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La cámara estaba en su sitio.

Miró a su alrededor. Nada parecía haber cambiado.

Echó la manta hacia atrás. Estaba incólume.

Corrió al espejo. También su rostro parecía intacto.


Ya conocía bien el mercado de materiales de construcción de la calle Adalbert Stifter. Condujo el Spider dentro de la nave hasta que el pasillo se tornó demasiado estrecho. Emprendió la búsqueda a pie. No tardó en encontrar linterna y guantes. El carro portamuebles requirió más tiempo. Recorrió con paso enérgico la nave silenciosa. Media hora después se le ocurrió la idea de intentarlo en el almacén trasero y no en la zona de venta. Había docenas de carritos. Cargó uno en el maletero.

Recorrió de cabo a rabo el distrito 20, guió el coche por las calles estrechas del barrio de Karmeliten en el distrito 2. Luego pasó al 3, dio media vuelta en la carretera y registró de nuevo el distrito 2. Intuía que era allí donde antes hallaría lo que buscaba.

Casi nunca tenía que apearse para comprobar que el vehículo aparcado al borde de la calle no le servía. No le valía para nada una Vespa, tampoco una motocicleta de pequeña cilindrada, ni siquiera una Honda Goldwing. Jonas quería una Puch DS de los años sesenta, de 50 centímetros cúbicos y 40 km/h de velocidad máxima.

Descubrió una en la calle Nestroygasse, pero sin la llave puesta. Vio otra en Franz-Hochedlinger-Gasse. También sin llave. En Lilienbrunngasse había otro aficionado a las motocicletas antiguas. Sin llave.

Pasó por delante de la casa de Hollandstrasse. Inspeccionó el piso: todo igual. Examinó el patio trasero por la ventana del dormitorio. Parecía un vertedero.

Recordó el sueño de la noche anterior.

Se componía de una sola imagen. Un esqueleto atado yacía de espaldas en el suelo, los dos pies metidos en una vieja bota de cuero de tamaño descomunal. El esqueleto era arrastrado despacio por un prado de un lazo sujeto a la silla de un caballo cuya cabeza no se distinguía. Del jinete únicamente se veían las piernas.

Vio con nitidez el esqueleto, en cuyo torso se enrollaba una gruesa cuerda de la que tiraba el caballo. Los pies metidos en la bota. El esqueleto se movía despacio por la hierba.


Condujo por Obere Augartengasse, donde volvió a ver una. Justo lo que buscaba. Una DS 50, con la llave puesta. De color azul claro, como la que había conducido antaño. Calculó su año de fabricación: 1968 o 1969.

Giró la llave de la gasolina, se subió al sillín y pisó el pedal de arranque. Primero dio poco gas, luego mucho. Al tercer intento el motor petardeó, con mucho más estruendo del esperado. Recorrió vacilante los primeros metros, pero cuando pasó por la puerta de entrada del parque Augarten ya controlaba la motocicleta.

Era una sensación extraña viajar encima de una DS por los senderos polvorientos del parque. A los dieciséis años llevaba un casco integral y nunca sentía el viento en la cara, al menos tanto. Y nunca el petardeo del motor había roto un silencio semejante.

Recorrió a toda velocidad la larga recta que a la sombra de árboles corpulentos pasaba junto al café del parque. La aguja del tacómetro marcaba 40 kilómetros por hora. La motocicleta iba como mínimo a 65. Su dueño había sido más hábil que Jonas en su día en la tarea de aumentar las prestaciones de la máquina. A él por entonces sólo se le ocurrió quitar las arandelas del tubo de escape, lo que incrementó muy poco la velocidad de la motocicleta y mucho el ruido.

Tras dar una vuelta a la torre de la batería antiaérea, se apartó de los senderos y condujo por las praderas haciendo eses. Evitaba las zonas de setos altos. No le gustaban los setos. Sobre todo cuando estaban cuidados con mimo. Y eso todavía se les notaba. Árbol, arbusto, seto, todos correctamente recortados y podados.


Estoy justo encima de ti, apenas a un par de kilómetros.


Entró en el café. Después de echar un vistazo al pequeño local, se preparó un café y se sentó en la terraza con la taza en la mano.

A pesar de que el parque Augarten no le entusiasmaba, lo había visitado en alguna ocasión con Marie, a la que tenía que acompañar al «Cine bajo las estrellas». Una serie de funciones al aire libre en las que durante las noches de verano proyectaban en una pantalla grande películas en las que él bostezaba a escondidas y se escurría en su silla. Asistía por amor a Marie. Tomaba cerveza, o té, cenaba en el bufé multicultural, sometiéndose a la tortura de los mosquitos. No le habían picado nunca, pero su zumbido lo había sacado de quicio más de una vez.

Allí, en el café, a cien metros de distancia del cine y del bufé, que sólo se montaba durante las semanas de proyecciones, había esperado a Marie. Había contemplado a los gorriones que se posaban con descaro en las mesas para picotear todo lo comestible. Había espantado avispas y dirigido miradas hostiles a los perros ladradores de señoras ancianas. Pero en realidad no había sentido auténtico enfado, porque sabía que Marie apoyaría enseguida su bicicleta en uno de los castaños que crecían delante de la terraza y se sentaría sonriente a su lado para hablarle de los días transcurridos en la playa de Antalya.

Condujo la motocicleta hasta Brigittenauer Lände. Sabía que ningún coche de los alrededores tendría la llave puesta, así que sacó del sótano la bicicleta de Marie. Recorrió el trecho de vuelta al Spider en cinco minutos. No estaba en mala forma. Se dirigió a Hollandstrasse a trabajar, aguijoneado por la sensación de que había perdido el tiempo.

Por la tarde comió en un mesón de Pressgasse famoso por su barra de ciento cincuenta años de antigüedad. Tras borrar las bebidas y precios escritos en la pizarra, anotó con tiza: Jonas, 24 de julio.


Trasladó al sótano el fusil y la linterna. Encendió ésta y a continuación la luz del sótano.

– ¿Hay alguien aquí? -gritó con voz profunda.

El grifo de agua gorgoteaba.

Apuntando con el fusil y apretando la linterna contra el cañón, caminó con torpeza hacia el trastero de su padre. De nuevo llegó a su nariz un intenso olor a gasoil y a material aislante. Podía equivocarse, pero le dio la impresión de que el olor se había intensificado en las veinticuatro horas transcurridas.

¿Por qué estaba abierta la puerta del trastero? ¿Había olvidado cerrarla?

Recordó que la luz se había averiado y que había abandonado el sótano a tientas, sin ocuparse del trastero. Lo de la puerta abierta debía de ser cierto.

Sujetó la linterna a un gancho de la pared situado a la altura de su cabeza, para que iluminase todo el trastero cuando hubieran transcurrido los quince minutos del temporizador. Antes de dejar el fusil en un rincón, echó una ojeada por encima del hombro.

– ¿Hola?

El grifo del agua hizo pling. La luz del sótano oscilaba en la pared. Las motas de polvo y las telarañas de alrededor de la lámpara temblaban, debido a una corriente de aire.

Sacó un montón de fotos de la primera caja. Eran imágenes en blanco y negro, por lo visto de los años cincuenta.

Sus padres en el campo. De excursión. En casa. En fiestas de la empresa. Mamá disfrazada de bruja, papá de jeque. Algunas estaban pegadas entre sí, como si hubieran derramado zumo encima.

Se vio a sí mismo en una foto que extrajo de la segunda caja. Debía de tener cinco o seis años, disfrazado de cowboy. Le habían pintado bigote. A su alrededor otros tres niños sonreían a la cámara. Uno de ellos, sin los incisivos superiores, empuñaba, risueño, una espada. Jonas se acordaba de él. Había ido con Robert al jardín de infancia. En consecuencia esa foto contaba treinta años.

Más fotos de la época del jardín de infancia. En algunas, con su madre, rara vez con su padre. En éstas casi siempre había una cabeza o unas piernas cortadas. A su madre no le gustaba hacer fotos.

Una fotografía de su primer día de colegio, en color, amarilleada por el tiempo: Jonas sostenía entre los brazos una bolsa de golosinas casi del mismo tamaño que él.

La luz del pasillo se apagó.

Jonas se incorporó. Aguzó el oído con la cara medio girada hacia el pasillo. Sacudió la cabeza. Si ahora oía ruidos, los ignoraría. No eran nada, no significaban nada.

Otra foto suya sosteniendo en brazos a un cachorro de tigre con una sonrisa forzada a la cámara: vacaciones junto al mar.

Aún recordaba las vacaciones anuales en las playas del norte de Italia, en el Adriático. Toda la familia tenía que levantarse en plena noche, porque el autocar salía a las tres. Jonas, al mirar el reloj de pared que tenía delante, que marcaba las doce y media, recordaba la sensación de aventura y felicidad con la que había llenado su pequeña mochila de cuadros.

Un amigo de su padre que tenía coche los trasladaba a la estación de autobuses. Las vacaciones junto al mar afectaban a toda la familia y por eso saludaba en el andén a la tía Olga y al tío Richard, a la tía Lena y al tío Reinhard, a quienes reconocía en la oscuridad por la voz. Los cigarrillos brillaban, alguien se sonaba la nariz, crujían los cierres de las latas de cerveza y hombres desconocidos cruzaban apuestas sobre la hora a la que estaría listo el autobús.

El viaje. Las voces de los demás viajeros. Los ronquidos de algunos. Rumor de papel. Poco a poco amanecía, permitiéndole reconocer algunos rostros.

Un descanso en un aparcamiento, en un entorno que no le resultaba familiar, colinas en las que la hierba brillaba por el rocío. Trinos de pájaros. Luz chillona y profundas voces extranjeras en un retrete. El conductor, que se había presentado como el señor Fuchs, bromeaba con él. A Jonas le gustaba el señor Fuchs. Éste los trasladaba a un lugar donde todo olía distinto, el sol brillaba de otro modo, el cielo se mostraba un ápice más denso y el aire era más pegajoso.

Las dos semanas junto al mar eran maravillosas. Jonas amaba las olas, las conchas, la arena, la comida en el hotel y los zumos de frutas. Podía montar en patín acuático y trabar amistad con chicos de otros países. Mientras paseaba por el Corso fue fotografiado con un cachorro de tigre en brazos, igual que el resto de los niños turistas. Le regalaban pistolas de juguete y helicópteros. Viajar con toda la familia era divertido. Nadie estaba de mal humor, ni discutía, y por las noches se hacía tan tarde tomando un Lambrusco que no le obligaban a irse demasiado pronto a la cama. Eran unas vacaciones maravillosas. Y sin embargo su recuerdo preferido eran las escasas horas anteriores a la partida. La llegada era hermosa, las vacaciones también. Pero no tan hermosa como la sensación de que todo estaba a punto de comenzar. De que ahora podía suceder todo.

Pocos meses después de aquellas vacaciones se tropezó al señor Fuchs en el trayecto al colegio. Le saludó. El señor Fuchs no contestó. De su sonrisa amable no quedaba ni rastro. No había reconocido a Jonas.


Cuando introdujo la cinta de vídeo se le contrajo el estómago.

El durmiente pasó por delante de la cámara, se acostó en la cama y se durmió.

¿Desde cuándo se quedaba dormido con tanta facilidad? Antes solía pasarse una hora con los ojos abiertos en medio de la oscuridad. Daba tantas vueltas que sobresaltaba a Marie, tras lo cual también ella tomaba leche caliente, o se lavaba los pies, o contaba ovejas. Y ahora él se acostaba y se quedaba traspuesto como si lo hubieran narcotizado.

El durmiente se cambió de lado. Jonas se sirvió un zumo de pomelo. Contempló absorto la fecha de caducidad. Sirvió pistachos en una fuente que colocó sobre la mesa del tresillo y tomó las instrucciones de uso de la cámara del estante inferior.

No era complicado. Girar un conmutador hasta la posición A, apretar una tecla, después introducir la hora deseada del comienzo de la grabación. Para no tener que volver a consultarlo, resumió al dorso el proceso.

– Vaya, parece que nos espera una noche agitada -dijo en dirección a la pantalla cuando el durmiente se dio la vuelta por tercera vez.

Tomó un sorbo y se reclinó en el asiento. Al colocar las piernas encima de la mesa, volcó la fuente de pistachos. En un primer momento quiso recogerlos, pero después esbozó un gesto de desdén. Se frotó el hombro, dolorido de cargar con el fusil.

El durmiente se incorporó, tapándose la cara con las manos. De espaldas a la cámara, alzó los brazos. Los índices estirados señalaban sus sienes.

Se quedó quieto en esa postura.

Hasta que terminó la cinta.

Jonas tenía que ir al baño, pero creía estar soldado al sofá. Ni siquiera alcanzaba su vaso. Rebobinó con el mando a distancia en la mano como un peso pesado. Se fijó por segunda vez en el cogote del durmiente. Y por tercera.

Le invadió el deseo de arrojar todas las cámaras por la ventana. Sólo se lo impidió el reconocimiento de que eso no cambiaría nada, y encima le privaría de cualquier posibilidad de comprender la situación.

En alguna parte existía una respuesta, tenía que haberla. El mundo exterior era grande. Él sólo era él. Quizá no consiguiese encontrar fuera la respuesta. Sin embargo, tenía que buscar la que competía a su persona, la que llevaba en su interior. Sin prisa, pero sin pausa.

Poco a poco recuperó el control de sus miembros.

Fue al dormitorio sin pasar por el cuarto de baño y preparó una nueva cinta. Puso el despertador. Eran las nueve. Esa noche no necesitaba ningún temporizador.

Apretó la tecla de grabación. Fue al baño, se lavó los dientes y se duchó. Pasó desnudo ante la cámara, que producía un zumbido sordo. Se envolvió en la manta. No se había secado a fondo. La sábana se humedeció debajo de él.

El zumbido monótono de la cámara llegaba hasta sus oídos. Tenía sueño, pero sus pensamientos corrían desbocados.

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