Capítulo 16

Cuando Erlendur llegó a su casa por la noche, Eva Lind no estaba. Procuró seguir su consejo y no preocuparse por saber dónde estaría, ni por si iba a volver y en qué condiciones. Había pasado por un bar de comida rápida y llevaba una bolsa con trozos de pollo para los dos. Arrojó la bolsa sobre una silla, y mientras se quitaba el abrigo, le llegó olor a comida caliente. En su cocina no olía a guisos desde hacía mucho tiempo. Erlendur solía alimentarse de comida como la que había en la bolsa arrojada sobre la silla. Hamburguesas, comida lista para llevar de algún bar o supermercado, embutidos, yogures y platos insípidos para microondas. No recordaba cuál fue la última vez que se cocinó algo, ni cuándo había tenido ganas de comer guisos caseros adecuadamente preparados.

Erlendur entró en la cocina con cautela como si esperara encontrarse con algún intruso, y lo primero que vio fue la mesa puesta para dos, con una bonita vajilla que le parecía que era suya. Dos esbeltas copas de vino al lado de los platos y una servilleta encima de cada plato. Velas rojas encendidas en dos candelabros desiguales, que Erlendur no había visto nunca.

Fue hasta los fogones y advirtió que algo cocía en una olla grande. Levantó la tapa y vio un cocido que burbujeaba dentro. Una fina capa de grasa flotaba encima de zanahorias, patatas, trozos de carne y verduras condimentadas, y de todo ello emanaba un aroma que llenaba la vivienda. Acercó la nariz e inhaló gustosamente aquellos efluvios.

– No tenía bastantes zanahorias -dijo Eva Lind desde la puerta.

Erlendur no la había oído llegar. Llevaba puesto un anorak de su padre y en la mano sujetaba una bolsita con zanahorias.

– ¿Dónde has aprendido a preparar cocido? -preguntó Erlendur.

– Mamá lo hacía continuamente -respondio Eva Lind-. Hace tiempo, cuando todavía no hablaba muy mal de ti, dijo que el cocido era tu comida favorita. Después añadió que eras un bicho repugnante.

– Las dos cosas son ciertas -dijo Erlendur.

Observaba a Eva Lind mientras cortaba las zanahorias antes de añadirlas a la olla con el resto de los ingredientes. Se le ocurrió la idea de que en este momento estaba reviviendo una vida familiar por largo tiempo olvidada, y eso le causó a la vez tristeza y alegría. No se permitió el lujo de pensar que iba a durar.

– ¿Has encontrado al asesino? -preguntó Eva Lind.

– Ellidi te envía recuerdos -dijo Erlendur.

Se le escapó antes de darse cuenta. En realidad, ése no era el momento de pensar en un animal como Ellidi.

– ¿Ellidi? ¿Está en prisión? ¿Te dijo que me conocía?

– Los indeseables que yo frecuento suelen mencionarte algunas veces -contestó Erlendur-. Creen que así me hacen daño.

– ¿Y logran hacerte daño?

– Algunos. Como Ellidi. ¿De qué lo conoces? -preguntó Erlendur suavemente.

– Me han contado algunas historias sobre él. Lo vi una vez hace años. Acababa de pegarse los dientes postizos en la boca con Super Glue.

– Es un idiota acabado.

No hablaron más de Ellidi esa noche. Cuando se sentaron a la mesa, Eva Lind llenó las copas de agua y Erlendur comió tanto cocido que luego apenas podía levantarse de la mesa para ir al salón, donde se quedó dormido. Durmió en el sofá hasta la mañana siguiente, con la ropa puesta.

Tuvo una pesadilla. Esta vez se acordaba de la mayor parte. Sabía que era el mismo sueño de noches anteriores, aunque hasta entonces no se había fijado en su memoria al despertar.

Eva Lind apareció ante él como nunca antes la había visto. Rodeada de una luz que no sabía de dónde venía y con un bonito vestido de verano que le llegaba hasta los tobillos. Su larga melena negra le cubría media espalda. La visión era perfecta y casi podía oler el verano. Iba hacia él, o tal vez flotaba, porque a él le parecía que no tocaba el suelo. No distinguía los alrededores, lo único que veía era a Eva Lind en medio de un derroche de luz. La vio acercársele con una gran sonrisa. Él la esperaba con los brazos abiertos, ansioso de poder abrazarla. Pero ella no llegó a acurrucarse entre sus brazos, sólo le entregó una fotografía y en ese momento desapareció la luz y desapareció Eva Lind. Él se quedó con la fotografía que tanto conocía. Era la fotografía del cementerio, que de repente cobraba vida, y él se encontró en medio de la imagen, mirando hacia arriba, al cielo negro, y sintiendo cómo la lluvia le golpeaba la cara. Al bajar la vista vio que la lápida se retiraba y la tumba se abría, la oscuridad se rompió hasta dejar visible el ataúd. El ataúd se abrió y Erlendur vio a la niña con un corte que le subía a todo lo largo del cuerpo, hasta los hombros. De pronto la niña abrió los ojos y, mirándolo fijamente, emitió un terrible grito de angustia que se proyectó hacia él desde lo más profundo de la tumba.

Erlendur se despertó sobresaltado. Se quedó con la mirada fija hasta que logró despejarse. Llamó a Eva Lind, pero no obtuvo respuesta. Entró en su habitación y, aun antes de abrir la puerta, sintió el vacío. Sabía que se había ido.


Después de revisar el censo de Húsavík, Elinborg y Sigurdur Óli habían elaborado una lista con los nombres de 176 mujeres que podían haber sido la víctima de Holberg. Lo único en lo que podían basarse era en las palabras de Ellidi, que dijo que había sido algo parecido a lo de Kolbrún, así que escogieron mujeres de la edad de Kolbrún, con un margen de diez años hacia arriba y hacia abajo. Repasando la lista de los nombres se podían formar tres grupos. Una cuarta parte de las mujeres seguía viviendo en Húsavík, la mitad se había mudado a Reikiavik y otra cuarta parte estaba esparcida por todo el país.

– Un trabajo de locos -suspiró Elinborg mirando la lista antes de pasársela a Erlendur.

Le llamó la atención lo desaliñado que iba. Llevaba barba de algunos días, el pelo castaño sin peinar y a su traje no le habría venido mal un lavado. Elinborg estuvo a punto de ofrecerle su ayuda para plancharle el traje, pero decidió abstenerse. La cara de Erlendur demostraba claramente que no estaba para bromas.

– ¿Cómo duermes últimamente, Erlendur? -le preguntó con suavidad.

– Sentado -respondio Erlendur.

– ¿Qué haremos? -dijo Sigurdur Óli-. ¿Ir a ver a todas estas mujeres y preguntarles si fueron violadas hace un montón de años? ¿No sería eso un poco… violento?

– No veo qué otra manera hay de averiguarlo. Empezaremos con las que se han mudado -aclaró Erlendur-. Primero las de Reikiavik, y a ver si de paso podemos sacar más información sobre esa mujer. Según Ellidi, ese maldito imbécil, Holberg le habló de ella a Kolbrún. Es posible que Kolbrún se lo mencionara a su hermana o tal vez a Rúnar. Tendré que volver a Keflavík.

Erlendur se quedó pensativo por un momento.

– Quizá podamos estrechar el cerco -dijo.

– ¿Estrechar el cerco, cómo? -preguntó Elinborg-. ¿En qué estas pensando?

– Acabo de tener una idea.

– ¿Qué?

Elinborg estaba irritable. Había llegado al trabajo con un traje nuevo, de color verde claro, y nadie se había fijado en ello.

– Parentesco, herencia y enfermedad -explicó Erlendur.

– Eso -dijo Sigurdur Óli.

– Suponemos que Holberg era un violador. No tenemos ni idea de cuántas fueron las mujeres que violó. Sabemos de dos, con certeza sólo de una. Aunque él lo negó, todo apunta a que realmente la violó. Nació Audur, tenemos que presumir que era su hija, y es posible que tuviera otro hijo con la otra mujer.

– ¿Otro hijo? -dijo Elinborg.

– Antes de nacer Audur -contestó Erlendur.

– ¿No es un poco inverosímil? -preguntó Sigurdur Óli.

Erlendur se encogió de hombros.

– ¿Quieres que nos limitemos a investigar a las mujeres que tuvieron un hijo antes de 1964?

– Creo que sería una buena idea.

– Podría tener hijos por todas partes -aventuró Elinborg.

– También es posible que sólo hubiera cometido una violación -dijo Erlendur-. ¿Has averiguado de qué murió su hermana?

– No. Estoy trabajando en ello -contestó Sigurdur Óli-. Busqué algunos familiares de Holberg y de su hermana, pero no encontré a ninguno.

– Yo investigué a Grétar -dijo Elinborg-. Desapareció de golpe, como si se lo hubiera tragado la tierra. Durante un tiempo, ni un alma le echó de menos. Su madre llamó a la policía después de no saber nada de él durante dos meses. Se publicó una fotografía suya en los periódicos y en televisión, pero no se obtuvo ningún resultado. Eso fue en 1974, el año de la celebración del trigésimo aniversario de la República. Durante el verano. ¿Fuisteis a la fiesta de Thingvelhr?

– Yo sí -contestó Erlendur-. ¿Qué pasa con Thingvelhr? ¿Crees que se perdió allí?

– No sé nada más -dijo Elinborg-. Se hizo una investigación rutinaria de desaparición y se habló con los que su madre sabía que le conocían, como Holberg y Ellidi. También se habló con otras tres personas, pero nadie sabía nada. Nadie le echó de menos, excepto su madre y su hermana. Había nacido en Reikiavik, no estaba casado ni tenía hijos, ni novia, y no hay más familia. El caso se mantuvo abierto durante unos meses y luego pasó a mejor vida. Tenía treinta y cuatro años.

– Si tenía el mismo talante que sus amigos Holberg y Ellidi, no me extraña que nadie lo echara de menos -añadio Sigurdur Óli.

– En los años ochenta, cuando se esfumó Grétar, desaparecieron trece personas -explicó Elinborg-. En los años noventa fueron doce, sin incluir a los desaparecidos en el mar.

– Trece desapariciones -dijo Sigurdur Óli-, ¿no es una cantidad considerable? Y ninguna resuelta.

– No tiene por qué haber un crimen detrás de cada uno de esos casos -repuso Elinborg-. La gente también desaparece voluntariamente, quiere desaparecer y desaparece.

– Si lo he entendido bien -dijo Erlendur-, el caso es el siguiente: Ellidi, Holberg y Grétar se lo están pasando bien en una sala de fiestas en Keflavík un fin de semana en el otoño de 1963.

Notó que Sigurdur Óli ponía cara de sorprendido.

– El baile se celebró en una antigua enfermería militar reformada como sala de fiestas. Ahí se montaban saraos de lo más feroces.

– Creo que el conocido grupo musical Hljómar empezó ahí -comentó Elinborg.

– Conocen a unas mujeres en el baile y, después, una de ellas monta una pequeña fiesta en su casa -siguió Erlendur-. Tenemos que intentar encontrar a esas mujeres. Holberg acompaña a una de ellas a su casa y una vez allí la viola. Todo parece apuntar a que había hecho la misma jugada anteriormente. A Kolbrún le susurra al oído cómo se lo había hecho a la otra mujer. Es posible que esa otra mujer viviese en Húsavík y que no lo hubiese denunciado. Tres días más tarde, Kolbrún se arma de valor y denuncia la violación, pero se topa con un policía que tiene poca consideración hacia las mujeres que invitan a hombres a su casa después de un baile y luego gritan «¡violación!». Kolbrún da a luz a una niña. Puede ser que Holberg hubiese tenido noticia del nacimiento de esa hija, encontramos una fotografía de su lápida en el escritorio de Holberg. ¿Quién hizo esa fotografía? ¿Por qué? La niña muere de una enfermedad fulminante y la madre se suicida unos años más tarde. Uno de los compañeros de Holberg desaparece tres años después. Holberg aparece asesinado hace unos días y junto a él se encuentra una nota incomprensible.

Erlendur hizo una pequeña pausa.

– ¿Por qué matan a Holberg ahora que ya es un hombre mayor? ¿Está el asesino relacionado con ese pasado? Y si lo está, ¿por qué no atacó a Holberg antes? ¿Por qué esperar tanto? ¿O es que el asesinato no tiene nada que ver con el asunto, si es que es cierto que Holberg era un violador?

– Creo que no podemos obviar el hecho de que el asesinato no parece premeditado -repuso Sigurdur Óli-. Como dijo Ellidi, ¿qué clase de inútil utiliza un cenicero? Al parecer, no hubo una larga preparación. La nota es más bien una especie de chiste, algo que nadie entiende. El asesinato de Holberg no tiene nada que ver con ninguna violación. Nuestro departamento está volcado en buscar al joven de la chaqueta militar de color verde.

– Holberg no era ningún angelito -dijo Elinborg-. Quizás este asesinato fue un ajuste de cuentas o como se llame. Tal vez alguien pensó que se lo merecía.

– La única persona que sabemos con seguridad que odiaba a Holberg es Elín, de Keflavík -argumentó Erlendur-. No me la imagino matando a nadie con un cenicero.

– ¿Podría haber contratado a alguien para hacerlo? -inquirió Sigurdur Óli.

– ¿A quién? -preguntó Erlendur.

– No lo sé. Por otro lado, me inclino a pensar que alguien que pasaba por el barrio quiso entrar en algún sitio para robar, quizá para hacer destrozos, Holberg lo descubrió y recibió un cenicerazo en la cabeza. Habrá sido algún drogado totalmente fuera de órbita. No tiene que ver con el pasado, sino con el presente. En Reikiavik se ha llegado a esto.

– Por lo menos alguien pensó que lo mejor sería cargarse a ese hombre -dijo Elinborg-. Debemos tener en cuenta la nota. No es ninguna broma.

Sigurdur Óli miró a Erlendur pensativo.

– Al decir que te gustaría saber exactamente de qué murió la niña, ¿querías decir lo que creo que querías decir? -preguntó.

– Me temo que sí -dijo Erlendur.

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