No había bebido ni una sola gota de alcohol desde hacía años, pero desde que Bonnie me había dejado, pensaba en el bourbon todos los días. Estaba sentado en el salón frente al televisor apagado pensando en la bebida cuando sonó el teléfono.
Otro síntoma de mi soledad era que mi corazón se encogía de miedo cada vez que alguien llamaba al teléfono o a la puerta. Sabía que no sería ella. Lo sabía, pero aun así, seguía preocupándome qué podría decirle.
– ¿Diga?
– ¿Señor Rawlins? -preguntó una voz de chica.
– ¿Sí?
– ¿Le pasa algo? Suena raro.
– ¿Quién es?
– Chevette.
No había pasado un día completo desde que casi mato a un hombre por aquella mujer-niña, y tuve que buscar su nombre en mi memoria.
– Ah, hola. ¿Pasa algo? ¿El cerdo ese te está molestando?
– No -respondió-. Mi papá me ha dicho que le llame y le dé las gracias. De todos modos lo habría hecho. Dice que nos vamos a Filadelfia, a vivir con mi tío. Dice que podemos empezar de nuevo allí.
– Me parece una idea estupenda -dije, con un entusiasmo muy mal fingido.
Chevette suspiró. Me perdí en ese suspiro.
Chevette me veía como su salvador. Primero la había alejado de su chulo, y después le había permitido ver a su padre de una manera que él nunca le había revelado antes. Intenté imaginar cómo podía verme a mí aquella niña: como un héroe lleno de poder y certeza. Habría dado cualquier cosa por ser el hombre a quien ella había llamado.
– Si tienes algún problema dímelo -dijo aquel hombre a Chevette.
La puerta de entrada se abrió y entró Jesus con Benita Flagg y Essie.
– Vale, señor Rawlins -dijo Chevette-. Mi papá quería saludarle.
Yo saludé con la mano a mi pequeña y rota familia.
– ¿Señor Rawlins?
– Hola, Martel. La chica parece que está bien.
– Nos vamos a Pennsylvania -dijo él-. Mi hermano dice que hay buen trabajo en los depósitos del ferrocarril que hay por allí.
– Me parece estupendo. A Chevette le iría bien empezar de nuevo, y quizás usted y su mujer podrían intentarlo también.
– Sí, sí -dijo Martel, haciendo tiempo.
– ¿Hay algo más? -le pregunté.
Entonces Essie se echó a llorar.
– Usted… ejem, usted dijo que… que los trescientos dólares eran por la semana que iba a pasar buscando a Chevy.
– ¿Sí? -Di un tono interrogativo a mi voz, pero sabía lo que iba a decir a continuación.
– Bueno, sólo le ha costado un día, ni siquiera eso.
– ¿Y qué?
– Supongo que son cincuenta dólares al día, sin contar el domingo -explicó Martel-. Podría usted aceptar otro trabajo para compensar la diferencia.
– ¿Sigue ahí Chevette? -pregunté.
– Sí. ¿Por qué?
– Le diré por qué, Martel. Le daré doscientos cincuenta dólares si Chevy viene a pasar los próximos cinco días conmigo.
– ¿Cómo dice?
Entonces colgué. Martel no podía evitarlo. Era un trabajador, y seguía la lógica del salario, que tenía incrustada en el alma. Yo había salvado a su hija de una vida de prostitución, pero eso no significaba que me hubiese ganado los trescientos dólares. Se iría a la tumba pensando que yo le había engañado.
– Eh, chico -dije a mi hijo.
– Papá.
Me abrazó y yo le besé la frente. Llegó Benita y también me dio un beso en la mejilla, mientras Essie lloriqueaba en sus brazos.
Yo cogí a la niñita en mis brazos y le di vueltas en círculo. Ella me miró a la cara, maravillada, alargó la manita hacia mi áspera mejilla y sonrió.
Durante un momento no sentí otra cosa que amor por aquella criatura. La niña tenía la piel morena clara de Benita, y el pelo liso y negro de Juice. No corría ni una sola gota de mi sangre por sus venas, y sin embargo, era mi nieta. Debido a mi amor por ella estuve a punto de matar a Porky.
Mirando su carita confiada pensé en el bebé que mi primera esposa se había llevado consigo a Texas. Aquella sombra de pérdida me trajo a la memoria a Bonnie, y le tendí a Essie de nuevo a su madre.
– ¿Está bien, señor Rawlins? -me preguntó Benny.
¿No me había preguntado eso mismo antes? No.
– Sí, bien, cariño.
– ¿Nos necesitas esta noche, papá? -preguntó Jesus. Sabía que yo estaba herido, e intentaba protegerme de la preocupación de Benita. Siempre me estaba salvando, desde que lo traje a casa y lo saqué de la calle.
– No. Encontré a la persona a la que andaba buscando. Pero podéis quedaros de todos modos. Yo dormiré en tu habitación, Juice.
Jesus sabía que yo quería que se quedara, que llenara mi casa de movimientos y de sonidos. Asintió muy ligeramente y me miró a los ojos.
No sabía lo que estaba pensando -quizá que así podía ver la televisión, o dormir en una cama grande- pero me sentía de tal manera en aquellos momentos que estaba seguro de que él era capaz de ver en mi interior; que él sabía que yo iba sin rumbo, que estaba perdido en mi propia casa, en mi propia piel.
– ¡Juice! -gritaron Feather y Amanecer de Pascua.
Corrieron a abrazar al chico que las llevaba a navegar en barco y les enseñaba a coger cangrejos con una red. Toda aquella conmoción hizo que Essie llorase de nuevo, y Benita se la llevó para darle el biberón.
Yo me fui hacia la cocina para preparar la cena. Al cabo de poco rato ya tenía tres ollas y el horno en funcionamiento. Pollo frito con un resto de macarrones que habían quedado, queso y coliflor con salsa blanca especiada con tabasco. Pascua y Feather se unieron a mí al cabo de un rato y prepararon un bizcocho de melocotón que ya venía mezclado, bajo mi supervisión.
Tardamos cuarenta y siete minutos en preparar la comida hasta que ésta llegó a la mesa. Mientras se enfriaba el pastel en el fregadero, Feather y Amanecer de Pascua me ayudaron a servir la comida.
La cena fue muy bulliciosa. De vez en cuando Pascua se ponía un poco triste, pero Jesus, que estaba sentado junto a ella, hacía bromas y le contaba chistes que la hacían sonreír.
Todo el mundo menos yo estaba en la cama a las nueve.
Me senté frente al televisor apagado pensando en el whisky y en lo delicioso que era. Al cabo de un rato tuve que pensar en la pequeña vietnamita que había sido rescatada de su pueblo destruido, y cuyos padres (y todos sus parientes, y todas las personas a las que conocía) habían muerto a manos del hombre que la había adoptado, Navidad Black.
Su patriotismo de soldado profesional se enfrió al darse cuenta de lo que le había costado la guerra norteamericana. Era un asesino igual que el Ratón, pero Navidad era también un hombre de honor, y eso lo hacía mucho más peligroso e impredecible que el asesino amigo de mi juventud.
Si Navidad había dejado a Pascua conmigo es que debía de haber guerra en algún sitio. Quería que yo cuidase a su pequeña, pero él no era mi cliente. Pascua me había pedido que le asegurase que su padre estaba bien. La única forma que tenía de hacer tal cosa era salir y buscarle.
Y después, o más bien al mismo tiempo, tendría que buscar al Ratón y ver qué había de cierto en aquellas acusaciones de asesinato. Raymond había pasado ya cinco años a la sombra por homicidio y decía que nunca jamás volvería a la cárcel. Eso significaba que si los policías lo encontraban antes que yo, un buen número de ellos acabarían muertos con toda probabilidad. Aunque Etta no me hubiese contratado, igualmente habría tratado de salvar las vidas que el Ratón arrebataría: era uno de los deberes que yo mismo me había impuesto en la vida.