Capítulo 22

Erlendur no asimilaba el significado de lo que le decía el forense y lo miró fijamente como si no lo hubiera oído. Observó un instante el cadáver, pero levantó la vista enseguida, al ver el hueso de una pequeña mano asomarse por debajo de la sábana. No se sentía capaz de registrar en su mente la imagen de lo que estaba ahí tapado. No quería conocer el aspecto de los restos humanos de la niña. No quería que ésa fuera la imagen de la que iba a acordarse cada vez que pensase en ella.

– La habían abierto antes -dijo el forense.

– ¿Falta el cerebro? -suspiró Erlendur.

– Ya le habían hecho la autopsia.

– Sí, en el hospital de Keflavík.

– ¿Cuándo murió?

– En 1968 -respondio Erlendur.

– Y si lo he entendido bien, Holberg era su padre, pero no vivía con la madre y con la niña, ¿no?

– La niña sólo tenía a su madre.

– ¿Se concedio algún permiso para donar algunos de sus órganos a la ciencia? -siguió preguntando el forense-. ¿Sabes algo de eso? ¿La madre dio su autorización?

– No lo creo -dijo Erlendur.

– Podría habérsele extraído sin permiso. ¿Quién la atendía cuando murió? ¿Quién era su médico?

Erlendur nombró a Frank. El forense se quedó pensativo.

– No puedo decir que hechos como éste sean del todo desconocidos para mí. A veces se consulta a los familiares si dan su consentimiento para sacar algún órgano para la investigación. Todo en nombre de la ciencia, claro. Lo necesitamos. También para la enseñanza. Cuando no existe ningún familiar cercano. He sabido de casos en que, si no existe ningún familiar cercano antes de enterrar el cadáver, se han extraído determinados órganos para investigar. Pero no es habitual que se robe directamente un órgano cuando hay una familia.

– ¿Y cómo es posible que falte el cerebro? -preguntó Erlendur, que no salía de su asombro.

– A la niña se le serró el cráneo en dos mitades y se le extirpó el cerebro entero, de una pieza.

– No, quiero decir…

– Un trabajo limpio -explicó el forense-. Un trabajo de experto. Se corta la médula a través del cuello, aquí detrás, y de esta manera se suelta el cerebro.

– Sé que investigaron el cerebro a causa de un tumor -dijo Erlendur-. ¿Quieres decir que después no volvieron a colocarlo en su sitio?

– Ésa es una posibilidad -repuso el forense, y tapó el cadáver-. Si le sacaron el cerebro para investigarlo, tal vez no tuvieron tiempo de volver a ponerlo en su sitio antes del entierro. Hay que prepararlo.

– ¿Prepararlo?

– Para que sea más fácil trabajar con él. Se queda blando como un queso tierno. Pero requiere su tiempo.

– ¿Y no habría bastado con coger sólo una muestra?

– No lo sé -dijo el forense-. Lo único que sé es que el cerebro no está en su sitio, así que será difícil determinar exactamente la causa de la muerte. Es posible que lo podamos averiguar con una investigación del ADN de los huesos. Habría que ver qué nos puede decir eso.


Frank no pudo disimular su asombro cuando abrió la puerta y vio a Erlendur en las escaleras, empapado por la lluvia.

– Hemos desenterrado a la niña -dijo Erlendur sin preámbulos-, y le falta el cerebro. ¿Sabes algo acerca de eso?

– ¿Desenterrasteis? ¿El cerebro? -preguntó el médico sorprendido, e invitó a Erlendur a pasar a su despacho-. ¿Qué quieres decir con que le falta el cerebro?

– Quiero decir lo que digo. Le sacaron el cerebro. Probablemente para investigar la causa de la muerte, y luego no fue devuelto. Tú eras su médico. ¿Sabes qué pasó?

– Yo era su médico de cabecera, como creo haberte dicho cuando viniste la otra vez. Pero ella estaba bajo los cuidados de los médicos del hospital de Keflavík.

– El que le hizo la autopsia ha fallecido. Nos dieron una copia de su informe, que es muy escueto y sólo menciona un tumor cerebral. Si lo investigó a fondo no redactó ningún informe sobre ello. ¿No habría bastado con coger una muestra? ¿Era necesario retirar el cerebro entero?

El médico se encogió de hombros.

– Yo no sé mucho de eso.

Vaciló un instante.

– ¿Faltaban otros órganos? -preguntó finalmente.

– ¿Otros órganos? -dijo Erlendur.

– Además del cerebro. ¿Sólo faltaba el cerebro?

– ¿Qué quieres decir?

– ¿No se tocó nada más?

– No lo creo. El forense no mencionó nada más. ¿Tocar algo más? ¿Qué quieres dar a entender?

Frank miró a Erlendur pensativo.

– Supongo que no has oído hablar de la Ciudad de Tarros.

– ¿ La Ciudad de Tarros?

– Sí.

– ¿Qué ciudad es ésa?

– Ya la han cerrado, creo, hace poco. Pero a la habitación la llamaban así. Ciudad de Tarros.

– ¿Habitación?

– En la calle Barónsstígur, donde se guardan los órganos.

– ¿Los órganos?

– Se conservaban en formalina dentro de unos tarros. Todo tipo de órganos conseguidos en los hospitales. Para la enseñanza. Para las clases de medicina, biología, técnicos de laboratorio y como se llame todo eso. Todo se almacenaba en una habitación que llamaban la Ciudad de Tarros. En los tarros había de todo. Intestinos, corazones, riñones y extremidades. También cerebros.

– ¿De los hospitales?

– La gente se muere en los hospitales. Le hacen la autopsia. Se estudian órganos vitales. No todo se vuelve a colocar en el cuerpo; pensando en la enseñanza, algunas cosas se conservan en formalina, y antiguamente se depositaban en la Ciudad de Tarros.

– ¿Por qué me cuentas eso?

– Hay una posibilidad de que ese cerebro no haya desaparecido del todo.

– ¿No?

– Puede que esté en alguna ciudad de tarros. Las muestras que se guardan, por ejemplo para enseñanza, están todas registradas y clasificadas. Si buscas ese cerebro, es posible que aún lo conserven.

– Nunca había oído nada de eso hasta ahora. ¿Se extraen los órganos sin permiso o se consulta primero a los familiares? ¿Cómo va eso?

El médico se encogió de hombros.

– La verdad es que no lo sé. Supongo que hay de todo. Los órganos son sumamente importantes para la enseñanza. Los hospitales universitarios de todo el mundo tienen grandes colecciones de órganos. También he oído que algunos médicos, sobre todo los que se dedican a la investigación, tienen su colección particular. Pero eso es sólo algo que he oído.

– ¿Son coleccionistas de órganos?

– Sí.

– ¿Qué ha sido de esa… Ciudad de Tarros? ¿Ya no existe?

– No lo sé.

– ¿Crees que el cerebro pudo ir a parar allí? ¿Que lo guardaron en formalina?

– Es posible. ¿Habéis desenterrado a la niña?

– Quizá sea una equivocación -suspiró Erlendur-. Quizá todo este asunto sea una gran equivocación.

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