17

Cuando leyó la hora en el teléfono móvil apenas daba crédito a sus ojos. Eran más de las diez. Había dormido once horas. Sin embargo no se sentía precisamente descansado.

En la cocina se dio cuenta de que la noche anterior había olvidado coger pan para el desayuno en la tienda del egipcio. Se calentó otra lata de conservas. Había café, pero la variedad no le gustaba. Bebió agua mineral.

Después de comer, ordenó. Abrió todas las ventanas para crear una corriente y que entrara aire fresco en las sofocantes habitaciones. Mulló la cama. Rebobinó las casetes y su triple zumbido invadió la estancia. Metió los platos sucios en el lavavajillas. Durante todos esos quehaceres no dejó de buscar cambios con la vista. Indicios. De algo que se le hubiera pasado el día anterior.

Se duchó con agua fría sin cerrar los ojos mientras cantaba a voz en grito una canción pirata que hablaba de pasar por la quilla y caminar por el tablón. Mientras se secaba en la habitación, vio la tableta abierta de chocolate. Vaciló un momento antes de cogerla.

Le costó una hora vaciar el camión entero. Todo estaba en la vivienda: las sillas, las estanterías, los armarios, las cajas… Desordenado, claro, pero ya no tendría que volver a salir de casa. Y mientras trabajaba podía visionar las cintas de la noche pasada.

Le costó menos de tres horas limpiar todos los muebles, examinarlos en busca de daños y colocarlos en su sitio. Mientras a su lado el durmiente dormía en el televisor, Jonas lustró la pantalla de la lámpara, reparó un agujero en el sillón y lijó arañazos del armario. Cada dos por tres echaba un vistazo al televisor.

El durmiente parecía haber pasado una noche tranquila. De vez en cuando se daba la vuelta. La mayor parte del tiempo yacía apaciblemente. Jonas creía incluso oír ronquidos. Se preguntaba por qué estaba tan cansado.

Entre la cinta 1 y la 2 hizo una pausa. En un cajón de la cocina encontró un plato preparado y lo calentó en un pequeño wok: era incomible. Añadió salsa de soja y especias. En vano. Clavó el abrelatas en otro bote de judías con expresión hierática.

La segunda cinta comenzaba igual que había terminado la primera. La pasó a cámara rápida. Mientras tanto recogió. También tenía trabajo en la cocina. Desde allí no podía ver el televisor, por lo que durante esos minutos cambió a reproducción normal y puso el volumen al máximo. Además, cada dos minutos iba rápidamente a la habitación para cerciorarse de que el durmiente seguía enterrado bajo la manta. A la derecha estaba la cama, que a la izquierda se reflejaba a tamaño reducido en la televisión. En ese espejo yacía él mismo, durmiendo.

Toda la vajilla de la familia Kästner fue a parar al vertedero del patio trasero. Sólo conservó unas sartenes y cazuelas, pues se había dado cuenta de que el equipamiento de su padre dejaba mucho que desear. Echaba de menos la taza con el oso que había utilizado de pequeño. De los antiguos vasos sólo quedaban tres. Y su padre parecía haberse desprendido de cualquier utensilio de cocina cuyo uso exigiera pericia y reflexión, como por ejemplo una olla a presión o un hervidor.

Volvió a poner la cinta a doble velocidad. Daba igual lo que le esperase todavía. Era imposible filmar su sueño sin interrupciones y luego contemplar concienzudamente la grabación durante el día. Eso implicaría dedicarse única y exclusivamente a dormir y a contemplarse durmiendo. No podría hacer otra cosa, estaría atado a las cámaras.

Al final de la segunda cinta, cuando el durmiente aún yacía inmóvil debajo de la manta, Jonas se sintió burlado. Sus movimientos se ralentizaron. Metió ropa en los cajones sin preocuparse de las rayas de los pantalones y cerró de un portazo las puertas de los armarios. Hasta que entre un montón de libros descubrió algunos de sus viejos cómics, en los que no había reparado cuando empaquetó.

Los cómics le encantaban. Había comprado de vez en cuando sin el menor asomo de vergüenza alguna que otra revista de Clever & Smart hasta de adulto. En Brigittenauer Lände incluso había uno en el retrete. Pero estos cómics eran algo especial. Los hojeó como si fueran una rareza. Examinó con atención cada doblez en sus páginas. La última vez que tuvo ese número entre las manos tendría doce años o a lo sumo catorce. Habían transcurrido veinte años desde que se cortó el pan del bocadillo con cuyo relleno había embadurnado esa página. Ese número había pasado desapercibido dos décadas en un estante. Cierto día Jonas lo cerró, lo colocó y no volvió a pensar en él. Y no había tenido ni idea de cuánto tiempo pasaría hasta que volviera a ver ese panel de cómic, ese bocadillo de diálogo. El momento había llegado.

Divertido, había garabateado una mano infantil al borde de una página.

Él lo había escrito. Desconocía por qué. Sólo sabía que lo había escrito. Que habían pasado veinte años y que entonces aún ignoraba muchas cosas. Que ese «divertido» había sido escrito por un niño que no sabía nada de las chicas, que más tarde pretendía estudiar física y convertirse en profesor o en catedrático, que se interesaba por el fútbol y que tenia in mente seguramente un examen de matemáticas. Y el que volvía a ese número veinte años después se preguntaba por qué no lo había encontrado antes. Ese ejemplar. Y el recuerdo.

Miró a la pantalla. El durmiente no se movía.

En una página habían pintado gafas a los personajes con bolígrafo. Jonas no recordaba haberlo hecho.

Comenzó a leer el cómic. En la primera página no le quedó más remedio que esbozar una sonrisa. Leyó con creciente placer. Ya sólo miraba al televisor de manera automática. Se regodeaba en lo absurdo de la acción, en los caracteres, en las ilustraciones. Cuando echó un nuevo vistazo a la televisión, la pantalla estaba azul. Puso la tercera cinta. El durmiente dormía. Jonas apretó el botón de la cámara rápida.

Leyó el cómic hasta el final. En algunos pasajes soltó una carcajada. Después de haber leído la última página, hojeó unos instantes el cómic, de muy buen humor. No acertaba a acordarse de esa serie. Le había parecido que lo leía y veía por primera vez y eso le asombraba. Porque en cuanto leía uno de sus libros infantiles, la acción y los personajes le resultaban familiares.

El durmiente dormía. Tan profunda y tranquilamente que Jonas comprobó si había conectado la cámara rápida.

Ordenó libros en las estanterías. De vez en cuando alguno despertaba su interés y lo hojeaba. Miraba a la pantalla y a su alrededor para cerciorarse de si había llegado el momento de hacer una pausa. Prosiguió la lectura hasta que su curiosidad quedó satisfecha.

Las cajas volaron plegadas, una tras otra, al patio trasero. Presionó el botón de pausa de la cámara para encender la lavadora en el cuarto de baño. Aprovechó la ocasión para colgar toallas en los ganchos, junto al lavabo. En la habitación pulsó la tecla de reproducción y comenzó a ordenar los objetos personales de valor de su padre. Los anillos. Las condecoraciones. El pasaporte. Pequeños recuerdos. Depositó todo ello en el cajón en el que se habían guardado durante décadas. Sólo faltaba el cuchillo: estaba clavado en la pared. También echaba de menos algunas fotos. Seguramente las encontraría en el sótano de Rüdigergasse.

Pensar en el cuchillo que no podía extraer del muro le desazonaba. Por primera vez desde hacía semanas su estado de ánimo era más despejado, no quería echarlo a perder. Cogió otro cómic.

Dejó resbalar los ojos por la habitación. En realidad había terminado. Quizá habría que limpiar más concienzudamente, pero lo haría otro día.

Se tumbó en la cama. Cogió cacahuetes. La cinta pasaba a cámara rápida, el display indicaba las 2:30 horas. Conectó la reproducción normal. Tendido cómodamente boca abajo con la cabeza vuelta hacia la televisión, inició la lectura. Animoso, cascó con los dientes un cacahuete.


Por el rabillo del ojo percibió movimiento en la pantalla.

La cinta corría desde hacía 2 horas y 57 minutos. El durmiente se liberó de la manta y se sentó al borde de la cama. A un metro del lugar en el que yacía Jonas. El durmiente se volvió hacia la cámara. Su mirada era diáfana.

Jonas se incorporó. Aumentó el volumen y escudriñó al durmiente.

Éste enarcó una ceja.

Las comisuras de sus labios se contrajeron.

Sacudió la cabeza.

Se echó a reír.

Su risa era cada vez más estrepitosa. No era una risa artificial. Por lo visto, algo le parecía realmente cómico. Inspiraba y reía. Se esforzaba por serenarse, pero la risa retornaba. Poco antes del final de la cinta se contuvo y clavó la vista en la cámara.

Era la mirada más imperturbable que Jonas hubiera visto jamás en persona alguna. Y menos en sí mismo. Una mirada tan decidida que Jonas se sintió avasallado.

La pantalla se puso azul.


Jonas estiró brazos y piernas. Miró al techo.

Un techo que había contemplado hacía veinte años y hacia tres semanas.

En su infancia había estado allí tumbado, meditando sobre su Yo. Sobre el Yo que equivalía a la existencia en la que estaba encerrado cada individuo. Si nacías con un pie zambo, lo tenías toda la vida. Si se te caía el pelo, podías ponerte una peluca, claro, pero con plena consciencia de tu calvicie y de que no podías sustraerte a ese destino. Si te sacaban todos los dientes, no volverías a masticar con tu propia dentadura hasta la tumba. Si tenías defectos, tenías que asumirlo. Había que asumir todo lo que no se podía cambiar, es decir la mayoría de las cosas. Un corazón débil, un estómago sensible, una columna vertebral torcida, eso era lo individual, eso era el Yo, formaba parte de la vida, y uno estaba encerrado en esa vida y jamás sabría cómo era y qué significaba ser otro. Nada podía transmitirte los sentimientos de otro al despertar o al comer o al amar. No podías saber cómo era la vida sin dolores de espalda, sin eructos después de las comidas. La propia vida era una jaula.

Había estado allí tumbado de pequeño y había deseado ser un personaje de cómic. No quería ser Jonas con la vida que llevaba, con el cuerpo en el que estaba metido, sino un Jonas que era al mismo tiempo Mortadelo o Filemón o ambos a la vez o al menos un amigo en su realidad. Con las reglas y leyes naturales que reinaban en el mundo de ellos. Ellos recibían palos sin cesar, cierto, sufrían accidentes, saltaban desde rascacielos, eran quemados, despedazados, devorados, explotaban y eran lanzados a planetas lejanos, pero incluso allí podían respirar, las explosiones no los mataban, y las manos cortadas se suturaban de nuevo. Sufrían dolores, por supuesto, pero en la siguiente viñeta esos dolores habían cesado. Se divertían mucho. Tenía que ser divertido ser ellos.

Y no morían.

El techo de la habitación. No ser Jonas, sino ellos. Estar suspendido encima de un espacio donde las personas iban de un lado a otro año tras año. Unas desaparecían, otras llegaban. Él estaba suspendido allí arriba, el tiempo seguía transcurriendo, pero a él le daba igual.

Ser una piedra junto al mar. Escuchar el rumor de las olas. O no escucharlo. Yacer durante siglos en la orilla, después ser lanzado al agua por una chica, para ser arrastrado fuera siglos después. A la playa. Sobre las conchas erosionadas hasta quedar convertidas en arena.

Ser un árbol. Cuando fue plantado reinaba Enrique I o IV o VI, y después vino un Leopoldo o un Carlos. El árbol estaba en el prado, alumbrado por el sol, al atardecer decía adiós al sol, la noche traía el rocío. Al amanecer salía el sol, se saludaban, y al árbol le daba igual que a mil kilómetros de distancia deambulase por el mundo un Shakespeare o decapitaran a una reina. Venía un labrador y cortaba sus ramas, y el labrador tenía un hijo, y el hijo tenía otro hijo, y el árbol continuaba allí sin envejecer. No tenía dolores, ni miedo. Napoleón se convirtió en emperador, y al árbol no le impresionó. Napoleón pasó por allí, acampó bajo su sombra, y al árbol le dio igual. Y cuando más tarde llegó un tal káiser Guillermo y lo tocó, no sabía que Napoleón lo había tocado. Y al árbol le importaban un ardite tanto Napoleón como Guillermo. Igual que el tataranieto del tataranieto del primer labrador que había ido a podarlo.

Ser un árbol así, que había estado en el prado a comienzos de la Primera Guerra Mundial, y de la Segunda, y en la década de los sesenta, y de los ochenta y de los noventa. Que ahora continuaba allí y alrededor del cual soplaba el viento.


El sol brillaba a través de las persianas. Jonas cerró la puerta con llave y registró la vivienda, dejando el fusil junto al perchero. Nadie parecía haber estado allí. El cuchillo seguía clavado en el muro. Tiró de él. Estaba profundamente hundido.

Se preparó algo de comer. Después bebió grappa. Se asomó a la ventana y con los ojos cerrados disfrutó de los rayos de sol.

Las ocho. Estaba cansado. No podía irse a dormir, tenía mucho que hacer.

Abrió las cámaras de la vivienda vecina. Numeró cada casete. Con las cintas 1 a 26 apiladas delante del pecho regresó haciendo equilibrios a su propia vivienda. Puso una casete virgen en el vídeo. En la cámara introdujo la cinta 1.

En la pantalla del televisor apareció el Spider a toda velocidad, rugiendo por Brigittenauer Lände en dirección a la cámara. Cuando pasó a su lado, el ruido del motor era tan ensordecedor que Jonas, asustado, bajó el volumen.

El estrépito dejó de oírse y al poco rato reinaba de nuevo el silencio.

La pantalla mostraba la calle Lände vacía.

Sin el menor movimiento.

Avanzó la cinta. Tres, ocho, doce minutos. Apretó el play. De nuevo vio la calle Lände inmóvil. Aguardó. A los pocos minutos se oyó a lo lejos el rugido de un motor acercándose rápidamente. El Spider entró en el encuadre. Se dirigía con el capó abollado hacia la cámara. Pasó rugiendo a su lado.

La calle estaba abandonada. El viento mecía suavemente las ramas de los árboles que la bordeaban.

Jonas rebobinó hasta el principio. Pulsó el start de la cámara y la tecla de grabación del vídeo. Detuvo la grabación justo en el momento en que el coche salía de la imagen lanzado. Extrajo la cinta 1 y colocó la cinta 2. Mostraba el trayecto visto desde el balcón. Apretó la tecla roja. La paró de nuevo en el momento en que el Spider abandonaba la imagen.

La tercera cinta procedía de la segunda cámara del balcón. Había filmado el puente Heiligenstädter Brücke. Tuvo que rebobinarla dos veces para averiguar el momento exacto en que el coche entraba en el encuadre. El Spider desaparecía en el otro lado del canal. Jonas detuvo la grabación. Dejó correr la cinta en la cámara.

Contemplaba el puente inanimado.

Ninguna persona había visto aún lo que él veía en ese momento. El pretil del puente, el agua del canal del Danubio. La calle, el semáforo intermitente. Se había grabado ese día poco después de las 15 horas, pero no había habido ninguna persona cerca. Esa grabación había sido tomada por una máquina, sin testigos humanos. Eso habría divertido a lo sumo a la máquina misma y a sus motivaciones. Al semáforo. A los arbustos. A nadie más.

Pero esas imágenes eran la prueba de que esos minutos habían existido, de que habían transcurrido. Si subiera en ese momento al puente, se toparía con un puente diferente, con un tiempo distinto al que veía allí. Pero ésos habían existido. También sin su presencia.

Introdujo la cinta número 4. Y luego la 5, la 6, la 1… Avanzaba con rapidez. A ratos se levantaba para servirse una copa, prepararse un tentempié o simplemente estirar las piernas. No se demoraba mucho. Cuando pasaba la cinta que mostraba la plaza Gaussplatz, ya había oscurecido.

El Spider rozó a un coche aparcado y comenzó a dar bandazos. Chocó contra un coche del otro lado de la calle antes de volver a patinar y atravesar la calzada hasta estrellarse de frente con un coche Van. La colisión fue tan violenta que Jonas se quedó petrificado delante de la pantalla. El Spider salió catapultado hacia la rotonda, donde giró varias veces alrededor de su propio eje hasta que finalmente se detuvo.

Durante un minuto no ocurrió nada. Transcurrió otro más. Después el conductor se apeó, fue hacia atrás, abrió el maletero, examinó algo y se sentó nuevamente al volante.

Al cabo de tres minutos, el coche prosiguió su marcha.

Jonas no había grabado la escena en el videocasete. Rebobinó, pero tampoco ahora pulsó la tecla de grabación. Contempló el accidente con incredulidad. Vio salir al conductor, acechar a su alrededor para comprobar si era observado y encaminarse hacia el maletero. ¿Por qué se comportaba así? ¿Qué tenía que hacer en el maletero?

¿Por qué Jonas no se acordaba de eso?

La cinta se terminó a las once y media. Después no había grabado la segunda vuelta. A lo mejor lo remediaba en otra ocasión, por el momento le bastaba con una vuelta. Ya la vería en otra ocasión más propicia.

Vagó por la vivienda con el vaso en la mano. Recordó los anos que había vivido allí. Comprobó que estaba cerrada con llave. Leyó los breves mensajes de Marie en su móvil. Movilizó los hombros tensos y contempló el cuchillo clavado en el muro del dormitorio.

Se lavó los dientes mientras se miraba en el espejo. Al ver sus ojos, se sobresaltó. Mientras el cepillo restregaba con un zumbido la pasta de dientes por su dentadura, se fijó en el suelo. Escupió. Hizo gárgaras.

Regresó al dormitorio. Agarró la empuñadura y tiró con todas sus fuerzas. El cuchillo no se movió ni un milímetro.

Se arrodilló para examinar la alfombra. Al cabo de un rato creyó que debajo del cuchillo el suelo estaba un poco más limpio que en los alrededores.

Sacó la aspiradora del armario del dormitorio, donde guardaba el voluminoso aparato por falta de espacio. Extrajo la bolsa, fue al baño y vació su contenido en la bañera. El polvo que se desprendió le hizo toser. Se tapó la cara con una mano. Con la otra rebuscó en el bloque compacto de pelusas de polvo, trocitos de papel y basura comprimida. No tardó en hallar un polvo blanco.

Procedía del muro.

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