El reloj de pared indicaba el mediodía. Salió de la cama con los dos pies al mismo tiempo. Tenía el cuello rígido y le dolía la pierna derecha. El latido en su mejilla, por el contrario, ya lo conocía. Se preguntó si le quedaban analgésicos.
¿Cómo es que había dormido tanto tiempo? ¿Qué teatro había vuelto a desarrollarse esa noche para no despertarse hasta doce horas después? Y no precisamente repuesto y descansado, sino tan extenuado como después de un duro día de trabajo.
Miró a la cámara.
No estaba.
– Calma -levantó las manos en un gesto de rechazo-. Un momento, un momento.
Agachó la cabeza, se tiró del pelo. Intentó pensar. Un vacío interior. Alzó la vista.
La cámara había desaparecido.
Revisó la puerta de la vivienda: cerrada por dentro. Examinó las ventanas. Nada llamativo. Alumbró con la linterna debajo de la cama, abrió armarios y cajones. Inspeccionó incluso el techo de la habitación, el cubo de la basura y el depósito del inodoro.
Mientras desayunaba intentó recordar qué había hecho antes de quedarse dormido. Había colocado una nueva cinta y la había programado para las tres de la mañana. A continuación se había lavado los dientes y se había enrollado un pañuelo alrededor de la cabeza contra el dolor de muelas, porque, preso de la desesperación, no se le había ocurrido otra idea. A eso de la medianoche se acostó.
¡El pañuelo! También había desaparecido.
Jonas depositó la taza de café. Contempló sus manos. Sí, eran las suyas. Ése era él.
– Tú eres éste -dijo.
De camino a la farmacia buscó la cámara con la vista. No se habría asombrado de encontrarla encima del techo de un coche o en medio de un cruce, o rodeada de ramos de flores. Pero no la descubrió por ningún sitio.
Se tragó dos pastillas de Parkemed de golpe y guardó el resto de la caja. El Parkemed siempre le había ido muy bien contra los dolores, no comprendía por qué no le había hecho efecto la noche anterior.
Su mandíbula latía, caliente. Si presionaba con suavidad el lugar afectado, el dolor le llegaba hasta la nuca.
Le hubiera gustado situarse delante de un espejo para comprobar si se le había hinchado, pero lo descartó. Se palpó las dos mejillas a la vez. Estaba indeciso. Quizá, sí. Sí, cabía esa posibilidad.
Cuando el dolor cedió, emprendió a pie el camino hacia el centro. En el puente Salztor se acodó en el pretil. El viento le metió motas de polvo en los ojos. Parpadeó mientras observaba el agua. Parecía más limpia que antes.
Apoyándose con los brazos extendidos en la barandilla observó el paseo de la orilla, sembrado de latas de limonada aplastadas, cajetillas de cigarrillos, otros desechos de plástico y papel. En verano solía pasear por allí con Marie y se tomaban un helado. A veces optaban por cenar en el restaurante griego, junto al canal. Al ponerse el sol llegaban los mosquitos. A él no le picaban, pero a Marie no le servían de nada las lociones antiinsectos ni las velas aromáticas, pues al día siguiente despertaba con docenas de ronchas rojas.
Se volvió de improviso.
No había nadie.
Por debajo de él pasaba murmurando el canal del Danubio.
Siguió andando. El dolor de muelas reapareció. Se tocó la mejilla: ahora sí que la tenía inflamada.
En la cocina de un restaurante de Franz Josef Kai encontró varios platos congelados. Calentó uno en una sartén y se lo comió con sumo cuidado. A pesar de todo en una ocasión se golpeó el diente enfermo con el tenedor. La oleada de dolor lo dejó petrificado. Al cabo de unos segundos, cuando se calmaron los latidos calientes, gritó.
En la calle Marc Aurel se topó con un Mercedes aparcado, detrás de cuyo parabrisas estaba sujeta una caja oscura. Navegación por satélite. Tenía la llave puesta. Jonas encendió el motor y acto seguido conectó el navegador.
– Buenos días -rechinó una voz femenina robótica.
Pulsó, indeciso, el menú de usuario. Escogió la calle Mariahilfer e introdujo el número del centro comercial.
– A los cincuenta metros, gire a la izquierda -dijo la voz de ordenador, mientras se iluminaba en la pantalla la cifra 50 y una flecha señalaba la izquierda.
En el cruce siguiente, Jonas giró a la izquierda. La voz habló de nuevo, y la pantalla indicó que 75 metros después debía volver a girar a la izquierda. Obedeció. Cinco minutos más tarde se encontraba a las puertas del centro comercial.
En la tienda de artículos deportivos se procuró unas gafas de natación y en la papelería el resto de lo que necesitaba. Encima del capó del Mercedes, construyó con cartón dos anteojeras para las gafas. Antes de pegarlas, pintó el plástico de la ventana con un rotulador negro, dejando libre sólo una rendija.
Comprobó la visión. Debía bastar para evitar colisiones. Acto seguido pegó las anteojeras y se puso las gafas. Sin mirar, escogió en el registro del navegador una calle cualquiera y marcó a ciegas el número de una casa.
– La dirección indicada no existe.
Se quitó las gafas. Había marcado Zieglergasse 948. Evidentemente era aconsejable teclear sólo dos dígitos para el número de la vivienda.
Se puso nuevamente las gafas y volvió a intentarlo. Pulsó sólo un dígito para el número de la casa.
– Después de 150 metros, gire a la izquierda -dijo la voz del ordenador.
No tardó en desorientarse. Había dejado atrás Ringstrasse, pero no estaba seguro de por dónde había salido. Se concentró en no rozar el bordillo y dejó de preocuparse de la calle por la que circulaba.
En ese momento a unos cientos de kilómetros encima de él flotaba un satélite que enviaba indicaciones al aparato colocado delante de sus narices. Jonas, en contra de sus propias convicciones, se lo imaginaba como una esfera de la que asomaban multitud de antenas. Fuera cual fuese la forma del satélite, era innegable que orbitaba alrededor de la Tierra a gran altura. Y que nadie lo veía. Estaba allí arriba, completamente solo, transmitiendo datos.
Jonas se imaginó la esfera: su vuelo, el aspecto de lo que la rodeaba, la rotación bajo ella del Planeta Azul, la panorámica de la Tierra. Y todo eso en absoluta soledad, sin testigos humanos. Pero era seguro que sucedía. La prueba era una voz robótica que le indicaba que se adentrase en la próxima calle a la derecha, pues su destino era la tercera casa del lado izquierdo.
El dolor de muelas le torturaba cada vez más. Se le pasaron las ganas de emprender otras excursiones de reconocimiento. Sacó un Parkemed del paquete. Se le quedó atragantado. Se detuvo en un kiosco para coger un bote de limonada. Se tragó la pastilla.
Aparcó el Mercedes delante de los grandes almacenes Steffl. Durante el trayecto en el ascensor panorámico, saludó en todas direcciones, con el dorso de las manos hacia fuera. Se sentó con una manzanilla en la misma mesa que el día anterior. Su botella de agua mineral estaba sin tocar. Ante él se alzaba la catedral de San Esteban. El cielo estaba diáfano y azul.
Al cabo de un momento el dolor cedió. El sordo tirón en la mejilla continuaba, pero Jonas estaba tan contento de no sufrir dolores que comenzó a balancearse en la silla mientras dejaba caer por encima de la barandilla una chapa de cerveza tras otra.
De todas las cintas que había visto en las semanas pasadas, la de la noche anterior era quizá la más enigmática. Era casi idéntica a la que había grabado tres días antes. Su hipótesis de que la segunda vez quizá había presionado la tecla de reproducción en lugar de la de grabación, era falsa, pues existían dos cintas. Y había tres pequeñas diferencias. Primera: la mirada del durmiente. Segunda: guiñaba un ojo. Tercera: la voz. La mirada del durmiente era la más penetrante que Jonas había visto en sí mismo, en el espejo, en vídeos o en fotografías. Además recordaba perfectamente que en la primera noche no había guiñado el ojo a la cámara.
¿Qué quería comunicarle el durmiente con ese gesto? ¿Era una simple broma? ¿Pretendía burlarse de él?
Sentía cómo se le escapaba la conciencia y se hundía rápidamente en el sueño. Imágenes absurdas, variopintas, se alzaban en su mente. Nada tenía sentido y todo tenía un orden claro que él comprendía.
Se despertó sobresaltado. Miró a su alrededor en todas direcciones. Levantándose de un salto, registró con paso cansino el local. No había nadie. Al menos no se veía ni un alma. No conseguía desembarazarse de la sensación de que alguien había estado allí. Pero eso ya lo conocía. Figuraciones suyas.
Retornó a la terraza. El sol había avanzado. Ya no lo veía, sólo sus rayos brillaban por encima de los tejados.
La pregunta de si existían otras personas aparte de él, en Sudamérica, en Polonia, en Groenlandia o en la Antártida, tenía el mismo carácter que antes la cuestión de la posible existencia de los extraterrestres.
Las especulaciones sobre la vida inteligente lejos de la Tierra nunca le habían interesado de veras. Los hechos eran suficientemente fascinantes. Cuando un robot aterrizó en Marte, Jonas había contribuido con su ordenador en casa y en la oficina a que se cayeran los servidores de la NASA. Ansioso por contemplar las primeras imágenes tomadas en el planeta rojo, había pulsado cada par de segundos el botón de actualización del navegador. Lo que contempló entonces no era demasiado espectacular. Creyó incluso que Marte parecía Croacia. Pero la existencia misma de esas fotografías, el hecho de que en ese instante un aparato creado por el hombre estuviera en un cuerpo celeste tan lejano haciendo fotografías, provocaba en él una fascinación desmedida.
Se imaginó el vuelo de la sonda recorriendo, sigilosa, el universo. Descargando encima de Marte la cápsula con el robot, que entraba en la atmósfera y volaba hacia el suelo colgada del paracaídas. Y se posaba.
Nadie vio el aterrizaje del robot, nadie. No obstante, aconteció. A millones de kilómetros de distancia de cualquier ojo humano un robot rodaba por la arena roja.
Jonas se había imaginado entonces que él estaba allí, observando la llegada del robot. Se había imaginado que él era el robot. Lejos de todo lo que las personas conocían gracias a su propia percepción. Se había imaginado lo lejos que estaba la Tierra. Con todos los que conocía. Con todo lo que le resultaba familiar. Y sin embargo él vivía. Podía vivir sin que nadie lo viera.
Después había regresado a la Tierra y había pensado en el robot. ¿Qué sensaciones le asaltarían, solo en Marte? ¿Se preguntaría qué sucedía en la patria? ¿Sentiría algo parecido a la soledad? Jonas viajó de nuevo mentalmente hasta el robot y vislumbró la zona en la que se encontraba: un desierto rojo y pedregoso. Sin huellas de pisadas en la arena.
También en ese preciso instante estaba el robot en Marte. Justo el mismo instante en el que Jonas devolvía al bar su vaso vacío, en Marte dormía un robot.
En casa, Jonas se tomó otra pastilla. La dosis máxima diaria eran dos. Pero, llegado el caso, haría caso omiso de semejante recomendación.
Se sentía exhausto. Hizo gimnasia y metió la cabeza debajo del chorro de agua fría. A lo mejor debía acostarse. Recordó la videocámara desaparecida. Intuía que volvería a verla. Seguramente entonces le aguardaría también una sorpresa desagradable.
Se tumbó en la cama, sin hacer nada, esforzándose por ignorar cualquier ruido. Cuando consultó el reloj eran las nueve y media. La calle estaba sumida en la oscuridad.
Se obligó a comer algo, temeroso de que la medicina dejara de surtir efecto si no lo hacía. Después se tomó la segunda pastilla. Es verdad que en ese momento no le dolía, pero quería desterrar el dolor el mayor tiempo posible. Su mejilla palpitaba.
Se tocó la frente. Seguramente tenía fiebre. No sentía el menor interés por buscar un termómetro y convencerse. Se acercó a la nevera a por una cerveza.
¿Qué iba a hacer si no se le pasaba?