El calor y el bochorno lo despertaron. Al principio no reconoció el entorno. Después comprendió que estaba en la tienda de campaña y que el sol la había recalentado.
Tocó el pantalón. Aún estaba húmedo. Agarró la ropa y la tiró fuera con descuido. Salió al exterior con el hornillo de gas y dos botes de conserva.
El cielo estaba sin nubes. Soplaba un viento fuerte y frío. La hierba bajo sus pies estaba tiesa. No se veía una sola casa.
De una de las mochilas que los campistas habían dejado en la extensión de la tienda, sacó unos pantalones que tuvo que remangar y una camiseta estrecha de hombros. También se puso un jersey. Los calcetines que encontró le estaban pequeños. Los cortó por delante con un cuchillo. Las sandalias le apretaban, pero podía calzárselas con los dedos desnudos.
Mientras se calentaban las conservas en una cazuela sobre el hornillo, deambuló por la zona. A cincuenta metros de distancia se veía un grupo de árboles. Se acercó despacio, pero se lo pensó mejor y dio media vuelta. Algo le había irritado.
Observó la motocicleta.
Las ruedas estaban planas.
Las revisó. Estaban pinchadas.
Vagó en busca de alguna localidad. Los ojos se le cerraban continuamente. Se sentía tan extenuado que habría preferido dejarse caer y cruzar las manos detrás de la cabeza, allí mismo, en el campo.
Una hora larga después llegó a una casa. Con un coche aparcado delante sin la llave puesta. En cambio, la puerta de la casa estaba abierta.
– ¿Hola? -gritó en el vestíbulo en penumbra-. Somebody at home?
– Claro que no -se contestó a sí mismo en tono cortés.
Sin pensar en los ruidos de la casa, que era oscura y cuyas vigas chirriaban, recorrió las habitaciones buscando las llaves del coche. Cuando sus ojos se topaban con un espejo, apartaba la vista enseguida. A veces percibía sus propios movimientos por el rabillo del ojo en un armario de luna o en un espejo de pared. En la penumbra de las habitaciones parecía como si alguien estuviera detrás de él, incluso a su alrededor. Manoteaba con los brazos en torno, pero en silencio, aunque le costaba lo suyo.
Encontró la llave en el bolsillo de unos vaqueros. Con un chicle pegado. Jonas estuvo a punto de vomitar. No entendió por qué.
Condujo. No se percataba del paso del tiempo ni prestaba la menor atención al paisaje que pasaba de largo. Cuando llegaba a un cartel, levantaba la cabeza. Comprobaba si seguía en la autopista correcta y volvía a desplomarse sobre el volante, sin pensar en nada. Su mente la ocupaban imágenes que afluían a ella sin su intervención y desparecían con la misma rapidez con la que habían llegado. No dejaban impresiones. Estaba vacío. Concentrado por entero en no dormirse.
Consiguió rodear Londres por el norte. Cuando tuvo la seguridad de haber dejado la ciudad a sus espaldas, se detuvo en mitad de la autopista, reclinó el asiento y cerró los ojos.
Las cuatro de la mañana. Bajó la ventanilla. El aire era fresco y húmedo. Un olor desagradable, a cuerno quemado o goma derretida, flotaba en el ambiente. Sólo sus uñas raspando el revestimiento de la puerta interrumpían el silencio. Normalmente a esa hora habría debido oír los trinos de los pájaros.
Cuando quiso continuar el viaje, el coche no se movió ni un centímetro. Dio una sacudida y chispas rojas y amarillas saltaron junto al vehículo. Al mismo tiempo se oyó un ruido agudo.
Se apeó. Alumbró las cercanías del vehículo con la linterna. Después dirigió el cono de luz hacia las ruedas.
Habían quitado las cuatro. El eje yacía desnudo encima del asfalto.
Un poco detrás del vehículo se topó con un montón humeante en el que reconoció los neumáticos. Entre ellos asomaba un gato medio derretido.
No se veía un coche por parte alguna. El área de descanso siguiente quedaba lejos. Ignoraba a qué distancia estaba la próxima salida de la autopista. Tenía que retroceder.
Indeciso, miró la maloliente fogata y luego al coche. Se sentía exhausto. Había requerido un gran esfuerzo llegar allí y le costaría muchas fatigas más llegar a Smalltown y regresar a casa. Ese incidente le desmoralizaba.
Con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, echó a andar en la dirección de la que había venido.
Al descubrir desde la autopista una carretera y detrás un pueblo, bajó por el talud. A eso de las seis encontró un coche con la llave puesta. Meditó si debía tomar un bocado en algún sitio. Sin embargo, antes deseaba seguir avanzando hacia el norte. La cercanía de Londres no le agradaba. Estaba convencido de que la ciudad estaba vacía y de que en esa gran urbe se perdería, pero no ganaría nada.
No circulaba a mucho más de 120. Le hubiera gustado ir más deprisa, pero no se atrevía a incrementar la velocidad. Quizá se debía al incidente de las ruedas desatornilladas, o tal vez fuese un presentimiento, pero creía que pisar el acelerador en exceso era exponerse a un peligro innecesario.
Las ocho. Las nueve. Las once. Las doce. Las dos de la tarde. Conocía los nombres de los lugares que leía en los carteles indicadores sobre todo por su infancia, cuando todavía se interesaba por el fútbol y leía en los periódicos las crónicas de la liga inglesa. Luton. Northampton. Coventry. Birmingham. West Bromwich. Wolverhampton. Stoke. Nombres de ciudades vacías. Que le resultaban indiferentes. En los carteles sólo quería leer la distancia a Escocia. Smalltown estaba justo en la frontera, apenas a cinco kilómetros de ella.
Liverpool.
Siendo niño le había interesado ese lugar. No tanto porque no le gustase el club de fútbol, ni porque fuera la ciudad de los Beatles, sino por el curioso sonido que tenía el nombre de la ciudad. Había palabras que al contemplarlas o al pronunciarlas con plena consciencia parecían transformarse. Había palabras cuyo significado parecía alejarse cuando las mirabas. Había palabras muertas y palabras vivas. Liverpool estaba viva. Liverpool. Bonito. Hermosa palabra. Como también, por ejemplo, el orbe como designación del universo. El orbe. Tan sonora, tan certera, tan bella…
Inglaterra, Escocia: palabras normales. Alemania. Otra palabra corriente. Italia, sin embargo, era una palabra con alma y con música. No tenía nada que ver con sus simpatías por el país, era la palabra. Italia era el país con el nombre más bello, seguido de Perú, Chile, Irán, Afganistán, México. Si uno leía las palabras Irlanda o Finlandia, no sucedía nada. Cuando leías Italia, notabas su delicadeza, era un vocablo adaptable. Por otra parte, si uno decía Eire y Suomi, sonaba mucho mejor.
Había notado a menudo que una palabra podía desorientarle si la leía varias veces seguidas. En no pocas ocasiones se preguntaba si estaba mal escrita. Una palabra cualquiera, corriente, por ejemplo «temblar». Temblar. TEMBLAR. Tem-blar. Temblar. Tem. Te-mblar. Cada palabra tenía algo insondable. Era como si la palabra fuera una falsificación, como si no tuviera nada que ver con lo que describía.
Boca.
Pie.
Cuello.
Mano.
Jonas. Jo-nas.
Siempre le había costado leer su nombre y creer que esa palabra le designaba. En un papel estaba el nombre de Jonas. Esas líneas, esas letras designaban a una persona concreta. Persona. Otra palabra de ésas. Perssssona. Perrrrrsona. Sssss.
Poco después de Bolton, muy avanzada la tarde, echó el asiento hacia atrás. Volvió a salir y se aseguró de que en el maletero no hubiera ningún gato y de que no llevaba consigo ningún cuchillo. Cerró todas las puertas por dentro.
Cuando abrió los ojos, había oscurecido. Estaba sentado en el coche. Los alrededores parecían haber cambiado.
Las tres de la mañana. Olía a lluvia. Tenía frío, pero no hambre, ni sed. Encendió la iluminación interior. Se frotó la cara y la notó pringosa. Contempló sus manos. Llevaba pegado un espagueti a la yema del pulgar. Y en la lengua, el sabor de carne sangrante. Su aliento olía a algo, olía… a vino. El olor le desagradaba. Rebuscó en los bolsillos. Ni un mísero chicle. Nada capaz de eliminar el sabor de su boca.
Giró la llave del encendido. El motor no se puso en marcha. El indicador de la gasolina marcaba cero.
Se apeó. El suelo estaba mojado. Lloviznaba. A unos cientos de metros de distancia salía luz de una ventana. Se dirigió hacia allí. En el trayecto se asombró al distinguir los contornos de un avión. Detrás descubrió otro, y un tercero. Se preguntó si estaría soñando. Corrió hacia allí, tocó el chasis y las ruedas. Eran reales.
– ¡Eeeeeh! -quiso gritar, pero no se atrevió.
Cuanto más se acercaba a la ventana iluminada, más incomprensible le resultaba la situación. ¿Dónde se encontraba? En un aeródromo o en un aeropuerto, era obvio. Pero ¿dónde? ¿En Bolton? ¿En Liverpool?
Aminoró el paso. Alzó la vista hacia la ventana. Parecía pertenecer a una oficina. También creyó ver plantas de interior detrás de las persianas medio bajadas.
No estaba seguro de que le esperase algo bueno.
Se volvió sin ver a nadie. En la oscuridad ni siquiera acertaba a distinguir los contornos. Sólo adivinaba más o menos la dirección donde estaba el coche.
No tenía la sensación de que hubiera alguien cerca. Al contrario, se sentía más lejos de todo que nunca en su vida. No obstante prefirió cambiar de sitio. Caminó, pues, cincuenta metros, cambiando de dirección sin hacer ruido. Llegó a un gran letrero colocado en el muro del edificio.
Exeter Airport.
Exeter, pero eso era imposible. Conocía Exeter de nombre, porque allí se fabricaban productos imprescindibles para tratar la madera maciza destinada a muebles. Nunca había estado allí, pero conocía más o menos el emplazamiento de la localidad: muy al sur, casi junto al mar.
Había viajado en vano durante todo el día.
Eructó. Un olor a vino ascendió hasta su nariz.
Empezaron a temblarle las piernas. Sucedió de improviso. Estaba cansado, muy cansado. Ya sólo deseaba tumbarse, abandonarse al sueño. Quería sustraerse a ese profundo desmadejamiento que lo inundaba, y en ese momento le traía sin cuidado quedar de nuevo a merced de un proceso que ni entendía ni era capaz de controlar. Quería descansar, tumbarse, dormir. Sobre el asfalto mojado por la lluvia, no, claro. En un lugar cómodo. O al menos blando. Y en cualquier caso no frío.
Se dirigió al coche con la mano estirada, como un ciego, tambaleándose.
Al despertar, poco antes de las siete de la mañana, no se sentía descansado, pero la fatiga lo torturaba menos.
En una nota escribió: Jonas, 14 de agosto. Antes de colocarlo detrás del parabrisas, contempló las letras. Jonas. Ése era él. Jo-nas. Y el 14 de agosto era ese día. Un 14 de agosto que no regresaría jamás. Sólo existiría una vez, y después quedaría a merced del recuerdo. Que hubieran existido otros días con la misma fecha, un 14 de agosto de 1900, de 1930, 1950, 1955, 1960, 1980, era una simplificación humana, era mentira. Ningún día regresaba. Ninguno. Y tampoco se parecía a otro, independientemente de que lo viviesen seres humanos o no. El viento soplaba hacia el norte, el viento soplaba hacia el sur. La lluvia repiqueteaba sobre esta piedra, no sobre aquélla. Esta hoja caía, esa rama se partía, aquella nube flotaba en el cielo.
Jonas tuvo que emprender de nuevo la búsqueda de un vehículo. Caminó durante una hora hasta que encontró un viejo Fiat con el asiento trasero cubierto de animales de peluche empaquetados en plástico. Vio latas de cerveza vacías y llenas esparcidas. Aún sentía en la lengua el sabor a carne. Se enjuagó la boca.
Del retrovisor colgaba una cadena de la que se bamboleaba un medallón. Lo abrió. Contenía dos fotos: una de una mujer joven bajo la cual se escondía otra de la Virgen María.
Por la mañana pasó por la salida a Bristol, luchando contra el sueño. Se detuvo varias veces para caminar unos pasos y hacer gimnasia. El descanso nunca se prolongaba mucho tiempo, siempre estaba a punto de derribarle el viento, se sentía observado y presentía que no debía alejarse mucho del coche.
Llegó el mediodía, la tarde. Seguía conduciendo. No quería dormirse. Deseaba seguir, seguir.
Liverpool.
El vídeo enigmático en el que había visto a su madre y a su abuela retornó a su conciencia. No le apetecía pensar en ello, pero las imágenes se le imponían. Veía el rostro cerúleo de la anciana hablándole con insistencia pero sin voz.
Preston.
Lancaster.
150 kilómetros hasta la frontera. Pero ya no podía más. Sabía que era un error echarse a dormir, pero era inevitable.
Cada fibra de su ser añoraba el descanso. Ya no era capaz de conducir el coche.
Detuvo el vehículo, bajó la ventanilla, gritó algo hacia fuera y continuó el viaje.
No sabía cuánto tiempo llevaba viajando, cuando se dio cuenta de que tenía el ojo izquierdo cerrado. Tampoco controlaba ya el párpado derecho. Con la barbilla encima del volante, se preguntó adónde se dirigía.
¿Adónde? ¿Por qué se encontraba en ese automóvil?
Necesitaba dormir.
Abrió los ojos, pero todo permaneció oscuro. Intentó orientarse. Ni siquiera acertaba a recordar cuándo y dónde se había dormido. Lo último que había retenido eran imágenes de la autopista: una cinta gris ante él monótona e interminable.
Se incorporó deprisa, propinándose un fuerte golpe en la cabeza. Soltó un grito y cayó hacia atrás, frotándose la frente.
Su voz había sonado hueca. ¿Dónde estaba? Parecía sostener un cuchillo en la mano. Lo comprobó con la otra. En efecto, un cuchillo de monte o algo parecido.
Cuando intentó darse la vuelta, chocó por doquier con obstáculos. No había sitio, apenas podía moverse. Tenía las piernas dobladas, el torso encorvado.
¿Dónde se encontraba?
– ¡Eeeh! -gritó.
Golpeó la pared con el puño. Se oyó un ruido ahogado, que no produjo el menor eco.
– ¡Eh, qué pasa!
Intentó apartar con ambos antebrazos el obstáculo que tenía encima de él, pero no lo movió.
Un ataúd.
Estaba dentro de un ataúd.
Aporreó las paredes de su prisión y chilló. Un ruido sordo, horriblemente sordo. Algo pareció explotar en su cabeza. Veía colores cuya existencia desconocía. Imágenes inexplicables bailaban ante sus ojos, mezcladas con sonidos.
Un olor penetrante a pegamento llenaba la caja donde yacía. Pataleó con los pies: chocaban contra la pared. Pronto tuvo la sensación de que le ardían los pies y las yemas de los dedos.
¿Acaso estaban encendiendo fuego debajo de él? ¿Lo habrían metido en una cazuela para asarlo?
Pensó en Marie.
Y en la Antártida. Y en el letrero del Polo Sur. Intentó enviar allí su mente. Daba igual donde yaciera. La Antártida existía. Y también el letrero. Al menos en su cabeza. Y por supuesto en la realidad. Estaría allí aunque él dejase de existir.
– ¡Pero eso es imposible! -gritó-. ¡Socorro! ¡Auxilio!
Respiraba deprisa y con la boca muy abierta. Era consciente de que hiperventilaba, aunque nada podía hacer para evitarlo, y también de que estaba dilapidando el valioso oxígeno.
En ese instante, durante una violenta inhalación, el tiempo se ralentizó. Notó cómo su respiración convulsa se serenaba y todo se tranquilizaba y allanaba. Yacía en silencio, su respiración dilatándose hasta convertirse en una eternidad mientras escuchaba un bramido creciente.
– ¡No! -dijo alguien, acaso él, y volvió a emerger.
Se pasó la mano por la cara, empapada de sudor.
Intentó reflexionar. Si realmente el responsable de todo lo que había sucedido en los últimos días era únicamente el durmiente, lo que ahora estaba aconteciendo era una pesadilla. Nadie podía encerrarse a sí mismo en un ataúd y después cubrirse de tierra. Si el durmiente se había encerrado a sí mismo, tenía que haber un camino de salida.
Jonas pataleó. Presionó. Sin éxito.
¿Cuánto tardaría en consumir el oxígeno de un lugar estrecho? ¿Dos horas? ¿Medio día? ¿Qué le sucedería? Notaría fatiga, después sus sentidos se confundirían. Seguramente se asfixiaría después de perder la consciencia.
¿Fatiga? Ya estaba fatigado. Mortalmente fatigado.
Abrió los ojos. Pura negrura.
Le dolían los miembros, por la dureza de la base y la tensión. Se le habían dormido los pies. Su mano aferraba, convulsa, el mango del cuchillo.
No tenía ni idea del tiempo que había dormido. En su opinión diez minutos o cuatro horas. Pero todavía era incapaz de mantener los ojos abiertos, lo que indicaba que no había sido demasiado tiempo. Además, no se había asfixiado. Un lugar tan angosto no podía contener oxígeno suficiente para muchas horas, eso por descontado.
Salvo que contara con una entrada oculta de aire.
O que las cosas no fueran como parecían.
¿El cuchillo en su mano, una amable invitación? ¿O más bien parte de una comedia? El durmiente no se enterraría voluntariamente, seguro que no.
¿O sí?
No. Jonas había pasado algo por alto.
Examinó de nuevo su cárcel. En el lado en el que yacía su cabeza, al igual que en el opuesto, apenas había sitio. A la derecha golpeó contra una pared, que carecía de mecanismos de apertura o cierre. Al menos él no los descubrió.
A la izquierda la situación era distinta. La pared izquierda de la jaula era la más dura. Pero sobre todo no era homogénea, había rendijas.
Esforzándose, pasó el cuchillo de la mano derecha a la izquierda y comenzó a hurgar en las hendiduras. No parecía tratarse de una verdadera pared, sino de dos cilindros metálicos superpuestos. Apretaba con ahínco intentando hacer un agujero. Hasta que se le rompió la hoja. Su mano sólo empuñaba un mango inútil.
Se obligó a luchar contra la resignación. Era un juego.
Con los dedos palpó el cilindro superior. Ahí… entre el cilindro y la cubierta había una ranura que permitía introducir las puntas de los dedos. Apretó la mano contra el metal y tiró. El cilindro se movió de un modo casi imperceptible. Jonas siguió agarrando por abajo, volvió a tirar y notó otro pequeño empujón.
En un trabajo agotador y preciso sacudió el cilindro sacándolo de entre la cubierta y su pareja. De este modo fue deslizando su cuerpo paulatinamente bajo la pieza metálica maciza. Intentó no pensar en ello.
Rodó el cilindro por encima de su cuerpo. Respiraba con dificultad. Después de repartir mejor el peso de la carga, pudo respirar. Así consiguió levantar la pieza inferior e introducirse con esfuerzo debajo. De ese modo hizo espacio para el primer cilindro. Jonas rodó el segundo por encima de sí y tras penosos apretones y tirones lo colocó encima del primero.
En el lado izquierdo libre, palpó tela. Algo blando, redondeado. Si apretaba el puño, se le hundía.
En ese momento comprendió.
Su mano tanteó en busca de la ranura hasta que la encontró. Tanteó en busca del botón hasta que dio con él. Tiró mientras empujaba la pared de tela. El asiento basculó hacia delante. Jonas salió retorciéndose del maletero hacia el asiento trasero del coche.
Era de noche. Las estrellas brillaban en el cielo. Parecía estar en un campo. No había carretera o camino alguno a la vista. Miró hacia la derecha. Vio la tienda, pero al principio no comprendió. Sólo al reconocer la motocicleta con las ruedas pinchadas supo dónde estaba.
Al amanecer se detuvo en una gasolinera en cuyo cuarto trasero se calentó dos botes de conservas en un mezquino hornillo de gas. Tomó café y prosiguió el viaje.
Estaba tan cansado que no paraba de dar cabezadas. En una ocasión dio un volantazo en el último momento, justo antes de estrellarse contra la mediana. No le preocupó. Pisó a fondo el acelerador. Se rompía la cabeza pensando cómo salir de esa trampa, pero no se le ocurría nada. Sólo le quedaba intentarlo una y otra vez. Viajar en dirección a Escocia y confiar en lograrlo antes de que le rindiera el sueño.
Las pastillas eran una posibilidad. Mas ¿dónde conseguirlas? ¿Cómo saber cuáles debía coger?
Seguía conduciendo. Le dolían las mandíbulas, le lloraban los ojos. Sus articulaciones se le antojaban rellenas de espuma. Las piernas eran zancos insensibles.
Dejó atrás Londres. Watford. Luton. Northampton.
En Coventry el cansancio se había adueñado tanto de él, que intentó adivinar la hora del día. Veía el sol, pero ignoraba si subía o bajaba hacia el horizonte. Se sentía febril. Su cara ardía. Le temblaban tanto las manos que no fue capaz de abrir el cierre de una lata de limonada.
Estaba atrapado en un mundo intermedio, en el que soñaba y caminaba, soñaba y veía, soñaba y actuaba. Percibía sonidos e imágenes. Olía el mar. Leía carteles que un instante después se transformaban en jirones de memoria, en contenidos oníricos, incluso en canciones que le cantaban al oído. Algunas cosas las retenía más tiempo, luchaba con ellas, las cuestionaba. Otras, más abstractas, eran tan breves que dudaba haberlas visto.
Spacey Suite.
Creía haberlo leído. Pero entonces esas dos palabras se convirtieron en el muro de un edificio erigido por obreros. Un muro que se escurría, se deshacía, lo rodeaba.
– Eso no es de mi incumbencia -advirtió una voz en su interior.
Por un momento se sintió sofocado. Tosió burbujas de cristal, después volvió a respirar libremente.
Soñó que subía escaleras, centenares y centenares de escalones, arriba, cada vez más alto. Después creyó que no estaba soñando eso, sino recordando un sueño o una experiencia real que se remontaba a minutos, horas o años atrás. Reflexionar sobre lo correcto amenazaba con hacerlo pedazos.
– ¿No me crees? -inquirió su abuela.
Estaba ante él. Y hablaba. Sin mover los labios.
– ¡Basta! -resonó la voz de su madre.
Él no la veía y no supo con quién hablaba.
Vio cómo el sol describía en pocos segundos su arco diario. Aparecía en el horizonte una y otra vez, recorría el cie lo, uno, dos, tres, cuatro, cinco, se hundía por el oeste, dejaba atrás la noche. Después regresaba, sólo para correr de nuevo y desaparecer. Noche. Quedaba la noche. Quedaba y hacía su labor.
Lo despertaron el frío y el aullido del viento. Abrió los ojos esperando ver una carretera. En lugar de eso, volaba. O flotaba en el aire. Ante él se abría un vasto panorama. Se encontraba a cincuenta metros de altura como mínimo. Delante y debajo de él brillaba el mar.
Al cabo de unos segundos comprendió que no volaba o flotaba, sino que se encontraba en un barco, un barco colosal. Atracado en un gran puerto. Pero no tuvo ocasión de reflexionar sobre ello, porque otra visión se apoderó de él.
Estaba sentado en una silla de ruedas y no podía mover las piernas. Sobre su regazo llevaba una manta de lana extendida, tal como se veía en las películas cuando sacaban de paseo a los parapléjicos para que tomasen el aire.
Intentó de nuevo mover las piernas. No lo consiguió. Sólo podía doblar a voluntad los dedos de los pies.
El viento soplaba con fuerza. Tenía frío. Al mismo tiempo le inundaba el calor. Aterrorizado por la parálisis, era incapaz de hablar y de pensar. Pronto su estado de ánimo varió, pasando del horror a la tristeza, de la aflicción a la ira.
Nunca podría volver a andar.
Fue consciente en toda su gravedad de la consecuencia, de que al estar paralítico seguramente ya no saldría de ese barco, y mucho menos alcanzaría la frontera escocesa o regresaría a Viena. Sin embargo, lo que más lo conmocionaba era que le hubiera sucedido algo irreversible. Algo no volvería a ser nunca como había sido. Eso añoraba en el fondo cualquier persona, a cualquiera le gustaría hacer algo irrevocable. Por eso se sentía el impulso de empujar a un hombre inocente al metro cuando entraba en la estación. Por eso uno se imaginaba desviándose bruscamente a un lado con el coche a 180. Por eso al visitar a unos amigos uno se figuraba que arrojaba a su perro desde el sexto piso. Para eso no era necesario ser un asesino o un suicida, sino simplemente una persona.
Y ahora le había sucedido a él. Algo que dividía la vida en un antes y un después. Esa silla de ruedas significaba en cierto modo algo peor que despertar en un mundo vacío de seres humanos. Porque le afectaba directamente a él. A su cuerpo, su última frontera.
Contempló el mar. Las olas, con un chapoteo incesante, golpeaban contra el barco muy por debajo de él. El viento arrastraba hasta arriba el ruido que producía al hacer crepitar una lona y temblar los aparejos.
– Sí.
Tuvo que carraspear.
– Sí, sí, así es.
¿Podía de verdad mover los dedos de los pies un parapléjico?
¿Notaba de verdad cuando se golpeaba la pierna?
Tiró de la manta. Estaba sujeta por debajo de él y soltarla requirió cierto esfuerzo, pero acabó arrancándola de golpe.
Comprobó entonces que sus piernas estaban fuertemente atadas a la silla con cinta aislante.
Bajo sus pies relucía algo. Era la hoja partida de un cuchillo. Entre dolorosas contorsiones logró agacharse, recogerla y cortar las ligaduras. La sangre afluyó a sus piernas con tanta fuerza que soltó un grito.
Unos minutos después, notó sus miembros menos entumecidos. Se levantó. Podía sostenerse en pie. Tenía que arrastrar la pierna izquierda, se le había dormido. Se dirigió, cojeando, a la cabina.
Nunca había visto una suite tan lujosa. En un hotel, no, y en un barco, menos. El mobiliario se componía de maderas nobles y cuero. No se había escatimado en lámparas. Una invitadora zona para sentarse, de la pared colgaba un ancho televisor con pantalla de plasma, una elegante escalera de caracol conducía a una planta superior.
En el secreter había papel de cartas. Jonas leyó el nombre del barco: Queen Mary 2.
El puerto de Southampton era el mayor que Jonas había visto en su vida. Su tamaño posibilitó que hallara muy deprisa un coche con la llave puesta.
Condujo despacio por las calles abandonadas en busca de una librería. En una ocasión un camión le cerraba el camino. Jonas no se atrevió a apearse para registrar el vehículo. Tenía la impresión de que esa ciudad era un campo minado. Nada parecía más peligroso o enigmático que en las demás urbes vacías. Pero allí, en una ciudad de la costa inglesa, le desagradaba recorrer esos espacios petrificados mucho más que en Viena, donde al menos conocía las calles.
Una librería. Salió del coche. Recogió un saco lleno de botellas de vino depositado en la acera. Lanzó las botellas contra el escaparate sin pensárselo dos veces. Con un encogimiento de hombros, saltaba pesadamente de un lado a otro aparentando ser un hooligan borracho.
La puerta de la librería estaba abierta. Un comercio espacioso. Dos pisos repletos de estanterías que llegaban hasta el techo, en las que se apoyaban escaleras de aluminio. Olía a papel, a libros, a aire viciado.
Le costó un cuarto de hora descubrir la sección de libros especializados, y otros diez minutos un vademécum. Ahí comenzó la parte más difícil de la tarea. Jonas ni siquiera sabía cómo se llamaba en alemán lo que buscaba. Un remedio contra la enfermedad del sueño, tenía que existir algo así. La enfermedad del sueño se denominaba también narcolepsia. Así pues, narcolepsy. Pero en narcolepsy no encontró nada. Narcolon, Narcolute, Narcolyte eran los primeros nombres en la página correspondiente.
Se explicaban con todo detalle la naturaleza y el efecto de esos medicamentos, y Jonas tenía que dedicar tiempo y concentración a cada explicación hasta estar seguro de que ese remedio no le ayudaría. No se trataba de inhibidores del sueño, sino de somníferos. Pero ¿cómo se llamaría un medicamento contra la enfermedad del sueño? ¿Antinarco? ¿Narcostop? Se mordió los labios y siguió pasando hojas.
A pesar de que era por la mañana, ya sentía ascender el cansancio. Eso le espoleó. Tendría que haber acometido esa labor la víspera o el día anterior. Si dejaba que las cosas llegasen tan lejos como para que el despótico durmiente sólo le permitiera despertar brevemente en cualquier lugar, antes de que el sueño lo venciera de nuevo, estaba…
Sí, estaba perdido.
Perdido.
No, ya lo estaba ahora. Perdido. Cuando el durmiente le uncía al yugo, él no estaba otra cosa que perdido. Pero ¿qué era entonces?
Al darse cuenta de su ensimismamiento, volvió a incorporarse.
Lo encontró por la tarde. Un impulso le indujo a abrir la página. Primero creyó que se equivocaba, pensó que la melancolía que recorría sus pensamientos le engañaba otra vez. Pero leyó y releyó una y otra vez, hasta convencerse de que, según el vademécum, el medicamento Umirome presentaba diferentes componentes excitantes como la efedrina y constituía uno de los remedios más fuertes contra la enfermedad del sueño.
En la farmacia tenían Umirome. Jonas cogió una bolsa y la llenó de cajas, diez en total, de dieciséis pastillas cada una. En caso necesario se tragaría todas las pastillas.
En la rebotica halló una nevera. Jonas buscaba agua mineral, pero aparte de un paquete de mantequilla y un trozo de carne envasada al vacío en plástico, la nevera sólo contenía latas de cerveza, seguramente más de dos docenas. Cogió una lata con un encogimiento de hombros. Los medicamentos modernos eran compatibles con el alcohol. Además, los dolores de estómago o una leve borrachera eran ahora el menor de sus problemas. Se tragó una pastilla y se guardó la caja.
Dosis máxima diaria: dos pastillas.
Volvió a sacar la caja y cogió una segunda.