Capítulo 31

Erlendur los dejó en Las Marismas y se fue a ver al forense. El médico estaba terminando de examinar a Holberg y cuando llegó Erlendur tapó el cadáver. Los restos mortales de Audur no estaban a la vista.

– ¿Has encontrado el cerebro de la niña? -preguntó el forense cuando Erlendur entró.

– No -dijo Erlendur.

– He hablado con una catedrática, una vieja amiga mía de la universidad. Le expliqué el caso (espero que eso no sea un problema) y se sorprendió de nuestro pequeño descubrimiento. ¿Has leído la novela de Laxnes?

– ¿Sobre Nabucodonosor? Sí, me ha venido a la mente últimamente -dijo Erlendur.

– ¿No se llama Luja, la novela? Hace mucho que la leí, pero recuerdo que trata sobre unos estudiantes de medicina que roban un cadáver y llenan el ataúd de piedras, que es la manera más sencilla de camuflar el robo. Antiguamente, tal como se explica en la novela, salvo que la familia lo prohibiera, a la gente que se moría en los hospitales se les solía hacer la autopsia y los resultados se utilizaban para la enseñanza. Algunas veces se sustraían muestras, cualquier cosa, desde cerebros hasta pequeñas porciones de tejido. Luego se cerraba todo y el muerto se enterraba con honores. Ahora todo es diferente. Se necesita de antemano el permiso de los familiares para hacer una autopsia y no se extraen muestras para la enseñanza ni para investigación, salvo en contadas ocasiones y con ciertas condiciones. Creo que ya no se roba nada.

– ¿Crees?

El forense se encogió de hombros.

– No estamos hablando de donación de órganos, ¿verdad? -dijo Erlendur.

– No, todo lo contrario. La gente normalmente está dispuesta a hacer donación cuando se trata de salvar vidas.

– ¿Y dónde puede haber una colección de órganos?

– Hay miles de muestras en esta misma casa -explicó el forense-. La mayor parte pertenecen a la llamada Colección Dungal. Ésa es la mayor colección de órganos del país.

– ¿Me la puedes enseñar? ¿Tienes un registro donde se explique la procedencia de las muestras?

– Todo está perfectamente registrado. Me tomé la libertad de buscar nuestra muestra particular, pero no la encontré -dijo el forense.

– Entonces, ¿dónde puede estar?

– Tendrás que hablar con la catedrática, a ver qué te dice. Creo que hay algunos registros en la universidad.

– ¿Por qué no me lo habías dicho? ¿Sabías ya todo esto cuando descubriste que faltaba el cerebro? -preguntó Erlendur.

– Habla con la catedrática y luego vuelve aquí. Supongo que ya te he contado demasiado.

– ¿Los registros de la colección están en la misma universidad?

– Sí, según creo -dijo el forense.

Apuntó el nombre de la catedrática y se lo entregó a Erlendur.

– ¿Así que conoces la Ciudad de Tarros? -preguntó Erlendur.

– Llamaron Ciudad de Tarros a una de las habitaciones de aquí. Pero ya está cerrada. No me preguntes qué fue de los tarros porque no tengo ni idea.

– ¿Te incomoda hablar de esto?

– Déjalo ya.

– ¿Cómo dices?

– Déjalo.


La catedrática, presidenta del departamento de medicina de la Universidad de Islandia, se llamaba Hanna. Se quedó mirando a Erlendur desde el otro lado de la mesa como si fuera un microbio al que había que eliminar del despacho cuanto antes. Era algo más joven que él, muy resolutiva, de respuesta rápida, y daba la impresión de que no soportaba las tonterías o las pérdidas innecesarias de tiempo. Cuando Erlendur empezó a dar largas explicaciones sobre la razón de su visita a su despacho le dijo que fuera al grano. Erlendur disimuló una sonrisa. Ella le había caído bien enseguida, a pesar de que sabía que iban a pelearse como el perro y el gato antes de que terminase la reunión. Vestía traje chaqueta oscuro, era algo gruesa, iba sin maquillaje, tenía el pelo corto, de color rubio, las manos fuertes y la cara seria. A Erlendur le habría gustado verla sonreír. No tuvo esa suerte.

La había interrumpido en medio de una clase. Sin pensarlo, había llamado a la puerta del aula preguntando por ella. La catedrática abrió la puerta y le pidió que por favor esperara hasta que terminara la clase. Erlendur se quedó en el pasillo, como un niño castigado, hasta que la puerta se abrió de nuevo, quince minutos más tarde. Hanna salió y, caminando a paso rápido delante de Erlendur, le indicó que la siguiera. Le costó alcanzarla. Iba deprisa y parecía dar dos pasos por cada uno que daba él.

– No logro entender qué es lo que la policía de investigación criminal quiere de mí -dijo Hanna mientras caminaba, volviendo la cabeza para ver si Erlendur la seguía.

– Eso lo sabrás a su hora -repuso Erlendur con la respiración entrecortada.

– Eso espero -añadio Hanna, y le invitó a entrar en su despacho.

Cuando Erlendur la puso al corriente de su misión, se quedó pensativa durante un largo rato. Él logró captar su atención cuando le contó lo de Audur, su madre y la autopsia, el diagnóstico y el cerebro desaparecido.

– ¿Dónde dijiste que fue ingresada la niña? -dijo por fin.

– En el hospital de Keflavík. ¿Cómo conseguís órganos para la enseñanza?

Hanna miró fijamente a Erlendur.

– No entiendo lo que quieres decir.

– Utilizáis órganos con fines didácticos -explicó Erlendur-. Muestras biológicas, creo que lo llamáis. No soy ningún especialista, pero mi pregunta es: ¿cómo los conseguís?

– Creo que sobre eso no tengo por qué darte ninguna explicación -dijo Hanna, y empezó a hojear algunos papeles que estaban sobre su escritorio, como para demostrar que estaba demasiado ocupada para hablar con él.

– Es muy importante para nosotros saber si ese cerebro aún existe. Posiblemente figurará en vuestro registro. Fue investigado en su tiempo, pero luego no fue devuelto a su sitio. Seguramente eso tiene una explicación sencilla. Supongo que se necesitaba tiempo para investigar el tumor y había que enterrar el cadáver. La universidad y los hospitales son los lugares idóneos donde depositar los órganos. Puedes quedarte sentada ahí, tiesa como un palillo, pero en ese caso yo haría varias cosas que os incomodarían, tanto a ti como a la universidad y a los hospitales. Es asombroso lo que uno puede llegar a contar con la prensa, a pesar de lo pesados que son.

Hanna se quedó mirando a Erlendur, que le sostuvo la mirada.

– El que no llora… -dijo finalmente.

– … no mama -terminó Erlendur.

– Como te puedes imaginar, no tengo autoridad para decir nada sobre eso. Es un asunto bastante delicado.

– No lo estoy investigando como una causa criminal -dijo Erlendur-. Ni siquiera sé si se trata de un robo de órganos. Lo que vosotros hagáis con los muertos no es asunto mío, siempre que se mantenga dentro de unos límites.

Hanna mostraba expresión de enfado.

– No cabe duda de que puedo justificar mi petición, si eso es lo que necesita la medicina para ponerse manos a la obra, pero el caso es que me hace falta encontrar un órgano determinado de una determinada persona para que se vuelva a investigar. Si se pudiera hacer un seguimiento de ese órgano desde que fue extraído hasta el día de hoy, os estaría muy agradecido. Seria una información privada, sólo para mí.

– ¿Como que información privada?

– No me interesa ir más lejos. Necesitamos disponer del órgano si puede ser. Lo que me pregunto es si no habría sido suficiente tomar una muestra, si hay alguna razón para que fuera preciso extraer el órgano entero.

– Está claro que no conozco este caso particular del que me hablas. Pero hoy hay reglas más estrictas que las que había antiguamente respecto a las autopsias -dijo Hanna después de alguna vacilación-. Si lo que refieres ocurrió en los años setenta, no digo que no hubiera podido suceder como dices. Según tú, le hicieron la autopsia a la niña en contra de la voluntad de la madre. No creo que fuera un caso único. Hoy se pide autorización a los familiares en cuanto fallece una persona. Creo que puedo afirmar que siempre se acatan las decisiones de la familia, salvo en situaciones totalmente excepcionales. Quizás eso es lo que pasó en este caso. La muerte de un niño es lo más terrible. No se puede describir el tremendo dolor que la pérdida de un niño causa en su familia y la pregunta sobre la autopsia se hace difícil en esas circunstancias.

Hanna se quedó callada un rato y luego siguió:

– Tenemos algunos datos registrados en ordenadores y otros en unos almacenes de archivos que hay aquí en el edificio. Los registros son bastante minuciosos. La mayor colección de órganos que poseen los hospitales está en el tanatorio de la calle Barónsstígur. Ten en cuenta que la enseñanza de la medicina se hace principalmente en los hospitales y no tanto aquí en la universidad. La fuente del aprendizaje está en los hospitales.

– El forense no quiso enseñarme la colección de órganos -explicó Erlendur-. Quería que primero hablara contigo. ¿Es que la universidad tiene la última palabra en este asunto?

– Ven -dijo Hanna sin responder a su pregunta-. Miremos qué hay en los ordenadores.

Erlendur la siguió hasta una amplia habitación. Hanna abrió la puerta con una llave, al tiempo que tecleaba un código en el aparato de alarma fijado en la pared, al lado de la puerta. Encendió un ordenador que había sobre un escritorio; mientras, Erlendur echó una mirada a su alrededor. La habitación no tenía ventanas y, adosados a las paredes, había numerosos ficheros. Hanna le pidió el nombre y el día de la defunción de Audur, e introdujo los datos en el ordenador.

– No está aquí-dijo pensativa, observando la pantalla-. Sólo hay registros desde 1984. Estamos informatizando toda la información disponible desde que se fundó el departamento de medicina, pero no hemos llegado todavía más atrás de esa fecha.

– Entonces habrá que buscar en los ficheros -concluyó Erlendur.

– Ahora no tengo tiempo -repuso Hanna mirando su reloj-. Ya tendría que estar en clase.

Se levantó, echó un vistazo a algunos ficheros y leyó rápidamente las indicaciones que figuraban en los cajones. Abrió algunos cajones y miró varios documentos, pero luego volvió a cerrarlos. Erlendur tenía la sensación de que los papeles estaban clasificados alfabéticamente, pero no sabía de qué trataban.

– ¿Guardáis los informes médicos aquí? -preguntó.

Hanna suspiró.

– No me digas que vienes de la Administración de Informática o algo parecido -dijo Hanna cerrando con un golpe más fuerte de lo necesario uno de los cajones.

– Sólo era una pregunta -contestó Erlendur.

Hanna extrajo uno de los documentos de un archivo y lo leyó.

– Aquí hay algo sobre muestras. 1968. Hay algunos nombres. Nada que te pueda interesar. -Volvió a colocar el documento en el fichero, cerró el cajón y abrió otro-. Aquí hay más -añadio-. Espera, aquí está el nombre de la niña, Audur, y el de su madre. Lo tenemos.

Hanna leyó el documento rápidamente.

– Un órgano extirpado -dijo como hablando consigo misma-. Extraído en el hospital de Keflavík. Permiso de la familia… en blanco. No pone nada sobre el paradero del órgano.

Hanna cerró la carpeta.

– Ya no existe.

– ¿Puedo verlo? -preguntó Erlendur sin intentar disimular su entusiasmo.

– No ganarás nada con ello -respondio Hanna poniendo la carpeta en el fichero y cerrando el cajón-. Ya te he dicho todo lo que necesitas saber.

– ¿Qué es lo que pone? ¿Qué pretendes esconder?

– Nada -dijo Hanna-. Ahora debo ir a dar la clase.

– Entonces tendré que volver más tarde con una orden de registro, y más vale que ese informe siga en su sitio -repuso Erlendur yendo hacia la puerta.

Hanna le seguía con la mirada.

– ¿Me prometes que esta información no llegará más lejos? -preguntó ella cuando Erlendur ya salía.

– Eso ya te lo he dicho. Esa información es sólo para mí.

– Bueno, míralo entonces -dijo Hanna, y volvió a abrir el fichero.

Erlendur cerró la puerta, cogió la carpeta y empezó a leer el informe. Hanna encendió un cigarrillo mientras esperaba a que Erlendur terminara de leer. Hizo caso omiso del letrero que decía que no se podía fumar dentro de la habitación. Rápidamente el aire se cargó de humo.

– ¿Quién es Eydal?

– Uno de nuestros mejores científicos.

– ¿Qué era lo que no querías que viera? ¿No quieres que hable con ese hombre?

Hanna no respondió.

– ¿Qué es lo que pasa? -preguntó Erlendur.

Hanna suspiró.

– Tengo entendido que él mismo guarda algunos de esos órganos -dijo finalmente.

– ¿Ese hombre colecciona órganos? -inquinó Erlendur.

– Guarda algunos órganos. Una pequeña colección.

– ¿Colección de órganos?

– No sé nada más.

– Entonces es posible que Eydal tenga el cerebro -dijo Erlendur-. Aquí pone que él cogió una muestra de Audur para investigar. ¿No será eso un asunto delicado para vuestra profesión?

– Es uno de nuestros mejores científicos -repitió Hanna entre dientes.

– Guarda en un estante de su casa el cerebro de una niña de cuatro años -gritó Erlendur.

– No te pido que entiendas el trabajo de un científico -dijo ella.

– ¿Y qué es lo que tengo que entender?

– No debería haber dejado que entraras aquí -susurró Hanna.

– Eso lo he oído antes -dijo Erlendur.

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