Capítulo 42

Cuando Erlendur llegó a su casa esa noche aún no se sabía nada sobre el paradero de Einar. Su familia estaba reunida en la casa de los padres. Albert había dejado el hotel e ido a casa, después de tener una dolorosa conversación telefónica con Katrín. Allí estaban sus dos hijos mayores con sus esposas y pronto se añadio al grupo la ex mujer de Einar. Elinborg y Sigurdur Óli habían hablado con ella unas horas antes y les dijo que no tenía ni idea de dónde podría estar Einar. No había tenido ningún contacto con él desde hacía medio año.

Eva Lind llegó a casa un poco más tarde y Erlendur le explicó las novedades de la investigación. Algunas de las huellas dactilares encontradas en la vivienda de Holberg coincidían con las de Einar, recogidas en su casa.

Finalmente, Einar había ido a ver a su padre y todo indicaba que le había matado.

Erlendur también le contó a Eva Lind lo de Grétar. La teoría más verosímil acerca de su desaparición y muerte era que Grétar chantajeaba a Holberg, tal vez con fotografías. No estaba claro qué era exactamente lo que había fotografiado Grétar pero, por lo que habían podido ver, Erlendur consideraba muy probable que Grétar hubiera fotografiado algunas situaciones comprometedoras para Holberg, incluso violaciones que ellos no conocían y que difícilmente iban a descubrir ahora. La fotografía de la lápida de Audur indicaba que Grétar estaba enterado de lo que había pasado, por tanto existía el riesgo de que pudiera testificar en un momento dado. Quizás utilizaba esta información para intentar sacarle dinero a Holberg.

Se quedaron hablando del tema hasta entrada la noche, mientras la lluvia golpeaba las ventanas y silbaba el viento otoñal. Ella le preguntó por qué se frotaba el pecho continuamente. Erlendur le contó lo del dolor que sentía desde hacía algún tiempo. Culpó al viejo colchón de su cama, pero Eva Lind se inquietó y le conminó a que visitara a un médico. Erlendur se mostró reticente.

– ¿Qué es eso de que no quieres ir al médico? -dijo Eva, y Erlendur se arrepintió inmediatamente de haberle contado lo del dolor.

– No será nada -dijo él.

– ¿Cuántos cigarrillos has fumado hoy?

– ¿Qué?

– Mira, te duele el pecho, fumas como una chimenea, sólo te mueves en coche, te alimentas con una mierda de comidas fritas ¡y no quieres que te vea un médico! Luego eres capaz de echarme a mí unos sermones que me hacen llorar como un niño. ¿Te parece justo? ¿Estás bien de la cabeza?

Eva Lind se había levantado y parecía el mismísimo dios de la tormenta, inmóvil, de pie delante de su padre, que, cabizbajo, miraba al suelo.

«¡Oh, Dios mío!», pensaba para sí.

– Bueno, iré, ¿de acuerdo? -dijo finalmente.

– ¡Irás! ¡Y tanto que irás! -gritó Eva Lind-. Tendrías que haberlo hecho hace mucho tiempo. ¡Cobarde!

– Mañana mismo -dijo él, y miró a su hija.

– Más te vale -añadio ella.


Erlendur estaba a punto de dormirse cuando sonó el teléfono. Era Sigurdur Óli, que llamaba para decirle que la policía había recibido el aviso de que alguien había entrado en el tanatorio.

– En el tanatorio… -repitió Sigurdur Óli ante la falta de reacción de Erlendur.

– Mierda -suspiró Erlendur-. ¿Y qué?

– No sé -contestó Sigurdur Óli-. El aviso acaba de llegar. Me llamaron y les dije que te avisaría. No saben por qué habrán entrado en el tanatorio. Ahí no hay nada excepto cadáveres, ¿no?

– Nos encontramos ahí -dijo Erlendur-. Trae al médico forense -añadió, y colgó el teléfono.

Eva Lind se había quedado dormida en el salón cuando Erlendur se puso el abrigo y el sombrero y miró el reloj. Era medianoche. Cerró la puerta con cuidado para no despertar a su hija, bajó a la calle y se metió en el coche.

Cuando llegó al tanatorio había tres coches de la policía delante, con sus luces intermitentes funcionando. Reconoció el vehículo de Sigurdur Óli y, cuando estaba entrando en el edificio, llegó el médico forense con su coche, que derrapó en la curva. El médico tenía cara de enojo. Erlendur se apresuró por un largo pasillo lleno de policías y se encontró con Sigurdur Óli, que salía del quirófano.

– No se ve nada fuera de lo normal -dijo Sigurdur Óli al ver a Erlendur.

– Cuéntame lo que pasó -le pidio Erlendur entrando en el quirófano.

Las camillas estaban todas vacías y todos los armarios, cerrados. Nada que indicara un robo.

– Había pisadas aquí, por el suelo, pero ahora están casi secas -explicó Sigurdur Óli-. El edificio está conectado a un sistema de alarma que llama a una central de seguridad y desde ahí nos avisaron a nosotros hace unos quince minutos. Parece que quien entró rompió una ventana de la parte trasera e introdujo luego la mano para abrir el cerrojo. Muy simple. Pero en el momento en que puso un pie dentro, las alarmas se dispararon. No habrá tenido mucho tiempo para hacer lo que vino a hacer.

– Seguramente tuvo bastante -dijo Erlendur.

El médico forense ya había llegado y su nerviosismo era evidente.

– ¿Quién demonios entra a la fuerza en un tanatorio? -exclamó.

– ¿Dónde están los cadáveres de Holberg y Audur? -preguntó Erlendur.

El forense miró a Erlendur.

– ¿Tiene esto algo que ver con el asesinato de Holberg? -dijo.

– Es posible -repuso Erlendur-. ¡Rápido, rápido!

– El depósito de cadáveres está ahí detrás -informó el forense.

Le siguieron hasta una puerta.

– ¿Esta puerta no suele estar cerrada con llave? -preguntó Sigurdur Óli.

– ¿Quién va a robar cadáveres? -susurró el forense, parándose en seco al entrar en la habitación.

– ¿Qué ocurre? -inquirió Erlendur.

– La niña no está -dijo el forense como si no creyera lo que veían sus ojos.

Con paso apresurado fue hasta el fondo de la habitación, donde abrió la puerta de un habitáculo y encendió la luz.

– ¿Qué? -exclamó Erlendur.

– El ataúd tampoco está -añadió el forense, mientras miraba a Erlendur y Sigurdur Óli alternativamente-. Teníamos un ataúd nuevo para ella. ¿Quién puede haber hecho una cosa semejante? ¿A quién puede ocurrírsele una barbaridad semejante?

– Se llama Einar -dijo Erlendur-. Y no es ninguna barbaridad.

Se dio la vuelta y salió rápidamente del tanatorio con Sigurdur Óli pisándole los talones.

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