28

Deambuló por la vivienda sin reparar en cambios. Estaba igual que antes de partir. Regresó al camión.

Se sentó en el sofá, estiró las piernas y volvió a levantarse. Le parecía irreal que su viaje hubiese concluido. Pensaba que había partido hacía años. Como si el viaje a Smalltown fuera algo que en realidad no había sucedido, sino que lo llevaba en su interior desde siempre. Sin embargo sabía que había sucedido. Esta taza con su nombre se había caído, había tenido que limpiar de café esos muebles. Pero era como si esos objetos hubieran perdido parte de su carácter. El sillón en un camión que estaba en una autopista francesa era diferente al que ahora veía allí. El televisor en el que había contemplado el vídeo espantoso era el mismo guardado ahí enfrente, dentro del armario. Pero le daba la impresión de haber perdido algo. Importancia quizá, trascendencia, grandeza. Era un simple televisor. Y Jonas ya no estaba de camino. Había regresado.


En Brigittenauer Lände olía a cerrado. Recorrió las habitaciones en silencio. Allí no había estado nadie. Hasta la muñeca de goma yacía aún en la bañera manchada de mortero y polvo de ladrillo.

Colocó una cámara delante del espejo de pared del dormitorio. Revisó la calidad de la luz, atisbo por la lente. Vio la cámara emplazada delante del espejo y su figura inclinada detrás. Introdujo la cinta y puso en marcha la grabación.

Cerró la puerta. Situó la segunda cámara fuera, justo delante del agujero de la cerradura, y miró por la lente. Tuvo que ajustar la distancia. Ahora se distinguía bien la cómoda sobre la que colgaba el cuadro de la lavandera. Pulsó la tecla de grabación.

Se disponía a irse cuando vio una cinta de vídeo encima del televisor de la cocina-salón. Era la cinta en la que estaba grabado su viaje alrededor del canal del Danubio. Se la llevó.


Paseó por los jardines del Belvedere para estirar las piernas, entumecidas por el viaje. Sus pensamientos se tornaron de nuevo confusos. Se palmeó la cara con las manos. Aún era demasiado pronto para la siguiente pastilla. Era mejor comenzar el trabajo.

Con ayuda del carro transportó los doce televisores que había cargado en una tienda de electrónica de las cercanías. Colocó uno detrás de otro en el camino de gravilla con desesperante lentitud. No quería apresurarse. No quería actuar deprisa nunca más.

El quinto aparato lo situó encima del primero, el sexto, sobre el segundo, el séptimo sobre el tercero, el octavo encima del quinto, el noveno encima del sexto. El duodécimo lo colocó enfrente, para utilizarlo como asiento. Se sentó con cautela para probarlo. Frente a él, los televisores componían una bonita escultura.

Empalmó docenas de alargadores hasta que consiguió conectar los televisores a las tomas de corriente del Belvedere alto. Funcionaban todos. Un rumor aumentado once veces resonó en el lugar.

Enganchó las cámaras de vídeo a los televisores. Una tras otra, las pantallas se tornaron azules. Conectó las cámaras a adaptadores de red que enchufó asimismo en el Belvedere.

Aún no eran las dos y media. Programó las once cámaras para que iniciasen la reproducción a las 14:45 horas. A menos veinticinco y sin apresurarse había acabado.

Con impresionante precisión las cámaras se pusieron en marcha en el mismo instante. Se oyó un único clic. Al instante siguiente los once televisores mostraron once imágenes diferentes.

St. Pölten, Regensburg, Núremberg, Schwäbisch Hall, Heilbronn. Francia.

Once veces el 11 de agosto a las 16:00 horas. El mismo momento era grabado once veces en distintas partes del mundo. En St. Pölten el tiempo era nuboso, en Reims soplaba un fuerte viento, en Amstetten el aire vibraba de calor, en Passau lloviznaba.

En ese preciso instante Jonas había estado en el túnel del Canal encima del techo del camión, pensando en las cámaras. En la de Ansbach. Esa de allí, buen día. En Passau, otra. En la de Saarbrücken. En ese trozo de Saarbrücken que ahora veía allí. En ese trozo de Amstetten. Que ahora veía allí.

Cerró los ojos. Recordó los minutos transcurridos encima del techo. Sintió el techo del camión debajo de él. Percibió el calor. Olió el olor. Entonces había sucedido -abrió los ojos- esto de aquí. Esto de aquí. Había sucedido entonces.

Y ahora había pasado. Ya sólo tenía validez en esas cintas. Pero para siempre. Tanto si se mostraba como si no. Conectó las once cámaras en foto fija. Tras sentarse en el suelo de la Hollandstrasse, abrió la maleta. Había guardado en su interior, sin orden ni concierto, las cosas de Marie, y su contenido le salió al encuentro. Tocó las blandas telas. Sacó una prenda detrás de otra, las olió. Camisas suaves, frescas. Su aroma. El de ella.

Sopesó en la mano su teléfono móvil. Era el objeto que con más fuerza lo vinculaba a ella, más que sus llaves, sus camisas, sus braguitas, su barra de labios, su documento de identidad. Ese teléfono le había transmitido sus noticias y ella siempre lo había llevado consigo. Ese aparato guardaba las noticias que él le había enviado. Antes y después del 4 de julio.

Pero él desconocía el PIN.

Volvió a guardarlo todo. Colocó la maleta al lado de la puerta.


Se puso las gafas con anteojeras. La voz del ordenador lo guió a través de la ciudad. Varias veces sintió una sacudida y un sonido rasposo.

El edificio ante el que se quitó las gafas era una nueva construcción en Krongasse, a sólo un par de calles de la vivienda abandonada de su padre. Causaba una grata impresión. La puerta estaba abierta, por lo que no necesitó sacar la palanqueta del maletero.

Subió al primer piso. Apretó los picaportes. Todo cerrado. Continuó con el segundo piso. La puerta número 4 se abrió. Leyó la placa de los nombres.

Ilse-Heide Brzo / Christian Vidovic.

Había corriente. Por lo visto, había ventanas abiertas delante y detrás. Se dirigió hacia la izquierda. El dormitorio. Una cama revuelta. De la pared colgaba un mapamundi gigantesco. Jonas midió la distancia que había recorrido en su viaje a Inglaterra. No estaba tan lejos. África sí que estaba lejos. Y Australia, lejísimos. Pero de Viena a Inglaterra era una excursión.

Smalltown. Él había estado allí. En ese punto.

El cuarto de trabajo. Dos mesas. Una con un ordenador. Otra con una máquina de escribir. Estanterías con libros en las paredes, la mayoría de los títulos desconocidos. En uno de los estantes había una docena de ejemplares de tres libros diferentes. Jonas leyó los títulos. Un libro de ajedrez, una novela policíaca, un libro de autoayuda.

Se volvió hacia la máquina de escribir. Una Olivetti Lettera 32. Le asombró que alguien hubiera escrito con semejante monstruo mecánico. ¿Para qué servía entonces el ordenador?

Pulsó las teclas. Observó cómo los tipos saltaban hacia delante.

Colocó un papel. Escribió la frase:

Estoy aquí escribiendo esta frase.

Una máquina de escribir. Con todas las letras. Pulsadas en el orden correcto podían designarlo todo. Con ellas podían escribirse las novelas más aterradoras, la panacea universal, libros sagrados, poemas de amor. Sólo faltaba saber el orden correcto. Letra a letra. Palabra. Palabra a palabra. Frase. Frase a frase. El todo.

Recordó lo que en su infancia imaginaba que era un idioma extranjero. No se le había ocurrido pensar que existieran vocablos y gramáticas diferentes, él pensaba más bien que a una letra concreta en alemán le correspondía una letra concreta en inglés y otra en francés o en italiano. A lo mejor una e alemana equivalía a una k inglesa, y una ele alemana a una equis francesa, y una erre alemana a una eme húngara, y una ese italiana a una efe japonesa…

Y Jonas en inglés se diría Wilvt, en español Ahbug, en ruso Elowg.

La cocina-salón. El rincón para sentarse, la mesa de comer, la línea de los electrodomésticos. Fotos en las paredes. En una se veía a una mujer y un hombre con un niño pequeño. La mujer sonreía y el niño también. Un mujer hermosa. De ojos azules, rostro bien formado, buen tipo. El niño, con un trozo de pan en la mano, señalaba algo. Un niño querido de ojos bondadosos. Ese Vidovic había tenido suerte con su familia. No existían motivos para una mirada tan forzada. Sonreía, aunque no parecía muy contento consigo mismo.

Una vivienda agradable. Allí habían vivido en armonía.

Jonas se sentó en el sofá y levantó las piernas.


En la catedral de San Esteban ya sólo lucían pocas lámparas de techo. El olor a incienso, por el contrario, no se había mitigado. Jonas recorrió los pasillos, echó un vistazo a la sacristía, gritó. Su voz rebotó en las paredes. Las imágenes de santos lo miraban fijamente desde arriba.

Se dio cuenta de que le iba entrando sueño poco a poco. Se tomó una pastilla.

Tenía palpitaciones. No estaba excitado, al contrario, sentía una relajada indiferencia. Las palpitaciones se debían a las pastillas. Surtían efecto y Jonas se creía capaz de permanecer días enteros en pie si las tomaba con regularidad… El único inconveniente, además de la aceleración del ritmo cardíaco, era la sensación, unas veces más intensa, otras menos, de que le estallaba la cabeza.

Miró a su alrededor. Muros grises. Bancos viejos que crujían. Estatuas.


En Brigittenauer Lände recogió las dos cámaras. Volvió a recorrer la vivienda. Contemplaba todo aquello sobre lo que se posaban sus ojos, convencido de que volvería a ver ese objeto.

Notó un cierto malestar. Lo atribuyó a las pildoras.

Goodbye -dijo con voz ronca.


Había contemplado miles de veces desde su ventana el edificio del Kurier situado enfrente, pero nunca lo había visitado. Abrió la puerta. Buscó un plano del edificio en la garita del portero. No lo encontró, pero sí un manojo de llaves. Se lo guardó.

Tal como había sospechado, una parte del archivo se almacenaba allí, en el sótano, y por fortuna para él, era la parte más antigua. Los periódicos posteriores al 1 de enero de 1980 se guardaban fuera del edificio.

Recorrió hilera tras hilera. Apartó escaleras sobre ruedas y sacó grandes cajones de hierro que con toda seguridad resistirían un incendio. Muchas inscripciones en los ficheros estaban amarilleadas por el paso del tiempo, y tenía que sacar la caja y examinar un periódico para comprobar el año de publicación. Al final descubrió el departamento en el que se almacenaban los periódicos de su año de nacimiento. Buscó el mes. Abrió la caja correspondiente. Sacó el periódico del día de su nacimiento y el del día después.

– Muchas gracias -dijo-. Buenas noches.


En Hollandstrasse recogió la maleta de Marie. Al principio se había propuesto largarse enseguida, pero al ver el entorno familiar, se quedó.

Fue de un lado a otro palpando objetos, con los ojos cerrados, recordando. A sus padres. Su infancia. Aquí.

Entró en el cuarto del vecino donde había apilado las cajas sin vaciar. Metió la mano en una de las que contenían fotos y sacó un puñado. También se llevó el reloj de música.

En la escalera recordó el arcón. Después de dejar la maleta en el suelo, corrió escaleras arriba.

Cruzado de brazos, miraba fijamente el arcón. ¿Debía coger un hacha? ¿O debía dejarse de contemplaciones con ese maldito objeto y volarlo por los aires?

Cuando lo aproximó a la luz por el suelo sucio del desván, creyó oír un breve tableteo, pero no halló el posible origen del ruido.

Se sentó encima del arcón, tapándose la cara con las manos.

– ¡Ay! ¡Soy un idiota!

Dio la vuelta al arcón. La parte de abajo era la de arriba, allí estaba el asa. Abrió la tapa. El arcón ni siquiera estaba cerrado con llave.

Vio fotos, cientos de fotos, viejos platos de madera, acuarelas sucias sin marcos protectores, un juego de pipas de tabaco y un estuche de plata vacío. Lo que le electrizó fueron dos rollos de película. Al verlos, volvió a recordar la cámara de súper 8 que el tío Reinhard había regalado a su padre a finales de los setenta. Durante algunos años se filmó mucho con ella, en navidades, cumpleaños, en la excursión a Wachau a la cata de vinos. Su padre ya no montaba en el coche del tío Reinhard sin la cámara.

Jonas tomó uno de los rollos. Estaba convencido de que esas cintas recogían excursiones familiares. Al Weinviertel. Películas que mostraban a su madre y a su abuela. Películas filmadas antes de 1982 en las que su abuela hablaba a la cámara sin que se oyera nada, precisamente porque esa cámara no registraba el sonido. Estaba seguro de que encontraría esas tomas, pero ya no deseaba cerciorarse de eso.


Empujó la cama de matrimonio sobre las ruedas fuera del almacén de recogida de la tienda de muebles. En Schweighoferstrasse le dio un empujón. La cama bajó rodando hacia la calle Mariahilfer, donde chocó con estrépito contra un coche aparcado. Siguió empujándola con el pie en dirección a Ringstrasse. Poco antes de Museumsplatz, ya cuesta abajo, empujó la cama como si fuera un trineo y, cuando adquirió velocidad, se subió encima de un salto. Se levantó. Se puso de pie. Hizo surf sobre una cama de matrimonio con ruedas por Babenbergerstrasse hasta llegar al Burgring. No fue fácil mantener el equilibrio.

Colocó la cama en Heldenplatz, algo alejada del lugar en el que mes y medio antes había escrito la llamada de auxilio en el suelo. Se encaminó hacia allí con la intención de borrarla, pero la lluvia le había ahorrado el trabajo. Una mancha clara indicaba el lugar que habían ocupado las letras.

En el camión transportó hasta allí lo que esa moche juzgaba imprescindible. Situó unas cuantas antorchas en círculo, a cinco metros de distancia de la cama. Arrimó dos televisores al pie del lecho, conectándolos a las cámaras con las que esa mañana había filmado en Brigittenauer Lände y empalmó éstas al acumulador de corriente. Comprobó el resultado por seguridad. Con el acumulador, todo funcionaba. Esa noche desde luego no se produciría ningún fallo.

Distribuyó por toda la plaza focos orientados hacia arriba. No quería que le alumbrasen directamente. Pronto serpentearon tantos cables por el césped y por el suelo de cemento que tropezaba cada pocos metros, sobre todo a medida que iba oscureciendo.

Colocó la maleta de Marie junto a la cama. Guardó las fotos que había traído de Hollandstrasse, al igual que los periódicos, en una bolsa lateral para que no las arrastrara el viento. Arrojó la almohada y la manta que se había traído de la cabina del camión. Los proyectores sumieron la plaza en una luz irreal. Era como si se encontrase en un parque encantado.

Ahí estaba el Hofburg, allá la Burgtor. Detrás los árboles bordeaban Ringstrasse. A la derecha se alzaba un monumento. Dos basiliscos, cabeza contra cabeza, rodilla contra rodilla, luchaban y se empujaban. Pero también parecía como si se apoyasen el uno en el otro.

En el centro de la plaza, su cama. Se sentía como en un decorado cinematográfico. Hasta el cielo parecía falso. En esa penumbra anaranjada todo parecía tener dos caras. Los árboles, las rejas de las puertas, el propio Hofburg, todo era natural y genuino a la par que despiadadamente plano.

Encendió las antorchas y puso en marcha los vídeos. Con las manos cruzadas detrás de la cabeza se tumbó en la cama y alzó la vista hacia el cielo nocturno teñido de naranja.

Estaba allí.

Sin que lo acosase la bestia lobuna.

Ni los fantasmas.

Sin que lo acosaran.


Se tomó otra pastilla para asegurarse de que al fin y al cabo estaba tumbado en una cama. Contempló la imagen de los televisores. En uno, la de una cámara en la que parpadeaba una luz roja, al fondo un detalle de la cama en la que había dormido durante años. En la segunda un trozo de la cómoda y encima un bordado.

Excepto el parpadeo rojo, ambas imágenes permanecían inmóviles.

En la plaza reinaba el silencio. De vez en cuando una ráfaga de aire en los árboles acallaba el zumbido de las cámaras.

La primera foto lo mostraba de pequeño junto a su padre, al que, como es natural, le faltaba la mitad de la cabeza. Su padre rodeaba con el brazo izquierdo los hombros de Jonas, mientras con la mano derecha le agarraba las muñecas, como si estuvieran peleándose. Jonas tenía la boca abierta, como si gritase.

Qué manos las de su padre. Grandes. Las recordaba. A menudo se había acurrucado en ellas. Manos grandes, ásperas.

Lo recordaba. Sentía la aspereza de su piel, la fuerza de sus músculos. Por un momento percibió incluso el olor de su padre.

Esas manos de la foto habían existido. ¿Dónde estaban ahora?

La imagen que veía no era una simple fotografía tomada por su madre. Lo que veía allí, era lo que había percibido su madre en el instante de la toma. Jonas miraba a través de los ojos de su madre: veía lo que una persona que llevaba mucho tiempo muerta había visto muchos años antes en una circunstancia concreta.

Todavía recordaba con precisión la llamada. Estaba en Brigittenauer Lände, adonde se había mudado hacía poco, resolviendo un complejo crucigrama con una cerveza y se disponía a pasar una velada apacible, cuando sonó el teléfono. Su padre dijo con una claridad inusitada en él:

– Si quieres volver a verla viva, tienes que venir.

Ella llevaba mucho tiempo enferma, y los tres sabían que eso sucedería tarde o temprano. No obstante esa frase restalló como un latigazo en sus oídos. Dejó caer el bolígrafo y fue en coche a Hollandstrasse, adonde, por deseo de ella, la habían conducido desde el hospital.

Ella ya no podía hablar. Le cogió la mano y ella se la apretó. No abrió los ojos.

Él se acomodó en una silla junto a la cama. Su padre se sentaba al otro lado. Jonas pensaba en que él había nacido en esa habitación, en esa cama. Y ahora su madre agonizaba en su lecho.

El momento llegó a primeras horas de la mañana y ellos lo presenciaron. Su madre exhaló un estertor, enmudeció y se quedó yerta.

Jonas pensó en que, si había que dar crédito a los informes de personas con experiencias cercanas a la muerte, ella estaba ahora encima de ellos, flotando por encima de sus cabezas, contemplándolos desde arriba. Captando lo que dejaba atrás. A sí misma.

Él miró al techo.

Esperó hasta que llegó el médico y confirmó la muerte. Esperó a los empleados de la Funeraria Municipal. Al cargar el cadáver se oyó un ruido sordo, como si la cabeza hubiera chocado contra las paredes del ataúd de chapa. Su padre y él se sobresaltaron. Los empleados de la funeraria ni se inmutaron. Él nunca había visto a personas más calladas e inaccesibles.

Ayudó a su padre en los trámites administrativos, en la presentación del certificado de defunción en un despacho tenebroso y en la notificación de la incineración. Después se marchó a casa.

De regreso a su mesa en Brigittenauer Lände, recordó el día anterior, cuando ella aún vivía y él no sabía nada. Iba de un lado a otro, contemplando los objetos de las habitaciones mientras pensaba: cuando vi esto por última vez, ella aún vivía. Lo pensó delante de la cafetera, junto al fogón, delante de la lámpara de la mesilla de noche. Y lo había pensado ante el periódico: había seguido resolviendo el crucigrama, mientras miraba las letras de la víspera, recordando…

El antes. Y el después.

A eso de la medianoche le entró hambre. En el pasillo en penumbra de un supermercado untó con mermelada unos panes integrales.


Las pantallas mostraban la imagen acostumbrada. Había conectado las cámaras en repetición automática, de manera que las tomas de la cámara en el espejo y la de la habitación en la que no había nadie corrían ya por tercera vez. Estiró la espalda tensa, torciendo el gesto por el dolor. Se tumbó en la cama y cogió los periódicos.

Recordaba esa letra, esa maquetación. Así era el Kurier en su infancia.

Leyó los artículos del periódico del día de su nacimiento. Su contenido le llegaba de manera incompleta. Le fascinaba leer lo que había leído la gente el día en que su madre lo trajo al mundo. Es lo que había tenido la gente en la mano, entonces.

Estudió con más detalle el periódico del día siguiente. Estaba leyendo lo que había sucedido el día de su cumpleaños. Así supo que en Estados Unidos se habían desatado protestas contra la guerra en Asia, que en Austria reinaba un ambiente de contienda electoral, que en Brigittenau un borracho había hundido su coche en el Danubio sin herir a nadie, que los clubs vieneses habían ganado al fútbol y que, a la vista del espléndido tiempo, la gente había acudido en masa a las piscinas.

Ése había sido su natalicio. Su primer día en la tierra.


Por la mañana apagó todos los focos y metió en un cubo de agua las antorchas, que sisearon desprendiendo vapor. Conectó al televisor el aparato de vídeo que había cogido de camino en una tienda de electrónica. Introdujo la cinta del trayecto a Schwedenplatz, que nunca había visionado hasta entonces.

Se sentó en la cama, presionó el start.

Vio el Spider yendo hacia él. El coche dobló la curva, dirigiéndose al puente. Recorrió Heiligenstädter Lände. Pasó junto al edificio Rossauer Kaserne hacia Schwedenplatz. Cruzó el puente y continuó por Augartenstrasse. Tuvo un accidente en Gaussplatz.

El conductor bajó, caminó inseguro hacia atrás, e introdujo la mano en el maletero. Volvió a subir y prosiguió su camino.

Jonas apagó.


Se encontraba de nuevo en el Prater. Era poco antes de mediodía. Tenía un largo paseo tras él, cuyos detalles sin embargo no recordaba. Sólo sabía que había echado a andar, eso era todo. Sumido en pensamientos que hacía mucho que no tenía.

Arrastraba una pierna, ignoraba por qué. Intentó caminar con normalidad. Lo consiguió con esfuerzo.

Recorrió la pradera Jesuitenwiese. No sabía bien lo que se le había perdido allí, pero siguió andando. El sol estaba casi en vertical sobre él.

Cayó en la cuenta de que le habría gustado volver a visitar los restaurantes en los que había dejado una nota, para evocar en su memoria la comida del día en cuestión. Pero había dejado de apetecerle.

Se sentía como si hubiera librado una prolongada batalla, tan duradera y tan cruenta que ya no importaba conocer el vencedor.

Se tomó una pastilla. Cambió al lado opuesto, al terreno del parque de atracciones Wurstelprater. En el préstamo de bicicletas se sentó en un rickshaw, uno de los vehículos de cuatro ruedas con techo en que los turistas gustaban de pedalear por el Prater. Aún tenía algo que hacer.


Recorrió el Cementerio Central pedaleando a ritmo constante. A su lado, la laya que había cogido en la jardinería del cementerio chocaba contra las varillas del rickshaw. Soplaba un viento suave y el sol se había ocultado detrás de un pequeño banco de nubes, lo que hacía el trayecto aún más grato. Al contrario que en la ciudad, el silencio del lugar le resultaba tranquilizador. Al menos no le asustaba.

Buscando un montón de tierra recién amontonado pasó ante las tumbas de numerosas celebridades. Algunas de ellas recordaban las sepulturas lujosas de los príncipes. Otras eran más sencillas, con un simple letrero que anunciaba el nombre del difunto.

Jonas se asombró de la cantidad de personalidades famosas enterradas allí. Al leer algunos nombres se preguntó por qué figuraban entre las celebridades cuando él no había oído nunca hablar de ellos. En otros le sorprendió leer que habían muerto unos pocos años antes, pues él los creía muertos desde hacía décadas. Y en algunos se asombró porque no se había enterado de su fallecimiento.

Le gustaba tanto aquel lento paseo por el parque que a ratos olvidaba por qué había acudido allí. Pensó en su infancia, cuando iba muy a menudo a ese lugar en compañía de su abuela para cuidar la tumba de los bisabuelos. Más tarde había acompañado a su madre a la tumba de la abuela. Su madre encendía velas, arrancaba las malas hierbas y ponía flores mientras él paseaba por allí aspirando el aroma del cementerio, ese olor típico a piedra, flores, tierra y hierba recién segada.

Entonces no pensaba en la muerte, ni siquiera en la abuela muerta. Al ver los árboles se imaginaba los juegos tan maravillosos a los que podría jugar con sus amigos en ese lugar, y lo que tardarían en encontrarlo jugando al escondite. Cuando su madre le llamaba para que llenase la regadera en la fuente, retornaba a su mundo, pero a disgusto.

En cierto modo había estado más próximo a los muertos que a los vivos. A los difuntos debajo de sus pies los incluía en sus sueños diurnos con absoluta naturalidad; por el contrario a los adultos que, inclinados, arrastraban sus bolsas por los senderos, los excluía. En su fantasía había estado a solas con sus amigos.

¿Tenía que ser de verdad una tumba reciente? La tierra de encima tampoco es que estuviera mucho más suelta.

Se le ocurrió una idea.


Los datos posteriores a 1995 se almacenaban en el ordenador. En los años anteriores se habían utilizado pesados infolios que olían a moho y cuyas hojas estaban en parte sueltas. Jonas tuvo que indagar en uno de esos mamotretos. Conocía el año con exactitud: 1989. Del mes no estaba tan seguro. Presumía que fue en mayo, mayo o junio.

Su búsqueda se vio entorpecida por las distintas letras de los funcionarios que habían consignado la asignación de sepulturas. Algunas, sobre todo las que estaban en caligrafía alemana, eran casi indescifrables. Otras estaban descoloridas. A esto había que añadir el efecto secundario de las pastillas, que se acrecentaba poco a poco. Tenía la impresión de que habían metido su cabeza en un tornillo de banco, y las líneas bailaban ante sus ojos. No obstante estaba resuelto a proseguir la búsqueda, aunque tuviera que estar sentado hasta el día siguiente en esa silla giratoria pasada de rosca.

De repente lo encontró. Día de la muerte: 23 de abril. El entierro se realizó el: 29 de abril.

Al que él no asistió.

Apuntó la dirección de la sepultura en una nota y volvió a colocar el libro ordenadamente en la estantería. Delante del edificio de las oficinas del cementerio estaba el rickshaw, y emprendió el camino. La laya chacoloteaba. Olía a hierba.


Bender Ludwig, 1892-1944.

Bender Juliane, 1898-1989.


La anciana nunca había hablado de un marido. Pero eso ahora carecía de importancia. Agarró la laya y empezó a cavar.

Al cabo de un cuarto de hora tuvo que meterse en la fosa para seguir trabajando. Una hora después tenía ampollas abiertas en las manos. Le dolía tanto la espalda que cerraba los ojos continuamente mientras gemía entre dientes. Siguió cavando hasta que, dos horas después de la primera palada, topó con algo duro. Primero creyó que era una piedra, como las que había tirado fuera de la fosa. Pero para su alivio cada paletada de tierra que lanzaba hacia arriba descubría un trozo de ataúd.

La tapa se había ladeado. Por una rendija Jonas creyó ver unos harapos en los que relucía algo gris. Seguramente su imaginación le estaba jugando una mala pasada.

Se incorporó respirando hondo. Se asombró de no oler nada, salvo la tierra.

Perdón, hay que hacerlo.

Apartó la tapa. En un cajón de madera que se desintegraba por el paso del tiempo, que había perdido el color y la estructura, yacía el esqueleto envuelto en harapos de una persona.

Buenos días.

Eso era lo que había quedado de la señora Bender. Esa mano le había sostenido, cuando todavía estaba cubierta de carne. Él había mirado ese rostro. Cuando todavía era un rostro. Adiós.

Volvió a colocar la tapa, salió de la fosa y volvió a palear encima del ataúd la tierra amontonada. Trabajaba a una velocidad constante, preguntándose si había merecido la pena.

Sí. Porque ahora sabía que los muertos estaban muertos. Habían estado muertos y bajo tierra antes del 4 de julio, y seguían estándolo. Él no podía saber qué había sido de los vivos. No estaban en la Tierra y no acertaba a imaginar otro lugar al que pudieran haber ido. Pero los muertos se habían quedado. Y eso era un hecho.

Pero ¿qué pasaba con los muertos de encima de la tierra?

¿Qué pasaba con Scott en su tienda en la Antártida; una tienda que se había desplomado sobre él y sus camaradas; una tienda cubierta por una coraza de hielo con el paso del tiempo? ¿Se le consideraba un muerto bajo tierra? ¿Seguiría su cadáver allí?

¿Qué sucedía con Amundsen? Sus restos habían pasado los ochenta años transcurridos encima de un témpano de hielo, pero ¿continuarían allí?

¿Qué había sido de todas las personas que habían perecido en accidentes en las montañas y no habían sido enterradas nunca? ¿Se las habían llevado como a los vivos? ¿O seguirían allí?

Ya no necesitaba saberlo.


Entró en la catedral de San Esteban con la maleta de Marie y una silla plegable en la mano. El olor a incienso era tan débil como la última vez. Ya sólo lucían dos lámparas del techo.

Balanceando ante sí la maleta y la silla plegable, se encaminó despacio, paso a paso, al ascensor. Se volvió de nuevo. Escuchó.

Silencio.

Metió la maleta y la silla en el ascensor. Retrocedió.

Silencio.

Abrió la silla y se sentó. Acercó la maleta. Miró abajo, a la ciudad sumida en el crepúsculo vespertino. De vez en cuando una ráfaga de viento azotaba su rostro.

Ojalá no me acatarre, pensó.

Se echó a reír.

Tomó un guijarro en la mano y lo contempló. Sintió el polvo adherido a él. Vio las redondeces de la piedra, los ángulos, las depresiones, las grietas diminutas. No había otra piedra igual. Del mismo modo que no había dos personas que se parecieran entre sí en todos los detalles, tampoco había dos piedras que coincidieran exactamente en forma, color y peso. Esa piedra era un ejemplar único.

Una segunda igual que la que sostenía ahora mismo en la mano, no existía.

La tiró por encima del pretil.

Sabía que jamás volvería a verla. Nunca más. Aunque quisiera. Por más que registrara la plaza de San Esteban de cabo a rabo, nunca volvería a encontrarla. Y si hallaba una parecida a la que había arrojado, nunca tendría la certeza de que sostenía en su mano realmente la verdadera. Nadie podría decírselo. No existía la certeza. Sólo la vaguedad.

Recordó cómo la había sostenido. Su tacto. Recordó el momento en que la había sostenido.

Le vino a la cabeza el durmiente y algo que antes se le había ocurrido al pensar en duelos. Cuando dos personas luchaban entre sí porque una quería estrangular o acuchillar a la otra, estaban tan cerca ambas que desde el punto de vista espacial apenas existía diferencia entre una y otra, entre atacante y víctima. Pero sólo desde el punto de vista espacial, claro. Una piel estaba pegada a otra. Una era de un asesino, la otra de su víctima. Uno de los dos atacaba, el otro, a dos milímetros de distancia, caía muerto. Tan escasa, tan próxima, tan grande era la diferencia entre ser uno u otro.

No era su caso con el durmiente.

Empezó a lanzar con los dedos pastillas por encima del pretil.

El Yo. El Yo ajeno. Percibir a los otros. Captar lo que les había sucedido.

¿Por qué no se había despertado gritando el 4 de julio?

Antes se había planteado a menudo esa pregunta. Si en alguna parte del mundo perecía un sinnúmero de personas debido a una desgracia, a una catástrofe natural, a un bombardeo, y además a la misma hora, ¿por qué él no se percató? ¿Cómo era posible que perecieran tantos sin que él se diera cuenta? ¿Cómo era posible arrastrar a la muerte a cientos de miles de Yoes, sin que tuviera la menor noticia? ¿Cómo era posible que en ese preciso instante uno estuviera comiendo pan o viendo la televisión o cortándose las uñas, sin que le recorriera un escalofrío, sin sentir una sacudida eléctrica? ¿Tanto dolor sin señales de ningún tipo?

Eso sólo podía significar una cosa: contaba el principio, no el individuo. O estaban condenados todos o ninguno.

O ninguno. Así pues ¿qué hacía él allí? ¿Por qué se había despertado solo? ¿Es que no había en todo el universo nada que le quisiera?

Marie. Marie le quería.

Se encaramó encima del antepecho con la maleta en la mano. Muy por debajo de él, en la plaza de la catedral, vislumbró el camión parado.

Contempló la ciudad. Vio la Millenium Tower, la torre del Danubio, las iglesias, los edificios. La noria gigante. Tenía la boca seca, las manos húmedas. Olía a sudor. Se sentó de nuevo.

¿Debía hacerlo de manera consciente? ¿O era preferible obedecer a un impulso?

Al hojear su libro de notas, llegó al pasaje en el que se exhortaba a sí mismo a pensar el 4 de septiembre en el día en que había escrito esas notas. Había sido el 4 de agosto, lo había anotado en su habitación en Kanzelstein. Y ahora corría el 20 de agosto.

Pensó en el 4 de septiembre. En el de dentro de dos semanas. Y en el de dentro de mil años. No existiría diferencia entre ambos, al menos digna de mención. Había leído una vez que si la humanidad conseguía exterminarse a sí misma, sólo transcurrirían cien años hasta que no quedara ni rastro de la civilización. Así pues, el 4 de septiembre dentro de mil años habría desaparecido todo lo que tenía ante él. Pero el 4 de septiembre, dentro de dos semanas, ya no existiría ningún observador. ¿Qué diferencia habría según esto entre ambas fechas?

Marie. Vio su rostro. Su figura.

Sujetó la maleta entre las piernas. Sacó del bolsillo el viejo reloj de música. Asió el móvil de Marie.

Dio cuerda al reloj.

Pensó en Marie.

Se precipitó.

Hacia delante.

Despacio.

Cada vez más despacio.

Caía.


Ya conocía el ruido que aumentaba a mucha distancia. Sólo que esta vez parecía ascender en su interior. Dentro de él y sin embargo muy lejos. Al mismo tiempo le envolvió una claridad que parecía transportarle. Se sentía comprendido y abrazado, y se creía capaz de comprender todo lo que encontraba.

Una vida. Uno sólo era el mismo durante uno o dos o tres años, después cada vez tenía menos rasgos en común con la personalidad anterior, con la de cuatro años antes. Era igual que estar sobre una cuerda muy alto en el aire o en un puente colgante. La cuerda se combaba por donde uno caminaba en ese momento, en el lugar donde cargaba el peso. Un paso delante y otro detrás y se combaba menos. A cierta distancia el efecto del peso sobre la cuerda ya sólo se percibía débilmente. Eso era el tiempo, la personalidad en el tiempo. En cierta ocasión había hallado unas cartas escritas a una novia diez años antes, pero que nunca había enviado. El que las escribía era alguien completamente distinto. Otra persona. No otro Yo. Porque éste se mantenía idéntico en todo tiempo y lugar.

Vio ante sí el rostro de Marie. Se fue agrandando hasta que se depositó encima de él, se extendió sobre su cabeza, se deslizó en su interior. ¿Caía ya? ¿Caía?

En su interior el fragor pareció fluidificarse. Jonas olía y saboreaba la cercanía de un ruido. Vio un libro ante sí, venía hacia él. Penetró dentro de él y lo acogió.

Un libro. Escrito, impreso. Llevado a la librería. Colocado en el estante. Sacado y contemplado de vez en cuando. Comprado tras unas cuantas semanas entre otros libros, entre James y Marcel o entre Emma y Virginia. Trasladado a casa por el comprador. Leído y colocado en el estante. Y allí se quedó. A lo mejor después de años lo releyeron por segunda o tercera vez. Pero permanecía, permanecía en el estante. Cinco años, diez, doce, quince. Después fue regalado o vendido. Pasó a otras manos. Tras ser leído una vez, fue colocado nuevamente en el estante. Estaba allí durante el día, cuando había claridad, y por la tarde, cuando se apagaban las luces, y de noche en medio de la oscuridad. Y cuando alboreaba el nuevo día seguía en el estante. Cinco años. Treinta. Y era vendido de nuevo. O regalado. Eso era. Un libro. Un libro en el estante, lleno de vida en su interior.

Caía. Y sin embargo parecía que no se movía.

No sabía que el tiempo fuese tan correoso.

Se sentía como si a su alrededor fuesen a despegar cientos de helicópteros. Quería agarrarse la cabeza, pero no lograba captar el movimiento de su mano, tan lento era.

Viejo o joven para morir. A menudo había pensado en la tragedia que encierra una muerte prematura. Pero en cierta manera esa tragedia se mitigaba a medida que transcurría el tiempo. Dos hombres, nacidos alrededor de 1900. Uno había caído en la Primera Guerra Mundial. El otro siguió viviendo, cumplió veinte, treinta, cincuenta, ochenta. En el año 2000 también estaba muerto. Entonces ya no importaba nada que el más viejo hubiera visto muchos más veranos que el fallecido joven, que hubiera vivido esto y aquello que no le había sucedido al joven, porque a éste le había alcanzado una bala rusa o francesa o alemana, pues entonces nada de eso importaba ya. Todos los días de primavera, las salidas del sol, las fiestas, los amoríos, los paisajes invernales, habían desaparecido. Todo había desaparecido.

Dos personas, ambas nacidas en 1755. Una fallecida en 1790, la otra en 1832. Cuarenta y dos años de diferencia. Una eternidad. Doscientos años más tarde, una estadística. Todo lejano. Y pequeño.

Dentro y alrededor de él gemidos. Gemidos yertos.

Vio volar un árbol hacia él. Lo acogió. Lo conocía.

En la tierra almacenaban desechos radiactivos. Barras radiactivas estaban hundidas en la tierra en numerosos lugares del mundo. Irradiarían durante mucho tiempo, treinta y dos mil años. A menudo se había imaginado lo que diría la gente de los causantes de ese problema dentro de dieciséis mil años. Pensarían que dieciséis mil años antes habían vivido personas que no comprendían lo que era el tiempo. Treinta y dos mil años. Mil generaciones. Cada una de ellas tendría que afanarse por trabajar y pagar por lo que habían provocado dos o tres o diez generaciones por el beneficio a corto plazo. El tiempo no era sucesión, sino coexistencia. Las generaciones eran vecinas. Dentro de mil años todos los moradores de los edificios despotricarían en el sótano del retrasado mental que les había amargado la vida.

Así pensaba Jonas. Pero ya no llegaría todo eso. Las barras seguirían irradiando, y un buen día se apagarían, y sin embargo en un abrir y cerrar de ojos habría reinado calma en el planeta.

Caía cada vez más despacio. Su cuerpo parecía formar parte de lo que se avecinaba, y él se convertía en una parte del instante y en cuanto tal el rugido que se alzaba dentro y alrededor de él le pertenecía.

Cielo e infierno, habían dicho. El cielo para los buenos, el infierno para los malos. Era cierto, en la Tierra existía el bien y el mal. A lo mejor tenían razón, a lo mejor existían el cielo y el infierno. Pero no había angelitos en ningún sitio, ni tampoco unos seres con cuernos que te asaban en calderas. Cielo e infierno, así lo había entendido él, eran formas de expresión subjetivas del Yo pasado. El que había logrado la armonía consigo mismo y el mundo se sentiría mejor. Hallaría la paz. En un largo, largo segundo. Eso era el cielo. Alguien que fuera de espíritu impuro, se abrasaría a sí mismo. Eso era el infierno.

Desde allí arriba lo veía todo con claridad meridiana.

La felicidad era un día de verano en la infancia, en el que los adultos veían por televisión el mundial de fútbol y repartían flotadores en la piscina. Un día caluroso, con helado, con limonada. Con gritos estridentes. Y con risas.

La felicidad era un día de invierno en el que, en lugar de estar en el colegio, viajabas con tus padres en un tren nocturno por Italia. Nieve y niebla y una imponente estación de ferrocarril. Un compartimiento de tren y un cómic. Fuera, frío. Dentro, calor.

Vio un espejo que volaba hacia él. Se vio a sí mismo. Entró en sí mismo.

Vio el Pabellón de la Secesión envuelto. La torre del Danubio. La noria gigante. Vio la cama en la plaza Heldenplatz, diminuta. La escultura de televisores en los jardines de Belvedere, casi irreconocible.

La felicidad también era que de pequeño te llevasen de un lado a otro en el cochecito para niños. Mirar a los mayores, escuchar sus voces, admirar muchas cosas nuevas, que rostros desconocidos te saludaran y sonrieran. Estar sentado allí y viajar al mismo tiempo, con algo dulce en la mano, y con el sol calentándote las piernas. Y quizá toparte en otro cochecito infantil con la niña de pelo ensortijado, y pasar uno delante del otro y saludarse con la mano y saber, es ella, es ella, la mujer que amaré.

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