Sesenta y uno

Desde el gran salón que se asoma al verde se vislumbra el espléndido rosal que atraviesa el jardín de invierno junto a una preciosa pérgola y, un poco más allá, también una vid.

– ¿Mamá? ¿Papá? ¿Estáis en casa?

Lugi, el padre, está tratando de poner a punto una planta que se le resiste.

– ¡Me alegro de verte, Alex!

– Hola. -Se dan un beso-. ¿Y mamá?

– Ahí la tienes… Ahora llega.

Entre los setos un poco apartados, aparece de repente Silvia acompañada de Margherita y Claudia, las hermanas de Alex, con sus respectivos maridos, Gregorio y Davide.

– ¡Hola, mamá! -Alex les sale al encuentro.

– ¡Hola! ¡Ya has llegado! ¿Has visto? Tus hermanas han venido también… Nunca conseguimos estar todos juntos.

Alex sonríe mientras los saluda.

– Tienes razón, mamá. Es que últimamente he tenido que trabajar mucho.

– A propósito, todavía no nos has dicho qué fuiste a hacer a Nueva York. -Gregorio, el marido de Margherita, es asesor fiscal y se las da de entendido-. ¿Vais a abrir una sucursal allí? Hoy en día es conveniente hacerlo, con el dólar…

– No, no fui para eso, no era un viaje de negocios…

Davide abraza a Claudia, la hermana mayor.

– ¿Un asunto amoroso? ¿Sabes que nosotros pensamos ir por pascua?

– ¿De verdad? En ese caso os daré algunas direcciones. -Alex piensa en Mouse.

Gregorio y Margherita se suman de inmediato a la iniciativa.

– Si conseguimos dejar a las niñas con alguien os acompañamos. ¿Te las quedarías tú, mamá?

– No lo sé, ya veremos… ¿Cuándo cae Pascua este año? Quizá nos inviten los Pescucci.

Alex escucha todo ese parloteo mientras piensa en lo amable que ha sido Mouse. No, no puede castigarlo de esa forma.

Silvia echa un vistazo a su marido.

– Luigi…, ¿cuánto te falta?

El padre de Alex mira la última rama y aprieta la cinta verde que debe servir para sujetarla.

– ¡Ya está! Aquí estoy, querida, listo para cualquier aventura.

– Simplemente tenemos que sentarnos a la mesa.

– Bueno, depende de lo que haya para comer. A veces puede ser también una aventura peligrosa…

– Bromista… Dina, nuestra criada sarda, cocina de maravilla.

– Sí, amor -Luigi abraza a Silvia-. Pero no me refería a ella, sino a ti.

Silvia lo aparta.

– Qué malo eres… Siempre te he preparado cosas riquísimas. De hecho, cuando nos casamos estabas en una forma envidiable, y desde entonces no has hecho sino engordar. Sólo ahora, que cocina ella, has empezado a adelgazar. ¿Ves?… Debería haber abandonado antes la cocina.

– ¡Pero, amor mío! Era una broma… Además, eso no es cierto, también estaba en forma antes, comía mucho pero también me movía mucho…

Al oír la tonta alusión de su marido, Silvia se ruboriza un poco y se apresura a cambiar de tema.

– Veamos, he mandado que lo dispongan todo en el nuevo patio… En la mesa de cerámica que acabamos de recibir directamente de Ischia.

– ¡Fantástico!

– Pero ¿no hará frío?

– He obligado a vuestro padre a comprar varias de esas cosas metálicas que tienen un sombrero por encima que calienta…

– Setas, mamá, se llaman setas de calor.

– Como queráis, en fin, que hemos puesto esas setas de gas, de manera que estaremos de maravilla.

En un instante todos atraviesan el patio y toman asiento.

– La verdad es que se está muy bien aquí.

Alex sirve en seguida un poco de agua en el vaso de su madre, que está sentada a su lado, sus hermanas desdoblan las servilletas y las colocan sobre el regazo en tanto que sus maridos se ocupan del vino. Dina les lleva los entrantes.

– Buenos días a todos…

Silvia corta el pan que tiene en el platito que hay a su izquierda.

– He puesto un poco de música…

Luigi se acerca risueño y toma asiento en la cabecera de la mesa. Justo en ese momento, de los pequeños altavoces que están escondidos en varios rincones del patio, en lo alto, les llega una pieza de música clásica. Vivaldi. Las Arias de ópera.

– Es ideal para un día tan bonito como éste, ¿no? -Despliega su servilleta y se la coloca ufano sobre el regazo-. Y ahora dime, ¿te divertiste en Nueva York?

– Muchísimo.

– ¿Con quién fuiste?

– Con Niki.

Margherita mira a Claudia.

– Vaya, esa chica le está durando -comenta en voz baja.

– Chsss -le responde Claudia sonriendo para que Alex no las oiga.

Silvia, que ha captado sus gestos, se hace la loca.

– Ah, muy bien, ¿y dónde estuvisteis?

Alex les cuenta el viaje indicándoles las calles y los teatros, las tiendas nuevas y los restaurantes mientras, uno detrás de otro, van llegando los primeros platos, el risotto a la naranja y los macarrones con berenjenas y ricotta salada, acompañados de un buen vino blanco.

– Es un Southern del 89, ¿os gusta?

– Mmm, es muy delicado.

Alex prosigue con su relato satisfaciendo la curiosidad de todos, describiendo con todo lujo de detalles el espectáculo Fuerzabruta, en el que el público se convierte en actor protagonista y cómplice participando plenamente en la acción, con las acrobacias acuáticas de los artistas sobre las cabezas de los espectadores, sobre una membrana que se llena de agua y que sustituye a la pared del teatro, y la danza, la música y las luces… Sus hermanas están entusiasmadas y no ven la hora de ir a Nueva York. Margherita insiste:

– ¿Y bien, mamá? ¿Podrás quedarte con Manuela? Te lo suplico, hace siglos que no voy a Nueva York… ¡Después de lo que nos ha contado Alex, siento la llamada de la Gran Manzana!

Silvia sonríe.

– Ya veremos.

Alex también sonríe y retoma el hilo de su relato, incluida la espléndida cena en el Empire State Building, omitiendo, naturalmente, el helicóptero y, sobre todo, la sorpresa del letrero. Margherita, la mayor de las dos hermanas, lo ha escuchado divertida y ahora guiña repentinamente los ojos, sorprendida de no haber caído antes.

– Pero ¿por qué fuisteis a Nueva York? Quiero decir, ¿a qué se debe ese repentino viaje sin más ni más, que por lo visto no guarda ninguna relación con un asunto de trabajo?

Alex sonríe.

Están a punto de acabar la comida. Ha llegado el momento, sólo falta una cosa.

– Disculpe, Dina… He venido con un paquete y lo he metido en la nevera ¿Nos lo puede traer a la mesa? Gracias.

Dina desaparece. Alex se sirve un poco de vino. Lo saborea de nuevo.

– Es verdad, papá… Este Southern es realmente exquisito -dice e intensifica el ambiente de espera, de extraño suspense.

Casi se oyen las patadas que sus hermanas dan bajo la mesa con sus elegantes zapatos. La madre está más tranquila. Los hombres

aguardan serenos. Dina entra de nuevo por fin, coloca en el centro de la mesa los pastelitos y regresa a la cocina.

– Mmm, qué ricos… -comenta Silvia-. Veo que has comprado también mis preferidos, los de castaña.

– Sí -dice Alex. Acto seguido se seca los labios. Sonríe a todos los comensales y con una placidez auténticamente envidiable anuncia-: He decidido casarme.

Las dos hermanas tragan a la vez, el padre sonríe sorprendido, los maridos, sabedores de lo que le espera, lo miran cortésmente alegres a la vez que piensan o, mejor dicho, recuerdan, las diferentes fases de su propia pesadilla. Tal y como Alex imaginaba, su madre es la que más asombrada se ha quedado.

– ¡Alex! ¡Me alegro mucho por ti!

A continuación lo acribilla a preguntas.

– Pero ¿se lo has dicho a sus padres?

– Sí.

– ¿Y cómo se lo han tomado?

– De maravilla, pero ¿qué clase de preguntas son ésas?

– Bueno…, ya sabes…, la diferencia de edad…

– ¡Pero eso ya lo habían aceptado!

– ¡Sí, pero quizá pensaban que no ibas en serio!

Todos se echan a reír.

– Y, además, cuando se trata de una hija… Sí, en fin… Siempre resulta más delicado -interviene su padre mirando a Margherita y a Claudia, aunque, sobre todo, a sus respectivos maridos.

Alex esboza una sonrisa.

– Bueno… Imagínate que, cuando se lo dije, su padre se cayó de la silla…

Su madre se inquieta.

– ¿Y se hizo daño?

Margherita interviene:

– ¡Pero mamá, es una manera de hablar!

– No, no…, ¡se cayó de verdad! Creo que no se lo esperaba… Y la verdad es que ver que una hija de esa edad se casa, que se marcha de casa, debe de producir un efecto…

Justo en ese momento la madre de Alex se conmueve, alarga una mano, coge un pastelito de castañas y se lo come de un solo bocado. Alex se percata de ello y sonríe tratando de que no lo vea. Después su madre elige otro, esta vez de sabayón y nata, aún más dulce, y lo devora de la misma forma. Alex empieza a preocuparse. Caramba. ¡Se ha conmovido de verdad! No pensaba que fuera para tanto. Así que se levanta y la abraza. Su madre cierra los ojos y se deja estrechar por su hijo. Sonríe mientras sus hijas le toman el pelo.

– Buuu… ¡Con nosotras no hiciste eso!

– Sí, te importábamos un comino…

– Querías librarte de nosotras y punto… ¡Ésa es la verdad!

– Éramos como las dos hermanastras, Griselda y Anastasia, mientras que Alex es tu Cenicienta.

Alex vuelve a tomar asiento.

– ¡Bueno, más que Cenicienta creía que yo era el príncipe!

– ¡En todo caso, el de Niki!

– Ah, queremos ser los testigos…

– Perdonad, pero lo habéis sido ya la una de la otra…

– ¡Pero uno de nuestros testigos siempre eras tú!

– ¡Porque me lo pedisteis vosotras!

– Considéralo un detalle, ¡temíamos que te sintieses mal porque no te casabas con nadie!

– ¡Encima!

– En cualquier caso, nos gustaría dar algunos consejos a la novia.

– Sí, ¡querríamos decidir con ella el banquete!

– Y el vestido…

– ¡Ah, y los regalos para los invitados!

– ¡Sí, ésos sí que son importantes!

– ¿Habéis decidido ya dónde os casaréis?

– ¿Y cuándo?

– ¿Y las flores para la iglesia?

– ¿Y los nombres para las mesas? ¿Cómo distribuiréis a la gente?

– Y los invitados… ¿Cuántos serán?

– Tiene que ser una gran celebración…

– Eh…

En ese momento la mirada de Alex se cruza con la de Davide y Gregorio, que lo apoyan con una sonrisa, cuando menos de solidaridad, y él, sin saber qué hacer, extiende una mano y se anticipa a su madre.

– Perdona, mamá… -Y se come el último pastelito de castaña que quedaba sobre la bandeja.

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