18

A lo mejor la clave era el orden.

Se frotó los ojos, esforzándose por retener ese pensamiento. Orden. Modificar lo menos posible. Y allí donde fuera factible, restablecer la situación antigua.

Parpadeó. Había soñado, una pesadilla… ¿Cuál?

Miró a la pared. El cuchillo había desaparecido. Jonas se levantó de improviso. La cámara, el fusil, el ordenador, todo estaba en su sitio. Pero el cuchillo había desaparecido.

Mientras intentaba abrocharse la camisa con dedos temblorosos, su mirada examinaba el suelo. Nada. Corrió al cuarto de estar: ni rastro del cuchillo.

Notaba un terrible dolor de cabeza. Se tomó un paracetamol. Desayunó un bizcocho envasado en plástico. Tenía un sabor artificial. Bebió zumo vitaminado. Recordó su sueño.

Se encontraba en una habitación con muebles diminutos, como si hubieran encogido o hubieran sido construidos para enanos. Frente a él, en un sillón, se sentaba un cuerpo sin cabeza. No se movía.

Jonas contempló al descabezado. Lo tomó por muerto. Entonces se movió una mano. Poco después, el brazo. Jonas murmuró algo, pero no se entendían las palabras. El descabezado hizo un ademán despectivo. Jonas reparó en que el lugar entre los hombros donde se había asentado la cabeza era oscuro, con un círculo blanco en el centro.


Volvió a hablar con el descabezado, sin entender o saber lo que decía. El descabezado movía, rígido, el torso, como si quisiera girarse para mirar hacia un lado o hacia atrás. Llevaba vaqueros y una camisa de leñador con los botones superiores desabrochados. Tenía pelos grises encrespados en el pecho. Jonas dijo algo y entonces el descabezado comenzó a balancearse en su asiento. Con movimientos breves y veloces avanzaba y retrocedía, vibraba de un lado a otro. Mucho más deprisa de lo que permitían la habilidad y la fuerza normales.

Jonas apartó el bizcocho, terminó de beber el contenido del vaso y resumió el sueño en su cuaderno de notas con unas parcas frases.


En la caja de herramientas encontró solamente un martillito que a lo sumo le permitiría clavar una escarpia en una pared de contrachapado. Buscó en la caja de debajo del lavabo del cuarto de baño, donde guardaba herramientas cuando le daba demasiada pereza ir abajo. Vacía.

Bajó en ascensor. El trastero del sótano olía a goma. La caja de herramientas con los aparatos de mayor tamaño estaba detrás de las ruedas de invierno del Toyota.

Blandió el macho de fragua a modo de prueba. Podría con él. Abandonó deprisa el sótano y corrió escaleras arriba. Allí abajo oía cada vez más ruidos que le desagradaban y que, como es natural, se imaginaba. Pero no le apetecía exponerse a ellos demasiado tiempo.

Se situó delante de la pared. Meditó unos instantes si no sería preferible dejarlo todo como estaba. Tomando impulso, golpeó con todas sus fuerzas. El martillo alcanzó el lugar exacto en que se había clavado el cuchillo. El muro se desmoronó con un ruido sordo.

Golpeó por segunda vez. El martillazo abrió un tosco agujero en la pared, desprendiendo polvo rojo de ladrillos.

¿Ladrillos en un edificio de hormigón?

Golpeaba la pared una y otra vez. El agujero se agrandó y no tardó en alcanzar las dimensiones del armario de espejo situado encima de la pila del cuarto de baño. Entonces el martillo rebotó en los bordes.

Inspeccionó el agujero con las manos. En efecto, el muro se componía en ese lugar de ladrillos viejos y quebradizos. Los lugares de alrededor, sin embargo, eran mucho más difíciles de romper, pues el martillo golpeaba sobre hormigón.

Notó algo entre dos ladrillos.

Golpeó con cautela hasta sacar el ladrillo contiguo. Un trozo de plástico. Tiró de él. Parecía muy hundido en la pared.

Entretanto en el suelo se amontonaban tantos escombros que Jonas tuvo que recogerlos con el cepillo. Penetró más y más profundamente en el muro. Y como ese algo del que tiraba no le inspiraba confianza se puso guantes de trabajo. Tosía.

Después de haber despejado de un fuerte golpe una zona amplia, volvió a tirar. Y sostuvo el objeto en su mano. Lo llevó a la bañera con la punta de los dedos.

Antes de abrir el grifo, contempló con atención el hallazgo. Quería asegurarse de que la capa gris adherida a la superficie era pura suciedad y no, por ejemplo, potasio o polvo de magnesio, es decir materiales que desprendían gases inflamables al contacto con agua. Tampoco cabía descartar que se tratase incluso de un tipo de explosivo que detonase al entrar en contacto con el agua. No le quedó más remedio que arriesgarse.

Retiró con la ducha el polvo y la suciedad adheridos al objeto. Era efectivamente de plástico. Parecía un impermeable. Se limpió la frente. Utilizó el mismo paño para secar el plástico. Levantó en alto el objeto y lo extendió.

No era un impermeable, sino una muñeca hinchable. Aunque, examinada con detenimiento, carecía de las aberturas que la hubieran identificado como un objeto sexual.


Depositó en el suelo, junto al Spider, las dos maletas. Rodeó el vehículo para inspeccionar con cuidado la carrocería. Ahora se explicaba el enorme daño en la parte delantera. Tras ese accidente era un milagro que el coche aún circulase.

Antes de cargar el equipaje, examinó con absoluta meticulosidad el maletero. Dentro sólo estaban el botiquín y la palanqueta. Era inexplicable lo que podía haber hecho allí después de la colisión.

Revisó el kilometraje, comparando las cifras con las que había anotado la víspera en su cuaderno de notas. Coincidían.

En el piso de sus padres constató que tenía muy poco sitio. Su propio armario, donde había guardado su ropa de pequeño, había ido a parar años antes al vertedero. Tenía que dejar las maletas sin vaciar en la antigua habitación infantil hasta encontrar tiempo para conseguir otro armario, que también pretendía colocar al lado. Porque el cuarto de estar estaba ahora igual que en su infancia, y cualquier mueble extraño molestaría.

Recordó vagamente que antes habían guardado algunas cosas en el desván, porque ese edificio no disponía de trasteros en el sótano. La última vez que subió fue en su infancia.

Sacó de la vivienda el manojo de llaves que había dejado la familia Kästner, así como la linterna. También se llevó el fusil. No había ascensor. Cuando llegó al quinto piso apenas jadeaba. Al menos sus condiciones físicas no habían mermado. Todavía.

La pesada puerta crujió. Una fría corriente de aire salió a su encuentro. El interruptor de la luz estaba tan cubierto de polvo y telarañas, que Jonas sospechó que era el primero que subía al desván en muchos años. Echó un vistazo al resplandor de la bombilla que colgaba desnuda de una viga del techo.

No había compartimentos. A tres metros de altura había números pergeñados con pintura blanca en los travesaños del entramado del tejado, que adscribían el espacio situado debajo a la correspondiente vivienda. En un rincón se veía un bastidor de bicicleta sin ruedas y sin cadena. Unos metros más allá yacía un montón de sacos de yeso. En otra esquina se apoyaban listones rotos. También descubrió un televisor sin pantalla.

En el espacio situado bajo el número del piso de sus padres había un pesado arcón. Jonas supo en el acto que no había pertenecido a los Kästner, sino a su padre. Nada lo demostraba, no colgaba de él ningún letrero con el nombre, y él no lo reconoció. Pero lo sabía. Tenía la certeza de que había pertenecido a su padre.

Al intentar abrirlo, comprobó que no tenía cerradura ni asa alguna.

Buscó por todas partes. Se ensució las manos. Se las limpió golpeándose en las perneras del pantalón y torció el gesto. Después hizo un ademán desdeñoso.

Volvió abajo. En cualquier caso en el desván había espacio de sobra para las cajas. Pero antes de transportarlas arriba decidió examinar su contenido, así que de momento las almacenó en una de las viviendas vecinas.

Se le ocurrió dejarlas allí mismo. Estaba más limpio y no tenía que caminar mucho si necesitaba algo. Pero se atuvo a lo que se había propuesto. Poner orden hasta donde le fuera posible y preservar. Esas cajas no pertenecían a esa vivienda porque no encajaban en ella, pero sí en el espacio del desván reservado para la vivienda de sus padres.

Había vuelto a levantarse viento. En el mercado Karmelitermarkt se arrastraban susurrando por la plaza docenas de bolsas de plástico y de papel que debían haberse caído de uno de los puestos de verdura. A Jonas se le metió una mota de polvo en el ojo, que le empezó a llorar.

Tras prepararse un rápido refrigerio en un restaurante que parecía acogedor, volvió a recorrer las calles. El barrio había cambiado mucho desde su juventud. La mayoría de los locales y comercios le resultaban desconocidos. Sacó del bolsillo una de las notas escritas de su puño y letra. Azul, leyó en ella. No le servía de ayuda. Miró en torno. Por ninguna parte se distinguía nada azul.

El viento era tan fuerte que casi lo arrastraba. Jonas recorría una y otra vez unos cuantos metros en una carrera forzada. Miró a su alrededor. Realmente se trataba sólo del viento. Siguió andando. Se volvió de repente.

La calle estaba vacía. Ningún movimiento sospechoso, ningún ruido. Sólo el roce del papel y de la basura ligera que el viento arrastraba por la calle.

En Nestroygasse consultó el reloj: ni siquiera eran las seis. Tenía tiempo de sobra.


La vivienda no estaba cerrada con llave. Jonas gritó. Esperó unos segundos, al cabo de los cuales se atrevió a entrar.

Detrás de la puerta, a su izquierda, zumbaba algo. Jonas levantó el fusil, apuntó y propinó una patada al picaporte. La puerta se abrió de golpe. Disparó, cargó y disparó de nuevo. Esperó unos segundos, luego irrumpió en la habitación con un alarido.

No había nadie.

Estaba en el cuarto de baño acribillado, y lo que había oído era el termo de gas del agua caliente. Su mirada se posó sobre su imagen reflejada en el espejo de la pila. Apartó rápidamente la vista.

Caminó por el suelo crujiente de la vivienda. Del baño retrocedió a la entrada. De la entrada a la cocina. Vuelta a la entrada, desde allí al cuarto de estar. Como la mayoría de las edificaciones antiguas, la vivienda era sombría, de modo que encendió la luz.

Las cortinas del dormitorio estaban corridas. Apretó el interruptor de la luz e inmediatamente divisó el cuadro de la pared. Un chico de unos diez años con rostro inexpresivo. Ingo. Durante un momento, Jonas creyó que el chico sonreía. Algo más le irritaba, pero no sabía qué.

– ¿Hay alguien aquí? -se le quebró la voz.

En el cuarto de estar había álbumes de fotos en un estante. Cogió uno y lo hojeó sin separarse del fusil.

Fotos de la década de los setenta. La misma mala calidad cromática que había encontrado en las de Rüdigergasse. Los mismos peinados, los mismos pantalones, los mismos cuellos de camisa, los mismos coches pequeños…

Fuera oscureció de repente. Corrió hacia la ventana, el fusil se cayó con estrépito a su espalda. Pero sólo era una nube de tormenta que había tapado el sol.

Tuvo que sentarse. Contempló foto tras foto de los álbumes con aire distraído. Sentía ganas de llorar. Poco a poco los latidos de su corazón fueron apaciguándose.

En una de las fotos se reconoció a sí mismo.

Pasó las hojas. Fotos suyas y de Ingo. Y también en la página siguiente. No acertaba a recordar una amistad tan estrecha. Él sólo había estado allí una vez de visita. No lograba explicar cuándo se habían tomado esas fotografías. El fondo de la imagen no proporcionaba la menor información.

De uno de los álbumes cayó en su regazo una página de periódico arrancada, manchada, amarilleada por el tiempo y doblada por la mitad, dedicada en su mayor parte a las esquelas.

Nuestro Ingo. A los diez años. Un trágico accidente. Con profunda aflicción.

Afectado, apartó a un lado los álbumes. La imagen le vino de nuevo a la mente. Fue al dormitorio. Esta vez reparó en lo que antes había pasado por alto: el marco de la foto era negro.

Otra cosa le perturbó casi tanto como la noticia: no haberse enterado de la muerte del compañero de juegos hasta veinticinco años después. Ellos sólo se habían relacionado en Primaria. Para Jonas, Ingo había estado con vida durante todos esos años y se había preguntado a veces qué habría sido del chico rubio del vecindario. Por lo visto se había hablado poco de la desgracia. Sus padres y los de Ingo no podían haberse conocido, pues de lo contrario lo habrían comentado.

¿Cómo había sucedido?

Revolvió los cajones del cuarto de estar por segunda vez. Sacudió los álbumes, pero apenas cayeron una o dos fotografías. Buscó un ordenador, pero a los Lüscher por lo visto les interesaba poco la tecnología. Ni siquiera tenían televisión.

La carpeta estaba sobre la mesilla de noche, contenía recortes de periódico. Accidente: Niño muerto. Una motocicleta atropella a un niño: fallecido.

Leyó todos los artículos. Lo que callaba uno lo mencionaba otro, y pronto logró hacerse una idea. Al parecer Ingo, jugando, había cruzado corriendo la calle y un motorista no pudo esquivarlo. El espejo retrovisor desnucó al niño.

Un espejo retrovisor. Jonas nunca había oído nada semejante.

Recorrió la vivienda, conmocionado. El encuentro con el motorista tuvo la culpa de que el pequeño hubiera muerto. El Ingo de treinta años no había existido porque el de diez años había fallecido en un accidente. Al de treinta años quizá no le habría ocurrido nada, habría podido proteger al de diez. Pero el de diez no había podido proteger al de treinta.

La misma persona. Una joven, adulta la otra. La segunda no existía porque la primera había sufrido un accidente. Un espejo retrovisor que no habría conseguido hacer mucho daño al mayor había desnucado al pequeño.

Jonas se imaginó al Ingo treintañero al otro lado de la calle, presenciando cómo la moto atropellaba al niño de diez años. Él sabía que nunca existiría. ¿Hablaron los dos entre sí? ¿Pidió perdón tristemente el de diez años al de treinta? ¿Le consoló éste diciéndole que había sido un accidente, que él no tenía la culpa?

¿Y el propio Jonas, si de pequeño le hubiera pillado un coche? ¿O si hubiera padecido una enfermedad? ¿O hubiese sido asesinado? No habría existido ni el veinteañero, ni el treintañero, ni el de cuarenta años, ni el de ochenta.

¿O quizá sí? ¿Habría existido el mayor? ¿De alguna forma? ¿En alguna parte? ¿Con una forma no realizada?

Aparcó el camión delante del edificio. La calle estaba abandonada. El canal del Danubio fluía con un suave chapoteo. Nada parecía haber cambiado.

En la vivienda guardó la ropa del enano de Attnang-Puchheim en la bolsa de viaje. Hizo una última ronda de inspección por la casa. La muñeca hinchable yacía en la bañera, donde él la había tirado. El saco de basura que había llenado con los cascotes de la pared rebosaba. Lo cerró y lo arrojó con fuerza por la ventana. Se regodeó viendo el saco volar por el aire y caer con estrépito sobre el techo de un coche.

Meditó. Lo tenía todo.

Había estado preocupado por la posible falta de espacio. Pero después de haber subido el todoterreno traqueteando por la rampa hasta la caja, quedaban más de dos metros detrás del Spider, que ya había introducido en el camión en Hollandstrasse, y no obstante pudo cerrar la portezuela trasera. Y aún quedaba espacio libre.

Cerca de Augarten descubrió una gasolinera. Mientras llenaba el depósito de combustible, registró la tienda. No había periódico o revista en las estanterías que no conociera o que no hubiera hojeado. La tienda vendía gran número de animales de peluche, tazas de café, gafas de sol, miniaturas de la catedral de San Esteban, pero también bebidas y dulces. Jonas llenó una bolsa, recogiendo al azar todo tipo de aperitivos para picar. En una segunda bolsa metió latas de limonada.

Además de los productos para cuidar los cristales y el motor, en un expositor giratorio había rótulos con nombres fosforescentes, como los que les gustaba colocar detrás del parabrisas a los camioneros. Había un Albert, un Alfons, después venía Anton. Buscó la J por curiosidad. Asombrado, entre Joker y Josef encontró un Jonas. Cogió el cartel y lo deslizó detrás del parabrisas del camión.


Preparó las cámaras para la noche, aunque no había oscurecido. Estaba cansado y deseaba salir temprano. Además, confiaba en que si veía la cinta de la noche pasada antes de la puesta de sol, no afectaría tanto a su estado de ánimo.

Cerró la puerta con llave y todas las ventanas. Escudriñó Hollandstrasse. El camión estaba aparcado delante del edifi cio contiguo para no tapar la vista. No se percibía el menor movimiento. Justo detrás del cristal de la ventana, Jonas mostraba su larga nariz y sacaba la lengua a la nada.


La cama estaba vacía.

No se veía al durmiente.

El cuchillo estaba clavado en la pared.

Jonas se preguntó a qué hora se había grabado. No podía acordarse de la hora programada. Y como tantas veces el despertador estaba encima de la cama con la esfera hacia abajo, a pesar de que lo había colocado mirando a la cámara.

Estaba a punto de ponerla a cámara rápida, cuando oyó un ruido en el televisor. Un gemido largo, alto. Tan alto que podía tratarle de una voz humana, pero también del tono de algún instrumento musical.

Uuuuu.

Jonas saltó furioso de la cama y vagó por la habitación. O bien oía gemir a un fantasma o alguien se estaba burlando de su miedo a los espíritus.

Uuuuu.

Quiso apagar, pero la necesidad de averiguar lo que sucedía fue más fuerte. Volvió a deslizarse debajo de la manta. Durante un momento le dio la espalda al televisor, pero esc aún se le antojaba más insoportable. Miró de nuevo: no veía a nadie.

Uuuuu.

– ¡Es graciosísimo! -gritó con voz ronca. Carraspeó- Vaya, hombre. En fin. Claro, claro que sí. Sí, sí.

¿Conectar la cámara rápida? A lo mejor se perdía un mensaje. No» se podía descartar que los aullidos desembocaran en algo.

Uuuuu.

Se enfrascó en un cómic de Clever & Smart. Consiguió reprimir el aullido en un rincón de su conciencia que podía dejar que la cinta siguiera corriendo. De vez en cuando alguna viñeta le arrancaba incluso una sonrisa de satisfacción pero en más de una ocasión tuvo que comenzar de nuevo una página.

¿Música?

¿De dónde venía la música?

Desconectó el volumen. Escuchó. El reloj de pared hacía tictac.

Subió el volumen. Aullidos y además algo diferente, más silencioso: una especie de melodía.

Escuchó, pero de repente dejó de oírlo.

Uuuuu.

– ¡Que te den!

Anocheció. Le entró dolor de muelas. En un ataque de remordimientos apartó la caja de bombones, ya casi acabada, detuvo la cinta y fue al baño a lavarse los dientes. Al volver reparó en que la luz de la cocina estaba apagada. La encendió.

Al principio Jonas sólo vio la espalda que se deslizaba en la imagen. La figura se volvió. Era el durmiente.

Con los ojos desencajados, Jonas siguió al durmiente mientras caminaba hacia la pared y agarraba el cuchillo. Miró desafiante a la cámara y extrajo el cuchillo sin esfuerzo.

Se acercó a la cámara. Su cabeza ocupaba casi toda la pantalla. Dio un paso adelante, de forma que sus ojos y su nariz gigantescos ocuparon la pantalla, después retrocedió. Con una enigmática seducción le hizo un guiño a Jonas. A éste no le gustó la forma de juguetear con el cuchillo cerca de su cuello.

El durmiente asintió como si confirmase algo, y salió.

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