Capítulo 18

Cuando Sigurdur Óli vio las luces de un coche acercarse bajo la lluvia sabía que sería Erlendur. La excavadora se situó delante de la tumba con un gran estruendo, lista para empezar a trabajar en cuanto recibiera la señal. Era una máquina pequeña que se había deslizado entre las rumbas haciendo eses. Sus ruedas de oruga resbalaban en el barro y emitía un humo negro que llenaba el aire de olor a combustible.

Sigurdur Óli y Elinborg estaban al lado de la tumba en compañía de un médico forense de la fiscalía, un abogado de la policía, un cura, un decano, unos cuantos policías de Keflavík y dos funcionarios. Toda esa gente esperaba mojándose salvo Elinborg, la única que tenía un paraguas, que dejaba sitio a la mitad del cuerpo de Sigurdur Óli. Cuando Erlendur salió del coche, vieron que iba solo y que se acercaba andando lentamente. Tenían el permiso por escrito de las autoridades para realizar la excavación, pero no se podía hacer nada hasta que Erlendur diera su conformidad.

Erlendur observó la zona y lamentó silenciosamente la perturbación, los destrozos, la profanación. Habían sacado la lápida y dejado en un camino detrás de la tumba. Junto a la lápida había un pequeño cucurucho de cristal verde, de los que se clavan en la tierra. Dentro del cucurucho había unas rosas marchitas, que Erlendur supuso que habría traído Elín. Se paró para leer una vez más la inscripción y sacudió la cabeza. La valla de barrotes de madera blancos, de unos veinte centímetros de altura, que rodeaba la tumba estaba rota al lado de la lápida. Erlendur alzó la mirada hacia la negrura del cielo. El agua caía a chorros por el ala de su sombrero sobre sus hombros. Examinó al grupo que esperaba alrededor de la tumba y luego, mirando a Sigurdur Óli, asintió con la cabeza. Sigurdur Óli dio la señal de empezar al conductor de la excavadora. La pala se levantó y se hundio en la tierra esponjosa.

Erlendur vio cómo la máquina hurgaba en una herida de hacía treinta años. Le dolía cada palada de tierra que sacaba. El montón crecía y el agujero en el suelo iba oscureciéndose. Se quedó a cierta distancia observando cómo se hundía la pala en la cada vez más profunda herida. De pronto tuvo la sensación de haber vivido esto antes, le pareció haberlo visto en sueños y, por un momento, percibió el escenario como envuelto en una neblina: sus compañeros de la policía hurgando con la mirada el fondo de la tumba, los funcionarios con sus monos de color naranja apoyados en sus palas, el cura enfundado en un grueso abrigo negro, la lluvia que entraba a raudales dentro del agujero y que volvía a salir en la pala de la máquina, como si la tumba sangrara. ¿Lo había visto exactamente así en un sueño?

La sensación desapareció y, como solía pasar en estos casos, no podía explicarse de ninguna manera por qué ni de dónde le había venido. ¿Por qué le parecía estar reviviendo unos hechos que no habían sucedido hasta ahora? Erlendur no creía en presagios, visiones, sueños, reencarnaciones ni karmas. No creía ni siquiera en Dios; aunque había leído la Biblia a menudo, tampoco creía en la vida eterna ni en que el comportamiento de los hombres en esta vida influyera en su destino final hacia el cielo o el infierno. Erlendur pensaba que la vida misma era una mezcla de esos dos últimos lugares.

Sin embargo, en ocasiones vivía esta incomprensible y sobrenatural repetición. Veía el ahora como si lo hubiera visto antes, como si pudiera salir de su cuerpo y convertirse en espectador de su propia vida. No podía explicarse qué era lo que le causaba esas sensaciones ni por qué su mente le hacía estas jugadas.

Erlendur volvió en sí cuando la pala topó con algo y de la tumba salió un ruido hueco. Se acercó unos pasos. Distinguió el contorno del ataúd.

– ¡Con cuidado! -le gritó al conductor de la excavadora, levantando las manos.

De reojo vio la luz de unos faros acercarse por la carretera. Todos levantaron la vista y descubrieron un coche que subía lentamente hasta la puerta del cementerio. En el techo lucía encendida la señal de una compañía de taxis. Del vehículo salió una mujer mayor con un abrigo verde. Elín. El taxi desapareció y la mujer se apresuró hacia ellos. Cuando estuvo lo bastante cerca de Erlendur para que pudiera oírle, la mujer empezó a gritar y a amenazarle con el puño.

– ¡Ladrón de tumbas! -vociferó-. ¡Ladrones de tumbas! ¡Ladrones de cadáveres!

– Sujetadla -les dijo Erlendur tranquilamente a los policías que se dirigían hacia Elín para pararla, pocos metros antes de llegar a la tumba.

Ella, fuera de sí y llena de rabia, intentó liberarse a golpes, pero los policías le sujetaron las manos con firmeza.

Los dos funcionarios bajaron a la tumba con sus palas. Con cuidado sacaron la tierra de alrededor del ataúd y colocaron unas cuerdas bajo él. El féretro estaba en bastante buen estado. La lluvia golpeaba la madera y lo limpiaba de tierra. Erlendur se imaginó que una vez debió de haber sido blanco. Un pequeño ataúd de color blanco con unas asas doradas en los lados y una pequeña cruz sobre la tapa. Los hombres fijaron las cuerdas a la pala de la excavadora, que subió con cuidado el féretro a la superficie. Aún estaba entero, pero parecía extremadamente frágil. Erlendur vio que Elín había dejado de gritar y luchar. Empezó a llorar cuando apareció el ataúd, que durante un momento se quedó colgado, inmóvil encima de la tumba. Una furgoneta pequeña se acercó marcha atrás y se paró poco antes de llegar a la tumba. Colocaron el ataúd en el suelo y retiraron las cuerdas. El cura se acercó, hizo la señal de la cruz y rezó en voz baja. Los funcionarios levantaron el féretro y lo introdujeron en la furgoneta. Elinborg se sentó al lado del conductor y el coche salió del cementerio, alejándose por la carretera lentamente, hasta desaparecer en la lluvia y en la oscuridad.

El cura se acercó a Elín y pidio a los policías que la soltaran. Lo hicieron de inmediato. Le preguntó si podía hacer algo por ella. Era evidente que se conocían y conversaron por unos instantes en voz baja. Elín parecía más tranquila. Erlendur y Sigurdur Óli se miraron. Acto seguido, sus miradas se dirigieron al agujero en la tierra. El agua de la lluvia se acumulaba en el fondo.

– Quería impedir este horror, esta profanación -le oyeron decir al cura.

Erlendur se sentía aliviado de que Elín estuviera más tranquila. Fue hacia ella y Sigurdur Óli le siguió despacio, a distancia.

– Nunca te perdonaré esto -dijo Elín a Erlendur. El cura aún estaba a su lado-. ¡Nunca! Que lo sepas.

– Lo entiendo perfectamente -repuso Erlendur-, pero la investigación tiene prioridad.

– ¡La investigación! A la porra tu investigación -murmuró Elín-. ¿Adónde llevan el ataúd?

– A Reikiavik.

– ¿Y cuándo piensas devolverlo?

– Dentro de dos días.

– Mira lo que has hecho con su tumba -suspiró Elín con tono de rendición, como si aún no hubiera entendido lo que había ocurrido.

Pasó por delante de Erlendur y se fue hacia la lápida, mirando tristemente los barrotes rotos de la pequeña valla, el florero y la tumba abierta.

Erlendur decidió contarle lo de la nota que encontraron en la vivienda de Holberg.

– Dejaron una nota en casa de Holberg, justo en el lugar donde estaba él. No la pudimos entender hasta que descubrimos lo de Audur y hablamos con su antiguo médico. Los asesinos islandeses no suelen dejar nada tras de sí excepto confusión y desorden, pero el que mató a Holberg quiso darnos algo en que pensar. De pronto, cuando el médico habló de una posible enfermedad hereditaria, el mensaje cobró cierto sentido. También fue importante lo que Ellidi me contó en la cárcel. Holberg no tiene a ningún familiar vivo. Sólo tenía una hermana que murió a los nueve años. Sigurdur Óli -dijo Erlendur mientras señalaba a su compañero- encontró unos informes médicos sobre ella y lo que dijo Ellidi resultó ser cierto. La hermana murió como Audur, a causa de un tumor cerebral. Muy probablemente del mismo tipo que causó la muerte de Audur.

– ¿Qué me estás diciendo? ¿Qué mensaje era ése? -preguntó Elín.

Erlendur vaciló. Miró a Sigurdur Óli, quien a su vez miró a Elín y luego de nuevo a Erlendur. Se miraron fijamente a los ojos por un momento.

– Yo soy él -dijo Erlendur.

– ¿Qué quieres decir?

– Es lo que decía el mensaje. «Yo soy él.» Con énfasis en la última palabra: ÉL.

– Yo soy él -repitió Elín-. ¿Qué significa?

– Realmente es imposible de decir; pero me pregunto si alude a algún tipo de parentesco -contestó Erlendur-. Quizá quien escribió esa nota considera que tiene algo en común con Holberg. También podría ser el delirio de algún perturbado que no sabía nada de Holberg. Sólo una tontería. Pero no creo que sea así. Creo que la enfermedad nos va a ayudar. Creo que tenemos la obligación de saber de quién se trata exactamente.

– ¿Qué clase de parentesco?

– Holberg no tenía hijos según los informes oficiales. Audur no llevaba su apellido. Pero si es verdad lo que dice Ellidi, que Holberg había violado a otras mujeres aparte de Kolbrún y que ninguna lo denunció, es probable que tenga algún otro hijo. Quizá Kolbrún no sea la única víctima que tuvo un hijo de él. Hemos estrechado la búsqueda hasta una posible víctima en Húsavík y ahora investigamos los nacimientos que hubo allí en una determinada época, y tenemos la esperanza de obtener algún resultado muy pronto.

– ¿Húsavík?

– Sí, una posible víctima de Holberg pudo haber sido de allí.

– ¿Y qué hay de la enfermedad hereditaria? -preguntó Elín-. ¿Cuál es esa enfermedad? ¿Es la misma que mató a Audur?

– Aún no hemos examinado a Holberg. Tenemos que comprobar que efectivamente fuera el padre de Audur y luego sacar conclusiones de todo esto. Si la teoría resulta cierta, es posible que se trate de una enfermedad poco común transmitida de padres a hijos.

– ¿Y ésa fue la enfermedad de Audur?

– Puede ser que haya pasado demasiado tiempo desde su fallecimiento para poder obtener resultados fidedignos, pero tenemos que intentarlo.

Habían subido hasta la iglesia, Elín al lado de Erlendur y Sigurdur Óli detrás de ellos. Elín era quien los dirigía. La iglesia estaba abierta, entraron en el atrio para guarecerse de la lluvia y se quedaron mirando la oscuridad de fuera.

– Yo creo que Holberg fue el padre de Audur -dijo Erlendur-. No tengo ninguna razón para dudar de tus palabras ni de las de tu hermana. Pero nos hacen falta pruebas. Son necesarias para la investigación policial. Si se trata de una enfermedad que Audur heredó de Holberg, puede que haya más personas contagiadas. También es posible que esa enfermedad esté relacionada con el asesinato de Holberg.

No vieron un coche que se alejaba lentamente del cementerio por un antiguo camino, circulaba sin luces y resultaba muy poco visible en la oscuridad. Cuando llegó más abajo, a la entrada del pueblo de Sandgerdi, encendió las luces, aumentó la velocidad y al instante alcanzó la furgoneta que iba con el ataúd hacia Reikiavik. En la autovía de Keflavík, el conductor procuró tener siempre dos o tres vehículos entre su coche y la furgoneta. De esa manera fue siguiendo al ataúd hasta llegar a la ciudad.

Cuando la furgoneta se paró delante del tanatorio, aparcó el coche a cierta distancia y observó cómo introducían el ataúd y cerraban la puerta. Vio que la furgoneta se iba y que la mujer que había acompañado al conductor de la furgoneta se marchaba en taxi.

Cuando todo volvió a la calma, se fue silenciosamente.

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