Capítulo 15

El médico vivía en una casa adosada, en la parte más antigua de Grafarvogur. Estaba jubilado y ya no ejercía la medicina clínica. Recibió personalmente a Erlendur y le invitó a pasar a una salita que utilizaba como despacho. Le explicó que hacía trabajos para abogados y principalmente evaluaciones de grados de invalidez. En el despacho no había lujos, era más bien pulcro, con un pequeño escritorio y una máquina de escribir. El médico era de estatura baja, delgado y de movimientos ágiles. Llevaba dos bolígrafos en el bolsillo de la camisa. Se llamaba Frank.

Erlendur le había llamado por la mañana. Ahora empezaba a atardecer. Sigurdur Óli y Elinborg habían estado estudiando una copia del censo de Húsavík de hacía cuarenta años. La habían recibido por fax desde el norte del país. El médico le invitó a sentarse.

– ¿No son mayoritariamente mentirosos los que vienen a verte? -preguntó Erlendur, y miró a su alrededor.

– ¿Mentirosos? No, yo no diría eso -contestó el médico con calma-. Tal vez algunos, sin duda. Las lesiones de cuello son las peores. Realmente no hay otra solución que creer lo que te dicen cuando se trata de una lesión así, después de un accidente de coche, por ejemplo. Esos casos son los más difíciles de tratar. Algunas personas sufren más que otras. Pero creo que no son muchas las que se toman esto a la ligera.

– Cuando te llamé te acordaste enseguida de la niña de Keflavík.

– Sí, no es fácil olvidar aquel caso. Es difícil no recordar a la madre. Se llamaba Kolbrún, ¿verdad? Tengo entendido que se suicidó.

– Todo fue una maldita tragedia -dijo Erlendur.

Se preguntaba si debería aprovechar la ocasión y consultar al médico acerca del dolor de pecho que le molestaba cuando se despertaba por la mañana, pero decidió no hacerlo. El médico descubriría que le quedaba poco tiempo de vida, lo ingresaría en un hospital y antes del próximo fin de semana ya estaría tocando el arpa con los angelitos. Erlendur evitaba las malas noticias siempre que podía y verdaderamente no esperaba nada bueno de su salud.

– Dijiste que se trataba del asesinato en Las Marismas -se interesó el médico.

– Holberg, el muerto, era probablemente el padre de la niña de Keflavík -dijo Erlendur-. Al menos la madre lo aseguraba. Holberg ni lo afirmaba ni lo negaba. Lo único que confesó fue haber tenido relaciones sexuales con Kolbrún. No se pudo probar que hubiera habido violación. Pocas veces hay una base sólida en estos casos. Ahora estamos investigando el pasado del hombre. La niña enfermó y se murió a los cuatro años. ¿Qué ocurrió?

– No veo qué relación puede tener con el asesinato.

– No te preocupes por eso.

El médico miró fijamente a Erlendur un buen rato.

– Quizá sea mejor que te lo cuente ahora mismo, Erlendur -dijo finalmente-. Entonces yo era distinto.

– ¿Distinto?

– Y peor. Distinto y peor. Ahora hace treinta años que no pruebo el alcohol. Te lo digo para que no tengas que molestarte en averiguar que me quitaron la licencia por un tiempo, desde 1965 hasta 1972.

– ¿Por lo de la niña?

– No, no fue por ella, aunque eso hubiera sido una razón suficiente. Fue por alcoholismo y negligencia. No me gustaría entrar en detalles si no es absolutamente necesario.

Erlendur iba a dejarlo pasar, pero no pudo contenerse.

– ¿Quieres decir que solías estar más o menos bebido durante esos años, o qué?

– Sí, más o menos.

– ¿Luego volvieron a darte la licencia?

– Sí.

– ¿Y desde entonces todo bien?

– Sí, todo bien -dijo el médico asintiendo con la cabeza-. Pero, como te he dicho, no estaba en buenas condiciones cuando atendí a la niña de Kolbrún. Le dolía la cabeza y yo pensé que se trataba de una migraña infantil. Vomitaba por las mañanas. Cuando aumentaron los dolores le receté analgésicos más fuertes. No lo recuerdo con claridad. He intentado olvidarme de esos años. Todos cometemos errores, también nosotros, los médicos.

– ¿Cuál fue la causa de la muerte?

– Supongo que no habría cambiado nada aunque yo hubiera reaccionado de otra manera y la hubiera ingresado en un hospital -dijo el médico como hablando consigo mismo-. Eso es lo que me gustaría creer. Entonces no había muchos pediatras y tampoco disponíamos de esos estupendos escáneres que hay ahora. Teníamos que fiarnos más del instinto y de nuestros conocimientos, pero, como ya sabes, mi instinto no era muy fino en aquella época, salvo en lo que se refiere al alcohol. Un mal divorcio tampoco mejoró las cosas. No me estoy excusando -dijo, aunque era evidente que eso era lo que estaba haciendo.

Erlendur asentía con la cabeza.

– Después de un par de meses, creo, empecé a sospechar que se trataba de algo más grave que una migraña infantil. La niña no mejoraba. No había pausas entre los ataques de dolor. Empeoraba constantemente. Se consumía, se quedó extremadamente delgada. Había varias posibilidades. Se me ocurrió que podía ser una tuberculosis cerebral fulminante. Antiguamente, cuando nadie sabía nada de nada, se solía hablar de resfriado cerebral. Al final, empecé a pensar en una meningitis, pero faltaban muchos síntomas. La meningitis es bastante rápida. A la niña le salieron en la piel lo que se llamaba manchas de café y al final consideré que bien podía ser un tumor.

– ¡Manchas de café! -exclamó Erlendur, y recordó que había oído hablar de ellas antes.

– Pueden ser síntomas de un tumor.

– Entonces la mandaste al hospital de Keflavík.

– Allí murió -dijo Frank-. Me acuerdo del dolor de la madre. Cuando la niña falleció, perdió la razón. Tuvimos que inyectarle tranquilizantes. Se negó en rotundo a que se le practicara la autopsia. Nos lo prohibió a gritos.

– Pero se la hicieron de todas formas.

El médico vaciló.

– No se podía evitar. De ninguna manera.

– ¿Qué se descubrió?

– Un tumor, lo que yo había dicho.

– ¿Qué clase de tumor?

– No sabría decirlo -contestó el médico-. No sé si lo investigaron a fondo. Supongo que lo hicieron. Creo recordar que mencionaron una especie de enfermedad hereditaria.

– ¡Hereditaria! -repitió Erlendur subiendo la voz.

– ¿No es ésa la palabra de moda? Hereditaria. ¿Qué tiene esto que ver con el asesinato de Holberg? -preguntó Frank.

Erlendur se quedó pensativo y no oyó las palabras del médico.

– ¿Por qué te interesa el caso de esa niña?

– Estoy soñando -dijo Erlendur.

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