En Linz se apartó ex profeso de la autopista para echar un vistazo al Spider. Por la puerta de cristal destrozada entró en la sala de exposición del concesionario de automóviles. El Spider estaba en su sitio, intacto. El kilometraje coincidía.
Se sentó al volante. Tocó la palanca de cambio, los botones de la calefacción, de la ventilación, el indicador de dirección. Pisó los pedales. Con los ojos cerrados, se abandonó al recuerdo.
Era extraño. Había creído que nunca consideraría ese vehículo propiedad suya y ahora pensaba en los viajes que había emprendido con ese coche, en el Jonas que conducía ese deportivo y recorría Viena con él.
Evocó el día que devolvió el Spider. Había cargado el Toyota sin pensar que regresaría a ese sitio. Durante todo el tiempo el Spider había permanecido allí solo, mientras Jonas visitaba otros lugares.
Abrió los ojos y tamborileó en su frente con las palmas de las manos. Si se quedaba sentado, se dormiría en pocos minutos. Esa mañana se había despertado tan cansado que durante el viaje precedente había mantenido el camión en el carril central por miedo a dormirse durante unos segundos.
Al partir, tocó el claxon y volvió a despedirse del Spider con la mano.
Poco después de Passau, se presentó una ocasión favorable para montar la siguiente cámara. De los muros ruinosos de un almacén del Servicio de Carreteras sobresalía un alero bajo cuya protección se apilaban en invierno sacos de sal. Apostó la cámara bajo dicho alero. Enfocó el objetivo hacia la dirección por la que había venido y programó la grabación para las 16 horas del día siguiente.
En un poste clavado en el suelo leyó la señalización de los kilómetros. Anotó el lugar en su cuaderno. Añadió el número 3 y trazó un círculo a su alrededor. El 2 de encima designaba un aparcamiento en Amstetten, el 1 un rótulo indicador entre Viena y St. Pölten. Ambas cámaras estaban a cielo abierto. Ojalá no lloviera hasta su vuelta. Y aunque eso sucediera, al menos las cintas no sufrirían daños.
Se echó una botella de agua por encima de la cabeza y se bebió una lata entera de la bebida energética cuya publicidad afirmaba que contenía tanta cafeína como nueve tazas de café espresso.
El aire estaba diáfano. Las temperaturas eran claramente inferiores a las que estaba acostumbrado en Viena. A su alrededor se extendían campos de maíz. En el camino que cruzaba el sembrado se veía un tractor abandonado.
– ¡Hola!
Cruzó la carretera y trepó por la mediana pasando a la calzada contraria. Ni coches abandonados, ni señales de vida. Nada.
– ¡Hola!
Por alto que gritase, su voz sonaba débil. En el momento que siguió a su grito parecía como si la voz humana no hubiera resonado allí desde hacía una eternidad.
A mediodía comió en Regensburg. Por suerte encontró en el restaurante del área de servicio cebollas, pasta y unas patatas, por lo que no necesitó recurrir a sus provisiones. Después de comer escribió en una de las pizarras del menú: Jonas, 10 de agosto.
Instaló la cuarta cámara en la gasolinera. Anotó el lugar y programó la cinta para el día siguiente a las 16 horas. Llenó el depósito. En la tienda encontró una taza de café que lucía su nombre. Se la llevó junto con unos cuantos refrescos fríos.
Estaba muerto de sueño. Le escocían los ojos, le dolían las mandíbulas y sentía la espalda como si hubiera acarreado sacos de cemento durante días y días. Al sentarse al volante, estuvo a punto de rendirse a la tentación de acostarse en la cabina situada detrás del asiento. Pero si ahora se tumbaba a dormir, el día siguiente tendría que conducir demasiado lejos y no le apetecía sentirse apremiado por el tiempo.
Colocó las cámaras siguientes en Núremberg, una antes y otra después. Instaló la número 7 en la salida a Ansbach y la número 8, en Schwäbisch Hall. Sin preocuparse por las eventuales lluvias, dispuso la novena en Heilbronn, en medio de la carretera. Y la décima, también desprotegida y sin trípode, antes de Heidelberg, sencillamente encima del asfalto.
Como en un duermevela, viajaba por regiones que nunca había visto ni despertaban en él el menor interés. A veces se daba cuenta de que viajaba por paisajes florecientes, con bosques y prados jugosos y pueblos con amables casitas cercanas a la autopista. Otras le parecía que el paisaje yermo no tenía fin, lo veía todo lúgubre, cobertizos caídos, campos quemados, fábricas horrendas, centrales eléctricas. Todo le parecía igual. Con ademanes precisos, siempre idénticos, apostaba sus cámaras y volvía a subir al camión.
En Saarbrücken no pudo continuar. Su destino del día era Reims, porque eso hubiera significado una tarea más cómoda para la siguiente jornada. Pero aun así había llegado lo bastante lejos como para no tener que preocuparse de no llegar a las cuatro de la tarde.
Deteniéndose en el carril central, se dirigió atrás con la cinta grabada la noche anterior. Tenía las piernas tan flojas que, en vez de subir de un salto a la caja, recurrió al mando a distancia. La plataforma elevadora lo subió con un zumbido.
Introdujo la cinta. De los estantes cogió cosas de picar y una tableta de chocolate. A pesar de que la herida de las muelas extraídas no le dolía, se tomó dos diclofenacos y se dejó caer en el sofá con un suspiro de alivio.
Cerró los ojos. Sólo pretendía hacerlo durante un segundo, pero le resultó difícil volver a abrirlos. Le escocían de sueño.
Encendió el televisor y eligió el canal de vídeo. La pantalla se puso azul. Todo estaba dispuesto. No obstante, Jonas vacilaba en poner en marcha la cinta. Algo no le gustaba.
Acechó a su alrededor. No halló nada. Se incorporó y echó otra ojeada.
Era la entrada. No podía verla porque el Toyota tapaba la vista. Para que entrase luz, estaba abierta la puerta trasera, pero así era imposible relajarse. Encendió todas las lámparas disponibles. Apretó el botón de la pared. Durante unos segundos creyó que caía hacia delante. Pero era en efecto la puerta que iba hacia él.
Una estancia vacía, sin muebles ni ventanas, de paredes blancas y suelo blanco. Todo era blanco.
La figura que yacía en el suelo estaba desnuda y era asimismo blanca. Blanca y tan inmóvil que durante un minuto Jonas creyó que estaba viendo una estancia realmente vacía. Pero al percibir movimiento se fijó mejor y poco a poco comenzó a distinguir contornos. Un codo, una rodilla, la cabeza.
A los diez minutos la figura se levantó y caminó de un lado a otro. Estaba cubierta de arriba abajo con pintura blanca, quizá también con una malla de ese color. No se le veía el pelo, como si estuviera calva. Todo era blanco, las cejas, los labios, las manos. Deambulaba por la habitación sin un objetivo concreto, como si estuviera sumida en sus pensamientos o esperase algo.
No se oía el menor ruido.
Al cabo de más de media hora se volvió despacio hacia la cámara. Cuando levantó la cabeza, Jonas vio sus ojos por primera vez. Su visión le fascinó. Al parecer los tenía cubiertos por lentes de contacto blancas. No distinguía el iris ni la pupila. La figura miraba fijamente por dos grumos blancos a la cámara. Inmóvil. Durante minutos. Al acecho.
Entonces levantó un brazo y golpeó la lente con el nudillo del dedo índice. Parecía como si golpease desde el fondo del televisor.
Golpeó. Y volvió a golpear. Miraba fijamente desde sus ojos como grumos mientras golpeaba en silencio la pantalla.
Jonas no sabía cómo presionar el mando a distancia. Quería apagar, pero pulsó el avance rápido. La cinta terminó al cabo de una hora.
Al abrir la puerta trasera, una bocanada de aire fresco penetró en aquel lugar sofocante. Jonas respiró y espiró profundamente. Saltó a la carretera con los prismáticos. Examinó largo rato la zona con el instrumento apoyado contra los ojos.
Había pueblos sin vida. Las ruedas de los coches se hundían profundamente en el barro. Un espantapájaros estiraba sus brazos de escoba en un sembrado cubierto de maleza. En el cielo flotaban unas nubes aisladas. El único ruido era el de sus pasos sobre el asfalto resquebrajado.
En la cabina del camión anotó el kilometraje. Echó el seguro a las puertas. No instaló ninguna cámara y se desplomó en la litera sin desvestirse. Con sus últimas fuerzas se deslizó debajo de una manta. Le escocían los ojos.
Saarbrücken, pensó. 10 de agosto. Ahora voy a dormir. Enseguida. Ya continuaré mañana. Todo va bien. Todo se arreglará.
Calma, pensó.
La autopista. Por la autopista viajaban coches, conducidos por personas. Con los zapatos pisaban a fondo los aceleradores. Los zapatos albergaban pies. Pies austríacos. Pies alemanes. Pies serbios. Y los pies tenían dedos. Y los dedos, uñas. Eso era la autopista.
Deja de darle vueltas a la cabeza, pensó.
Hundió la cara cada vez más hondo en la vieja colchoneta, que olía a sudor ajeno, como si alguien presionase su cuerpo.
Se cambió de lado y se preguntó por qué se negaba a venir el sueño.
Oyó ruidos que no acertó a identificar. Durante un momento tuvo la impresión de que por encima del techo de la cabina rodaban canicas. Después creyó escuchar algo deslizándose alrededor del vehículo. No era capaz de hacer el menor movimiento. La manta había resbalado al suelo. Tenía frío.
Recostado en el asiento del conductor, miró parpadeando al exterior. El sol asomaba rojo en lontananza, por detrás de las colinas. Ante él, en la carretera, había un objeto.
Una cámara.
Se sentía como si no hubiera pegado ojo. Saltó de la cabina, medio muerto de sueño. De repente le vino a la memoria lo que había soñado la noche pasada. Eso significaba que al menos debía de haber echado una cabezadita.
Rodeó el camión, tambaleándose como un borracho. No se veía a nadie. Volvió a retirarse rápidamente con la cámara al interior de la cabina.
Al cabo de un momento fue consciente de que estaba sentado, desmadejado, en el asiento del conductor, con los ojos clavados en la carretera. ¿Qué hacía allí? Tenía que ir detrás. Deseaba ver la cinta.
La cámara. La examinó. Desde el viaje de vídeo con el Spider todas sus cámaras estaban numeradas. Miró. Llevaba el número de la que había desaparecido unos días antes.
Algo le dijo que era mejor abandonar inmediatamente ese lugar sin bajar para Visionar la cinta. Echó el seguro de la puerta. Tras sacar algo de beber de la guantera, se puso en marcha.
El sueño regresó.
Esta vez las imágenes eran más nítidas. Estaba en el cuarto de baño de Brigittenauer Lände. En el espejo veía cómo todo su rostro, mejor dicho, toda su cabeza, se transformaba. A cada segundo adquiría la apariencia de un animal distinto: una cabeza de oso, una cabeza de buitre, una cabeza de perro, una cabeza de ciervo, una cabeza de mosca, una cabeza de toro, una cabeza de rata… La metamorfosis concluía con un pestañeo, una cabeza seguía a otra.
Cerca de Metz colocó en la carretera la undécima cámara, que programó asimismo para las 16 horas. Desayunó detrás, en el rincón del sofá, con los pies cómodamente puestos encima de la mesa. El café soluble que tomó en la taza nueva con su nombre sabía amargo. Por el contrario, comió con apetito la mermelada de melocotón. De pequeño le daban con frecuencia esa marca. Cuando descubrió la lata en el supermercado recordó en el acto su sabor.
Se levantó de un salto, masticando, y, apretándose contra la pared, se acercó a la puerta del conductor del Toyota. Leyó el kilometraje. Treinta kilómetros más que el día anterior.
El sueño regresó con un ímpetu inesperado. Ahora no podía dormirse por nada del mundo. Se derramó agua fría encima de la cabeza, empapándose la camisa, y unos escalofríos gélidos recorrieron su espalda. Hizo ejercicios gimnásticos para estimular la circulación. Sacó del paquete unos cuantos caramelos de café y, en lugar de chuparlos, se los tragó con una bebida energética.
El vídeo desconocido era en blanco y negro. Mostraba un paisaje de colinas con bosques y vides, pero sin carreteras. La cámara se movía. Captó una figura de mujer. Se acercó con un zoom y poco a poco fue vislumbrando el rostro.
Algo en su cerebro se negaba a entender. Por eso transcurrieron unos segundos hasta que comprendió el alcance de lo que estaba viendo. De un salto se incorporó en el sofá, la mirada clavada en la pantalla.
La mujer de la pantalla era su madre.
La cámara se detuvo unos segundos en su rostro, después giró hacia la izquierda para enfocar a otra persona.
Su abuela.
La anciana movía los labios sin ruido, como si le hablara. Como si el camino que tenían que recorrer las palabras fuera demasiado largo.
Arrancó de la cámara el cable de conexión con el televisor. Cuando se precipitó hacia la rampa pasando entre el Toyota y la Kawasaki, se hizo una raja en el brazo con una arista de metal. Sólo sintió un breve escozor. Con la punta de los dedos lanzó la cámara lejos, al maizal emplazado junto a la carretera.
Saltando observó cómo la puerta trasera se cerraba con torturadora lentitud. Tras echar el cerrojo, saltó a la cabina.
Conducía como si hubiera conectado un piloto automático en su interior. Su espíritu no estaba disponible. De vez en cuando captaba algo del mundo exterior. Percibía cambios bruscos en el clima, pero no le afectaban, era como si los estuviera viendo por televisión. Leía nombres de lugares, Reims, St. Quentin, Arras, que nada le decían. Sólo un olor diferente le hizo volver en sí. El aire era denso y salado. Pronto llegaría al mar.
Fue como si esa evidencia le animase a recordar por qué estaba allí. Había desterrado el vídeo a la zona más soterrada de su conciencia. Sintió hambre. Como no sabía si allí hallaría un área de descanso dotada de restaurante, se detuvo junto a la vía de servicio, donde unos altos sauces le proporcionaban sombra. El sol estaba en lo alto del cielo. Hacía un calor infernal.
Mientras se vendaba en el sofá la herida del brazo, contemplaba con un meneo de cabeza los destrozos causados por su precipitada partida. La mantequilla yacía en el suelo, igual que el tazón con la mermelada. Había trozos de melocotón desperdigados por todos los asientos. Lo que más había dañado a los muebles tapizados era el café. Jonas limpió y fregó. Después puso en marcha el hornillo de gas y se calentó dos latas de conserva.
El cansancio se apoderó de él después de comer, como de costumbre. Era la una, no podía permitirse echar una cabezadita.
Al borde de la playa lavó con agua mineral la cazuela y los platos. Tiró las latas vacías a la cuneta. Estaba ya sentado en la cabina cuando golpeó el volante, volvió a bajar a la carretera y recogió las latas. Por el momento las guardó debajo del Toyota.
Tomó la salida siguiente. A partir de entonces viajó siguiendo el mapa. Era actual y muy detallado y no le costó orientarse. A las dos de la tarde se detuvo cerca del lugar en el que se abría el túnel del canal.
No perdió ni un minuto pensando en Calais, que le habría gustado visitar alguna vez. Ahora no se imaginaba viajando por ciudades grandes. Cuantos menos edificios hallara, cuantas menos cosas grandes le agobiasen, mejor. Eso es lo que deseaba.
Inició inmediatamente los preparativos. Rodó la DS hasta el camino sin asfaltar que discurría a lo largo de la valla que delimitaba el trazado de la calzada. Con palanqueta y cizalla emprendió la búsqueda de un acceso. Lo encontró a escasos centenares de metros. La puerta en la valla que había servido a los obreros de la calzada para entregar materiales estaba abierta. Devolvió la palanqueta y la cizalla al camión.
Se preguntó qué debía meter en la mochila. Comida y bebida desde luego, y munición para la escopeta. Una linterna de bolsillo, cerillas, un cuchillo, una cuerda. Pero ¿tenía que incluir forzosamente un impermeable y un segundo par de zapatos entre el equipo necesario? Más importantes eran los mapas de carreteras y las vendas. ¿Debía llevarse un bidón de gasolina adicional o estaba convencido de que pronto hallaría otro vehículo al otro lado?
Cuando cerró la mochila, el reloj marcaba las tres y media. Se sentó en la caja del camión, donde no estaba protegi do del calor, pero sí al menos del sol directo. Sus dedos palparon en busca de algo con lo que ocuparse. Le habría gustado cerrar los ojos un momento, pero intuía que habría tardado en abrirlos muchas horas.
Sacó el teléfono móvil. El operador se llamaba Orange. Es decir que en teoría también podía telefonear allí.
Leyó los mensajes almacenados en la memoria, del primero al último. Todos sin excepción eran de Marie. El más antiguo databa de varios años antes. A cada cambio de móvil había procurado conservarlos a toda costa. Era la primera declaración de amor de Marie. La había escrito porque en la conversación mantenida poco antes, en la que sin embargo ya lo había dicho todo y significado todo, ella se había sentido demasiado tímida para expresarlo. Aquel día pensaban celebrar juntos el fin de año, pero Marie tuvo que volar inopinadamente a Inglaterra junto a su hermana enferma. Ella le había enviado el mensaje justo a las doce en punto de la noche.
Approaching, pensó él.
Un minuto antes de las cuatro se encaramó al techo de la cabina. Siguió el segundero de su reloj de pulsera. A las cuatro en punto extendió los brazos.
Ahora.
En ese momento se ponían en marcha casi una docena de cámaras para filmar un paisaje que en ese momento sólo existía para ellas. En ese momento, ese trozo de autopista en Heilbronn, ese aparcamiento en Amstetten, estaban allí sólo para sí mismos, pero él sería testigo. Ese momento transcurría en todo el mundo. Él lo captaba en once lugares. Ahora.
Y en éste. Ahora.
Dentro de algunos días, quizá semanas, miraría la película de Núremberg y Regensburg y Passau recordando que en ese instante él se encontraba encima del camión. Que después se había puesto en marcha. Y que quince minutos después del comienzo de la cinta, él ya estaba bajo tierra. Camino de Inglaterra.
Se mantenía entre los rieles, donde por suerte no conducía sobre traviesas, sino por encima de una franja lisa de hormigón. Durante los primeros cien metros el túnel era ancho, después los muros se acercaban más y más. Delante de él, el faro iluminaba el tubo. La estrechez intensificaba el traqueteo, y Jonas lamentó pronto no haberse puesto un casco. Ni siquiera llevaba pañuelos para embutírselos en los oídos.
Estaba tan cansado que se sobresaltaba y frenaba continuamente creyendo percibir delante un obstáculo. También en los muros creía captar imágenes, rostros, figuras.
– ¡Eeeeeh!
Viajaba a Inglaterra. En serio. Tenía que repetírselo para creerlo. Estaba de verdad en camino.
– ¡Eeeeeh! ¡Allá voy!
Circulaba a toda velocidad. Ni siquiera el hecho de ser casi incapaz de mantener los ojos abiertos de puro cansancio, que entrecerraba debido al aire de la marcha, le irritaba o le hacía perder ritmo. Estaba exento de cualquier temor.
Él era la bestia lobuna.
Nada podía detenerlo. Lo superaría todo. No temía a nadie. Iba por el camino trazado para él.
Pronto te desplomarás, dijo alguien a su lado.
Del susto, dio un volantazo. La rueda delantera rozó el raíl. En el último momento logró recuperar el equilibrio y redujo la velocidad. Cuando llegase al otro lado tenía que tumbarse a dormir en el acto, aunque fuera en un prado bajo una lluvia torrencial.
Y de improviso se topó con un obstáculo.
Primero lo consideró un espejismo. Pero cuando estuvo más cerca, los reflectores traseros que reflejaban la luz de su faro despejaron todas las dudas. Ante él tenía un tren.
Desmontó, dejando el motor en marcha para poder ver, y colocó la mano encima de un tope del vagón.
Para entonces le aturullaba tanto el cansancio, que meditó si seguir viajando por encima del techo del tren. Hasta que se dio cuenta de que, primero, era imposible subir hasta allí la motocicleta, y segundo, encima del techo no había sitio para un motorista.
Revisó los laterales. La distancia entre el tren y la pared del túnel era como mucho de cuarenta centímetros.
Por allí no pasaría una motocicleta.
Pero sí un peatón.
Según sus estimaciones, se encontraba a mitad del túnel. Le esperaba una caminata de al menos quince kilómetros. Eso con una linterna en la mano y en un estado en el que ya casi no le sostenían las piernas.
Caminó. Metro a metro. Paso a paso. Delante de él, un cono de luz. Le vinieron a la mente descripciones de experiencias de la guerra. Las personas eran capaces de dormirse andando. A lo mejor él también dormía ya. Sin darse cuenta.
Marie.
Quiso decir «Eeeeeh», pero no fue capaz de proferir más que un susurro ronco de sonidos inconexos.
Oyó un chirrido detrás de él. Se detuvo: silencio. Alumbró hacia atrás: nada. Sólo las vías.
Dio los pasos siguientes con un esfuerzo indecible. Así tenían que sentirse los alpinistas poco antes de llegar a la cumbre. Un paso por minuto. O quizá no era un minuto, quizá eran segundos. Quizá caminaba a velocidad normal. Había perdido por completo la noción del tiempo.
De nuevo le pareció oír algo. Sonaba como si alguien se moviera por el túnel cincuenta metros detrás de él en su misma dirección.
Cuando oyó por tercera vez el ruido le pareció que no había surgido a su espalda. Tampoco procedía de delante. Estaba dentro de su mente.
La decisión de tumbarse no la tomó su razón. Se le doblaron las piernas, su tripa rozó el suelo, sus brazos se abrieron.
Todo estaba negro a su alrededor. Abrió mucho los ojos. Negrura.
No sabía que existiera semejante negrura. Una tiniebla absoluta, sin una chispita de luz. Tan absoluta que intentó morderla.
Buscó la linterna. La había dejado junto a su cabeza, pero no estaba. Tanteó en busca de la mochila. No la encontró.
Se sentó para aclarar sus pensamientos. Al quedarse dormido llevaba la mochila a la espalda. Ahora había desaparecido, igual que la linterna, lo cual significaba que tenía que arreglárselas sin sus provisiones y que a partir de ese instante tendría que caminar inmerso en una completa oscuridad.
Le habría gustado saber la hora. Su reloj era un modelo analógico, sin luz.
Se levantó.
Caminaba a paso ligero a pesar del cansancio. Presentía que si volvía a detenerse, sería el fin. Algo aparecería de repente. En el fondo ya estaba allí, lo percibía. En el momento en que se sentase, se abalanzaría sobre él.
Una imagen que mostraba cien metros y más de agua por encima de su cabeza desfiló como un fogonazo por su mente. Consiguió borrarla, pero no tardó en regresar. Pensó en otra cosa. La imagen volvía. Él dentro de un tubo de hormigón y por encima un bloque gigantesco de agua.
Éste es un túnel corriente.
Que encima del túnel haya agua, roca o granito carece de importancia.
Se detuvo a la escucha. Creyó oír gotear, incluso correr el agua. Al mismo tiempo le embargaba la sensación de que algo le quitaba el aliento. Como si extrajesen el oxígeno del túnel o lo sustituyeran por otro gas.
Continuó andando mientras se apoyaba con la mano en la pared del túnel.
Cada vez le preocupaba más el temor creciente al ruido. Tenía miedo de que al instante siguiente sonara una explosión junto a su oído y le reventase el tímpano.
Allí no se produjo explosión alguna. Todo estaba en silencio.
Pensaba que ya tenía que haber llegado a su destino. ¿Habría dado la vuelta en sueños, eligiendo la dirección equivocada?
¿O había despertado en otro lugar? ¿Acaso el túnel en el que estaba metido no conducía a ninguna parte? ¿Seguiría caminando por allí indefinidamente?
– ¡Eh! ¡Hola! ¡Eh!
Pensar en algo bello.
Antes, sus sueños diurnos más agradables lo trasladaban a países lejanos. Se imaginaba sosteniendo un vaso y mirando al mar en un paseo marítimo. Le daba igual que fuera desde una tienda de campaña o desde un hotel de cuatro estrellas, llegar en coche o en la suite acristalada de un vapor de lujo. En su fantasía olía la sal, el sol perfumaba su piel, y nada le agobiaba. No tenía la menor obligación hacia otras personas o hacia sí mismo. Su única tarea consistía en preservar su paz interior y disfrutar del mar.
O se trasladaba a la Antártida. En ella, según su imaginación, jamás reinaba un frío desagradable. Él caminaba por los hielos eternos alumbrados por el sol. Llegaba al Polo, abrazaba a investigadores barbudos que pasaban el invierno en la estación polar, tocaba el letrero mientras pensaba en su hogar.
Antes, cuando le iba mal, en tiempos de desdicha personal o insatisfacción profesional, sus ensoñaciones lo trasladaban al extranjero, que en las últimas semanas le había importado un rábano. La lejanía significaba pérdida de control. Y además, cuando uno tenía la impresión de que se le escapaba todo, no se lanzaba a correr aventuras.
Como él en ese momento.
Estaba loco, completamente chiflado. Tambaleándose en medio de una absoluta oscuridad. ¿Qué es lo que…?
Pensar en la Antártida.
Veía montañas heladas, azul y blanco. El hielo por el que arrastraba su mochila era blanco, de una blancura inmaculada. Por encima de él, el cielo azul.
Una vez vio en un documental televisivo cómo unos investigadores perforaban y extraían un cilindro de hielo en la Antártida a kilómetros de profundidad. El trozo de hielo extraído tenía que ayudarles a aprender a comprender el cambio climático. A Jonas le había fascinado menos esa perspectiva que el cilindro de hielo mismo.
Un trozo de hielo, de medio metro de longitud y diez centímetros de diámetro. Hasta unos minutos antes estaba enterrado bajo millones de metros cúbicos de hielo. Por primera vez desde… sí, ¿desde cuándo?…desde hacía centenares de miles de años veía la luz. Esa agua se había congelado hacía una eternidad, y después se había despedido poco a poco de este mundo. Cinco centímetros de profundidad. Cincuenta. Dos metros. Diez. Cuán largo tiempo había transcurrido ya entre el día en que había abandonado la superficie y aquel en el que llegó a diez metros de profundidad. Un período de tiempo que él no lograba imaginarse. Y sin embargo un parpadeo comparado con el tiempo transcurrido entre diez metros y un kilómetro.
Ahora ese trozo de hielo estaba allí. Volvía a ver el sol.
Buenos días, sol. Aquí estoy de nuevo. ¿Qué has vivido tú?
¿Qué pasaría en su interior? ¿Comprendería lo que sucedía? ¿Se alegraría? ¿Estaría afligido? ¿Pensaría en la época en la que descendió? ¿Compararía las épocas?
Tuvo que pensar en el hielo que todavía estaba abajo. En los vecinos directos del trozo sacado a la superficie. ¿Lo echarían de menos? ¿Sentirían envidia, lo lamentarían? Y tuvo que pensar en el otro hielo, a dos kilómetros de profundidad, a tres. En cómo había llegado allí. En si regresaría y cuándo, y en el aspecto que tendría la Tierra en ese momento. En lo que pensaría y sentiría abajo, en la oscuridad.
Creyó oír un ruido: rumor de agua.
Se detuvo. No se engañaba. Delante de él corría agua.
Se volvió y corrió. Tropezó y cayó al suelo, sintiendo un estremecimiento de dolor en su rodilla.
Allí tirado creyó percibir que las vías se inclinaban suavemente hacia abajo. Al momento siguiente creyó que era al revés. Se levantó y dio unos pasos. De ese modo no se notaba si iba cuesta arriba o cuesta abajo. En un segundo el camino se inclinaba, al siguiente ascendía. Pero Jonas se dio cuenta de que le costaba más caminar en la dirección original.
Siguió andando. El rumor aumentó en intensidad. Corrió. Bajo sus pies, se oía salpicar el agua. El rumor era cada vez más poderoso. Retumbó un trueno. Segundos después Jonas salió al aire libre.
Era de noche. Encima de él, los relámpagos a los que seguía un trueno salvaje cruzaban el cielo. La lluvia caía impetuosa sobre su cabeza. El viento soplaba en ráfagas tan fuertes que casi derribaban a Jonas. No se veían luces encendidas por ninguna parte.
A pesar de la tormenta se apresuró a abandonar el trazado de la vía. Al cabo de un momento encontró una puerta abierta en la valla. Se dirigió hacia la izquierda, donde esperaba encontrar casas. Aunque también habría podido optar por la dirección opuesta, estaba oscuro como boca de lobo y no tenía la menor idea de adónde se dirigía. Confiaba en no caerse de cabeza al mar, cuyo oleaje creía escuchar en medio del retumbar del trueno.
Cruzó un prado de hierba alta. A unos metros vio brillar algo. Era una motocicleta. Al lado, el viento sacudía la lona de una tienda de campaña.
En la extensión de la tienda Jonas encontró mochilas empapadas, tropezó con zapatos, se golpeó el pie contra una piedra que sujetaba una estera. Como los dedos le temblaban de frío y agotamiento, le costó un rato abrir la cremallera de la entrada de la tienda. Penetró en el interior, pero sólo cerró la mosquitera para poder ver el exterior.
Tanteó con la mano. Palpó un saco de dormir. Una pequeña almohada. Un despertador. Otro saco de dormir. Debajo de la segunda almohada había una linterna. La encendió. En ese preciso instante un trueno retumbó por encima de él, mejor dicho a su alrededor. Del susto se le cayó la linterna de la mano.
Intuyó que estaba a punto de quedarse dormido.
Iluminó la tienda con la linterna. En un rincón había latas de conservas y un hornillo de gas. Al otro lado un discman, junto a un montón de CDs. En la esquina próxima a la entrada encontró artículos de aseo: maquinilla de afeitar, espuma, crema para la piel, un estuche de lentes de contacto, artículos de limpieza, cepillos de dientes. Entre las mochilas había un periódico bosnio del 28 de junio y una revista erótica.
Tuvo la impresión de que había algo desconocido cerca. Figuraciones, se dijo.
Apagó la linterna. Se despojó de las ropas empapadas en la oscuridad y, tras abrir la mosquitera, las escurrió fuera. Colocó camisa, pantalón y calcetines al otro lado de la tienda, en un rincón. Se metió desnudo en un saco de dormir y utilizó el segundo a modo de manta. Volvió la cabeza hacia la entrada. Tiritaba.
Mientras escuchaba la tormenta bajo la lluvia, se preguntó si habría cerca un punto más alto o si podía caer un rayo sobre la tienda. Al momento relampagueó, de forma que la tienda se iluminó como si fuera de día. Jonas cerró los ojos, sin pensar en nada. Luego, unos segundos más tarde de lo esperado, llegó el trueno.
Jonas dio vueltas de un lado a otro. Estaba tan cansado que le castañeteaban los dientes, pero no conseguía relajarse. La tormenta se alejaba despacio. La lluvia siguió azotando el techo de la tienda, empapando el prado, chapoteando en los charcos. El viento sacudía los palos de la tienda, y más de una vez Jonas creyó que quedaría enterrado debajo de las lonas.
Le parecía que alguien pasaba la mano por el exterior de la tienda. Levantó la cabeza. Escuchó pasos. Atisbo fuera. Oscuridad pura. Ni siquiera se veía la motocicleta.
– ¡Lárgate!
Ningún paso. Sólo el viento.
Jonas volvió a tenderse.
Se hundía en el sueño. Todo se alejaba.
¿Voces? ¿Eran voces?
¿O pasos?
¿Quién venía?