Diecinueve

En la gran aula, el profesor camina delante de su escritorio, se mueve, se agita, participa divertido de su clase.

– «Si soy celoso, sufro cuatro veces: porque soy celoso, porque me reprocho el hecho de serlo, porque temo que mis celos acaben hiriendo al otro y porque me dejo someter por una banalidad, es decir, tengo miedo de ser excluido, de ser agresivo, de estar loco y de ser como los demás.» Pues bien, esto es lo que dice Roland Barthes en sus Fragmentos de un discurso amoroso. Hablaba de los celos. ¿Qué es más morboso, más difícil de determinar? Los celos siempre han existido… Pensad que, por lo visto, tenemos una endorfina que los genera de manera automática, como un indicador que se enciende, que señala el peligro o, mejor dicho, la avería… Y nuestro Barthes, ensayista, crítico literario y lingüista francés, da, en mi opinión, una definición excelente de ellos.

Alex no se lo puede creer. Una lección sobre los celos. ¡Vaya día! Luego se asoma sigilosamente al aula y la ve: está un poco más abajo. Se dirige a la última fila y sigue mirándola mientras avanza entre los bancos antes de acabar detrás de un estudiante con una melena a lo Giovanni Allevi; un escondite perfecto, en pocas palabras. El profesor prosigue.

– Y si, en opinión de La Rochefoucauld, en los celos hay más amor propio que amor, podréis entender cuántos motivos tenemos hoy a nuestra disposición para debatir con profundidad sobre los celos en la literatura, un tema que no sólo concierne a vuestros colegas de psicología…

El profesor sigue explicando mientras Niki se inclina y saca de su mochila un cuaderno grande que coloca sobre la mesa, unos bolígrafos y unos rotuladores fluorescentes. Abre el cuaderno mientras escucha las palabras del profesor. De vez en cuando anota algo, a continuación se acoda en el banco y apoya un poco la cabeza. Bosteza alguna que otra vez y al final, sólo al final, se tapa la boca con la mano. Alex sonríe, pero poco después Niki parece ver a alguien un poco más abajo, a la izquierda, y lo saluda. «¡Hola, hola!», parece decir desde su sitio mientras agita los brazos en silencio. A continuación le indica con otro gesto que se verán luego. Alex recela y, curioso, deja al joven Allevi a su derecha y se inclina hacia adelante para ver con quién está hablando Niki. Justo a tiempo. Una chica le hace la señal de «OK» con los dedos, le sonríe y acto seguido sigue escuchando al profesor. Niki la mira una vez más y después se concentra de nuevo en la lección. Qué mona. Es una amiga suya. Y yo que me imaginaba… Pero ¿qué debo imaginarme?… Soy un estúpido. En ese momento, como si sus dudas hubiesen adquirido de repente peso y forma, como si se hubiesen acercado curiosos para espiarla aún más de cerca, Niki se vuelve y mira hacia atrás. Alex se oculta de nuevo al vuelo detrás del estudiante, se esconde por completo convirtiéndose en una especie de estatua, perfectamente alineado con el joven que tiene delante, como si fuese su sombra. Está preocupado, casi sin aliento. Después, poco a poco, se inclina hacia la derecha. Niki se ha vuelto de nuevo, ahora mira hacia adelante y escucha al profesor.

– Pero nuestro François de La Rochefoucauld no se detuvo ahí; añadió que hay una única clase de amor, aunque existen innumerables parejas diferentes…

Alex suspira. Menos mal. No me ha descubierto.

– ¿Jefe? ¿Jefe?

Alex se sobresalta. En su fila, escondido debajo del banco y apoyado con una mano en la silla, hay un extraño tipo. Lleva una cazadora militar, con estrellitas desperdigadas aquí y allá sobre los hombros, el pelo largo y un poco rizado, rasta, y recogido con una cinta roja. El joven sonríe.

– Perdona, jefe, no quería asustarte… ¿Qué quieres? Hachís, marihuana, éxtasis, coca… Tengo de todo…

– No, gracias.

El tipo se encoge de hombros y sale de la clase evaporándose de la misma forma en que ha hecho su aparición. Alex sacude la cabeza Pero ¿qué respuesta le he dado? «No, gracias.» ¿Se puede saber qué estoy haciendo aquí? De modo que sale del aula con sigilo, tratando de pasar desapercibido. Mejor que me vaya al despacho… Y se dirige apresuradamente hacia el coche. Salta feliz por la avenida, de nuevo sereno, sin saber cuántas cosas podrían haber sucedido de otra forma si se hubiera quedado hasta el final de la clase.

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