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Despertó con un tic en la mano: se le contraía la base del pulgar. Golpeó la almohada y se frotó la zona. Las contracciones no cesaron.

Se tumbó de lado. Sobre la almohada, a su lado, yacía un camisón de Marie. Ella no se lo había puesto ni una sola noche. Él había mudado las camas después de haberse despedido agitando la mano detrás de su taxi. No obstante su olor continuaba adherido débilmente a ella.

Vio el albornoz de Marie colgado de un gancho de la pared. Y su armario, del que asomaban unas braguitas. Y los libros apilados por ella en su mesilla de noche.


De camino al distrito 5 comió una manzana. No le gustaban demasiado las manzanas ni otra clase de frutas de hueso. Su madre se las imponía. Había discutido con ella hasta su muerte sobre lo que era sano y lo que no, sobre lo que había que comer y de lo que había que abstenerse. Jonas pensaba que lo que era sano para uno no tenía por qué sentar bien a otro. Ella rebatía esa opinión. En el mundo de su madre todo tenía su lugar. Siendo niño, ella le había amargado las vacaciones de verano en Kanzelstein paseando todos los días con él por el jardín y dándole a probar manzanas, peras, bayas e incluso plantas como la acedera. Su padre meneaba la cabeza en su tumbona, pero al final prefería reclinarse y hojear su periódico.

Cuando giró para entrar en Wienzeile, se acordó de que no había recogido cajas de mudanza. Allí cerca conocía una pequeña tienda que las vendía. Giró con un volantazo. Por segunda vez en esa mañana pasó por delante de la iglesia parroquial de Maria vom Siege, en cuya fachada una pancarta aseguraba que Jesús le amaba. Tocó el claxon.

La puerta automática del mercado de materiales de construcción de Lerchenfelder Gürtel se abrió de golpe con un zumbido. Dirigió el Spider por los corredores sin rozar siquiera la carrocería. Encontró las cajas de mudanza en la parte trasera del mercado. No podía calcular cuántas precisaría, así que llenó el coche.

Antes de dirigirse a la vivienda dio un paseo por Rüdigergasse. Llamó a los interfonos sin esperar respuesta. En Schönbrunner Strasse disparó a los cristales de las ventanas.

Estatuas por todas partes.

Estatuillas, figuras, ornamentaciones murales de rostros por doquier.

Nunca antes se había percatado. Mirase adonde mirase, casi en cada casa, descubría figuras de piedra. Ninguna de ellas le miraba. Pero todas tenían rostro. En un edificio sobresalía del paramento de un mirador un perro alado; en otro, un niño gordo tocaba una flauta muda. Más allá, una máscara miraba fijamente desde un muro, y acullá un pequeño anciano barbudo predicaba a un público invisible. Antes no se había dado cuenta.

Apuntó al viejo predicador. Su brazo vaciló. Con un ademán amenazador bajó el fusil.

Se disponía a doblar para entrar en Wehrgasse cuando vio el símbolo de Correos. Cayó en la cuenta de que aún no se le había ocurrido inspeccionar con detenimiento una oficina de Correos. Había enviado postales que nunca habían llegado a su buzón. Pero nunca se le había ocurrido ocuparse más detenidamente de una oficina de Correos.

La puerta automática no se abrió al colocarse delante del sensor, de modo que la rompió a tiros. Hizo lo mismo unos metros más allá para acceder a la sala de cajas.

En las cajas había poco dinero, seguro que no más de diez mil euros. Seguramente la mayor parte estaba depositada en una caja fuerte emplazada en una de las habitaciones traseras. Para Jonas, sin embargo, el dinero carecía de importancia.

Se sentó junto a una de las amplias sacas que contenían el correo sin clasificar. Abrió uno de los sobres al azar. Una carta comercial reclamando una cuenta impagada por un cargamento de material.

La carta siguiente era privada. La escritura torpe revelaba a una mujer de edad avanzada que escribía a una tal Hertha de Viena. Hertha debía estudiar con ahínco, mas no demasiado, para no dejar que la vida pasara de largo junto a ella. Tu abuelita.

Contempló el sobre. Tenía matasellos de Hohenems.

Recorrió despacio la oficina de Correos. No descubrió señales de una partida precipitada de los funcionarios.

Registró los bolsillos de una bata azul que colgaba de un perchero en el cuarto trasero. Contenían monedas, cerillas, cigarrillos, un paquete de pañuelos, un bolígrafo, un boleto de la loto relleno, pero no sellado.

En una chaqueta de mujer colgada al lado descubrió una caja de condones.

Y en un maletín, un bocadillo de aspecto poco apetitoso.

Antes de marcharse escribió con rotulador su número de móvil encima de todos los mostradores. Pisó el timbre de alarma. No sucedió nada.

Empaquetó una caja de mudanzas detrás de otra. Pero no avanzaba tan deprisa como había calculado. Muchas de las piezas que pasaban por sus manos estaban ligadas a sus recuerdos. A veces sólo conseguía recordar vagamente la importancia de aquel libro, de aquella camisa. Se quedaba parado, acariciándose la barbilla, la mirada perdida en un punto lejano. En general, oler el objeto le ayudaba. El aroma desencadenaba recuerdos más profundos que la visión.

Además era poco hábil empaquetando y alisando. Le impacientaba tener que envolver en papel de periódico las tazas de porcelana una por una, porque el mero contacto con el papel de periódico le desagradaba desde siempre. El ruido del papel de periódico al frotarlo le ponía la carne de gallina, igual que a Marie la había martirizado el sonido de la tiza sobre una pizarra o el tintineo de los cubiertos. Podía leer un periódico, pero cualquier otro crujido desataba una sarta de maldiciones.

A última hora de la tarde penetró por la fuerza en un barucho vecino. Encontró algo de comer en el congelador. Se sirvió una cerveza. Era floja. Apenas terminó de comer, salió con paso cansino. El camino de regreso se le hizo más largo: le pesaban las piernas.

Al mirar las cajas que se apilaban en todas las habitaciones, se le quitaron definitivamente las ganas de hacer nada más en ese día. Al fin y al cabo había vaciado la mitad de los armarios y estanterías. No tenía por qué apresurarse.

Se tumbó en la cama. A su alrededor se veían rollos de cinta adhesiva, papel de periódico, tijeras. Había cajas sin usar, aún sin montar, apoyadas contra la pared.

Cerró los ojos.

Sonaba el tictac del reloj de pared. El olor de su padre seguía flotando en el aire. Pese a todo, ya no tenía la agradable sensación de sumergirse en un mundo perdido. Las habitaciones traslucían una atmósfera de partida.

De él dependía ahora recomponer lo viejo, suponiendo que quisiera poseer algo en el mundo. Porque si podía disponer de todo, de cualquier coche, de cualquier jarrón, de cualquier copa de Viena, no le quedaría nada que le perteneciera.


Desde la ventana vio ponerse el sol detrás del horizonte. El 21 de junio, alcanzada su órbita más grande, se puso tras un espeso bosque en el monte Exelberg. Desde entonces ese punto mostraba un desplazamiento casi imperceptible hacia la izquierda.

Dieciséis o diecisiete años antes había preparado sus primeras vacaciones propias en una noche como aquélla. Había hecho la mochila, había sacado del armario la tienda nueva de dos plazas y había pedido prestado al vecino el casco protector. A las cuatro de la mañana sonó el despertador, pero Jonas ya llevaba mucho rato despierto.

Durante el viaje de ocho horas al lago Mondsee, sito en la Alta Austria, tiritó de frío, porque había subestimado las bajas temperaturas nocturnas y se había abrigado poco. Sin embargo, la aventura mereció la pena. Los pueblos por los que pasó estaban sumidos en la oscuridad. Casas al lado de la carretera en las que en ese preciso instante alguien se levantaba, se duchaba, se afeitaba, hacía café o dormía, mientras él mismo salía de viaje. Los olores desconocidos. El amanecer en un lugar que nunca habías visto. Solo. Un espíritu romántico y emprendedor.

Bajó las persianas.

Se detuvo delante de la puerta del dormitorio. Retiró la mano, que se posaba ya en el picaporte. Agachándose, inspeccionó el dormitorio por el agujero de la cerradura.

En la pared de enfrente vio el bordado que la madre de Marie les había regalado. Debajo estaba la cómoda. A la derecha adivinaba el piecero de la cama.

El bordado mostraba a una mujer junto a un pozo con una camisa en las manos. Y pañuelo en la cabeza. Al fondo se veía una casa de labor tradicional. Mientras los demás colores eran pálidos, la puerta estaba pintada de un rojo llamativo. Encima de la entrada figuraba la inscripción K+M+B. Pero desde luego Jonas no era capaz de leerla por el ojo de la cerradura.

Sobre la cómoda reposaba un frutero de cerámica. Al lado, dos pistolas de duelo de imitación se apoyaban en una pila de libros. Se las había regalado su padre.

Sintió en el ojo una tenue corriente de aire.

Entre él y el cuadro de la lavandera mediaba una puerta. Él estaba fuera y sin embargo captaba lo que sucedía en la habitación vacía. En rigor nadie podía contemplar esa cómoda. Porque allí no había nadie. Para la habitación no había nadie allí. De este modo él vio lo que sucedía en un libro cuando estaba cerrado.

Pero ¿no se equivocaba? ¿No traspasaba un límite espiando por el ojo de la cerradura? ¿No se convertía en parte de la habitación?


Puso en marcha la cinta. En la imagen apareció toda la cama. Al igual que la última vez se vio cruzar frente a la cámara y caer en la cama. Minutos después brotaron por los altavoces los débiles ronquidos del durmiente.

Mientras observaba al durmiente, se preguntó si no debería ver la otra cinta simultáneamente. La que mostraba el rostro del durmiente. Pero para eso tendría que procurarse un segundo televisor y otro aparato de vídeo. En cualquier caso, podía conseguir esos aparatos en las viviendas de los alrededores. En ese momento, cómodamente estirado encima del sofá, notó lo cansado que estaba de trabajar. Hizo un ademán de desdén. Seguramente eso no cambiaría nada.

También el durmiente debía de estar cansado la noche anterior, pues yacía allí inmóvil. Al cabo de más de treinta minutos se volvió por primera vez del otro lado. Por una parte esto fue muy favorable, pues debido a la inmovilidad del durmiente, éste aparecía en la segunda cámara y Jonas podría estudiar más tarde su expresión. Por otra esa falta de acontecimientos no favorecía precisamente sus investigaciones.

Notó una irritación en la garganta. No, eso era imposible. Normalmente se acatarraba una vez al año a lo sumo. No podía volver a caer enfermo poco después de haber superado un resfriado. Lo mejor sería tomar precauciones.

Apartando breves instantes la vista de la pantalla, se preparó un grog. Conseguir pastillas de vitaminas, anotó en su mente.

El durmiente se volvió de nuevo. Parecía acalorado. Al patalear se destapó y sus piernas blancas y peludas asomaron por debajo de la colcha. Se oyó un suspiro. Un minuto después se volvió tanto que se desplazó fuera del campo visual de la segunda cámara. Yacía con el torso en la otra mitad de la cama. Junto a la camiseta que Marie se ponía por las noches.

Jonas torció el gesto. Se había pasado con el azúcar. Antes le había sobrado un poco de whisky caliente. Lo añadió. También incorporó zumo de limón.

Al cabo de hora y media el durmiente se apretó la almohada de Marie encima de la cara.

Eso sucedió la noche pasada, pensó Jonas, y la de hoy será igual. Estaré tumbado, durmiendo, y no habrá la menor diferencia.

Esta vez se había pasado con el whisky. Apartó la taza. De todos modos el grog ya se había enfriado.

Se frotó los ojos.

Se lavó la cara y la nuca con agua fría. Encontró una aspirina en el armario de espejo. Era soluble en agua, pero dejó que se le derritiera en la lengua. Le hacía cosquillas.

De regreso al cuarto de estar, encendió todas las lámparas. La habitual luz tenue de la televisión le adormecía. Preparó un café bien cargado.

El durmiente dormía.

Yo tendría que ser ése, pensó Jonas. Ahora tendría que ser ése.


Dos horas y 58 minutos después de comenzar la cinta el durmiente entreabrió los ojos. Se dio la vuelta, se levantó, caminó decidido hacia la pared y chocó contra ella.

Palpó el muro con los ojos entreabiertos. Parecía querer entrar. No probó un metro más a la derecha o a la izquierda, ni se estiró o se agachó, sino que apretaba las manos contra un lugar concreto de la pared, como si quisiera colarse dentro. Además lo empujaba con el hombro.

Ahí terminaba la cinta.


Nunca antes había corrido Jonas tan deprisa de un cuarto a otro en su casa. Inspeccionó la pared. No había nada que descubrir. Ni señales ni puertas secretas. Era una pared normal y corriente.

Su cansancio se había disipado. Se plantó delante del televisor en dos brincos. Rebobinó.

El durmiente abría los ojos como alguien que se ha despertado por un ruido o porque estaba en una postura incómoda. Primero se volvía, apartaba la colcha, se levantaba. No parecía percatarse de la realidad. Como atrapado en un sueño caminaba a tientas hacia la pared y reanudaba sus esfuerzos, sin proferir sonido alguno ni mirar jamás a la cámara.

Jonas examinó sus manos. Tenía las uñas manchadas de cal. Se dirigió de nuevo al otro lado. Tendido en la cama, contempló la pared. Por el mismo camino que el durmiente fue tambaleándose con los brazos estirados hacia el mismo sitio. Apretó. Empujó con el hombro.

Paseó la mirada. Nada había cambiado. Era su dormitorio.

Miró la segunda cinta a velocidad rápida. Tal como esperaba, no contenía nada interesante. Al cabo de una hora el durmiente se daba la vuelta saliendo fuera del encuadre. No recogía nada de los misteriosos acontecimientos del final.

Aunque todo en él se resistía, preparó una cámara para filmar durante la noche. Renunció a la de cabecera. Se bebió el resto del grog frío.

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