Trabajó durante dos horas hasta que ya no pudo ignorar los gargarismos y gruñidos de su estómago. Comió y prosiguió su trabajo sin pararse a pensar.
Por la noche, apestando a sudor, se enfadó por un largo desgarrón en su pantalón. A cambio, nada en el cuarto de estar y en el de los niños le recordaba ya a la familia Kästner. En la cocina, por el contrario, no había tocado nada.
Recorrió despacio la vivienda con las manos cruzadas a la espalda. De vez en cuando asentía. Nunca había visto su antiguo hogar en ese estado.
En casa volvió a gruñir su estómago. Comió pescado congelado, que constituía sus últimas provisiones.
Tras un prolongado baño, se embadurnó de crema el hombro derecho. El peso del fusil le había desollado la piel. Para dar un descanso al hombro derecho, desde el día anterior llevaba la correa sobre el izquierdo, pero el trabajo de ese día había acabado irritándole la zona.
Sacó de la lavadora la ropa mojada. Mientras colgaba en el tendedero una prenda tras otra, su mirada caía a veces sobre el magnetofón, pero apartaba la vista rápidamente.
Mientras bailoteaba sin saber qué hacer, recordó el nuevo contestador automático. Las instrucciones de uso eran breves y comprensibles. Podía grabar enseguida el texto del mensaje.
– Buenos días. Quienquiera que escuche esto que se presente aquí. Mi dirección es… Mi teléfono móvil… Si no puede acudir, dígame dónde encontrarle.
Marcó el número fijo con el móvil. Repiqueteó el teléfono. Lo dejó que sonara. Al cuarto timbrazo saltó el contestador. Con el móvil pegado a la oreja, oyó en estéreo:
– Buenos días. Quienquiera que escuche esto que se presente aquí…
Ya está, se dijo.
Contempló la Love Parade desde el sofá con una copa del licor de huevo de Marie. Los últimos rayos de sol brillaban a través de las persianas medio cerradas.
Sabía que si quería escuchar la casete, tenía que ser ahora.
Rebobinó, avanzó, volvió a retroceder. Por casualidad encontró justo el momento en el que resonaba el primer ruido. Un crujido sordo.
Minutos después oyó un murmullo.
Era su propia voz. Tenía que ser su voz. ¿De quién si no? Pero no la reconocía. De los aparatos brotó un «hipp» breve, extraño, hueco. Luego retornó el silencio. Minutos después oyó murmullos. Esta vez más prolongados. Sonaban como una salmodia.
Dejó pasar la casete hasta el final. Escuchó con los ojos cerrados. Ya no oyó ningún sonido más.
¿Era su voz?
Y si lo era, ¿qué decía?
Había refrescado. El sol se ocultaba tras espesas nubes grises. Soplaba una fuerte brisa que se agradecía. Todos los años igual: durante meses se alegraba por el verano y cuando al final llegaba el calor se hartaba a los pocos días. Nunca había sido un amante del sol. No acertaba a comprender cómo existía gente capaz de pasarse horas asándose.
En el supermercado fue metiendo comida en el carro de la compra con gesto mecánico, mientras intentaba recordar el sueño de la noche anterior.
Había soñado con un niño pequeño maligno. El niño, de aspecto meridional, llevaba ropa de los años treinta y hablaba con voz de adulto. Su ominosa imagen se dibujaba una y otra vez ante los ojos de Jonas saliendo de la nada. Rebosaba hostilidad.
Jonas, por más que se esforzaba, sólo lo sentía, pero no actuaba. No había reconocido al chico.
Antes no concedía la menor importancia a sus sueños. Ahora junto a su cama había papel y lápiz para escribir notas cuando se despertaba, asustado, por la noche. Esa mañana no había encontrado nada. El único botín hasta el momento era una frase de la penúltima noche. Pero no había podido leerla.
Ya en la puerta echó un vistazo hacia atrás. Todo seguía igual. Los motores de los congeladores zumbaban. Varios pasillos se encontraban en tremendo desorden. Aquí y allá asomaba una botella de leche por debajo de un estante. El aire era fresco. Más fresco que en otras tiendas.
Tras haber guardado en casa los congelados en el cajón de tres estrellas y haber colocado las conservas en el armario, conectó una de las cámaras de vídeo y puso en marcha la cinta sin fijarse de cuál se trataba.
La imagen mostraba el escenario del Burgtheater. Se oyó el ruido de una cremallera. Unos pasos quedos. Una puerta cerrándose con un ruido sordo.
Ningún sonido.
Un montón de trastos del atrezo. Un soldado de cartón con una tarjeta de visita prendida en la solapa. Un foco iluminaba la escena desde arriba a la derecha.
Jonas no apartaba la vista de la pantalla. Sopesó si activar el avance rápido, pero desechó la idea por miedo a perderse algo, alguna minucia importante.
Se impacientó.
Fue a por agua, se frotó los pies.
Llevaba una hora con la vista fija en la pantalla, contemplando la inmovilidad de objetos inanimados, cuando descubrió que ya se había visto inmerso antes en esa situación. En cierta ocasión se había pasado horas mirando de hito en hito una absurda acumulación de objetos. Hacía años, con Marie, a la que gustaban tales cosas, en el teatro: una obra moderna. Después ella le había censurado diciendo que carecía de predisposición para abrirse a lo nuevo.
No podía estarse quieto. Notaba que se le estaba durmiendo la pierna. Le picaba todo el cuerpo. Se levantó de un salto, fue de nuevo a por agua y se dejó caer en el sofá. Luego se dio la vuelta y con las piernas pedaleó en el aire, sin apartar la vista de la pantalla.
Sonó el teléfono.
De un salto formidable por encima de la mesa de cristal se situó junto al aparato. Se le paró el corazón. El siguiente latido le dolió. Daba sacudidas en su pecho y Jonas respiraba con dificultad.
– ¿Ho… hola?
– ¿La?
– ¿Quién está ahí?
– ¿I?
– ¿Puede entenderme?
– ¿Eh?
Llamase quien llamase, no lo hacía desde Austria. La comunicación era tan mala, la voz tan queda, que pensó en una llamada de ultramar.
– ¿Hola? ¿Puede entenderme? ¿Habla usted mi idioma? ¿Inglés? ¿Francés?
– ¿Es?
Tenía que pasar algo. No conseguía mantener una conversación. No sabía si el otro le oía siquiera. De no ser así, pronto cortaría la comunicación.
– I am alive! -gritó él-. I am in Vienna, Austria! Who are you? Is this a random call? Where are you? Do you hear me? Do you hear me?
– ¿Ih?
– Where are you?
– ¿Yu?
Masculló una maldición. Se oía a sí mismo, no al otro.
– Vienna! Austria! Europe!
Se negaba a reconocer que no mantenía contacto alguno. Una voz interior le decía que era inútil, pero se negaba a colgar. Hizo pausas al hablar. Escuchó. Gritó en el auricular. Hasta que se le ocurrió la idea de que su interlocutor, al constatar la existencia de problemas, volvería a llamar enseguida. En caso de ser así, la comunicación mejoraría.
– I do not hear you! Please call again! Call again immediately!
Tuvo que cerrar los ojos, tan difícil le resultó colgar. Tardó en abrirlos. Se sentó en la banqueta giratoria con la cabeza inclinada sobre los brazos estirados y las manos sobre el auricular.
Por favor, llama de nuevo.
Por favor, un timbrazo.
Inspiró y expiró profundamente. Parpadeó.
Corrió al dormitorio para coger papel y lápiz y anotar la hora. Tras cierta vacilación añadió la fecha. Era el 16 de julio.
El trabajo que se había propuesto llevar a cabo en Hollandstrasse tenía que esperar. No se atrevía a dar un paso fuera de la vivienda. Aplazó quehaceres, limitándose a lo imprescindible. Dormía en un colchón delante del teléfono.
Cambiaba el texto del contestador automático tres veces al día. Pensó qué informaciones eran las más importantes. Entre ellas incluyó el nombre, la fecha, su número de móvil. En lo referente al lugar y la hora estaba indeciso. El texto no debía ser muy largo, pero sí comprensible.
Total, que Jonas oía la cinta con creciente desilusión. Con renovados bríos cambió la secuencia de las informaciones en nuevas grabaciones, más que nada por si el teléfono sonaba durante esos seis o siete minutos que le costaría recoger zumo de manzana, bacalao congelado y papel higiénico en el supermercado.
A lo mejor la llamada fue una recompensa por mantenerse activo. Por buscar indicios en lugar de rendirse a su destino.
Con renovada fuerza de voluntad se esforzó por analizar las grabaciones de vídeo. No se dio por satisfecho con ver una vez el vídeo grabado desde la Millennium Tower. Después de no haber descubierto nada, rebobinó y visionó la cinta a cámara lenta.
Durante un momento creyó que la función de reproducción lenta de la grabadora estaba rota. Se equivocaba. No existía ninguna diferencia visible entre una grabación normal de los tejados inmóviles de Viena y otra a cámara lenta. Los árboles que hubiera podido sacudir el viento eran demasiado pequeños y lejanos como para percibir movimiento en ellos.
Apretó el botón de congelar la imagen. Cerró los ojos, avanzó la cinta, volvió a pulsar para congelar la imagen y abrió los ojos.
Ni la menor diferencia.
Cerró los ojos, bobinó hacia delante, apretó el botón de congelar la imagen y abrió los ojos.
Ni la menor diferencia.
Pasó la película casi hasta el final y pulsó la tecla de rebobinar. La imagen retrocedió a cámara rápida.
Ni la menor diferencia.
No se desconcertó. Días después analizó el vídeo del cruce de calles de Favoriten siguiendo el mismo método.
Con idéntico resultado.
Hora tras hora observaba la total inmovilidad sin reparar en nada desacostumbrado. La única variación concernía a la sombra. Había reparado en esa diferencia cuando comparaba una imagen fija del comienzo con una del final. Pero nada indicaba una anomalía. Era el curso del sol.
Tampoco los vídeos que había tomado delante del Parlamento, de la catedral de San Esteban y del palacio de Hofburg arrojaban resultados. Los analizó durante varios días. Avanzaba la cinta, la rebobinaba, miraba al teléfono, metía la mano en la bolsa de patatas fritas, se limpiaba los dedos manchados de sal en la funda del sofá. Fue pasando las imágenes de una en una y en avance rápido. No encontró nada. No había mensajes secretos.
Cuando puso el vídeo de Hollandstrasse, la pantalla dio un respingo y se oscureció.
Apoyó el puño en su frente. Cerró los ojos. La cinta virgen. Él la había desempaquetado, introducido en la cámara y pulsado todos -¡todos!- los botones necesarios. El símbolo REC se había iluminado claramente.
Cambió las cámaras. Nada. La cinta estaba vacía. Vacía, pero no sin grabar. Él sabía lo que mostraba una cinta sin grabar. Nieve. Esta de aquí mostraba oscuridad.
Se frotó el mentón, ladeó la cabeza y se pasó la mano por los cabellos.
Debía tratarse de una casualidad. De un defecto técnico. No estaba dispuesto a ver señales en todas partes.
Para calmar su fantasía, tomó una grabación de prueba con la cámara en cuestión introduciendo otra cinta. Al ponerla esperaba oscuridad. Con enorme desconcierto por su parte, la grabación fue impecable.
Así pues, la causa tenía que radicar en la cinta.
Introdujo ésta en la cámara que había funcionado en Hollandstrasse. Filmó unos segundos, la detuvo, contempló la grabación. Nada que objetar. Imagen de la mejor calidad.
A pesar de que estaba en pleno día, bajó las persianas de forma que sólo dos estrechas bandas de luz caían sobre la alfombra mientras la vivienda permanecía en penumbra. Con el fusil a su lado, vio la cinta de principio a fin: no se veía nada, nada en absoluto. Pero había sido grabada.
A la mitad congeló la imagen y tomó una foto de la televisión con la cámara instantánea. Aguardó, expectante, a que apareciera la foto.
Mostraba la pantalla. Tan oscura como estaba.
Al ver la foto recordó sus pensamientos de que un ralentizamiento progresivo podía conducir a la muerte. Si eso era cierto, si a causa de un movimiento infinito que terminaba en la inmovilidad uno rozaba la eternidad… ¿Qué sensación predominaba entonces: de consuelo o de espanto?
Volvió a dirigir la cámara hacia la pantalla. Con el ojo pegado al visor colocó el dedo sobre el disparador. Lo apretó con suavidad, esforzándose por ralentizar el movimiento.
Pronto, se decía, habría alcanzado el punto de presión.
Apretó más despacio aún. Sintió un cosquilleo en el dedo, que se prolongó a su brazo. Y a su hombro. Notaba que se aproximaba al punto de disparo mientras al mismo tiempo disminuía la velocidad de su aproximación.
El cosquilleo se había transmitido a todo su cuerpo. Se sentía mareado. Creía oír un silbido lejano que debía ser estruendoso en su lugar de origen.
Presentía que había comenzado algo. Diferentes constantes perceptivas como el espacio, la materia, el aire, el tiempo, parecían amalgamarse entre sí. Todo confluía, tornándose viscoso.
Rápidamente adoptó una decisión. Apretó el disparador. Un clic, un relámpago. Un trozo de cartulina se deslizó fuera del aparato con un zumbido. Jonas cayó de espaldas sobre el sofá. Olía intensamente a sudor. Sus mandíbulas se separaron en un tic convulsivo.
La foto que tenía en la mano mostraba la pantalla oscura.
El último vídeo había sido grabado en el puente Reichsbrücke. Se veía el fluir regular del Danubio y la sólida Isla del Danubio, en cuyos locales Jonas había festejado con gusto y donde por amor a Marie se había expuesto cuatro semanas antes al barullo cervecero de la fiesta de la Isla del Danubio.
Al cabo de unos minutos sus ojos se dilataron. Sin percibirlo de manera consciente fue levantándose del sofá centímetro a centímetro mientras se inclinaba hacia delante como si quisiera meterse dentro del televisor.
Un objeto flotaba en el agua. Un envoltorio rojo.
Rebobinó. No lograba distinguir de qué se trataba. Parecía una mochila, pero una mochila no podía mantenerse a flote en el agua, tenía que hundirse. Lo más probable es que fuese un trozo de plástico. Tal vez un recipiente. O una bolsa.
Rebobinó varias veces para ver cómo en el borde superior izquierdo de la imagen aparecía una manchita roja que se engrandecía, perfilándose poco a poco, distinguiéndose bien durante un instante para luego desaparecer en el borde inferior de la imagen. ¿Debía dirigirse inmediatamente allí, registrar el lugar y las orillas de la Isla del Danubio o terminar de ver la cinta?
Se quedó sentado en el sofá con el pulso acelerado, las piernas cruzadas, los ojos clavados con avidez en el agua del Danubio. No se sintió decepcionado cuando al finalizar la cinta no halló ninguna otra singularidad. Visionó de nuevo la cinta de principio a fin, hizo las comprobaciones habituales con la imagen fija y el rebobinado antes de guardarse la llave del coche y coger el fusil.
Al pasar, su mirada cayó sobre el teléfono.
Bah, pensó. No iba a sonar precisamente en ese momento.
Lo primero que deseaba comprobar era la posición de la videocámara, por lo que se detuvo en el puente Reichsbrücke. Nada más apearse, notó que algo había cambiado.
Deambuló de un lado a otro. Primero veinte metros en una dirección, luego en otra. El viento le daba en la cara. Hacía tanto fresco que lamentó no haberse puesto una chaqueta. Se levantó el cuello de la camisa.
Tenía la certidumbre de que algo iba mal.
Apoyó los brazos en la barandilla del puente más o menos en el lugar donde había apostado la cámara. Observó el Danubio fluir con un murmullo tan débil, que el estruendo de los coches y camiones que transitaban por encima del puente lo engullía. Incluso de noche. Pero lo que le irritaba no era el murmullo.
Su mirada buscó en el agua el rumbo aproximado que había tomado el objeto. Había entrado en la imagen por el fondo. ¿Qué había allí? Y luego había salido de la imagen. ¿Hacia dónde flotaba?
Cambió al otro lado del puente. Por lo que vislumbraba, la isla se extendía hacia el noroeste, bañada a derecha e izquierda por el Danubio. Allí no había pequeñas cribas o rejas en el lecho del río. Tampoco bahías importantes, ni lenguas de tierra. Por consiguiente era improbable que el objeto rojo hubiera quedado retenido en alguna parte o hubiera sido arrastrado a la orilla. No obstante era necesario buscar.
Y estando así junto a la barandilla del puente, las manos en los bolsillos, apoyándose en la tripa, recordó lo que había anhelado ser en el pasado: un superviviente.
Se había imaginado muchas veces qué sentiría al perder por los pelos un tren que después sufría un accidente en las montañas.
Todos los detalles desfilaban ante sus ojos: fallaban los frenos y el tren caía por un precipicio. Los vagones se estrellaban unos contra otros, quedando aplastados. Poco después la televisión ofrecía las primeras tomas aéreas del escenario. Los enfermeros prestaban ayuda a los heridos, los bomberos corrían de un lado a otro, por doquier luces azules de los vehículos de emergencia. Contemplaba las imágenes en un televisor del escaparate de una tienda de electrónica. Constantemente tenía que tranquilizar por teléfono a amigos que habían temido por él. Marie lloraba. Hasta su padre estuvo a punto de sufrir un colapso. Durante días y días se veía obligado a relatar cómo había acontecido la feliz circunstancia.
Lo habían llamado por equivocación para un vuelo anterior. En realidad había llegado tan temprano al aeropuerto para hacer unas compras y escoger algo bonito para Marie en la Duty Free Shop. Pero entonces resultaba que podía encontrar sitio en un vuelo más temprano. En una variante de la fantasía confundía las horas del despegue, se apuntaba por error para el vuelo equivocado, pero un fallo informático le impedía tomarlo. En todas las variantes de esta fantasía el avión para el que tenía billete se precipitaba hacia el suelo. En las noticias anunciaban su muerte. De nuevo tenía que tranquilizar a amigos desesperados. «Es un error, estoy vivo.» Alaridos por el auricular: «¡Está vivo!».
Un accidente de automóvil en el que salía con un par de rasguños de un coche destrozado, mientras los cadáveres yacían a su alrededor. Un teja caía a su lado y mataba a un desconocido. Una toma de rehenes en un banco en la que un rehén tras otro morían a tiros hasta que la policía asaltaba el edificio y lo salvaba. La locura homicida de un perturbado. Un atentado terrorista. Una riña a cuchilladas. Veneno en el restaurante.
Su deseo era superar un peligro a los ojos de todos. Ostentar el galardón de haber superado una dura prueba.
Había deseado ser un superviviente.
Un elegido.
Y ahora lo era.
No era difícil avanzar por la Isla del Danubio, pero temía pasar por alto algo importante, así que emprendió el camino a pie. Pronto se topó con una tienda que alquilaba ciclomotores y bicicletas. Recordó haber alquilado allí con Marie uno de esos coches a pedales que se usaban en las playas italianas.
No estaba cerrada. Las llaves de los ciclomotores colgaban de la pared. Cada una llevaba pegada una nota con el número de matrícula.
Se sentó en una Vespa verde oscura que le hubiera gustado conducir a los dieciséis años. Sus padres no disponían de ahorros. El dinero de su primer trabajo en vacaciones sólo había alcanzado para una vieja Puch DS 50. Y cuando a los veinte se compró un Mazda usado, fue el segundo propietario de coche en la familia después del tío Reinhard.
Rodó por las calles asfaltadas de la isla sujetando el fusil entre las piernas. De nuevo le asaltó la sensación de que algo no encajaba. No faltaban solamente las personas. Echaba de menos algo más.
Tras apearse, se aproximó a la orilla y colocó las manos en forma de bocina junto a la boca.
– ¡Hola!
No gritó por creer que alguien pudiera oírle, pero por un momento disminuyó la opresión que sentía en el pecho.
– ¡Hola!
Chutaba piedras por delante de él. La gravilla chirriaba bajo sus pies. Se acercó demasiado al agua, se hundió y se le mojaron los zapatos.
Su entusiasmo por la búsqueda del objeto rojo había desaparecido. Le parecía absurdo buscar un jirón de plástico que había pasado flotando días antes. No era una señal. Era un trozo de basura.
El frío arreciaba. Nubes oscuras se acercaban deprisa. El viento azotó las hierbas altas que crecían al borde del camino. Jonas tuvo que pensar en el teléfono de casa. Cuando las primeras gotas palmotearon su rostro, dio media vuelta.