña podría ser portador -dijo Erlendur que aún no había digerido todo lo que el médico le acababa de contar-. Y le transmite la enfermedad a su hija. Si hubiera tenido un hijo, también se la habría transmitido, ¿no?

– No tiene por qué desarrollarse necesariamente en el hijo, pero podría ser portador como su padre -explicó el médico.

– ¿Así qué?

– Si el hijo tiene hijos, ellos podrían desarrollar la enfermedad.

Erlendur meditó sobre el asunto.

– Tendrías que hablar con los del Centro de Secuenciación Genética. Ellos tienen las respuestas a las cuestiones genéticas.

– ¿Qué? -exclamó Erlendur.

– Que hables con el Centro de Secuenciación Genética. Esa es nuestra moderna Ciudad de Tarros. Tienen todas las respuestas. ¿Qué pasa? ¿Por qué te sobresaltas? ¿Conoces a alguien allí?

– No, pero pronto conoceré a una persona -dijo Erlendur.

– ¿Quieres ver a Audur? -preguntó el médico.

Al principio Erlendur no entendió lo que quería decir el médico.

– ¿Quieres decir…?

– Tengo un pequeño laboratorio aquí abajo. Te invito a verlo.

Erlendur vaciló.

– De acuerdo -dijo después de un rato.

Se levantaron y Erlendur siguió al médico por una estrecha escalera. El médico encendio una luz y apareció un pequeño laboratorio blanco, plagado de microscopios, ordenadores, frascos para experimentos y equipos diversos que Erlendur no sabía para qué servían.

Se acordó de un comentario sobre un coleccionista que había leído en un libro. Los coleccionistas se crean un mundo. Se crean un pequeño mundo, eligen ciertos símbolos del mundo real y los convierten en habitantes de su mundo particular. Holberg también era coleccionista. Su colección era pornográfica. Con la pornografía construyó su mundo particular, igual que hizo el médico con los órganos.

– Aquí está -dijo el médico.

Se dirigió a un antiguo armario de madera, lo único en la habitación que no concordaba con el entorno pasteurizado. Abrió el armario y sacó un frasco cerrado. Lo depositó con cuidado sobre una mesa y bajo la luz fluorescente Erlendur pudo ver un pequeño cerebro infantil flotando en una solución turbia de formalina.


Cuando se marchó de la casa del médico, llevaba una pequeña cartera negra que contenía los restos mortales de Audur. Pensaba en la Ciudad de Tarros mientras conducía por las desiertas calles hacia su casa. Llegó a la conclusión de que no le gustaría que alguna parte de su propio cuerpo fuera a parar algún día a un frasco de un laboratorio. Seguía lloviendo cuando aparcó delante de su edificio. Apagó el motor, encendió un cigarrillo y se quedó contemplando la oscuridad de la noche.

Miró la cartera negra en el asiento, a su lado.

Iba a devolver a Audur al lugar que le correspondía.

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