El camino hasta la avenida Champion resultó muy agradable. La visita de Suggs, aunque en realidad no restauraba mi fe en la humanidad, al menos otorgaba un guiño positivo a la naturaleza humana. Él quería que yo supiera que había un plan semioficial en marcha para asesinar a mi amigo.
Suggs era un buen policía. Resolvía los crímenes y eso era su ruina. La mayoría de los americanos (y quizá de todas las personas en el mundo que yo conocía) no se enfrentaban directamente con los problemas. Si oyes tiros, lo primero que haces es agacharte, y luego correr. Después, la mayor parte de la gente se esconde. La forma de esconderse de Suggs era pensar.
Él no sabía si el Ratón era culpable o no, pero sí sabía que matar a un hombre al que no puedes arrestar legalmente está mal. No podía actuar contra Rauchford, y no tenía ni idea de lo que podíamos hacer el Ratón o yo, pero tenía que decírmelo.
Pasé el resto del breve trayecto en coche pensando en el coronel Bunting. En mi interior le llamaba Bumbles (Tropezones). Era como tantos otros negros jóvenes que se visten a la última moda y piensan que eso les hace invulnerables. Bunting creía que su uniforme le hacía superior; mis hermanos de la calle pensaban que eran las camisas con chorreras y los zapatos de becerro sin curtir. La madurez y el infantilismo se mezclaban tanto en Bumbles como en mis semejantes descendientes de esclavos; la única diferencia era que los periódicos y la televisión estaban de acuerdo con Bumbles. Nadie se ríe de un idiota blanco de uniforme hinchado y engallado.
Sonaban las Supremes cantando Baby Love a un volumen muy alto, detrás de la puerta rosa. Apreté el timbre de la puerta repetidamente, parando de vez en cuando para usar el llamador de latón.
Era una casa bonita, pequeña y mucho más atrás en su terreno que las demás casas que la rodeaban. El césped estaba bien recortado y cuidado, y los rosales que bordeaban el camino estaban podados y florecientes. Grandes flores con pétalos rojos, blancos y naranjas colgaban de las ramas espinosas, mientras una profusión de dalias violetas florecía a lo largo de un lateral de la casa. La luz incidía con tanta fuerza en el césped que sentía que casi podía recogerla con las manos, si me agachaba.
La canción llegó a su fin y yo empecé a comprender lo intensas que eran mis emociones. La idea de coger la luz del sol con las manos me hizo estremecer hasta los huesos. Quizás hubiese llegado a alguna revelación profunda, de no ser por el súbito silencio que se hizo al acabar la canción.
Apreté de nuevo el timbre y seguí golpeando la puerta. La siguiente canción no llegó. Por el contrario, una mujer preguntó con tono ofendido: -¿Quién anda ahí?
– Easy Rawlins, señora -dije ante la puerta rosa. La luz del sol estaba ahora detrás de mí, pero la locura todavía me martilleaba en la frente. Sexo y asesinato parecían buenas opciones. Si se hubiese dado la oportunidad, habría robado el fuego de Prometeo y habría arrasado desde San Diego por toda la costa de California hasta el monte Shasta. Pero entonces se abrió la puerta.
Ella vestía de rojo. Se podía llamar vestido, pero en realidad era más bien un salto de cama. Su figura no habría resultado más obvia si hubiese estado desnuda y untada de aceite. El rostro y los muslos, los brazos y el cuello de un marrón intermedio se veían iluminados por unos ojos lo bastante oscuros como para llamarlos negros. Nena Mona era menuda, creada para repoblar el campo, y encantadora, de esa manera que los cristianos interpretan como pecaminosa.
Lo que yo vi en ella, ella pudo verlo en mí. Me fijé en sus sandalias. Eran negras con unas tiras de cinta roja entre el segundo y tercer dedo de cada pie. Las cintas ascendían luego, entrelazándose sinuosamente en torno a los tobillos, para sujetarlas en los pies.
– ¿Sí? -me preguntó, no tan molesta ante mi llegada como parecía estarlo antes de abrir la puerta.
– Qué preciosas sandalias -dije.
Nena tenía unos labios que ya eran gruesos, pero que cuando sonreía parecían hincharse más aún.
Pensé de nuevo en la luz del sol. Me pareció que la escabrosa y etérea belleza de Nena era como el sol: tangible e intangible, un mecanismo incrustado en mi mente como el hambre y el miedo.
– Me las compré de rebajas en Frisco -dijo-. ¿Cómo me ha dicho que se llama?
– Easy Rawlins.
– ¿Le conozco, Easy Rawlins? -Era una sugerencia, más que una pregunta.
– No. Pero sí que conoce a un amigo mío.
– ¿Y su amigo le ha mandado aquí? -especuló ella
– Ningún hombre que esté en su sano juicio enviaría a otro hombre a verla a usted, señorita Mona.
Sus dientes eran blancos, y sus uñas, según pude ver, largas, sanas y limpias.
– ¿Qué hombre es ése, pues?
– El Ratón.
El rostro de terracota de aquella mujer-niña se heló como si estuviese realmente hecho de cerámica. Tenía que pensar, preguntarse qué peligro suponía yo. Su poder no significaba nada frente a la amenaza del Ratón.
– ¿Ese es el nombre de una persona? -me preguntó, sin convicción.
Yo sonreí y meneé la cabeza lentamente.
– Hay diez mil hombres de todas las razas y edades sólo en esta ciudad -dije-, que dejarían a sus mujeres sólo con ver su fotografía. Usted lo sabe, y yo lo sé.
La joven frunció el ceño, intentando resistirse a los cumplidos que sin embargo anhelaba.
– …y -continué-, conoce a Raymond Alexander igual de bien.
– Ah, Ray… Sí, sí que conozco a Ray Alexander. Pero no sabía su apodo.
Volví a sonreír.
– ¿Qué quiere, señor Rawlins? Su voz se había vuelto fría.
– Busco a Ray y un hombre a quien conozco me ha enviado aquí.
– ¿Qué hombre?
– No importa quién sea, guapa -dije-. Lo que importa es que él me ha dicho que Ray se ha dejado ver con un hombre llamado Pericles Tarr y que Pericles y usted son buenos amigos. Siempre resulta triste ver que los ojos de una hermosa mujer se avinagran al mirarlo a uno. Aunque yo quería ver lo que sentía ella, lamentaba también la oportunidad perdida… al menos un poquito.
– Tiene que excusarme, señor Rawlins -dijo-. Tengo que irme.
Retrocedió desde la puerta, disponiéndose a cerrarla.
– Señorita Mona.
– ¿Qué?
– ¿Sabe usted dónde está Raymond? Decidí no preguntarle por Pericles. Me imaginaba que si Tarr sabía que yo andaba buscándole, suponiendo que todavía siguiera vivo, podía desaparecer completamente.
Ella cerró la puerta y yo me permití lanzar una risita. Fui hacia el camino lateral y recorrí todo el trayecto hasta la esquina, allí doblé a la izquierda y esperé tres minutos. Si Nena me había visto marchar, habría vuelto a la casa por aquel entonces.
– ¿Míster? -me preguntó una voz.
Me volví y vi a un anciano negro vestido con una ropa que en tiempos debió de estar llena de color pero que había ido evolucionando hacia unos tristones marrones y grises.
– ¿Sí?
– ¿Puede ayudar a un veterano? -me preguntó.
– ¿De qué guerra?
– La grande, la del dieciséis.
– ¿Mató a alguien entonces? -le pregunté. No sé por qué lo hice.
Él me sonrió y observé que sólo le quedaban tres dientes, cada uno tan fuerte y marrón como un antiguo tocón de roble.
Una cucaracha gigante corría en zigzag por la acera entre nosotros. Levanté la vista y me di cuenta de que el almacén que estaba tras él se encontraba cerrado y cerrado con tablas. Saqué un billete de veinte dólares de mi cartera y se lo di al hombre. Cuando vio la cantidad, el otro se quedó conmocionado.
– Gracias, míster -me dijo, con gran énfasis.
– No hay de qué, hermano -dije yo.
Él me tendió una sucia mano y yo se la estreché. Aquel contacto tuvo en mí un efecto de limpieza.
– Voy a coger este dinero y voy a intentar hacer algo con él, amigo -dijo el viejo-. Voy a intentar situarme, conseguir un trabajo y dejar el vino.
Me miró a los ojos y supe que lo decía en serio. ¿Qué importaba si luego fracasaba? Todos fracasamos, al final.