Ciento veintitrés

Los días posteriores suponen para Alex un gran esfuerzo. Un esfuerzo grandísimo. Tiene la impresión de que, de repente, nunca como en ese momento, nada tiene razón de ser. Ni el éxito, ni el trabajo, ni sus amigos. De improviso se siente perdido en esa ciudad, en su ciudad, Roma. Y hasta tiene la impresión de que no la conoce, las calles de siempre le parecen nuevas y carentes de color; las tiendas y los restaurantes famosos pierden de golpe todo su interés, su razón o su motivo. Deambula sin rumbo fijo durante varios días, sin mirar el reloj, sin saber adónde ir, sin una meta fija, un porqué, o un deber. Battisti canta en su interior. Tiene la impresión de estar dentro de una batidora con todas sus canciones. «Qué sensación de ligera locura tiñe de color mi alma. Sin ti. Sin raíces ya. Tantos días en el bolsillo para gastar. Y si de verdad quieres vivir una vida luminosa y más fragante… Luces, ah, a menudo no se hace.» Confundido. Por los gritos, por la rabia, por el amor reventado, por el dolor físico, un corazón roto, una amistad partida, una emoción despedazada, un sentimiento turbado, curvado y cortado. Así se siente. Con la música zumbando incesantemente en su cabeza y una fragilidad interior, una sutil aflicción, una lágrima repentina y el deseo de no hablar. Fluye la noche y esa luna inmóvil parece saberlo todo, aunque no habla. Fluyen los días iluminados por un sol que casi ciega con su perfecta redondez, con su dolorosa distancia, con su molesta permanencia. Un día tras otro. Una noche tras otra. Todo le aburre. Alex pasea con su coche.

«¿Hola? No, Andrea, hoy no iré al despacho.» «¿Hola? ¿Mamá? Quería decirte una cosa. -Silencio y el miedo a las preguntas, a la curiosidad humana, a la razón y a la manera en que finalizan las cosas-. No, no es un simple aplazamiento. Paradlo todo.» Aplazado hasta un posible mañana, quién sabe. Pero ellos insisten, quieren saber: «Pero ¿por qué? ¿Hay otra persona? ¿Por ti? ¿Por ella? ¿Os habéis peleado? ¿Puedo hacer algo? Me parece feo no llamarla, y además están sus padres. ¡Dinos la verdad, Alex! ¿Podemos hacer algo por ti? Nuestra casa siempre está abierta. Pasa y nos lo cuentas, te lo ruego…»

Al otro lado sienten una curiosidad ávida, como si los asuntos humanos fueran en todo caso un motivo de sorpresa, despertasen el deseo de hurgar, de buscar, de abrir cajones, de leer cartas, de conocer noticias, verdades sorprendentes o descubrimientos dramáticos. Hambrientos de la vida de los demás. Pero ¿qué queréis saber? ¿Qué otra cosa hay que saber más allá del hecho de que el amor se ha acabado? Se ha acabado y ya está. ¿Acabado? Esa palabra es casi un grito desgarrador. Al oírla pronunciada en su mente su corazón parece retorcerse y extenderse como un elástico de absurdas capacidades, tenso como un arco violento y listo para lanzar la dolorosa flecha, más y más tenso, hasta lo inverosímil, hasta romperse como cinco cuerdas de un instrumento llevadas a la exasperación, el último y lacerante hálito de un viejo cantante de rock en su último bis, el último canto de un viejo cisne, ya ronco. Así se siente Alex, hincado de rodillas, extenuado, derrotado y arañado frente a la belleza y a la grandiosidad del amor que siente por Niki. Sólo ahora entiende hasta qué punto la ha querido, sólo ahora se arrepiente de haberla hecho sufrir, de haber borrado, aunque sólo fuese por unos instantes, esa preciosa sonrisa de su rostro, y le gustaría castigarse por haber hecho verter algunas lágrimas, querría desdoblarse, clonarse, crear otro Alex inocente al que poder dar un látigo y rogarle que lo azote, sentir en su espalda los golpes cortantes y teñirse las marcas con ese maravilloso rojo, idéntico al de los labios de Niki, y más marcas, nuevas, sutiles, pero feroces y profundas, que arañan como garfios, que arrancan su piel, tan perfectos como la sonrisa de ella… Cuánto echa de menos esa sonrisa. Querría sentir todo eso y mucho más. Ni siquiera el peor de los dolores físicos puede compararse con el que siente en esos momentos su corazón. El absurdo de ese vacío neumático, la ausencia total de todo, como respirar en un mundo sin aire, como beber de un vaso vacío, como tirarse a una piscina sin agua, el silencio de las profundidades marinas, la ausencia de cualquier sonido, palabra, color, alegría, felicidad, sentimientos cristalizados, como si el mundo se hubiera partido por la mitad y, de repente, esa sonrisa robada, impresa, crucificada, disecada e inanimada. Así es el vacío desgarrador que siente Alex. ¿Quién me ha privado de la emoción, del sentimiento y de la felicidad? Ladrón, maldito ladrón del amor, te lo has llevado y después lo has escondido, lo has metido en una botella y lo has arrojado a las más frías profundidades de esta tierra que hoy me acoge. Avanzo día tras día sin notar ya el calor del sol, todo me aburre y me tortura dolorosamente, estoy destinado a sufrir para siempre, como un condenado a cadena perpetua que, sin embargo, no ha visto en ningún momento un tribunal, unos jueces o alguien que pudiese decirle algo, el motivo de sus culpas, cualesquiera que éstas sean. No. Se quedará para siempre en esa habitación, solo con sus pensamientos y sus recuerdos, intentando imaginar quién es el que lo ha encerrado y cuál puede ser su culpa… En caso de que la tenga. Como esa película que me turbó, violenta, dramática y desgarradora en su extraña absurdidad. Old Boy, un filme coreano. Una historia increíble que se adentraba en lo más hondo de la mente, en el negro más oscuro. Como si un enorme pulpo gigantesco emergiese del abismo, rodease con sus enormes tentáculos la barca de un pobre náufrago que duerme y se lo llevase corriente abajo, a la oscuridad del mar, sin que él se diese cuenta, desapareciendo sin más, plof, como por encanto. Cuando se sufre de ese modo cuesta creer que pueda existir un dios, que de verdad haya alguien entre las estrellas que no se compadezca de tu desesperación. Por un momento recuerdas la felicidad del amor, y el mero hecho de vislumbrar la belleza de ese paraíso te hace comprender mejor las atrocidades del infierno que estás viviendo. Alex mira la televisión. Un presentador extraordinario, que ha conquistado todo y a todos, jadea sudoroso en un escenario, se tira al suelo, salta, intenta dirigir una orquesta, luego se detiene de repente y habla de algo. Pero Alex ha quitado el volumen. De manera que no oye lo que dice, aunque puede ver sus labios y leer en sus ojos. Parece cansado, su mirada es triste y sus ojos reflejan cierto sufrimiento. En ese momento Alex comprende que ni las palabras ni el dinero o el poder sirven para poder reconquistar esa luz, esa pequeña y enorme llama que es la felicidad. Y no existe tienda ni documento, papel ni recomendación que te la pueda devolver. Nada es cierto, entonces. Al otro lado del arco iris no hay ninguna olla llena de monedas de oro. Después del «The End» de las películas románticas, después de esa bellísima película de amor, después de ese beso apasionado y antes de que todo se oscurezca en medio de una música maravillosa, no queda nada. Nada. ¡Puede que incluso los actores protagonistas se odien! Después del «Stop!» del director dejan de hablarse, se encierran en sus respectivos camerinos y llaman a alguien para poner verde al otro: «¿Sabes qué ha hecho? Ha intentado meterme mano, es un cerdo, en la pantalla parece un tío muy guay, pero la verdad es que da asco.» O, si el que se desahoga es él: «¡No tienes ni idea de lo mal que besa! Además, le huele el aliento y tiene el cuerpo fofo. Deberían pagarme el doble por rodar esa escena con ella.»

Alex sigue ensimismado en su dolor, como ebrio, a pesar de que no ha bebido ni una sola gota. Trata de dar un sentido a esta vida, pero en algunos casos Vasco tiene razón cuando dice que cuando se sufre así la vida carece de él. Sin amor no tiene sentido. Sin ti, Niki. De nuevo esas palabras en la batidora. «Tantos días en el bolsillo para gastar. Pero ¿por qué ahora sin ti me siento como un saco vacío, como una insignificancia abandonada?» Y sigue poniendo las canciones de Battisti como si, de alguna forma, sólo él y Mogol supiesen de verdad a qué se refiere Alex, como si sólo ellos dos supiesen de verdad el dolor infinito que se siente cuando se pierde el amor. Y resiste y sufre en silencio, y sigue adelante con su vida como si ésta estuviera sujeta a unas gruesas cuerdas que se engancha en los hombros como si del yugo de un buey se tratara, y arrastra sufriendo el peso de la vida, un día tras otro, en el trabajo, en el despacho, bromeando y riéndose con todos como si nada hubiese ocurrido, entre la gente, por la calle, en las tiendas, en el supermercado y también entre sus amigos, por la noche, durante ese único silencio que de vez en cuando se concede. Y, sin embargo, resiste. Pasan las semanas y resiste. Y le parece imposible. Y cada noche le parece aún más dolorosa, como si aumentara el espacio y el tiempo que separan todo lo que tenía de esa partida repentina hacia un viaje imprevisto, quizá sin retorno. ¿Todo se ha acabado? ¿De verdad todo se ha acabado? No. No puede ser. Vivir con esa incertidumbre le hace aún más daño. Da la impresión de que Alex quiere permanecer en la duda, no saber del todo lo que será de ellos, esa misma frase que se decían siempre alegremente, como si se tomasen el pelo: «Sólo viviendo lo sabremos.» ¿Y ahora? ¿Qué queda por descubrir ahora? Quizá la nada de su silencio. Frío, cínico, pérfido, malvado y divertido. Ah, es terrible. Sólo resta esa canción. Orgoglio e dignitá. Orgullo y dignidad. Hasta el infinito. Resistir. «Lejos del teléfono, de lo contrario…, ya se sabe.»

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