Despertó vestido de calle.
Creyó recordar que se había puesto el pijama por la noche. Y aunque no hubiera sido así, siempre se ponía algo cómodo cuando estaba en casa. En cualquier caso, la víspera se había cambiado de ropa.
¿O no?
En la cocina encontró cinco latas de cerveza vacías. Se había bebido su contenido, eso sí lo recordaba.
Después de ducharse arrojó unas cuantas camisetas y unos cuantos calzoncillos a una bolsa, antes de emprender el deprimente viaje de reconocimiento a la ventana, al televisor y al teléfono. Tenía hambre, pero el apetito lo dejó en la estacada. Decidió desayunar de camino. Tras sonarse, se aplicó una pomada en las zonas irritadas de debajo de la nariz. Renunció a afeitarse.
Miró al ropero, irritado. Algo había cambiado desde el día anterior. Como si hubiera una chaqueta de más. Pero eso era imposible. Además, había cerrado con llave. Allí no había entrado nadie.
Estando sobre el felpudo, delante de la puerta, algo le obligó a retroceder y a clavar la vista en las perchas. No supo qué.
La atmósfera era diáfana y el cielo tan desprovisto de nubes que parecía casi irreal. De vez en cuando se levantaba aire. No obstante, el salpicadero del coche parecía derretirse. Abrió todas las ventanillas. Apretó algunos botones de la radio, desanimado. No consiguió arrancarle más que rumores, a veces altos, otras más amortiguados.
Encontró el piso de su padre igual. El reloj de pared hacía tictac. El vaso de agua del que había bebido permanecía sobre la mesa, medio lleno. La cama, revuelta. Cuando se asomó a la ventana, su mirada cayó sobre el sillín de la bicicleta tapado con un plástico, como de costumbre. La botella sobresalía del cubo de la basura, las motos seguían en su sitio.
Se disponía a marcharse cuando recordó el cuchillo.
No tuvo que buscar mucho. Su padre guardaba sus recuerdos de la guerra en un cajón, al lado del mueble bar. La Cruz de Hierro de Primera Clase y la de Segunda, la Barra de Combate Cuerpo a Cuerpo. El Distintivo de Asalto de Infantería, el Distintivo de Herido, Medalla del Frente Oriental. Jonas conocía todo eso, de niño había visto a su padre limpiándolas con regularidad. Una agenda, documentos de identidad, cartas de camaradas. Tres fotos con su padre sentado en estancias oscuras en compañía de otros soldados, con un rostro tan desconocido que Jonas no recordaba haberlo visto nunca así. También estaba el cuchillo. Se lo llevó.
La última vez había visitado el zoológico de Schönbrunn con motivo de una excursión del personal de la empresa. Resultó muy divertida. De eso hacía un montón de años. Ya sólo recordaba vagamente jaulas sucias y un café en el que no les atendieron.
Entretanto las cosas habían cambiado mucho. Los periódicos decían que Schönbrunn era el zoo más bonito de Europa. Todos los años se añadía alguna novedad. Dos koalas, por ejemplo, u otros animales raros, que obligaban a peregrinar al zoo a todos los vieneses con un hijo en edad de entusiasmarse. A Jonas nunca se le había ocurrido plantarse en domingo ante el recinto de las fieras o el insectario. Ahora se detuvo detrás de las cajas, junto a las barreras metálicas que impedían el paso a los coches, porque quería cerciorarse de si, además de las personas, también habían desaparecido los animales.
Salió del coche después de haber tocado la bocina durante unos minutos. Cogió el cuchillo. También se llevó el brazo de la tenaza.
Sus pasos chirriaban sobre el sendero de grava. La atmósfera estaba un poco más despejada que en el centro de la ciudad. El viento se enredaba en los árboles que rodeaban el recinto. Tras la valla que según el rótulo limitaba la zona de las jirafas no se movía nada.
Sus pies no lo llevaron más allá del lugar desde el que aún divisaba su coche. Le resultaba imposible internarse por cualquiera de los senderos. El coche era su patria, su seguro.
Con el puño cerrado alrededor del mango de las tenazas, giró bruscamente y permaneció con la cabeza inclinada, escuchando.
Sólo el viento.
Los animales habían desaparecido.
Regresó corriendo al coche. Apenas se puso al volante, cerró la puerta y bajó el seguro, depositando el brazo de la tenaza y el cuchillo sobre el asiento contiguo. A pesar del calor mantuvo las ventanillas bajadas.
Había viajado con frecuencia por la A1. En Salzburgo vivía una tía suya y en Linz había tenido que dar su visto bueno con regularidad a nuevas colecciones para la empresa. Era la autopista que menos le gustaba. Prefería la A2 porque conducía al sur, al mar. Y porque tenía mucho menos tráfico.
Sin dejar de acelerar, abrió la guantera y comenzó a vaciar su contenido sobre el asiento del copiloto. Sus dolores de garganta habían degenerado en un resfriado que cada vez le incomodaba más. Una película de sudor cubría su frente. Tenía hinchados los ganglios del cuello y la nariz tan obstruida que respiraba casi exclusivamente por la boca. Marie solía llevar medicamentos contra esas dolencias comunes. Pero en la guantera no había dejado nada.
Cuanto más se alejaba de Viena, con mayor asiduidad encendía la radio. Una vez que el dial había recorrido todas las frecuencias, la apagaba de nuevo.
En el área de descanso de Grossram unos cuantos coches aparcados alimentaron sus esperanzas. Tocó el claxon. Descendió, cerró con cuidado. Caminó hasta la entrada del restaurante. La puerta automática se abrió con un zumbido.
– ¿Hola?
Vaciló. El restaurante estaba a la sombra de un bosquecillo de abetos. A pesar de que lucía el sol, en el interior reinaba una luz mortecina, como si faltara poco para el atardecer.
– ¿Hay alguien aquí?
La puerta se cerró. Saltó hacia atrás, para evitar que lo atrapara, y luego volvió a abrirse.
Se acercó al coche a recoger el cuchillo. Examinó atentamente en todas direcciones intentando descubrir algo, pero no había nada. Era un área de descanso corriente y moliente en la autopista, con coches aparcados delante del restaurante y otros en la gasolinera. Pero no se veía ni un alma. Y no se oía el menor ruido.
La puerta automática volvió a abrirse hacia un lado. Su zumbido, mil veces escuchado, era como una noticia dirigida a su subconsciente. Cruzó el torno que separaba la tienda y la caja del restaurante y se encontró entre las mesas. En el bolsillo grande de sus vaqueros su mano aferraba el cuchillo.
– ¿Qué sucede? -inquirió a gritos.
Las mesas estaban puestas. En el autoservicio, que habitualmente ofrecía cazuelas de sopa, salsas, cestas de bollería, fuentes pequeñas con pan cortado en dados y grandes con ensalada, no había nada en absoluto. Una fila de mesas grandes cubiertas con manteles blancos.
En un estante de la cocina descubrió una barra de pan cortado. Estaba duro, pero aún se podía comer. Encontró algo para untar en una nevera. Calmó su hambre de pie mientras contemplaba, ensimismado, las baldosas del suelo. De vuelta al restaurante se preparó un café en la cafetera.
El primero tenía un sabor amargo. Hizo un segundo, que no le salió mejor. Hasta el cuarto no lo colocó sobre el platillo.
Se sentó en la terraza. El sol picaba. Abrió una sombrilla encima de su mesa. Tampoco descubrió nada desacostumbrado en las mesas de fuera: se veían en ellas ceniceros, la carta de helados, la de comidas, saleros y pimenteros, mondadientes. Justo así lo habría encontrado todo de haber pasado por allí unos días antes.
Escudriñó los alrededores. No había nadie.
Después de clavar los ojos en la cinta gris de la autopista, cayó en la cuenta de que ya había estado allí una vez. Con Marie. Incluso en la misma mesa. Lo reconoció por el ángulo visual que le permitía vislumbrar un huertecillo muy recoleto, que recordaba. Iban de camino hacia su lugar de vacaciones en Francia. Habían desayunado allí.
Se levantó de un salto. A lo mejor los teléfonos de Viena funcionaban mal. Quizá pudiese contactar con alguien desde allí.
Encontró el teléfono al lado de la caja. Para entonces se sabía de memoria el número de los parientes ingleses de Marie. La misma infrecuente señal en el auricular.
En Viena tampoco descolgó nadie. Ni en casa de Werner, ni en la oficina, ni en casa de su padre.
Tomó de un expositor una docena de tarjetas postales. Descubrió sellos en una carpeta guardada en un cajón debajo de la caja. Escribió en una postal su propia dirección.
El texto decía: Area de descanso de Grossram, 6 de julio.
Pegó un sello. Había visto un buzón de correos junto a la entrada. Un pequeño rótulo informaba que la recogida se efectuaba a las 15 horas. Sin precisar el día. A pesar de todo echó la postal y se llevó consigo las demás, con sus sellos correspondientes.
Cuando se disponía a abrir el coche, reparó en un deportivo aparcado cerca y se aproximó. Como es lógico, no tenía la llave puesta.
Abandonó la autopista por la siguiente salida. Se detuvo en la primera localidad, delante de la mejor casa. Tocó el timbre y llamó con los nudillos.
– ¿Hola? ¡Hola!
La puerta no estaba cerrada.
– ¿Hay alguien aquí? ¡Eh! ¡Hola!
Revisó todas las habitaciones. Ni personas, ni perros, ni canarios. Ni siquiera un insecto.
Recorrió el lugar tocando el claxon hasta que el ruido se le antojó insoportable. Después inspeccionó la pensión del pueblo. Nadie.
Los lugares por los que lo llevó el azar a lo largo de las horas siguientes estaban alejados de las carreteras principales, consistían en un par de casas en ruinas, de manera que se preguntó si últimamente habría vivido alguien allí. No había hallado una farmacia. Tampoco un concesionario de coches. Lamentó no haber abandonado la autopista en las cercanías de una gran ciudad. Todo indicaba que se había perdido.
Siguiendo una inveterada costumbre, paró a la derecha. Tardó un rato en orientarse en el mapa de carreteras. Había ido a parar a Dunkelsteiner Wald. La próxima entrada en la autopista distaba más de veinte minutos. Quería ir allí, pues avanzaría más deprisa. Pero estaba cansado.
En el siguiente pueblo, que contaba al menos con una tienda de ultramarinos, buscó la casa de fachada más lujosa. Estaba cerrada. Sus tenazas volvieron a prestarle un buen servicio en una ventana. Encaramándose, se coló en el interior.
En la cocina halló un caja de aspirinas. Mientras el comprimido se disolvía ruidosamente en un vaso de agua, registró la casa. Estaba equipada con elegancia, con muebles oscuros de madera maciza. Reconoció algunas piezas. Pertenecían a la serie sueca del 99, con la que él mismo había hecho buenos negocios durante una temporada. En las paredes colgaban cornamentas. El suelo estaba cubierto con esas gruesas alfombras que ellos, en la oficina, denominaban «paraíso de los ácaros». Reconoció algunas. Nada barato, pero tampoco de buen gusto. Había juguetes esparcidos.
Volvió despacio a la cocina y se tomó la aspirina.
De regreso al cuarto de estar, cerró los ojos. Desde la cocina le llegaba el tictac amortiguado de un reloj. Por la chimenea descendía crepitando el hollín que el viento arrancaba de las rendijas. Olía a polvo, a madera, a tela mojada.
La escalera que desembocaba en el piso de arriba crujía. El primer piso albergaba los dormitorios. El primero pertenecía evidentemente a un niño. Tras la segunda puerta descubrió una cama de matrimonio.
Vaciló. Estaba tan cansado que se le cerraban los ojos. Se desnudó, obedeciendo a un impulso. Corrió las pesadas cortinas oscuras hasta que sólo la lamparita de la mesita de noche iluminó débilmente la estancia. Después de haberse cerciorado de que la puerta estaba cerrada con llave, se tumbó en la cama. Las sábanas eran suaves, la colcha de una tela de sorprendente delicadeza. En otras circunstancias se habría sentido a gusto.
Apagó la lámpara.
En la cabecera de la cama sonaba el tictac casi inaudible de un despertador. La almohada olía a una persona que Jonas nunca había conocido. Por encima de él, el viento atravesaba el entramado del tejado. El sonido del despertador suscitaba en él una extraña intimidad.
Se hundió en la oscuridad.
Se sentía más despejado que antes. Cuando se incorporó, su mirada cayó sobre las fotos con marco dorado colocadas en una vitrina. Fue a tientas hacia allí como un sonámbulo, apretando un pañuelo contra su nariz moqueante.
La primera mostraba a una mujer que rondaría la cuarentena. A pesar de que no sonreía, sus ojos traslucían jovialidad. No parecía el tipo de persona que viviera en una casa como ésa.
Se preguntó durante un rato qué profesión tendría. ¿Secretaria? ¿Empleada? ¿O era propietaria de una boutique en alguno de los pueblos más grandes de los alrededores?
En la segunda foto, el hombre. Algo mayor que ella. Bigote canoso, ojos oscuros de mirada penetrante. Parecía alguien que se pasara todo el día viajando en un todoterreno por su profesión.
Dos niños. El primero de ocho o nueve años, el segundo de unos meses. Ambos de aspecto ingenuo.
La imagen de la mujer le siguió hasta la vía de acceso a la autopista. Poco antes de Linz, cuando giraba los botones de la radio, recordaba a ratos esa casa. Después se concentró para no pasarse la salida.
Divisó desde lejos las gigantescas chimeneas de las fábricas. De ellas no salía humo.
Se dirigió a la ciudad sin respetar el límite de velocidad. Ansiaba que lo detuviera algún policía. Pero pronto se convenció de que allí las cosas tampoco iban bien.
No había peatones.
Las tiendas a derecha e izquierda de la calle estaban vacías, sin gente.
Los semáforos se pusieron en rojo, pero aguardó en vano que cruzaran otros vehículos.
Tocó el claxon y el motor rugió. Pisó el freno hasta que chirriaron las ruedas y apestó a goma. Tocó tres veces la bocina, tres veces largas, tres cortas y otras tres largas. Recorrió varias veces las mismas calles. No se abrió ninguna puerta, ningún coche vino hacia él. En cambio el olor era menos desagradable que en su última visita a la ciudad. En el aire se cernía una tormenta.
Cuando se apeó delante de una farmacia, se preguntó por qué hacía un frío tan desacostumbrado. Llevaba semanas quejándose del calor, pero ahora sentía escalofríos. Seguramente no se debían a la tormenta que se avecinaba, sino al catarro.
Rompió la puerta de cristal de la farmacia. Tomó de un estante un paquete de aspirinas y pastillas contra el dolor de garganta. Al salir descubrió las existencias de Echinacin. Se guardó un frasquito.
Tras una breve búsqueda encontró un hotel cuya puerta no estaba cerrada. Llamó. No recibió respuesta, tampoco la esperaba.
En el local no le llamó la atención nada especial. Olía a grasa rancia, a humo, a tabaco frío.
Llamó de nuevo.
En la cocina puso una cazuela con agua y echó las patatas dentro. Pasó el tiempo de espera en el restaurante con el periódico del 3 de julio. Ese día aún habían tenido clientela, así lo demostraban las manchas de salsa y las migas de pan en el papel. El periódico era tan poco sospechoso como los que había leído el día anterior en la Südbahnhof. Nada aludía a un acontecimiento inminente de extraordinaria trascendencia.
Se situó ante la puerta. Relampaguearon los primeros rayos y aumentó la intensidad del viento. Cajetillas de cigarrillos vacías y otras basuras barrieron la calle. Apoyó la cabeza en la nuca y se masajeó los hombros, tensos por el viaje. Se aglomeraban negros nubarrones. A lo lejos tronaba. Otro relámpago. Y otro.
Se disponía a regresar al restaurante cuando casi encima de él resonó un estruendo. Salió corriendo hacia el coche sin volverse a mirar. Cerró la puerta por dentro. Sacando el cuchillo de la funda, aguardó unos minutos. Los cristales se empañaron.
Bajó la ventanilla.
– ¿Qué quieres? -gritó.
Se escuchó otro estruendo, más débil que el primero. Y un tercero inmediatamente después.
– ¡Sal!
Gotas pesadas azotaron la chapa y la calle. El coche daba bandazos.
Mientras corría bajo la lluvia hacia la entrada del hotel, miró hacia arriba, pero los árboles le tapaban la vista. Entró como una tromba. Abrió la puerta de la escalera. Blandiendo el cuchillo, subió zapateando. Desembocó en un pasillo largo y estrecho en el que apenas entraba luz. Con las prisas no encontró el interruptor.
Llegó a una puerta. Estaba sólo entornada. La corriente de aire la empujaba contra la cerradura con un uniforme tac-tac. Jonas la abrió del todo y lanzó una cuchillada hacia delante.
La habitación estaba vacía. Sin un solo mueble. Se escuchaba el golpeteo de una ventana grande impulsada por el viento.
Girando varias veces sobre su propio eje y con el cuchillo listo para atacar, se dirigió a la ventana. Lanzó una rápida ojeada hacia el exterior, luego a la habitación por encima del hombro y de nuevo hacia afuera. La ventana estaba situada casi encima de la entrada del hotel. Al retirar la cabeza, una ráfaga de aire irrumpió en la habitación. Una hoja de la ventana chocó contra su brazo. La cerró. Descendió con el cuchillo en la mano.
Una vez en el comedor se desplomó sobre un banco. Su aliento brotó superficial y rápido durante un rato. Mientras clavaba la vista en el revestimiento de madera del guardarropa, recordó las patatas.
La tormenta amainaba cuando apartó el cuchillo y el tenedor. Dejó el plato sobre la mesa. Caminó a saltos, atravesando charcos embarrados hasta llegar al coche.
Se dirigió a la estación de ferrocarril.
La sala de espera y el largo corredor crepuscular que desembocaba en el andén estaban tan abandonados como la explanada delantera y los andenes. Rompió el cristal de un kiosco y cogió una lata de limonada que vació en el acto antes de arrojarla a un cubo de la basura.
Descubrió un buzón en la explanada delantera. Estación de Linz, 6 de julio, escribió. Tras una breve reflexión dirigió la postal a su padre.
Había pasado por delante de algunos concesionarios, pero ni un Opel ni un Ford encajaban en sus propósitos. No halló una buena ocasión para cambiar su destartalado Toyota hasta las afueras de la ciudad, donde topó al fin con un concesionario cuyo surtido no se limitaba a vehículos familiares.
Jonas no era un chalado por los automóviles. Las marcas veloces no le habían gustado nunca. Pero ahora le parecía absurdo no circular a más de 160. Por tanto, tenía que despedirse de su viejo coche. Había costado más de lo que valía y Jonas no guardaba recuerdos sentimentales que lo vinculasen a él.
Para su asombro, el cristal de los escaparates tras el que los coches esperaban a los compradores resistió a sus tenazas. Hasta entonces no había tenido que vérselas con un cristal blindado, así que enfiló el Toyota hacia el escaparate. Una lluvia de esquirlas cayó sobre el vehículo con estrépito. Jonas dio marcha atrás. El agujero en la pared de cristal tenía el tamaño suficiente.
Su elección recayó en un Alfa Spider rojo. Encontró la llave colgada de un gancho detrás del mostrador de venta. Más difícil fue dar con la de la gran puerta doble que constituía la única salida. Al final la encontró. Fue al Toyota y sacó todos sus objetos personales.
Antes de entrar, se giró de nuevo y se despidió con una seña de su viejo coche. Al momento se sintió ridículo.
Se detuvo junto a una gasolinera, a cien metros del concesionario. No tuvo dificultades para usar la manguera. Llenó el depósito.
Durante el trayecto a Salzburgo comprobó la potencia del Spider. La aceleración le comprimió contra el asiento. Alargó la mano hacia la radio. No tenía. En su lugar cogió las pastillas para la garganta que reposaban sobre el asiento del copiloto.
Más allá de Wels, vio una funda de guitarra tirada al borde de la carretera.
Jonas retrocedió. Arrojó piedras al estuche desde cierta distancia. Acertó, pero no sucedió nada. Le dio patadas. Al final, lo abrió: contenía una guitarra eléctrica. En el estuche había entrado agua. Por lo visto allí había llovido en abundancia.
Vagabundeó durante un rato. Se mojó las perneras de los pantalones hasta las rodillas en la hierba. Se encontraba cerca del acceso a la autopista. Cabía la posibilidad de que ese lugar fuera utilizado por autoestopistas, de modo que gritó y tocó el claxon con ahínco. Descubrió latas de bebidas tiradas, colillas, preservativos. Sus pies chapoteaban en la tierra mojada.
Se apoyó en la puerta del copiloto.
Todo y nada podía tener importancia. A lo mejor ese estuche se había caído de la baca de un coche o era el equipaje de alguien desaparecido en ese lugar por alguna extraña razón.
El sol se hundía tras la fortaleza cuando pasó por delante de la estación central de Salzburgo. Rodó por la plaza de la estación tocando el claxon; después se dirigió a Parsch, a casa de su tía. Le costó descubrir el camino. Cuando finalmente llegó a Apothekerhofstrasse, llamó al timbre y, al no recibir respuesta, volvió a subir al coche. En el domicilio de su tía no encontraría nada interesante, de manera que se ahorró el esfuerzo de romper la puerta.
Se dirigió a Freilassing.
Nadie.
Nadie.
Le resultaba increíble, se pasó una hora dando vueltas por la localidad, abrigando la secreta esperanza de que en suelo alemán encontraría gente. Esperaba ver militares. Quizá tiendas con refugiados. Tal vez incluso tanques o personas con trajes protectores contra armas atómicas, biológicas y químicas. Con gente civilizada en cualquier caso.
Apagó el motor. Tamborileaba con los dedos contra el volante sin dejar de mirar fijamente los carteles indicadores que jalonaban el camino hacia la autopista de Munich.
¿Hasta dónde debía viajar entonces?
En el móvil marcó el teléfono de una empresa de muebles ubicada cerca de Colonia. Sonó el timbre. Tres, cuatro, cinco veces. Saltó el contestador automático.
Cuando aparcó delante del hotel Marriott de Salzburgo había oscurecido. Cogió su equipaje, metió dentro las tenazas. Se guardó el cuchillo en el bolsillo del pantalón. Cerró, atisbando en todas direcciones mientras aguzaba los oídos. Ni el menor ruido. Tenía que haber arbustos muy cerca. Olía a flores frescas, pero no reconoció el aroma.
Por la puerta giratoria entró trastabillando en el hotel. Estaba tan oscuro que se tropezó en las pesadas alfombras y con la bolsa volcó un cenicero de pie.
En la recepción se veía una lamparita encendida. Dejó la bolsa en el suelo, desenvainó el cuchillo, miró fijamente al oscuro vestíbulo y tanteó con la mano libre en busca del interruptor de la luz.
Parpadeó.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la claridad, reparó en el equipo estereofónico colocado en un armario junto a un televisor de pantalla ancha. Sobre la cubierta había una funda de CD vacía. De Mozart, naturalmente. Jonas apretó la tecla de play. Al cabo de unos instantes resonaron los primeros acordes.
Observó el equipo. Un aparato valioso, más caro de lo que él hubiera podido permitirse jamás, con todos los extras imaginables. Los CDs se limpiaban de manera automática. Además el equipo contaba con botón de repetición. Lo apretó, subió el volumen y agachó la cabeza.
En un papel escribió: Aquí hay alguien. 6 de julio, y lo colocó al lado de la puerta de entrada, en lugar bien visible. Después corrió un sillón hasta la puerta para que no volviera a cerrarse y la música llegase hasta la calle.
Mientras en recepción reunía al azar llaves de distintas habitaciones, tenía la impresión de que el sonido que brotaba de los altavoces iba a derribarlo. Jamás había visto semejante potencia en un equipo doméstico. Su corazón latía igual que después de una carrera de resistencia. Notó un ligero malestar. Se alegró cuando pudo alejarse de aquel estruendo con una docena de llaves y de llaveros entrechocando en su bolsa.
Encontró una habitación para pasar la noche en el último piso al que había llegado a pie, porque no se fiaba del chirriante ascensor. Era una suite de tres estancias separadas por puertas interiores y un espacioso baño en el que caminó sobre baldosas calientes de mármol. Con la puerta cerrada no se oía la música procedente del vestíbulo. Pero abriéndola, conseguía distinguir las entradas de los diferentes grupos de instrumentos.
Cerró, dispuesto a darse un baño.
Mientras el agua corría en la bañera, encendió el televisor. Marcó el número del móvil de Marie una y otra vez y llamó a sus parientes por enésima vez.
Recorrió la suite. Sus pies se hundían en una alfombra oriental bajo la que el suelo crujía levemente. Seguro que antes no se habría percatado de ese crujido, pero desde hacía días ese silencio antinatural torturaba sus oídos, y el menor ruido le hacía volverse de repente.
En el bar de la habitación esperaba una botella de champán. Aunque no le parecía muy adecuado, se tumbó en la bañera con una copa. Dio un sorbo y cerró los ojos. Olía a gel de baño, a aceites esenciales. A su alrededor crepitaba la espuma.
Por la mañana encontró sus zapatos uno encima de otro. Y concretamente enfrentados, en una posición que le recordó a la forma en que Marie y él colocaban de vez en cuando sus móviles uno encima del otro: como si se abrazasen entre sí. Sólo que sin brazos.
Casi tenía la certeza de que él no había colocado sus zapatos uno encima del otro.
Examinó la puerta. Cerrada por dentro.
Lamentó no haber cogido pan ni panecillos de la cámara frigorífica de la cocina del hotel la noche anterior. Encontró unos kiwis que se comió a cucharadas, de pie, delante del estante de la fruta.
El equipo de música resonaba por todo el edificio. Con la cabeza gacha, se apresuró hacia la recepción. En un trozo de papel escribió a toda velocidad su nombre y su teléfono móvil, una indicación para que todo aquel que leyera esas líneas le llamase sin falta. Pegó esa nota en la recepción. Antes de abandonar el hotel, se abasteció de papel y cinta adhesiva.
Salzburgo, Marriott, 7 de julio, escribió en la postal que echó al buzón del exterior.
A las doce del mediodía cruzó el abandonado Villach y a las doce y media tocaba la bocina delante de la estatua del dragón de Klagenfurt. Escribió postales en ambas localidades y dejó notas con su número de teléfono. No se entretuvo registrando casas.
En varias ocasiones se detuvo en el centro de plazas grandes, donde podía apearse sin peligro para dar unos pasos sin tener que guardarse las espaldas. Gritó. Escuchó. Miró al suelo.
La potencia de su coche y la circunstancia de no tener que preocuparse del tráfico en dirección contraria lo condujeron en pocos minutos a la frontera por el Paso de Loibl. El puesto estaba abandonado; la barrera, abierta.
Inspeccionó las oficinas. Marcó los números guardados en la memoria de los teléfonos. Nadie contestó. También allí dejó una nota. Procedió del mismo modo unos centenares de metros más allá, en el puesto fronterizo esloveno. Llenó el depósito, se abasteció de agua mineral y salchichón y se tomó una aspirina.
Le costó apenas media hora cubrir los escasos ochenta kilómetros hasta Liubliana. La ciudad estaba vacía. Igual que Domzale, Calie, Slovenska Bistrica y Maribor.
Dejó notas en inglés y alemán por todas partes. Echó postales provistas de sellos eslovenos. En las gasolineras marcó teléfonos almacenados y en los peajes buscó instalaciones de comunicación internas. Hizo saltar la alarma. Aguardó unos minutos. Dejó su tarjeta de visita porque se le había terminado el papel del Marriott.
Poco antes de la frontera esloveno-húngara adelantó a un camión volcado. Frenó tan bruscamente que estuvo a punto de perder el control del vehículo. La cabina estaba tumbada de lado. Necesitó trepar para abrir desde arriba la puerta del conductor. Su asiento estaba vacío.
Inspeccionó los alrededores. Se veían huellas de frenazos. El arcén estaba dañado, parte de la carga -materiales- yacía en la cuneta. Todo indicaba que había sido un accidente normal y corriente.
Tampoco en Hungría vio un alma.
Llegó hasta Zalaegerszeg. Desde allí tomó la autovía en dirección a Austria. Tras cruzar la frontera en Heiligenkreuz, le embargó la absurda sensación de que estaba de nuevo en casa.