Se despertó con dolor de garganta. Se tocó la frente. No tenía fiebre. Miró al techo.
Después de haberse convencido durante el desayuno de que el televisor vibraba y la calle estaba vacía, se sentó ante el teléfono. Marie no contestaba ni al móvil ni en casa de sus parientes. Tampoco encontró a nadie más.
Vació medio cajoncito de medicinas hasta que encontró una aspirina. Mientras ésta se disolvía siseando en un vaso de agua, se dio una ducha. Se puso ropa deportiva y se bebió el vaso de un tirón.
Cuando salió de la sombra de la casa, miró a izquierda y derecha. Caminó unos metros y giró la cabeza a la velocidad del rayo. Se detuvo, a la escucha. Sólo el chapoteo del canal del Danubio llegó amortiguado a sus oídos. Estirando la cabeza buscó algún movimiento tras las ventanas de la hilera de casas.
Nada.
Regresó a su edificio y bajó al sótano. Una vez en su trastero puso patas arriba la caja de herramientas sin hallar nada adecuado. Al cabo de un rato recordó las tenazas para tubos que había depositado junto a una pila de neumáticos.
– ¿Hay alguien ahí?
En la amplia sala de taquillas de la estación de ferrocarril Westbahnhof su voz sonó de una debilidad ridicula.
Subió pesadamente las escaleras con las tenazas al hombro hasta la sala de espera. La oficina de cambio, el kiosco de prensa, los cafés, todo estaba cerrado.
Salió a los andenes. Varios trenes estaban preparados para partir. Retornó a la sala de espera y luego a los andenes.
Regresar.
Salir.
Entró de un salto en el Intercity con destino a Bregenz. Revisó el tren vagón tras vagón, compartimento a compartimento. Empuñando con firmeza las tenazas. Al entrar en los vagones de ambiente enrarecido, llamaba en voz alta. A veces tosía, carraspeaba con tanta fuerza como si pesase treinta kilos más. Aporreaba la pared con las tenazas, para producir el mayor estruendo posible.
A mediodía había revisado hasta el último rincón de la estación. Todos los trenes. Y las oficinas de los Ferrocarriles Federales. Y la sala de espera. Y el restaurante, en el que había comido miserablemente en un par de ocasiones y que aún apestaba a grasa. Y el supermercado. Y el estanco. El News & Books. Con las tenazas había roto lunas y puertas de cristal y hecho trizas las alarmas que ululaban. Había revisado las trastiendas. El pan de hacía dos días atestiguaba cuándo había estado alguien allí por última vez.
El gran panel indicador situado en el centro de la sala de espera no recogía llegadas ni salidas de trenes.
Los relojes funcionaban.
El cajero automático entregaba dinero.
Al llegar al aeropuerto de Schwechat no se molestó en dejar el coche en el aparcamiento y recorrer el largo camino de vuelta, sino que se detuvo directamente delante de la entrada principal, en la zona de estacionamiento prohibido, donde acostumbraban a patrullar policías y personal especializado.
En las afueras la temperatura era un poco más templada que en el centro de la ciudad. Las banderas ondeaban ruido samente al viento. Protegiéndose los ojos con la mano, escudriñó el cielo en busca de aviones. Aguzó los oídos. Todo cuanto oyó fue el crepitar de las banderas.
Con las tenazas al hombro se dirigió por corredores débilmente iluminados hacia la zona de embarque. Delante del café se veían cartas de bebidas colocadas sobre sus soportes encima de las mesas. El café estaba cerrado, igual que el restaurante y el pub. Los ascensores funcionaban. El camino hacia las salas de espera estaba libre. Los paneles no anunciaban ningún vuelo. Las pantallas permanecían oscuras.
Peinó toda la zona. Al pasar por una compuerta de seguridad, saltó la alarma. Unos golpes propinados con las tenazas pusieron fin a los aullidos. Acechó a su alrededor, preso de la inquietud. En la pared colgaba un cuadro eléctrico. Apretó unos cuantos botones. Al fin se restableció el silencio.
En la zona de llegadas comenzó a manipular un terminal de ordenador con la intención de averiguar cuándo había despegado o aterrizado por última vez un avión. Pero o carecía de conocimientos técnicos para solventar el problema o el ordenador estaba estropeado. En la pantalla vibraban tablas inútiles, y ninguna maniobra con el ratón o el teclado logró variar esa circunstancia.
Se confundió unas cuantas veces antes de encontrar la escalera de salida a la pista de rodadura.
La mayoría de los aviones aparcados pertenecían a Austrian Airlines. Había uno de Lauda, uno de Lufthansa, un aparato de Yemen, otro de Bélgica. Más allá, un 727 de El Al. Este avión fue el que más le interesó de todos. ¿Por qué estaba tan lejos? ¿Había estado a punto de despegar?
Cuando llegó al aparato, se puso en cuclillas. Miró resoplando hacia arriba y después hacia atrás, al edificio. Se sintió decepcionado. El aparato no estaba tan lejos, las dimensiones de la pista de rodadura le habían jugado una mala pasada. Tampoco había nada que indicase que el piloto se encaminaba hacia la pista de despegue.
Jonas empezó a gritar. Lanzó las tenazas, esforzándose por alcanzar primero la cabina, después una ventana de la zona de pasajeros. Cuando las tenazas se estrellaron ruidosamente contra el asfalto por octava o novena vez, se partieron en dos.
Registró todas las salas y estancias a las que pudo acceder. En la zona donde se cargaban los equipajes hizo un descubrimiento que lo electrizó: docenas y docenas de maletas y bolsas de viaje.
Abrió la primera maleta, expectante. Ropa interior. Calcetines. Camisas. Ropa de baño.
Ni ésa ni ninguna de las demás maletas contenía el menor indicio de lo que le había sucedido a su propietario. Tampoco se trataba de un número tan grande de bultos que le permitiera suponer que pertenecían a un único vuelo. Lo más probable era que esas bolsas y maletas hubieran sido olvidadas o no recogidas. A saber de quién serían. No le sirvieron de más.
Bajó del coche en Karolinengasse, ante el edificio de la esquina con Mommsengasse. Metió la mano en el interior del vehículo por la ventanilla abierta y tocó el claxon mientras alzaba la vista hacia las ventanas de los alrededores. No se abrió ninguna ni se descorrió una sola cortina, a pesar de que tocaba el claxon sin parar.
No se molestó en llamar al contestador automático. La puerta del edificio era en su mayor parte de cristal y la rompió golpeándola con uno de los brazos de las tenazas. Entró agachando la cabeza.
Werner vivía en el primer piso. Debajo de la mirilla estaba pegada la foto de un yak muy cargado. Sobre el felpudo, los Rolling Stones le sacaban al visitante una lengua sucia. Recordó cuántas veces había estado en esa misma situación con una botella de vino, oyendo los pasos de Werner aproximándose.
Aporreó la puerta con las tenazas. No hubo manera de abrirla. Precisaría una palanca para vencer a la cerradura. Buscó papel y lápiz en sus bolsillos para dejar una nota sujeta en la mirilla. Sólo encontró un pañuelo usado. Al intentar garabatear unas palabras sobre la puerta desnuda, la mina se rompió.
Al llegar a la estación de ferrocarril Südbahnhof se dio cuenta de lo hambriento que estaba. En la sala de taquillas trotó de ventanilla en ventanilla, de tienda en tienda. Rompió los cristales con las tenazas. Esta vez no desconectó las alarmas. Después de haber destrozado la ventana de la oficina de cambios aguardó ex profeso para comprobar si se disparaba la alarma o podía continuar con su obra de destrucción. A lo mejor aún había alguien preocupado por la ley y el orden que intervendría si se asaltaban cajas de ahorros.
Subió en la escalera mecánica hasta los andenes en medio de la ensordecedora música de las sirenas. Primero investigó la sección oriental, los andenes 1-11. Había estado allí en contadas ocasiones. Se tomó su tiempo. Después se situó en la segunda escalera mecánica.
También rompió los escaparates de las tiendas situadas frente a los andenes meridionales. No estaban dotadas de alarma, y eso le asombró. Cogió del kiosco una bolsa de patatas fritas, una limonada y un paquetito de pañuelos para su nariz moqueante. En la tienda de revistas tomó un montón de periódicos de dos días antes.
Entró en el primer compartimiento del tren que iba a Zagreb sin inspeccionar previamente los vagones.
El lugar estaba caliente y el aire era sofocante. Bajó la ventanilla de golpe y se sentó, colocando las piernas sobre el asiento de enfrente, sin descalzarse.
Mientras se embutía en la boca las patatas fritas con gesto mecánico, hojeó los periódicos. No encontró ni la menor alusión a la inminencia de algún acontecimiento especial. Querellas en política interior, crisis en el extranjero, crónica de sucesos atroces y banalidades. En las páginas de televisión talk-shows, películas, magazines.
Mientras leía, casi se le cerraban los ojos.
El aullido regular de las alarmas penetraba, atenuado, en el vagón.
Apartó el periódico de su regazo. Podía permitirse el lujo de disfrutar de un minuto de calma. Quedarse tumbado con los ojos cerrados, los tonos amortiguados de las alarmas en los oídos. Quedarse un minuto tumbado…
Se levantó de un salto, frotándose el rostro con energía. Buscó el cerrojo en la puerta, hasta que cayó en la cuenta de que sólo disponían de él los coches cama.
Salió al pasillo.
– ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?
Comprobó la consistencia de la cortina del compartimiento con las puntas de los dedos, una pieza mugrienta, ahumada, que en otras circunstancias no habría tocado. Se colgó de ella con todo su peso hasta que sonó un chasquido y se desplomó al suelo con la tela en la mano. Logró partir la cortina en bandas con ayuda de lo que quedaba de la tenaza. Las anudó alrededor de la manilla de la puerta y ató un extremo en la reja del estante de los equipajes.
Después de haberse hecho una cama con los seis asientos, terminó de beberse la lata y se tumbó.
Volvía a sentirse un poco más animado. Tumbado, con el brazo debajo de la cabeza a modo de almohada, acariciaba con los dedos la funda de terciopelo de los asientos. Palpó el agujero producido por una quemadura.
No pudo evitar pensar en la época en que se pasaba el verano por toda Europa en compañía de amigos. Había recorrido muchos miles de kilómetros sobre un lecho de colchones ambulante como ése. De un olor desconocido a otro. De acontecimiento en acontecimiento. De una ciudad excitante a otra aún más atractiva. De eso hacía quince años.
¿Dónde estaban en ese instante las personas con las que entonces había pasado la noche en estaciones y parques?
¿Y aquellas con las que había hablado tan sólo dos días antes?
¿Dónde estaba él?… En el tren. Incómodo. Parado.
Debió de dormir una media hora. Por la comisura de la boca le había salido saliva. En un gesto reflejo limpió el asiento con la manga. Observó la puerta. La cerradura improvisada estaba intacta. Cerró los ojos y escuchó: nada había cambiado. Las alarmas aullaban exactamente igual que antes.
Se sonó la nariz, taponada por el resfriado y el polvo del compartimiento. Después comenzó a desatar de la puerta las tiras de cortina. Comprobó que había realizado su cometido a conciencia. Manipuló los nudos, pero, preso de la impaciencia, le faltaba habilidad en los dedos. Lo intentó por la fuerza. La puerta no se movió ni un centímetro. Los nudos se quedaron inmovilizados definitivamente.
No le quedaba más remedio que liberarse por las bravas. Rompió el cristal de la puerta con el brazo de la tenaza. Salió con cautela, tras lanzar una mirada al compartimiento para memorizar esa imagen, por si tenía que regresar por algún motivo.
Saqueó el supermercado.
Cogió bebidas y latas de sopa, bolsitas de aperitivos, chocolate, manzanas y plátanos. Cargó carne y salchichas en un carrito metálico de la compra. Las mercancías se estropearían pronto. No se atrevía a calcular cuándo podría volver a disponer de un filete fresco.
Antes de subir a su coche, lo rodeó. No estaba seguro de haberlo aparcado exactamente así.
Escudriñó a su alrededor, dio unos pasos y regresó al automóvil.