Es difícil perderse cuando uno vuelve a casa del trabajo. Cuando tienes empleo, y cobras un sueldo, la carretera está muy firme ante ti: es una calle bien pavimentada sin otra salida que la tuya. Está el aparcamiento, luego la tienda de comestibles, la escuela, la tintorería, el túnel de lavado de coches, y luego tu puerta.
Pero yo no tenía trabajo fijo desde hacía un año, y eran las dos de la tarde, y me planté ante la puerta de mi casa preguntándome qué hacía allí. Apagué el motor y me eché a temblar, intentando acostumbrarme a la súbita tranquilidad.
Todo el camino hacia casa lo hice pensando en Bonnie y en lo que había perdido cuando le dije adiós. Ella había salvado la vida a mi hija adoptiva y yo le pagaba haciendo que dejase nuestro hogar. Para poder llevar a la pequeña Feather a una clínica suiza, Bonnie había vuelto a ver a Joguye Cham, un príncipe de África occidental a quien había conocido en su trabajo de azafata para Air France. Él acogió a Feather y Bonnie se quedó allí con ella… y con él.
Abrí la portezuela del coche, pero no salí. En parte, mi letargo se debía al cansancio que sentía por llevar levantado las últimas veinticuatro horas.
No tenía trabajo fijo, pero trabajaba a destajo.
Martel Johnson me había contratado para que encontrase a su hija mayor, Chevette, que tenía dieciséis años y se había escapado de casa. Johnson había ido a la policía y ellos tomaron nota de la información que le dio, pero pasadas dos semanas no habían averiguado nada. Le dije a Martel que le haría el trabajo de calle por trescientos dólares. En cualquier otra transacción habría intentado regatear conmigo, me habría dado una cantidad inicial y luego me habría prometido pagarme el resto cuando hubiese acabado el trabajo. Pero cuando un hombre quiere a su hija hace todo lo necesario para devolverla a casa sana y salva.
Me embolsé el dinero, hablé con una docena de amigas del instituto de Chevette y luego me dediqué a rondar por algunos callejones en las proximidades de Watts.
La mayor parte del tiempo yo pensaba en Bonnie, en llamarla y pedirle que volviera a casa conmigo. Echaba de menos su aliento dulce y los tés especiados que preparaba. Echaba de menos su acento suave de las Guyanas y nuestras largas conversaciones sobre la libertad. Lo echaba de menos todo de ella y yo, pero no era capaz de parar ante una cabina telefónica.
En el lugar de donde yo procedía (Fifth Ward, Houston, Texas), que otro hombre durmiera con tu mujer era un motivo suficiente para justificar el doble homicidio. Cada vez que pensaba en ella en sus brazos se me nublaba la vista y tenía que cerrar los ojos.
Mi hija adoptiva seguía viendo a Bonnie al menos una vez a la semana. El chico a quien había criado como un hijo, Jesus, y la joven que vivía con él, Benita Flagg, trataban a Bonnie como la abuela de su hijita recién nacida, Essie.
Yo los quería a todos, y al darle la espalda a Bonnie los había perdido.
De modo que a la 1.30 de la madrugada, en la entrada de un callejón junto a Avalon, cuando una jovencita pechugona con minifalda y un top sin espalda se acercó a la ventanilla, yo bajé el cristal y le pregunté:
– ¿Cuánto por chuparme la polla?
– Quince dólares, papi -dijo, con una voz muy dulce y muy aguda.
– Hummm -dudé-. ¿En el asiento de delante o atrás?
Ella chasqueó la lengua y me tendió la mano. Puse en su palma tres billetes nuevos de cinco dólares y ella corrió a dar la vuelta hacia el asiento del pasajero de mi Ford último modelo. Tenía la piel oscura y las mejillas regordetas y dispuestas a sonreír por el hombre que tuviese el dinero. Cuando me volví hacia ella detecté una timidez momentánea en sus ojos, pero luego ella adoptó un aire descarado y dijo:
– A ver lo que tienes ahí.
– ¿Puedo preguntarte algo antes?
– Me has pagado por diez minutos, así que puedes hacer lo que quieras con ese tiempo.
– ¿Eres feliz haciendo esto, Chevette?
La expresión de su cara pasó en un segundo de los treinta a los dieciséis años. Intentó alcanzar la puerta del coche, pero le agarré la muñeca.
– No intento detenerte, chica -le dije.
– Entonces deja que me vaya.
– Has cogido mi dinero. Lo único que te pido son mis diez minutos.
Chevette se echó hacia atrás después de mirar mi otra mano y buscar por el asiento delantero alguna señal de peligro.
– Vale -dijo, mirando hacia el suelo oscuro-. Pero nos quedamos aquí mismo.
Levanté su barbilla con un dedo y cuando volvió la cara hacia mí, miré sus grandes ojos.
– Martel me contrató para encontrarte -dije-. Está destrozado desde que te fuiste. Le dije que yo te pediría que volvieras a casa, pero que no te arrastraría hasta allí.
La mujer-niña me miró entonces.
– Pero tengo que decirle dónde estás… y contarle lo de Porky.
– No le hables a papá de él -me rogó-. Uno de los dos acabará muerto, seguro.
Porky el Chulito había reclutado a Chevette a tres manzanas del instituto Jordan. Era un hombre gordo, con marcas de viruela en la cara y cierta inclinación por las navajas, los anillos de brillantes y las mujeres.
– Martel es tu padre -argumenté-. Merece saber lo que te ha pasado.
– Porky lo hará pedazos. Lo matará.
– O al revés -dije yo-. Martel me ha contratado para que te encuentre y le diga dónde estás. Así es como pago mi hipoteca, chica.
– Podría pagarte yo -sugirió, colocando una mano en mi muslo-. Tengo setenta y cinco dólares en el bolso. Y has dicho que querías algo de compañía…
– No. Quiero decir que… eres una chica muy guapa, pero soy honrado y también soy padre.
El rostro de la jovencita quedó inexpresivo, y vi que su mente corría a toda velocidad. Mi aparición era una posibilidad que ya había contemplado. No la mía exactamente, sino la de algún hombre que o bien la conociera o quisiera salvarla. Después de veinte mamadas por noche durante dos semanas seguramente habría pensado en el rescate, y en los peligros que podrían proceder de un acto desesperado semejante. Porky podía encontrarla en cualquier lugar del sur de California.
– Porky no me dejará marchar -dijo-. Cortó a una chica que intentó dejarle. Casandra. Le cortó la cara.
Se llevó la mano a la mejilla. Puso una cara horrible.
– Oh -dije-. Estoy casi seguro de que ese cerdo entrará en razón.
Fue mi sonrisa lo que le dio esperanzas a Chevette Johnson.
– ¿Dónde está? -le pregunté.
– En la parte de atrás de la barbería.
Cogí de la guantera la 38, de un gris oscuro, y saqué las llaves del contacto.
Rodeando la barbilla de la chica con la mano, dije:
– Tú espérame aquí. No quiero tener que buscarte otra vez.
Ella asintió y yo me dirigí hacia el callejón.
Alto y desgarbado, LaTerry Klegg estaba de pie en el umbral del porche trasero de la Barbería Masters y Broad. Parecía una mantis religiosa de un marrón muy oscuro, de pie en un charco de crema amarilla. Klegg tenía fama de ser rápido y mortal, de modo que me acerqué velozmente y le golpeé con la parte lateral de mi pistola en la mandíbula.
Cayó y pensé en Bonnie por un momento. Me pregunté, mientras buscaba la asombrada cara de Porky, por qué no me habría llamado. El Chulito estaba sentado en una vieja silla de barbero que habían trasladado hasta el porche para dejar espacio para una nueva, sin duda.
– ¿Quién cojones eres tú? -dijo el proxeneta con voz atemorizada de falsete.
Tenía también el color de un cerdo: un horrible marrón rosado. Respondí apretando el cañón de mi pistola en su pómulo izquierdo.
– ¿Qué? -chilló.
– Chevette Johnson -dije yo-. O la dejas ir, o te pego un tiro aquí mismo, ahora.
Y pensaba hacerlo. Estaba dispuesto a matarle. Pero aunque me encontraba allí a punto de cometer un crimen, al mismo tiempo se me ocurrió que Bonnie nunca me llamaría. Era demasiado orgullosa, estaba demasiado herida.
– Llévatela -dijo Porky.
Mi dedo se contraía en el gatillo.
– ¡Que te la lleves!
Moví la mano diez centímetros a la derecha y disparé. La bala sólo le rozó el lóbulo de la oreja, pero su capacidad auditiva por ese lado nunca volvería a ser la misma. Porky cayó al suelo sujetándose la cabeza y chillando. Le di una patada en el vientre y me alejé andando por donde había venido.
De camino hacia el coche pasé junto a tres mujeres con faldas muy cortas y tacones altos que habían venido corriendo. Me dejaron paso, apartándose mucho al ver la pistola que llevaba en la mano.
– Pero entonces, ¿por qué te fuiste de casa de esa manera? -le pregunté a Chevette en la hamburguesería de Beverly, que está abierta toda la noche.
Ella había pedido una hamburguesa con chile y patatas. Yo iba sorbiendo un refresco con gas.
– Es que no me dejaban hacer nada -lloriqueó-. Papá quería que llevara faldas largas y colas de caballo. Ni siquiera me dejaba hablar con ningún chico por teléfono.
Aunque llevara puesto un saco de patatas se veía con claridad que Chevette era una mujer. Había pasado mucho tiempo desde que formó parte del club de Mickey Mouse.
La llevé a mi oficina y la dejé dormir en mi sofá azul mientras yo daba unas cabezadas, soñando con Bonnie, en la silla.
Por la mañana llamé a Martel y se lo conté todo… excepto que Chevette estaba escuchando.
– ¿Qué quieres decir con eso de «en la calle»? -me preguntó.
– Ya sabes lo que quiero decir.
– ¿Prostituta?
– ¿Aún quieres que vuelva? -le pregunté.
– Por supuesto que quiero que vuelva mi niña.
– No, Marty. Puedo hacer que vuelva, pero la que volverá será una mujer hecha y derecha, y no una niña ni un bebé. Ella necesita que la dejes crecer. Tendrás que ser diferente. Si tú no cambias, poco importará que ella vuelva ahora a casa.
– Pero es mi niña, Easy… -dijo él, con seguridad.
– La niña desapareció, Marty. Lo que hay ahora es una mujer.
Entonces él se vino abajo, y Chevette también. Ella enterró la cara en el cojín azul y se echó a llorar.
Le dije a Martel que la llevaría de vuelta a casa. Hablamos tres veces más antes de ir para allá y le dije que no valía la pena que volviese si no era capaz de verla tal y como era, si no podía amarla tal y como era.
Y mientras tanto pensaba en Bonnie todo el tiempo. Pensaba que debía llamarla y rogarle que volviera a casa.