10

Parpadeó. La lámpara de la mesilla de noche lo deslumbraba. Tanteó en busca del interruptor, apagó y abrió los ojos: las doce menos veinte. La segunda manta de la cama yacía en el suelo. Debajo se encontraba la cámara caída junto con el trípode. No tenía demasiadas ganas de reflexionar sobre su significado. Lo dejó todo tirado para prepararse el desayuno.

Antes de ir al baño colocó una cinta de audio virgen en el magnetofón y apretó la tecla de grabación. Giró el aparato para desviarlo del cuarto de baño. Se duchó, se lavó los dientes y se afeitó con sumo cuidado.

Se vistió en el cuarto de estar. Echó un vistazo al reloj del microondas: las 12:30. La cinta llevaba funcionando veinte minutos.

Justo delante del micrófono embutido del magnetofón, dijo:

– Hola, Jonas.

Con los ojos cerrados contó hasta cinco.

– Me alegro de hablar contigo. ¿Cómo estás?

Tres, cuatro, cinco.

– ¿Has dormido bien? ¿Estás tenso?

Habló casi durante tres cuartos de hora, esforzándose por olvidar casi en el acto sus propias palabras. Un clic del magnetofón reveló que la cinta se había terminado. Rebobinó. Mientras tanto, acabó de vestirse.

Desde el teléfono fijo marcó el número de su móvil. Sonó y contestó. Depositó el auricular del teléfono fijo en el suelo. Colocó el magnetofón delante, muy cerca. Apretó la tecla de reproducción. Situó al lado un segundo magnetofón, introdujo una casete y apretó la tecla de grabación. Cerró la puerta de la vivienda con el fusil al hombro y el móvil en la mano izquierda.

Atravesó Döbling. Viajó por calles que nunca había pisado. Apretaba el móvil contra el oído para no perderse detalle. Con la otra mano conducía y cambiaba de marcha. Cayó en la cuenta de que con ello estaba infringiendo un artículo del Código de la Circulación. Al principio ese pensamiento le divirtió. Pero le indujo a plantearse una cuestión de principio.

Suponiendo que estuviera solo de verdad, eso significaba que podía promulgar una nueva legislación. Las leyes permanecían en vigor hasta que la mayoría convenía otras nuevas. Si él era la mayoría, podía rechazar cualquier forma social. Él, el soberano, en teoría podía hacer impune el robo y el homicidio o prohibir la pintura, por ejemplo. En Austria se castigaba la ofensa a las confesiones religiosas con una privación de libertad de hasta seis meses. Él podía anular o endurecer esa ley. Un robo grave comportaba hasta tres años de prisión, al contrario que el robo simple, y la multa ascendía a dos mil euros y más. Él podía cambiar eso.

Podía incluso promulgar una ley para que todo el mundo saliese a pasear una hora al día mientras escuchaba música folclórica en un discman. Podía ascender al rango de ley cualquier tipo de sandez, votar otra modalidad de Estado e incluso inventar una nueva. A pesar de que el sistema en el que vivía era de hecho ácrata, democrático y dictatorial al mismo tiempo.

– Hola, Jonas.

Estuvo en un tris de rozar con el coche un contenedor de basura situado junto a la acera.

– Me alegro de hablar contigo. ¿Cómo estás?

– Gracias. Vamos tirando.

– ¿Has dormido bien? ¿Estás tenso?

Estaba oyendo las frases que él mismo había pronunciado una hora antes. Y ahora sucedían, volvían a suceder. En ese momento se convertían en acontecimiento. Un acontecimiento que desencadenaba efectos concretos sobre el presente.

– Descansado y relajado -murmuró.

Reparó en la diferencia entre la voz que brotaba del auricular y la que oía en su fuero interno. La del auricular era más aguda y menos simpática.

– Son las 12:32 horas. ¿Qué hora tienes?

– Las 13:35 -contestó, después de echar un vistazo al cuadro de mandos.

Recordó cómo se había arrodillado en su cocina americana delante del magnetofón para pronunciar esas frases. Se vio jugueteando con el anillo de su dedo, contemplando el dibujo de su taza de café, dando la vuelta a la pernera de su pantalón. Recordó lo que había pensado mientras pronunciaba esas frases. Aquello ya había transcurrido, esto era el presente. Y sin embargo un acontecimiento guardaba relación con el otro.

– En el próximo cruce, tuerce a la izquierda. Luego otra vez a la derecha. Y dos calles más allá, de nuevo a la izquierda. Para delante de la casa emplazada en el lado derecho de la calle.

Las indicaciones le condujeron a una callejuela de Oberdöbling. Su comandante había subestimado su velocidad y así Jonas tamborileó durante un minuto en el volante y se deslizó de un lado a otro en el asiento.

– Baja del coche, coge el fusil y cierra con llave. Dirígete al edificio. Es una casa de varios pisos. Tu objetivo es la vivienda del bajo. No necesitarás la palanqueta, entra por una ventana. Si tienes que trepar, trepa. ¡Sé deportista!

Estaba delante de un chalé. Un letrero en la verja advertía de la presencia de un pastor alemán. Estaba cerrado con llave. Tras salvar el obstáculo trepando, se dirigió al edificio. En la entrada del garaje había un Audi aparcado. Las ventanas de la casa estaban adornadas con tiestos de flores. Se notaba que el césped situado a derecha e izquierda del sendero de gravilla había sido cuidado hasta hacía poco.

En el letrero de la puerta leyó:

Consejero Bosch.

– ¡Ten cuidado con los cristales rotos! Ahora dirígete a la cocina.

»¡Despacio!

Atisbo por la ventana. No vio ninguna instalación de alarma. Rompió el cristal con la culata del fusil. Una lluvia de esquirlas cayó sobre una alfombra del interior. En verdad no sonó ninguna alarma. Tras limpiar, presuroso, el marco de la ventana, se introdujo en la casa.

– Abre la nevera. Si encuentras una botella de agua mineral sin abrir, bebe.

– ¡No me azuzes!

La primera puerta daba al cuarto de baño, la segunda al trastero, la tercera al sótano. La cuarta era la correcta. Sin aliento, abrió la nevera empotrada en un mueble de madera de haya. Efectivamente encontró una botella de agua mineral sin abrir y bebió.

Mientras esperaba nuevas indicaciones, dejó resbalar la vista. Los muebles eran de madera maciza. De la pared colgaba un póster de Dalí que mostraba relojes derretidos, estropeado por el calor y los humos de la cocina.

La combinación le desconcertó. La calidad y el valor del mobiliario indicaban propietarios entrados en años, ese tipo de carteles por el contrario se encontraban en los pisos de estudiantes. Seguramente tenían descendencia que había impuesto esa ruptura estilística.

Al lado del cartel colgaba un calendario de taco. La hoja superior pertenecía al 3 de julio. Debajo del número leyó el aforismo del día:

El valor de lo verdadero se conoce espontáneamente. (Herbert Rosendorfer)

Arrancó la hoja y se la guardó.

– Ahora busca un bolígrafo y un trozo de papel.

– ¿Puede ser un lápiz?

Encontró un bolígrafo en uno de los cajones y un bloc de notas sobre la mesa de la cocina. La primera hoja estaba dedicada a una lista de la compra. Lo abrió por el final. Tarareó una melodía con los ojos cerrados, esforzándose por dejar la mente en blanco.

– Escribe la primera palabra que te venga a la mente.

Fruta, escribió.

Genial, se dijo. Ahora estoy sentado en una cocina desconocida y escribo fruta.

– Guárdate la nota. Ahora echa un vistazo por la casa. Mantén los ojos abiertos. Mirar dos veces es mejor que pasar algo por alto.

Se asombró de la banalidad de los dichos que pronunciaba su jefe. Jonas se había esforzado todo el rato por permanecer en su lado de la historia. En no pensar en lo que había dicho en la cinta para no anticipar nada. Ahora se atrevió a movilizarse para salir de esa perspectiva. Reflexionó. No pudo recordar haber pronunciado esa última frase. Regresó a su lado. Ahuyentó lo mejor que pudo todos los pensamientos.

En el salón halló una especie de estatua del Antiguo Egipto. Poco ducho en historia del arte, no acertó a interpretar el hallazgo. Parecía una figura femenina. El rostro, inexpresivo, inspiraba poca confianza. Seguramente la escultura de tamaño natural representaría a Nefertiti. Su cráneo poderoso y el peinado ancho, en forma de velo, le recordaron más a un rapero negro de la MTV. Se preguntó quién colocaría algo así en el salón. Nunca había tenido clientes con un gusto parecido.

Recorrió todas las habitaciones mientras hablaba por teléfono. Informó de la decoración del dormitorio, de las alfombras del pasillo, de la jaula de pájaros vacía, del acuario, en cuya agua, que chapoteaba suavemente, no nadaba ningún pez. Describió el contenido de los armarios roperos. Contó los archivadores del despacho. Palpó un pesado cenicero fabricado de un material desconocido. Rebuscó en los cajones. Bajó tanteando al sótano y al garaje, donde flotaba un olor mareante a gasolina.

Justo cuando salía de la habitación de una chica joven, en la que no jugaban un papel destacado ni el orden ni la limpieza, la voz dijo por teléfono:

– ¿Has visto eso?

Jonas se detuvo. Miró hacia atrás por encima del hombro.

– ¿Te has dado cuenta? Ahí había algo. Lo has visto muy fugazmente.

Él no había visto nada.

– Ha estado ahí durante un momento.

Una voz interior le previno de no volver a esa habitación. La voz en el auricular le espoleaba. Se tambaleó. Cerrando los ojos, colocó la mano en el picaporte y lo apretó despacio. La presión de su mano cedió un poco, tan poco que sólo él lo sabía, aunque no lo notaba. Continuó apretando al tiempo que lo hacía más despacio.

Sintió que el tiempo se congelaba bajo su mano. El metal del picaporte, blando al tacto, parecía fundirse con el entorno. Sin embargo, no estaba ni frío ni caliente, carecía de temperatura. Sin oír nada, tenía la sensación de captar un estruendo retumbante, un estruendo material que no procedía de ninguna dirección concreta. Al mismo tiempo era consciente de que sólo se componía del movimiento que su mano ejecutaba en ese momento.

Soltó y, respirando hondo, clavó los ojos en la puerta.

– Pero no te lo lleves a casa -advirtió la voz por el auricular.


Dedicó el resto del día a llenar cajas de mudanza como si fuera un robot. Trabajó sin parar hasta la caída de la tarde, salvo la pausa en la que se asó unas salchichitas en el hostal como el día anterior.

La experiencia vivida en el pasillo de la villa no le trastornaba. Le preocupaba más bien lo sucedido con la cámara caída. ¿Guardaba relación con el extraño comportamiento del durmiente? ¿Valía la pena investigar lo que había dentro de ese muro? ¿Debía romper la pared a la fuerza?

Tras precintar con cinta adhesiva la última caja, contempló los armarios y estantes vacíos. No eran tantos como antes. ¿Adónde habían ido a parar los enseres con los que habían vivido en Hollandstrasse? ¿Lo habían tirado todo? ¿Dónde estaba el cuadro del pasillo en el que se ensimismaba a diario desde su infancia?

Ahora que pensaba en ello, le vinieron a la mente más objetos que echaba en falta: el álbum de fotos rojo, el barco dentro de la botella, el grabado en linóleo, el tablero de ajedrez…


Transportó las cajas a la calle cargándolas o arrastrándolas por el suelo, según su peso. Una vez colocadas todas, se sentó con los miembros pesados en la caja de la camioneta. Con los brazos apoyados hacia atrás, alzó la vista. Aquí y allá se veían ventanas abiertas. Las estatuas que se elevaban desde los muros, miraban, hieráticas, por encima de él. El cielo era de un azul puro e implacable.


La bajada al sótano era angosta. Había telarañas por todos los rincones. Hilos de polvo colgaban del techo. Las paredes estaban sucias, el enlucido se desmoronaba. Jonas se estremeció. A pesar de que bajaba los peldaños agachado, se golpeó la cabeza dos veces. Se limpió aterrado la cara y la frente por si se le había adherido algo asqueroso.

En la puerta del sótano habían fijado un viejo letrero alabeado que con un dibujo admonitorio advertía de la presencia de cebos para ratas. La parte superior de la puerta incluía cuatro ventanitas para dejar pasar la luz. Una estaba rota. El corredor de detrás estaba a oscuras. Un olor a moho y a madera se abatió sobre él.

Apuntó con el fusil y abrió la puerta de un patadón. Cantando en voz alta, encendió la luz con un rápido gesto.

Era un viejo sótano comunal. Las paredes de los trasteros consistían en vallas de madera que dejaban un palmo libre por arriba y por abajo. El suelo, en lugar de solado, era de tierra apisonada mezclada con piedras del tamaño de un puño.

Jonas nunca había estado allí abajo. No obstante encontró enseguida el trastero de su padre. Reconoció un bastón tallado a mano que pugnaba por acceder al pasillo por entre los listones de madera y con el que su padre había recorrido antaño los bosques de Kanzelstein. Las tallas no eran obra suya sino de un viejo labrador desdentado experto en ese menester, a cuya granja acudía Jonas todas las mañanas para recoger leche fresca de vaca. Él temía al viejo. Un buen día éste le gritó que se acercara y le regaló un pequeño bastón tallado. Después de tantos años Jonas aún recordaba el aspecto de ese bastón. Había paseado con él henchido de orgullo, y desde entonces adoraba al silencioso anciano.

Se cercioró de que estaba solo y de que no se avecinaban sorpresas desde los pasillos con luz mortecina. De uno de ellos salía un olor a gasoil tan intenso que Jonas se colocó la manga de la camisa delante de la nariz. Era uno de los tanques en los que los moradores almacenaban el gasoil para sus calefacciones. Desde luego no había peligro mientras no jugase con fuego.

Se sacó del bolsillo el manojo de llaves de su padre. Acertó a la segunda. Antes de entrar en el trastero, Jonas aguzó los oídos. De vez en cuando escuchaba el goteo amortiguado de un grifo. La bombilla de la pared, cubierta de polvo, temblaba. Hacía frío.

Dándose ánimos, se volvió hacia el trastero, pero retrocedió aterrorizado.

La mayor parte del trastero del sótano de su padre estaba ocupado por las cajas que él acababa de cargar en el camión.

Giró en círculo mientras apuntaba con el fusil. Al hacerlo, el cañón tiró de un estante unas cazuelas y fuentes que se estrellaron con estrépito contra el suelo. Se puso a cubierto. Protegido por los listones de madera atisbo hacia el pasillo. Aguzó el oído. Sólo se oía el grifo de agua roto.

Se volvió de nuevo hacia las cajas. Miró el membrete con los ojos como platos.

Hasta que fue consciente de que se trataba de otras distintas. Parecidas, pero no las mismas. Cuánto más miraba, más claramente percibía que los modelos sólo guardaban un lejano parecido en forma y color.

Abrió con brusquedad la primera caja: paquetes de fotos. Y en la segunda, igual. Y en la tercera, documentos y fotos. La cuarta contenía libros. Igual que las tres siguientes, que pudo alcanzar sin tener que apilar ni cambiar de sitio muchas.

Por todas partes se topaba con objetos conocidos. El mapamundi por el que con tanta frecuencia había viajado su mente se apoyaba, enrollado, en un rincón. En la parte superior de una pila de cajas estaba el globo terráqueo que le había servido de lámpara de escritorio durante su infancia. Los prismáticos de su padre se encontraban en un estante astillado, junto a sus botas de excursionismo. De niño, Jonas se había asombrado del tamaño gigantesco de esas botas.

Tenía que haber estado ciego. Había recogido, empaquetado y ordenado, sin haber reparado en la ausencia de la mitad del ajuar doméstico.

Pero también era asombroso que su padre guardase esos objetos en el sótano. En el caso del bastón podía comprenderlo, y tampoco el globo terráqueo tenía por qué estar en el cuarto de estar. Sin embargo, le resultaba inconcebible que su padre dejase enmohecer en el sótano las fotografías y los libros.

La luz se apagó.

Respiró hondo y contó hasta treinta.

Sosteniendo el fusil con ambas manos, tanteó para dirigirse a la salida. Un penetrante olor a cereales penetró en su nariz. Seguramente en uno de los compartimentos se almacenaba un pequeño cargamento de material con el que a pesar de todo la gente mayor gustaba todavía de aislar sus ventanas en invierno.

Volvió a colocar el auricular sobre la horquilla. Rebobinó las casetes. En una escribió «VACÍA» y en la otra: «Villa Bosch, 23 de julio».

Con una manzana en una mano, buscó la documentación correspondiente en una pila de embalajes de cámara, que aún no había tirado por pura dejadez. No lograba concentrarse. Terminó de comer apresuradamente y con ostensibles movimientos de masticación. Tras arrojar el corazón por la ventana, se limpió los dedos en la pernera del pantalón. Al notarlos pegajosos, los colocó bajo el grifo. Regresó a los embalajes. Al final recordó que había tirado las instrucciones de uso al montón de papel viejo.

Su suposición era acertada. Se podía conectar a las cámaras un temporizador igual que a una cafetera o a un radiador. Suponiendo que se hubiera colocado un acumulador potente, se podían efectuar grabaciones programadas de hasta 72 horas.

Encontró en el congelador un trozo de pescado. Lo calentó, acompañándolo con una ensalada de judías en conserva, que no parecían un buen acompañamiento. Fregó los platos, después contempló la puesta de sol con el móvil en la mano.

You are terrible. * hic * J

Te quiero, te quiero, te quiero, te quiero.

¿Dónde estaría ella en ese momento? ¿En Inglaterra? ¿También miraría ahora al sol?

¿Al mismo sol?

A lo mejor no era el único que estaba viviendo esa pesadilla. A lo mejor todas las personas se habían quedado de repente solas y caminaban a trompicones por un mundo abandonado, ese espanto que desaparecería cuando dos personas enamoradas apareciesen a la misma hora en el mismo lugar. Eso implicaba que tenía que buscar a Marie. Lo que suscitaba el peligro de perderla, puesto que ella seguro que en su mundo hacía todo lo posible por llegar hasta él. Lo más prudente era esperar allí.

Además su teoría era un completo disparate, al igual que todo lo que había pensado hasta entonces sobre lo que le había acontecido.

Recogió la manta del suelo y la arrojó sobre la cama. Alzó el trípode con la cámara, sacó la casete y la colocó en el cuarto de estar conectada al televisor. Se preparó un baño.

El agua estaba caliente. Delante de él flotaba una montaña de espuma que se asemejaba a un elefante arrodillado. Reconoció claramente la parte trasera, las patas, las orejas, la trompa. Sopló. El elefante se alejó un trecho, navegando. Volvió a soplar. Su aliento agujereó la mejilla del elefante.

Recordó una historia que su madre, con su preferencia por los cuentos con moraleja, le había relatado siendo niño.

Una niña llora en el bosque. Aparece un hada y le pregunta el motivo. La niña contesta que ha roto la colección de discos y teme el castigo. El hada entrega a la niña una bobina de hilo. Si tira de ella, el tiempo transcurrirá más deprisa. Unos centímetros equivalen a varios días, así que la precaución es obligada. Si la niña trata de librarse de los gritos, los palos y el dolor, debe recurrir al hilo.

La niña desconfía. Pero después llega a la conclusión de que no tiene nada que perder, y tira. Al momento siguiente se encuentra de camino al colegio, cuyas vacaciones veraniegas no habrían debido terminar hasta dentro de unas semanas. «Esto es estupendo», dice la niña, «me he ahorrado la paliza».

Se descubre una cicatriz en la rodilla de origen enigmático. Más tarde, en casa ve en el espejo los verdugos que van palideciendo despacio en su espalda.

Desde entonces tira con frecuencia del hilo. Tanto, que antes de darse cuenta se ha convertido en una vieja. Se sienta llorando en el bosque, donde comenzó todo, debajo de un gran sauce llorón que murmura, arrullado por el viento. Aparece el hada. La niña vieja se queja: ha dilapidado su existencia, ha tirado con demasiada frecuencia y en consecuencia no ha vivido nada. Tendría que ser joven, pero ya ha envejecido.

El hada levanta el dedo con gesto admonitorio y anula el hechizo. La niña vuelve a estar sentada de pequeña en el bosque. Pero ya no le asusta el castigo, regresa cantando a casa y deja gustosamente que su padre le pegue.

Para la madre de Jonas la moraleja de esta historia era indiscutible: había que afrontar también las horas oscuras, que eran las que convertían al ser humano en lo que era. A él, por el contrario, no le había parecido ni con mucho tan clara la verdad de la historia. De acuerdo con la argumentación de su madre, todo el mundo debería someterse a una operación sin anestesia. Y el hecho de que la niña apareciera de repente vieja en el bosque, no lo consideraba resultado de una estimación errónea de la niña. Eso planteaba otra pregunta: ¿Qué vida espantosa, rica en palos e infortunios, debió vivir la pequeña para haber tirado tanto de su bobina de hilo?

Su madre, su padre y la maestra del colegio, que también contó la historia en una ocasión, parecían juzgar insensato el comportamiento de la pequeña, que tirase, devanase su vida sólo para escapar de un par de momentos desagradables. Nadie se molestó en preguntar si la pequeña había actuado bien. Jonas lo comprendía todo. Ella había vivido el infierno en la tierra y había tirado de su bobina con pleno derecho. Ahora, en la vejez, hablaba maravillas del pasado, igual que todos. Ella vería esas maravillas si empezaba de nuevo.

Su madre no había comprendido esa asociación de ideas.

El agua estaba tibia. El elefante, deshecho.

Jonas se puso el albornoz sin aclararse. En la nevera encontró tres plátanos con la cáscara de color pardo oscuro. Los peló, los aplastó en una fuente, añadió una pizca de azúcar moreno, y se los comió sentado ante el televisor.


El durmiente pasó delante de la cámara, se acostó y se tapó.

El durmiente roncaba.

Jonas recordó con cuánta frecuencia le había reprochado Marie sus ronquidos. Roncaba toda la noche, impidiéndole conciliar el sueño. Él lo había negado. Todo el mundo negaba que roncase. A pesar de que nadie era consciente de lo que hacía mientras dormía.

El durmiente se dio la vuelta. Sin dejar de roncar.

Jonas oteó el exterior a través de las persianas. La ventana del piso que había visitado semanas antes estaba iluminada. Dio un trago de zumo de naranja, hizo un brindis a la ventana. Se frotó la cara.

El durmiente se incorporó. Sin abrir los ojos, agarró la manta y la lanzó a la cámara. La pantalla se oscureció.


Jonas rebobinó y apretó la tecla de reproducción.

La cinta llevaba pasando una hora y cincuenta y un minutos cuando el durmiente asomó de debajo de la manta. Mantenía los ojos cerrados y la expresión relajada. No obstante, Jonas no podía desembarazarse de la sensación de que el durmiente sabía perfectamente lo que hacía. De que era consciente de sus actos en cada segundo, y que Jonas estaba viendo algo, aunque no lo esencial. Seguía un acontecer que no entendía, pero en el que subyacía una respuesta.

El durmiente se incorporó por tercera, cuarta, quinta vez, agarró la manta, plantó el pie derecho en el suelo y tiró.

Jonas fue a la habitación contigua. Contempló la cama. Se acostó en ella. Se levantó, agarró la manta, la arrojó.

No sintió nada. Tuvo la impresión de que lo hacía por primera vez. No percibió nada extraño. Una manta. La arrojaba. Pero ¿por qué?

Se acercó a la pared y contempló el lugar que había empujado el durmiente. Lo golpeó con los nudillos. Un ruido sordo. No había ningún espacio hueco.

Se apoyó en la pared. Con las manos hundidas en las mangas de tejido de rizo del albornoz, los brazos cruzados delante del pecho, reflexionó.

El comportamiento del durmiente era raro. ¿Había algo más oculto detrás? ¿No había padecido frecuentes episodios de sonambulismo en la infancia? ¿No era comprensible que en esa situación extraordinaria volviera a empezar con eso? A lo mejor anteriormente había emprendido excursiones extrañas mientras dormía, sin que Marie se diera cuenta.

Alguien gritó en el cuarto de estar.

Lo que le estremeció no fue el pánico, sino la incredulidad, el asombro. Una sensación de impotencia ante una ley física de nuevo cuño que no comprendía y ante la que se sentía indefenso.

Resonó otro grito.

Se dirigió hacia allí.

Al principio no comprendía de dónde procedían los gritos.

Brotaban del televisor. La pantalla estaba oscura.

Los gritos eran agudos, revelaban miedo y dolor, como si torturasen a alguien con agujas, sometiendo su cuerpo a un breve tormento y después lo tratasen bien de nuevo durante unos segundos.

El siguiente grito, alto y estridente, no traslucía broma sino espanto.

Avanzó. Gritos. Siguió pasando la cinta. Más gritos. Avanzó hasta el final. Estertores, gemidos, de vez en cuando un grito.

Rebobinó la cinta hasta el lugar en que el durmiente se levantaba y arrojaba la manta a la cámara. Escudriñó su rostro, intentando descubrir en él algún indicio de lo que se avecinaba. No captó nada. El durmiente lanzó la manta, la cámara se cayó y la pantalla se oscureció.

Se oscureció, no se ennegreció, según se percató en ese instante. La cinta había seguido funcionando, pero cegada. Jonas había visto cómo se oscurecía la pantalla y automáticamente había descartado la posibilidad de que la cinta siguiera grabando.

Los primeros gritos resonaban diez minutos después de la caída de la cámara. Antes no se oía el menor ruido: ni pasos, ni golpes, ni voces extrañas.

A los diez minutos, el primero. Como si un hierro aguzado se hundiese en la carne de la víctima. Era un grito repentino que revelaba que estaba motivado por el espanto más que por el dolor.

Corrió al dormitorio y se despojó del albornoz. Giró ante el espejo de pared, hizo contorsiones, levantó los pies para revisar las plantas. Sus articulaciones crujían. No percibió heridas, ni cortes, ni suturas, ni quemaduras. Ni siquiera un simple cardenal.

Se acercó mucho al espejo y sacó la lengua. No estaba sucia ni se descubría lesión alguna. Se bajó los párpados inferiores: tenía los ojos enrojecidos.

Se permitió unos minutos en el sofá con los bailes mudos de la Love Parade de Berlín. Comió helado. Se sirvió whisky. No mucho. Debía permanecer sobrio. Y lúcido.

Preparó la cámara para la noche. Con la excitación había olvidado la forma de activar el temporizador. Estaba demasiado cansado para releer las instrucciones esa noche. Se conformó con la grabación normal de tres horas.

Apretó el picaporte de la puerta de la vivienda. Cerrada.

Загрузка...