Por la mañana, tras abrir el buzón, viajó con el Spider hasta el centro, para buscar y dejar huellas. A mediodía forzó la entrada de un hotel y comió algo. Por la tarde, reanudó la búsqueda. Por la noche se tumbó en el sofá con una cerveza y contempló la danza muda de los berlineses. No se acercó a la ventana.
Registró casi todos los edificios públicos emplazados entre Ringstrasse y Franz-Josef Kai. Rastreó oficinas, museos, bancos de Viena. Con el fusil en la izquierda recorrió el escenario del teatro, los pasillos del palacio de Hofburg, pasó ante los objetos expuestos en el Museo de Historia Natural. Recorrió la Albertina, la Universidad, las redacciones de Presse y Standard, distribuyendo por todas partes notas con su dirección y su número de móvil. Fuera hacía calor, dentro el ambiente era fresco y sombrío. En los conos de luz formados ante las ventanas flotaban partículas de polvo. Sus pasos sobre los suelos de piedra resonaban en los imponentes edificios.
Esforzándose por dejar huellas, transportó con una carretilla objetos del atrezo hasta el escenario del Burgtheater: abrigos, estatuas, televisores, martillos de plástico, banderas, sillas, espadas, y los apiló. Colgó del pecho de un soldado de plástico su tarjeta de visita como si fuera una condecoración.
Visitó cada uno de los hoteles de Ringstrasse. En la recepción marcó los números guardados, llamó a Inglaterra, a Marie. Examinó el libro de registro de huéspedes. Figuraban reservas para después del 3 de julio. En el bar se sirvió un trago. En el vestíbulo alineó botellas de aguardiente como si fueran los palos de un eslalon. Escribió con grandes caracteres su número en los atriles de las salas de reuniones y los colocó en la entrada del hotel.
Rodeó el Pabellón de la Secesión tan tupidamente con cinta adhesiva negra que cabía tomarla por una obra de Christo. Con el spray de un grafitero escribió su nombre y número de teléfono sobre la cinta en amarillo chillón.
En el Parlamento, al pasar con su fusil junto al detector de metales, saltó la alarma. No la apagó. En la sala de plenos del Consejo Nacional, disparó sobre mesas y bancos. Pegó sus notas en el estrado de los oradores, en el micrófono y en el asiento del presidente.
Registró el Ministerio del Interior, los cuarteles, la ORF. Llegó hasta la Cancillería Federal, donde depositó una de sus notas sobre el escritorio del jefe del gobierno.
Escribió la palabra SOCORRO en el suelo de Heldenplatz con letras gigantescas de color negro.
Miró al cielo.
Ni una nube desde hacía días.
Todo azul.
Escuchó las alarmas en Südtiroler Platz, a unos centenares de metros de la Südbahnhof. Tras detenerse ante un semáforo en rojo y apagar el motor, se sentó encima del techo del vehículo empuñando el fusil.
Llamó por el móvil a su vivienda. Lo dejó sonar un buen rato.
Se volvió de forma que el sol le diera en la cara. Se abandonó a sus rayos con los ojos cerrados. Sintió cómo se calentaba su frente, su nariz, sus mejillas. Casi no corría aire.
Llamó a su propio móvil.
Comunicaba.
Las esquirlas de los escaparates rotos seguían esparcidas por el suelo de la sala de las taquillas. Nada parecía haber cambiado en una semana. El panel indicador no registraba entradas ni salidas de trenes. Las alarmas soltaban sus aullidos regulares en la sala.
Jonas subió al tren de Zagreb apuntando con el fusil. Encontró su compartimiento igual que lo había dejado. La ventanilla de la puerta estaba rota. No pudo abrir la puerta, aún aguantaban las tiras de cortinilla. Sobre la cama que había construido con los asientos yacían los periódicos del 3 de julio. El bote de limonada continuaba junto a la bolsa de patatas fritas vacía.
El ambiente era sofocante.
Fuera no se notaba movimiento. Dos andenes más allá se divisaba otro tren. Por las vías libres entre ambos había diseminada todo tipo de basura.
A los dos minutos de trabajar con la palanqueta, la puerta del piso de Werner se abrió. En el dormitorio la cama estaba revuelta, la colcha echada hacia atrás. En el baño, una toalla, usada claro, delante de la ducha. En la cocina se apilaban los cacharros sucios. En el cuarto de estar halló una copa con restos de vino tinto.
¿Qué buscar? Ni siquiera sabía qué le apetecía saber. Sin duda adónde se había ido la gente. Pero ¿dónde descubrir algún indicio? ¿En una vivienda?
Recorrió las habitaciones durante un rato. Por primera vez desde hacía mucho tiempo se encontraba con algo conocido, aunque fuera tan banal como el olor a cuero del sofá de Werner. Le conmovió. Había estado sentado allí en numerosas ocasiones. Cuando todo aún iba bien.
Abrió la nevera. Un trozo de queso, mantequilla, un envase de leche de larga duración, cerveza y limonada. Werner casi nunca comía en casa. De vez en cuando encargaba una pizza.
Jonas descubrió los medicamentos en un cajón.
Había encontrado algo importante sin buscarlo. Los medicamentos de ese cajón significaban que su amigo no había desaparecido voluntariamente. Sin pastillas y sin spray, Werner no hubiera bajado ni siquiera al sótano a buscar vino.
Se acordó. Werner le había llamado la noche del 3 de julio. Habían charlado de temas intrascendentes durante unos minutos y luego habían acordado vagamente verse el fin de semana siguiente. Werner le había llamado.
Apretó el botón de rellamada del teléfono de Werner. Apareció el número de su casa de Brigittenauer Lände.
En Rüdigergasse intentó recordar el aspecto de la calle durante su última visita. A la primera ojeada reconoció el trozo de plástico sobre el sillín de la bicicleta. Vio la botella asomando por el cubo de basura. Tampoco la posición de las bicis parecía haber cambiado.
El buzón del correo, vacío.
La vivienda, inalterada. Todos los objetos estaban en el mismo sitio que la última vez. Sobre la mesa su vaso de agua y el mando a distancia. Reinaba la baja temperatura habitual. En el ambiente flotaba un olor a anciano. Las pantallas de los aparatos electrónicos estaban encendidas.
El mismo silencio.
Los muelles de la cama soltaron un crujido amenazador al tumbarse. Se echó de espaldas y cruzó las manos sobre el pecho. Su mirada recorrió la estancia.
Conocía desde niño todo lo que veía. Había sido el dormitorio de sus padres. Ese cuadro, el retrato de una joven desconocida, había estado colgado enfrente de la cama. El tictac del reloj de pared había velado su sueño. Era la misma decoración de hacía treinta años, pero las paredes no eran las verdaderas. Hasta la muerte de su madre ocho años antes esa cama había estado en un piso del distrito 2. Donde él se había criado.
Cerró los ojos. El reloj de pared dio la media. Dos golpes. Un sonido profundo, intenso.
En Hollandstrasse estuvo a punto de pasar de largo ante la casa. La habían pintado. También habían restaurado la fachada. Daba una impresión decorosa.
Con la palanqueta abrió con estruendo los buzones del portal. Abundantes folletos publicitarios, de vez en cuando una carta. La fecha de todos los matasellos sin excepción era anterior al 4 de julio. El buzón con el número 1, que había pertenecido a su familia y del que solía recoger el correo, estaba vacío. Leyó el nombre del último inquilino en un letrerito que se bamboleaba en lo alto del buzón: Kästner.
Mientras subía los peldaños hacia el entresuelo y recorría el viejo pasillo lleno de recovecos, recordó cómo de pequeño su tío Reinhard le había dado la alegría de que el fabricante de rótulos le grabase uno con su nombre. Lo colocaron en la puerta. Jonas mostraba orgulloso a todos los visitantes la plaquita, en la que figuraban su nombre y su apellido y que habían colgado por encima del rótulo familiar.
Como era de esperar, ambos rótulos habían sido retirados. La familia Kästner había atornillado el suyo.
Presionó el picaporte.
Estaba abierto.
Miró en derredor. Tuvo que refrenar el impulso de quitarse los zapatos. Caminó con suma cautela.
En la entrada había un cartel escrito con caligrafía infantil que decía Bienvenidos. Jonas se quedó perplejo. Le resultaba familiar. Lo examinó con más atención, olfateándolo incluso, tan desconcertado se sentía, sin alcanzar ninguna conclusión.
Caminó por las habitaciones conocidas en las que había muebles extraños que no encajaban. Se detenía con frecuencia cruzando los brazos, mientras intentaba recordar cómo había sido todo eso antes.
El cuarto diminuto que ocupó a los diez años y donde anteriormente su madre cosía, había devenido en despacho. La habitación grande, que había servido al mismo tiempo de dormitorio para los padres y de cuarto de estar, seguía siendo un dormitorio, aunque con una decoración horrenda. Allí topó, para disgusto suyo, con un tresillo de la paupérrima serie holandesa del 98, que Martina casi había tenido que obligarle a vender. Las pelotas y escopetas de juguete que encontró en un rincón detrás de la puerta revelaban la presencia ocasional de niños. El baño y el retrete se mantenían inalterados.
En la pared del retrete, al lado del depósito del inodoro, descubrió unas frases escritas con letra infantil: Yo y el pez. El pz. La palabra El así como la p y la z de pez estaban tachadas.
Lo recordaba bien. Lo había escrito él. Aunque ya no sabía por qué. Tenía ocho años, nueve quizá. Su padre le había regañado por haber pintado garabatos en la pared, pero había olvidado borrarlos. Seguramente también por haberlos hecho en un sitio tan discreto que transcurrieron meses hasta que su padre los descubrió.
Jonas iba de un lado a otro. Apoyado en los marcos de las puertas, adoptaba determinadas posturas para recordar mejor. Con los ojos cerrados palpaba picaportes que notaba en el acto idénticos a los de entonces.
Se tumbó en la cama extraña. Al mirar al techo sintió mareos. Había estado tantas veces acostado en ese lugar, mirando hacia arriba, y ahora, después de tantos años, hacía lo mismo. Él se había marchado, pero el techo había permanecido allí. Para el techo todo era lo mismo, había esperado. Había mirado a otras personas durante sus ocupaciones. Ahora Jonas había vuelto. Miró al techo. Como antaño. Los mismos ojos miraban al mismo lugar del techo. Había transcurrido tiempo. Se había quebrado el tiempo.
Tras una cierta vacilación se atrevió a confiar en el ascensor de la Torre del Danubio. Prefería no imaginarse lo que sucedería si el ascensor se quedaba parado. Pero era imposible resistirse siempre a la técnica, pues habría supuesto bloquear muchos caminos. Así que entró en él y apretó el botón conteniendo la respiración.
La Torre del Danubio medía doscientos veinte metros hasta la cúspide. Cuando la puerta del ascensor volvió a abrirse, Jonas se encontraba a ciento cincuenta metros por encima del suelo. La altura del mirador. Una escalera subía hasta el café.
Allí se orientó en el acto. Cogió una limonada. Muchas veces había visitado ese lugar en compañía de Marie, a quien le gustaba la vista y sobre todo la curiosidad que despertaba el lento giro del café alrededor de la torre. A él siempre le había parecido una rareza; a Marie, por el contrario, le entusiasmaba tanto como a un niño.
En el control se podía ajustar el tiempo que necesitaba el café para dar una vuelta: 26, 40 o 52 minutos. Marie conseguía cada vez que el técnico encargado de esa labor pusiera siempre el regulador en 26. En una ocasión el hombre uniformado se había sentido tan cautivado por ella que se había mostrado pródigo en anécdotas sólo para que ella se quedase. La presencia de Jonas no parecía molestarlo. Contó que el café podía girar más deprisa, mucho más deprisa alrededor de la torre. Al parecer, durante los trabajos de construcción, los empleados, entre los que se encontraba su tío, que le informó del asunto, jugaban con el mecanismo. El récord estaba en once segundos por vuelta cuando los pillaron. Desde entonces un pasador de seguridad impedía que alguien hiciera tonterías. Los giros rápidos, amén de consumir abundante electricidad, eran peligrosos. Aparte de que en el local todo el mundo se sentía mal y se movía como si viajara en un barco con mar gruesa.
Me cuesta trabajo creerlo, había exclamado Marie. No lo dude, le había respondido el técnico con una sonrisa equívoca. Ahí se ve que todos los hombres son almas de cántaro, había replicado ella. A continuación Marie y el técnico habían estallado en carcajadas, y Jonas se la había llevado de allí.
Se encaminó al centro de control. Para su sorpresa descubrió un pasador de seguridad. Después de haberse cerciorado de que no se detenía sin querer el ascensor y de que no exageraba con los giros como el tío, conectó el mecanismo de rotación y puso el regulador encima del 26.
Sin mirar abajo, se apoyó contra el pretil en la terraza, bajo el que asomaba del muro una reja de seguridad, colocada para impedir suicidios espectaculares.
El viento azotaba con fuerza su rostro. El sol estaba bajo. Había tanta claridad que durante un instante cerró los ojos.
Al abrirlos y mirar hacia abajo, dio involuntariamente un paso atrás.
¿Qué había impulsado a Jonas a subir allí? ¿La vista? ¿El recuerdo de Marie?
¿O no fue su libre albedrío? ¿Era él como un hámster en una rueda, venían determinados sus actos por alguna otra persona?
¿Había muerto e ido al infierno?
Se terminó de beber su botella y, tomando impulso, la arrojó al vacío. Cayó mucho rato. Después se rompió contra el suelo sin ruido.
En el café se sentó en la mesa que él vinculaba con el recuerdo de las visitas con Marie. Leyó todos los sms guardados en la memoria de su móvil. Estoy justo encima de ti, solamente a un par de kilómetros. – Estoy comiéndome un helado de cucurucho y pienso en ti. J – ¡Por favor, F M H! – You are terrible! *hic* J – Te quiero, te quiero, te quiero, te quiero.
Cerrando los ojos intentó enviar a Marie un mensaje telepático. Estoy vivo, ¿estás ahí?
Se imaginó su cara, sus mejillas, su mirada luminosa. Su hermoso cabello oscuro. La boca con las comisuras de los labios ligeramente inclinados hacia abajo.
No le resultó fácil. La imagen palideció antes de desvanecerse. Podía escuchar su voz en su cabeza, pero sonaba como un eco. Ya había olvidado su aroma.
En el cibercafé puso en marcha el ordenador e introdujo unos euros. Apoyó el mentón en los puños. Mientras la ciudad desfilaba lentamente ante sus ojos, siguió urdiendo sus pensamientos.
A lo mejor tenía que superar un examen. Un test con una respuesta correcta. Una reacción acertada que lo liberase de su situación. Una contraseña, un abretesésamo, un e-mail a Dios.
www.marie.com
No se puede encontrar la página.
www.marie.at
No se puede encontrar la página.
www.marie.uk
No se puede encontrar la página.
Si había una especie de contraseña, tenía que estar relacionada consigo mismo, eso parecía lógico.
www.jonas.at
No se puede encontrar la página.
www.socorro.at
No se puede encontrar la página.
www.help.com
No se puede encontrar la página.
www.dios.com
No se puede encontrar la página.
Fue por otra botella, bebió, miró al exterior, a la ciudad que pasaba.
www.viena.at
No se puede encontrar la página.
www.mundo.com
No se puede encontrar la página.
Intentó encontrar docenas más de sitios conocidos e inventados. Examinó las páginas almacenadas en el historial y las eligió. En vano.
www.umirom.com
No se puede encontrar la página. Inténtelo más tarde o revise la configuración del sistema.
Recorrió sin prisa todas las salas con la botella en la mano. En la zona infantil encontró utensilios de pintura. De pequeño le gustaba jugar con colores. Sus padres le quitaron muy pronto los pinceles y lápices porque pintarrajeaba y había echado a perder algunas de las labores de su madre.
Su mirada cayó sobre el mantel blanco. Contó las mesas del café: eran doce o más, a las que había que añadir las del piso de arriba.
Comenzó a quitar los manteles de las mesas. Bajó del piso de arriba con catorce. En un estante encontró manteles de repuesto. Cuando terminó, disponía de treinta y un trozos de tela.
Anudó los extremos hasta obtener un rectángulo de treinta y tres manteles. Con el fin de tener libertad de movimientos para atarlos, apartó mesas y sillas. Le costó media hora hallar los tubos de colores. Optó por el negro.
¿Su nombre? ¿El número de teléfono? ¿Simplemente Socorro?
Vaciló un segundo antes de comenzar a pintar. Después ejecutó el trabajo de un tirón. No fue fácil, porque las telas tenían arrugas. Además hubo que medir las distancias y aplicar el color con la suficiente anchura y el suficiente espesor.
Con el resto de los tubos escribió su teléfono en las paredes, en las mesas, en el suelo.
Como no se podía abrir la ventana panorámica, la destrozó disparando con el fusil a derecha e izquierda de un marco. A los estampidos del fusil siguió segundos después el tintineo provocado por la lluvia de cristalitos sobre la terraza inferior. Un viento fuerte irrumpió en el café, barriendo las cartas de comida de las mesas desnudas y haciendo tintinear la vajilla en el bar.
Jonas retiró los fragmentos que habían quedado en el marco con la culata del fusil. Al situarse junto a la ventana con los extremos de la bandera de tela, se sintió mal. Se dio cuenta de que tendría que haber desconectado el mecanismo de rotación. El viaje del café alrededor de la torre no facilitaba precisamente su tarea. El viento azotaba su rostro. Le lloraban los ojos. Tenía la sensación de que estaba a punto de precipitarse al vacío. No obstante consiguió atar firmemente los extremos de los tres manteles al marco de la ventana. Eran de buen paño, y Jonas estaba convencido de que aguantarían.
Tras recoger la bandera, la arrojó por la ventana. Colgó floja, pero pronto la hinchó el viento. La inscripción, sin embargo, seguía sin percibirse con claridad. Contaba con ello.
Después de coger el fusil, lanzó una última mirada a la devastación que había provocado y se dirigió presuroso al centro de control. Allí fue fácil encontrar herramientas, porque los mecánicos de la empresa salían de allí para realizar su trabajo. Rápidamente se aproximó al mecanismo de rotación y con un martillo golpeó el pasador de bloqueo. Se soltó al tercer golpe y sonó una sirena de alarma. Corrió el regulador de escasa resistencia a la presión más allá de 26.
Al cabo de un momento escuchó un profundo zumbido. No lograba ver lo que sucedía, porque el centro de control carecía de ventanas. Pero el rumor era muy ilustrativo.
Siguió girando el regulador hasta que éste chocó definitivamente y no pudo empujarlo más por mucho que se esforzó. Después agarró el fusil y se precipitó hacia el ascensor.
Corrió hacia el coche sin alzar la vista. Tras haber recorrido unos cientos de metros, giró la cabeza. El café rotaba alrededor de la torre. Con la bandera de tela ondeando en él. Y una inscripción legible desde la lejanía:
UMIROM.