29

Yo guardaba un traje en el armario de la guarida de Primo. Fue idea de Flor.

– Vienes en mitad de la noche después de unos golpes o habiendo sudado mucho -me dijo ella entonces-. Guarda aquí algo de ropa.

– No quiero ser una imposición en tu casa, Flor -le respondí.

Nos cogimos de las manos mientras Primo estaba sentado en una silla en el césped, bebiendo cerveza.

– Es la casa de Dios -respondió ella.


Mientras me ponía mi traje marrón claro pensé en lo que ella decía. Yo no era creyente. No iba a la iglesia, ni me emocionaba cuando se citaba el Evangelio. Pero creía que aquella casa estaba más allá del control de nadie. Para mí era un trozo de historia, un recuerdo que había que agradecer.


En ese estado de ánimo agradecido llegué a los grandes almacenes Portman hacia las nueve y cuarto. Pericles Tarr tenía que haber dejado algún rastro suyo en el último lugar donde trabajó.

Lo llamaban «grandes almacenes», pero en realidad lo único que vendían eran muebles. Había una planta donde se exhibían artículos baratos y un sótano lleno de porquerías. La mercancía del primer piso consistía en dos mesas de comedor de arce con unas sillas que más o menos hacían juego, un sofá rojo, una silla reclinable polvorienta y diversos taburetes para esa sala de juegos que todo el mundo quiere tener pero nadie construye.

Nadie compraba mesas ni sillas a aquellas lloras de la mañana, de modo que el encargado estaba sentado detrás de su escritorio al fondo de aquella habitación tan mal provista.

Su escritorio era la pieza más bonita de la exposición. Era de madera oscura, con toques granate y más claro en algunos lugares: señales de vida bajo la opresión o protección de la noche.

El vendedor negro estaba compuesto de grasa suelta sujeta por una piel de un color amarillo de crema fresca recién salida de las ubres de una vaca. Su rostro era flojo, fue feliz a los veintitantos o treinta años, pero ahora, que ya estaba a mitad de la cuarentena, su sonrisa expresaba un tibio descontento.

La placa de plástico del nombre colocada en un lado de su escritorio me dijo que debía llamarle Larry.

No se levantó a saludarme. Supongo que no le ofrecía buenas perspectivas.

– ¿Cuánto pide por el escritorio? -le pregunté.

– No está en venta -replicó, dirigiéndome su sonrisa ligeramente asqueada.

– ¿Pericles anda por aquí? -inquirí, mirando a mi alrededor y preguntándome cuándo habría barrido alguien aquello por última vez.

– ¿Quién?

– Pericles Tarr. Me vendió un juego de comedor pero no he quedao muy contento -pronuncié mal el participio para demostrarle que era un idiota.

Larry sacó su generoso labio inferior y apenas meneó su enorme cabeza rapada.

– No. Parece un personaje de los cuentos de Mamá Gansa o algo así. Me acordaría de ese nombre.

Era lo único que me iba a dar Larry. Si quería más, tenía que subir la apuesta. -¿Conoce a los demás vendedores?

– Sólo estoy yo. Desde las 8.45 hasta las 19.15 de lunes a sábado, excepto Semana Santa y Navidad.

– ¿Y cuánto tiempo hace que trabaja aquí?

Después de mirar su reloj, dijo:

– Tres semanas, dos días y treinta y siete minutos.

Le dirigí una débil sonrisa bien medida para que igualase a la suya y asentí.

Él asintió a su vez y nos separamos para siempre.



La mayoría de los niños de la casa de Tarr estaban en el colegio cuando llegué allí, un poco después de las nueve. Leafa abrió la puerta. Verla me hizo feliz. Supongo que eso se transparentó en mi cara, porque los ojos de la niña se iluminaron y ella levantó los brazos hacia mí. Fue lo más natural del mundo cogerla y sujetarla con el brazo.

– ¿Tú no deberías estar en el colegio? -le pregunté.

– Mamá está triste -respondió ella. No hacía falta ninguna explicación más.

Entré en la casa llevando en brazos a Leafa. La niña y yo estábamos unidos. La quería, me había convertido en su protector. No tenía ningún otro sentido ese sentimiento que había entre nosotros; sólo intentar ser humano en un mundo que idolatraba al reino de las hormigas.

Con la cabeza contra mi pecho, Leafa señaló la puerta del rincón derecho salón, que estaba muy revuelto. Al atravesarla encontré a Meredith sentada en una silla de respaldo alto, con la cabeza enterrada entre las manos, flanqueada por dos cunas y tres bebés.

Con un sutil cambio de peso Leafa me indicó que necesitaba bajar al suelo para asegurarse de que sus pequeños y feos hermanitos y hermanitas no hacían algo terrible. Yo la bajé y le besé la mejilla.

– Señora Tarr -dije, todavía agachado.

Ella levantó la vista y yo comprobé que había envejecido seis meses por lo menos desde que nos vimos hacía sólo unos pocos días.

– ¿Sí?

– Lo siento mucho, señora, pero si le parece que puede resistirlo, me gustaría hacerle algunas preguntas.

Ella me miró como si no comprendiera aquellas palabras. Junto a ella, Leafa reunía a todos los bebés en un rincón.

Le tendí la mano y Meredith la cogió. La conduje fuera de la habitación de los niños, a través del salón devastado y hasta la cocina, donde aparté los trastos que llenaban dos sillas rojas y la hice sentar. Preparé un café instantáneo mientras ella se quedaba sentada, mirando al suelo.

Se me ocurrió que probablemente Meredith no le hubiese pedido a Leafa que se quedase en casa. La niña sencillamente había visto que era su responsabilidad y la había asumido, igual que había hecho Feather con Amanecer de Pascua.

– ¿Quiere leche y azúcar en el café? -pregunté.

– Leche.

Sólo quedaban unas gotas en el fondo de un cartón de litro. Le entregué el café y me senté frente a ella.

– He averiguado muchas cosas sobre Alexander y su marido en los últimos días -le expliqué-. Sé que les vieron juntos en un bar y que recogieron un coche en un garaje en el sur de Los Angeles.

– La policía ha estado aquí -dijo ella.

– ¿Y qué han dicho?

– Me han preguntado si sabía algo de Ray Alexander.

– ¿Ha vuelto a la ciudad?

– Supongo que sí. Ellos creen que a lo mejor me llama, puesto que yo llamé a la policía. Dicen que es un hombre peligroso y que yo debería trasladarme a otro sitio y que él no sepa dónde estoy, por si quiere vengarse. Pero ¿cómo voy a trasladarme con todos estos niños? ¿Adónde iba a llevarlos?

Era una buena pregunta. Me resultaba difícil imaginar a una mujer que diera a luz diez veces.

– ¿Cómo puede herirme más de lo que ya ha hecho? -se quejó.

Yo le cogí las manos. Su piel era áspera y rugosa, cenicienta, y los músculos tirantes.

– Tengo que hablar con los amigos de Perry -dije yo, bajito-. ¿Conoce a alguno de ellos?

– ¿Sus amigos? -me preguntó.

Yo asentí y le apreté la mano.

– ¿De qué sirven los amigos cuando no tienes nada y ellos no te llaman nunca?

– Quizá sepan algo, señora Tarr. Quizás él dijo algo cuando iba por ahí con ellos.

– Pusieron una orden de desahucio en mi puerta -contó ella-. ¿Dónde estarán los amigos de Perry cuando yo me quede en la calle con doce niños? ¿Dónde estará la policía cuando tenga que buscar entre los cubos de basura para alimentar a mis hijos? -Me miró entonces-. ¿Dónde estará usted cuando ocurra todo esto? Ya le diré dónde: durmiendo en su cama, mientras nosotros vivimos con las ratas.

Ser pobre y negro no es lo mismo en América, no exactamente. Pero hay muchas cosas que tienen en común los negros y los pobres de todos los colores. La particularidad más importante de nuestra vida es la comprensión de la parábola del Nudo Gordiano. Hay que ser capaz de cortar todo aquello que te ata. Quizá sea dejar a una mujer o irrumpir en un banco a cubierto de la oscuridad; quizá sea agachar la cabeza y decir «sí, señor» cuando un hombre acaba de llamar puta a tu mujer y perros a tus niños. Quizá pases toda tu vida como un John Henry cualquiera, golpeando con un mazo un pedrusco que no cede nunca.

Saqué un billete de cien dólares de mi cartera y lo coloqué en las manos de Meredith. Podría haberle mentido, haber llamado a un asistente social, hablar por los codos. Pero el nudo era el alquiler, y la espada era aquel billete de cien dólares.

– ¿Qué es esto? -me preguntó ella, lúcida al fin.

– Es lo que necesita, ¿no?

Leafa estaba de pie en la puerta, detrás de su madre. Me hacía feliz que contemplase nuestra conversación.

– ¿Mamá?

– ¿Alguien se ha hecho daño? -preguntó Meredith, mirándome aún.

– No.

– ¿Puedes ocuparte tú?

– Sí, creo que sí.

– Entonces ve, cariño. Iré dentro de unos minutos.

Leafa retrocedió y Meredith se enderezó.

– ¿Por qué me da esto? -me preguntó, suspicaz.

– Me paga mi cliente -contesté, con toda sinceridad-. Tengo que saber quiénes son los amigos de Perry y usted lo necesita para el alquiler. La incluiré en mis documentos como informante.

Era una lógica que ella nunca se había encontrado antes. Nada en su vida había tenido jamás valor monetario, sólo coste o sudor.

– ¿Si le doy el nombre de tres negros insignificantes me puedo quedar este dinero?

– El dinero es suyo -insistí-. Se lo acabo de dar. Ahora le pediré esos nombres.

Leafa apareció de nuevo en la puerta. Aquella vez se quedó callada.

– Esto es absurdo -dijo Meredith. Estaba furiosa.

– Tiene usted razón -asentí-. Es lo que se suele llamar irracional. Pero fíjese, señora Tarr, que nosotros, todos los seres humanos, pensamos que somos racionales, cuando en realidad nunca hacemos nada que tenga sentido. ¿Qué sentido tiene dejar en la calle a una pobre mujer y a sus hijos? ¿Qué sentido tiene que un hombre me odie por el acento que tengo o por el color de mi piel? ¿Qué sentido tiene la guerra, o los programas de la tele, o las armas, o la muerte de Pericles?

Con eso le llegué muy hondo. Su vida, mi vida, la vida del presidente Johnson en la Casa Blanca, nada tenía sentido. Estábamos locos si pretendíamos que nuestras vidas fueran cuerdas.

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