20

Parpadeó mirando a la cámara, que seguía allí, inmóvil. Tampoco parecía haber otros cambios.

Era 4 de agosto. Ya hacía un mes. Un mes desde que había esperado por la mañana inútilmente en la parada al autobús. Así había comenzado.

Abrió las contraventanas. Un día soleado. No se movía ninguna rama, ningún tallo. Jonas se vistió. Notó el cuaderno de notas en el bolsillo. Abrió la primera página libre y escribió:

Me pregunto dónde estarás el 4 de septiembre y cómo te irá. Y cómo te habrá ido las cuatro semanas anteriores. Jonas, 4 de agosto, Kanzelstein, dormitorio, junto a la mesa, vestido, cansado.

Contempló el cuadro de la pared. A juzgar por el marco envejecido y los colores ya era algo viejo. Mostraba a una única oveja en un prado. La parte trasera del animal lucía unos vaqueros, la delantera estaba cubierta por un jersey rojo. En las patas llevaba calcetines, en la cabeza un sombrero ladeado con descaro. Esa curiosa visión le recordó lo que había soñado.

Estaba mirando por la ventana en Brigittenauer Lände. Llegó un pájaro y se posó en el respaldo de una silla colocada en un balcón que Jonas no tenía. Se alegró por el pájaro. ¡Al fin animales de nuevo!

De repente la cabeza del pájaro cambió. Se hizo más ancha y más larga, parecía feo y furioso, como si culpase a Jonas de lo que le estaba ocurriendo. Mientras Jonas lo contemplaba, petrificado, el pájaro volvió a cambiar de aspecto. Ahora tenía cabeza de erizo. Inmediatamente después su cuerpo creció. Jonas veía una cabeza de erizo asentada sobre el tronco de un ciempiés de metro y medio de longitud. El ciempiés se enroscó, arañándose la cara, que adquirió apariencia humana. La persona jadeaba intentando respirar. Sacó la lengua como si la estuvieran estrangulando. Pataleaba con sus mil piececitos, resollaba, y de los orificios de su nariz brotaba una espuma rosácea.

La cabeza se transformó de nuevo, convirtiéndose en la de un águila y después en la de un perro. Ni el águila ni el perro tenían el aspecto que debían tener. Todos los animales le miraban. Él había leído en sus ojos que lo conocían a fondo desde hacía mucho tiempo. Y él a ellos.


Desayunó pan integral y café soluble. Después de abrir todas las ventanas, recorrió la casa.

Se pasó largo rato contemplando el paisaje desde el balcón sur, asombrado de las dimensiones. Todo le parecía más pequeño y angosto de lo que recordaba. Por ejemplo, el balcón. Había sido una terraza en la que él podía jugar al fútbol. Ahora se encontraba en un balcón corriente, de cuatro metros de largo por uno y medio de ancho. Otro tanto sucedía con el jardín, le había costado recorrerlo un minuto como mucho. El mesón de los Löhneberger lo había considerado antes una gran hostería. Ahora veía que en la plaza situada delante de la casa sólo podían aparcar cuatro coches en batería. El día anterior había contado las mesas del bar. Eran seis.

Amén de la vista desde el balcón. Cuando él había pensado en ese panorama, en su imaginación veía a cientos de kilómetros de distancia. Ahora comprobaba que sólo alcanzaba hasta el valle siguiente. Su mirada chocaba contra una cadena montañosa que no debía alzarse a más de veinte kilómetros de distancia. Lo verdaderamente extenso era el bosque que marcaba por detrás de la casa el límite de la propiedad.

En la habitación del pimpón reconoció un armario donde había raquetas, pelotas y una red de reserva. Examinó la madera en busca de señales y noticias. Cogió una raqueta y comenzó a jugar contra sí mismo, propinando golpes altos para que le diera tiempo a llegar al otro lado y devolver la pelota. El ruido de la pelota al chocar contra el tablero de la mesa resonaba en el recinto casi vacío.

Su padre le había enseñado allí a jugar al pimpón. Al principio Jonas cometía el fallo de situarse muy cerca de la mesa, y su padre se enfadaba.

– ¡Atrás, más atrás! -le gritaba.

Y, enfadado por la torpeza de su alumno para aprender, lanzaba la raqueta contra la red. Deseaba formar a Jonas lo más deprisa posible para contar con un rival útil. La madre, al igual que la tía Lena, no le sacaba gusto al juego, y al padre el tío Reinhard le parecía demasiado fuerte.

Del mango de la raqueta se desprendió un trozo de plástico encolado. A Jonas se le quedó la mano pegada. Devolvió la raqueta al armario y cogió otra. La probó blandiéndola y la giró en su mano. La reconoció.

Contempló la raqueta, emocionado. La había elegido antaño porque le parecía preciosa: la guarnición negra, el mango estriado… Ahora no conseguía descubrir ninguna diferencia digna de mención entre ésa y las demás raquetas.

Allí. Allí había sido. Su padre había estado allí. Él, en este lado.

Se arrodilló para experimentar la perspectiva de entonces. Saltó a derecha e izquierda y simuló que se lanzaba tras la pelota.

Su raqueta. Y su bastón. De un tiempo ido. Que ya no existía. Que ya no podría hollar ni utilizar nunca más.


A primera hora de la tarde cocinó en el mesón. Había descubierto la despensa detrás de una puerta insignificante. Se preparó pasta y patatas. Comió en abundancia. Se sirvió una cerveza de grifo. Olía mal y era insípida. La tiró.

Se sentó en la terraza con una botella. Se había atado alrededor de los riñones una chaqueta del dueño. En la cabeza llevaba un deshilachado sombrero de campesino que colgaba de un gancho. El sol picaba, pero soplaba un fuerte viento. Se bebió la botella. Recordó la radio y corrió a la casa. La buscó durante media hora hasta convencerse de que no había ninguna.

En el invierno de casi veinticinco años antes había una, estropeada por cierto. Fue cuando estaban aislados por la nieve, todas las carreteras intransitables. Leo, el camarero, que ayudaba en los días festivos navideños, se hirió cortando leña. Creyeron que no sería nada grave, pero la herida se infectó. No se podía llamar a un médico, porque los aludes habían cortado todas las comunicaciones telefónicas. Leo yacía en la cama con septicemia. Cundió el desasosiego, contaban que iba a morir.

Jonas se enteró por casualidad de la existencia de la radio estropeada. Los adultos le dirigieron compasivas miradas de reojo cuando pidió que se la trajeran, el pequeño quería hacer teatro o darse importancia. Pero a Jonas le bastó fijarse en el relé para darse cuenta de que efectivamente podía ayudar. En el colegio, en la clase optativa de Física a la que acudía por la tarde, había construido tantos diagramas de conexiones que pidió en el acto un trozo de alambre de cobre. También le trajeron un soldador.

Unos minutos después, señalando la radio con gesto importante y el corazón latiéndole con fuerza, anunció que ya funcionaba. Al principio los demás se lo tomaron a broma, y su padre pareció decidido a tirarlo en ese mismo instante por la ventana junto con la radio. Jonas encendió el aparato. Cuando el dueño oyó el ruido, acudió deprisa e hizo la llamada de socorro. Dos horas después aterrizaba el helicóptero que trasladó a Leo al hospital.

La dueña lloraba. El dueño dio a Jonas una palmada en el hombro y le regaló un helado. Su padre encargó comida, pues dijeron que estaban todos invitados. Jonas pensó que habría más alabanzas o helado, pero al cabo de unos días dejó de hablarse del asunto. Tampoco se volvió a saber nada del relato que un periodista quería publicar en el periódico local.


En el bosque se puso pronto la chaqueta y se abrochó la cremallera. Parecía que llevaba tiempo sin llover. A cada paso que daba al ascender por la senda de la cabaña alpina, se levantaban nubecitas de tierra y polvo. Recordó que de pequeño, por miedo a las garrapatas que, según creía erróneamente, acechaban sobre todo en los árboles, llevaba capucha. Ahora incluso una de esas repugnantes criaturas habría supuesto un consuelo para él.

Creía saber qué dirección debía tomar. Pero para su sorpresa nada le resultaba conocido. Sólo arriba, delante de la cabaña a la que acudía a recoger la leche y donde un buen día le habían regalado un bastón, le vinieron a la memoria imágenes vivas.

En una ocasión le habían permitido llevar de vacaciones a un compañero de juegos que lógicamente, su padre lo quiso así, tuvo que pagarse la comida y el alojamiento de su propio bolsillo. Jonas había optado por Leonhard. Y en su compañía, ahora le venía de nuevo a la memoria, había estado también en ese lugar. Rodearon la casa fingiendo que eran indios deseosos de asaltar el rancho. Cuando el gigantesco anciano apareció en la puerta, el valor abandonó rápidamente a los atacantes, saludaron con timidez al trampero y desaparecieron entre la maleza.

La escopeta al hombro y el sombrero de campesino en la cabeza, miró a su alrededor en lo alto de la colina. Descansó unos minutos. ¿Debía forzar la entrada de la casa? Como no sentía ni hambre ni sed, abandonó el claro y prosiguió monte arriba.

No reconocía nada.

De vez en cuando un chasquido llegaba a sus oídos, como si alguien hubiera pisado una rama. Jonas se detenía.

Reprimía el miedo que se apoderaba de él. La noche pasada había demostrado que no tenía motivos para el temor.

Nadie lo amenazaba. Lo que oía era imaginación, sobreexcitación, casualidad y naturaleza. O en todo caso lo que quedaba de ella. A lo mejor un trozo de madera que se rompía. Sin intervención externa. Estaba solo.

– Tú tampoco colaboras -dijo mirando por encima del hombro.

Repitió la frase y se rió a carcajadas, como si hubiera hecho un buen chiste.

El reloj de su móvil indicaba las cinco y media. La batería estaba casi descargada. Se dio cuenta de que no tenía cobertura. Eso le inquietó. Sin embargo no tenía motivos, pues ¿a quién quería llamar? A pesar de todo le pareció una señal de que había ido demasiado lejos. Dio media vuelta.

Apretó el paso.

Algo surgió en él. Y fue cobrando fuerza.

Para distraerse, evocó el recuerdo de cuando siendo pequeño buscaba en esos bosques la tumba de Atila. Había oído hablar del asunto. Según la leyenda, el rey de los hunos, muerto durante una campaña por Austria, había sido enterrado en un bosque. Cada colina podía ser su tumba, y si descubría el lugar, Jonas se convertiría en un personaje rico y famoso. También había recorrido el bosque en compañía de Leonhard. En cada montón de tierra de cierto tamaño se miraban entre sí y barajaban las posibilidades con gesto experto. Aunque él buscaba únicamente en el lindero del bosque, a la vista de la casa de vacaciones o del mesón.

El camino estaba cubierto de helechos y Jonas tropezó con piedras ocultas. Dos veces le golpeó con fuerza la escopeta en el costado, cortándole la respiración. Se enfadó por habérsela llevado, pues no le servía para nada.

Se detuvo como si hubiera chocado con un muro. En una fracción de un largo segundo comprendió que acababa de escuchar una campana. Una esquila.

Allí… a su izquierda se repitió el tañido.

– ¡Espera y verás! ¡Te vas a enterar! -vociferó.

La escopeta delante del pecho, se lanzó en la dirección de la que pensaba que procedía el tañido. Para su confusión ahora resonó por tercera vez, a su izquierda. Volvió a correr hacia allí, sin pensar en lo que encontraría, ni saber lo que haría después. Simplemente continuó su carrera.

Después de que el tañido resonase por sexta vez, le asaltó la duda de si corría hacia él o se alejaba.

– ¡Eeeeeh!

No obtuvo respuesta. La campanita también permaneció muda.

Dejó resbalar la vista. Un árbol con tres troncos le llamó la atención. Algo le dijo que estaba en el lugar correcto. Pasó frente al árbol, apartó un matorral. Detrás había un pequeño claro. En el centro crecía un abedul solitario. La campana pendía de una de sus ramas.

Registró el entorno antes de acercarse a la campana. Colgaba de una cuerda asombrosamente fina. Era de metal. En los bordes tenía manchas de óxido. Nada indicaba el tiempo que llevaba bamboleándose allí ni quién la había colgado, pero era indudable que sonaba movida por el viento.

Se le ocurrió cómo podría haber llegado allí. Pero su teoría era demasiado fea para creerla.

Buscó el sendero por el que había venido. Había ido demasiado lejos y necesitaba orientarse de nuevo. Pronto creyó saber dónde se encontraba y dónde hallaría un sendero. Eligió la dirección correspondiente. Cuando al cabo de diez minutos se había adentrado más profundamente en el bosque, le asaltó de nuevo la sensación anterior.

– ¿Qué, maestro Atila, vienes a por mí?

Quiso imprimir a su voz un tono irónico, pero sonó menos firme de lo que deseaba.

Miró hacia atrás. Bosque espeso. Ni siquiera sabía de qué dirección acababa de salir.

Siguió caminando en línea recta. Caminar siempre en línea recta, buscar puntos fijos, ayudarse con la posición del sol o de las estrellas, así lo había aprendido en su día y aún no se había perdido nunca. Pero había olvidado cómo caminar en línea recta y no involuntariamente en círculo.

Una hora más tarde creyó reconocer otro lugar, pero no acertó a discernir si había pasado por allí antes o después del tañido. O veinte años antes.

Se asombró de lo deprisa que oscurecía.

Contempló el lugar que tenía ante sus ojos: un estrecho claro con helechos hasta la rodilla y avellanos. Los troncos de las hayas circundantes estaban cubiertos de musgo. Olía a setas, pero no se veía ninguna.

Mientras caminaba no se había percatado, pero al detenerse y pensar cayó en la cuenta de que refrescaba. Se frotó los brazos, el torso y los muslos con movimientos mecánicos. Dio unos pasos. Notaba las piernas pesadas como el plomo, le dolía la espalda y tenía sed.

Se sentó en el centro del claro. Por encima de su cabeza, divisaba un trozo rectangular de cielo azul que se iba tiñendo de rojo. En ese momento supo que la bestia lobuna se presentaría ese día. Él estaría sentado en ese lugar y oiría un chasquido. Después, los pasos. Y luego ella irrumpiría a través de la maleza para abalanzarse sobre él. Grande, incontenible, impersonal, imparable…

– No, no, por favor -susurró débilmente, y los ojos se le llenaron de lágrimas.

La oscuridad le asustaba aún más que el descenso de la temperatura. Como la batería del móvil se había descargado, no sabía la hora. No debían de ser mucho más de las siete. Era evidente que se había internado profundamente en el bosque.

Sacó una de las notas del bolsillo.

Gritar fuerte, leyó.

El azar que le había facilitado una orden adecuada, le infundió esperanza. Se levantó para gritar más alto.

– ¡Hola! ¡Estoy aquí! ¡Aquí! ¡Socorro!

Se dio la vuelta y repitió la llamada en dirección opuesta. No pudo disparar, porque se había dejado la bolsa con los cartuchos encima del viejo arcón. Aunque no contaba con tener que defenderse pronto de algo o de alguien con el arma de fuego, se alegró de sentir en la mano la madera lisa de la culata. Al menos no estaba totalmente desprotegido.

Pero… ¿y si no venía nadie? ¿Y si se quedaba allí?

¿Y si no volvía a encontrar el camino de regreso?

Acechó en todas direcciones. Cerró los ojos y escuchó a su fuero interno. ¿Acabaría así? ¿Retornaría de ese modo a la naturaleza?

Intentó no pensar en nada. Respiró hondo, imaginándose que se encontraba en otro lugar. Un lugar en el que no se sufrían escalofríos, ni hambre, ni se oían crujidos sospechosos. Con Marie. Con Marie en la cama. Con su muslo junto al de ella. Captando su ternura, su calor. Notando su aliento y la presión de sus manos. Percibiendo su aroma, escuchando su débil carraspeo cuando se daba la vuelta sin perder el contacto con él.

No estaba solo. Ella lo acompañaba. Si lo deseaba, la tendría siempre a su lado. De golpe ella estuvo mucho más cerca de él que hacía dos o cuatro semanas. Cuando ya creía haberla perdido.

Se sintió mejor. El miedo era pequeño. Gruñía en un rincón. Él estaba tranquilo. Al día siguiente encontraría el camino de regreso. Regresaría a su casa y después buscaría a Marie. Lo único que no debía hacer ahora era dormirse.

Abrió los ojos.

Había oscurecido.


Debía de ser medianoche cuando los calambres en brazos y piernas le resultaron insoportables. Tiró la escopeta en la hierba y se sentó.

Sus pensamientos no le obedecían desde hacía horas. Iban de un lado a otro, se tornaban confusos, volvían a perder color, envolvían, eran envueltos. La bestia lobuna aparecía en ellos y no era capaz de ahuyentarla. La violencia salvaje y la decisión que emanaban de ese ser le atormentaron hasta que sin su intervención desapareció y una enigmática y cálida alegría se adueñó de él. Sonrió. Rió entre dientes. Le hubiera gustado levantarse para seguir buscando el camino.

Lo refrenó saber que no tardarían en adueñarse de él otras sensaciones.

Alzó la cabeza. Estaba convencido de que a menos de tres metros de él lo miraba fijamente un extraño al que sin embargo no alcanzaba a ver. Al mismo tiempo constató que el parpadeo de sus ojos duraba más de lo debido. Asustado, alargó la mano hacia la escopeta. El trecho le pareció el doble o el triple de largo. No veía la mano, pero notaba que su movimiento se ralentizaba de modo inexorable. Dejó caer la barbilla hacia el pecho, para quitarse el sombrero. Tenía la sensación de que no se movía. Por el crujido de los árboles se dio cuenta de que cada sonido se componía de muchos tonos aislados y de que éstos constaban de puntos sonoros.

No supo cómo salió de esa apurada situación. Su voluntad era más fuerte que la lentitud. Se levantó de un salto, apuntó con la escopeta y… esperó a ver qué iba a hacer él mismo.

Se echó a reír.

Se admiró de ser capaz de eso.


Las tres de la mañana. O las dos, o las tres y media. No se atrevía a dormir. A pesar de que le dolían las articulaciones y aros rojos bailaban delante de sus ojos. Escuchó. En sus oídos resonaba cada ruido que el viento nocturno producía en los árboles. Deslindó lo real de lo imaginario y miró alrededor. Fingió problemas con los cordones de sus botas o con la cremallera de la chaqueta para poder despotricar y burlarse en voz alta.

Antes, cuando pensaba en Dios y en la muerte, siempre se le aparecía la misma imagen. La del cuerpo del que procedía todo y al que todo regresaba. Él dudaba de lo que le contaba la Iglesia. Dios no era uno, Dios era todos. Lo que los demás denominaban Dios, él lo consideraba un principio que identificaba con un cuerpo. Un principio que enviaba todo fuera para vivir y después informar. Dios era un cuerpo que enviaba fuera de sí a las personas, pero también a los animales y plantas, quizá incluso a las piedras, a las gotas de lluvia, a la luz, para conocer todo lo que constituía la vida. Cuando terminaba su existencia, todos regresaban a su cuerpo. Dejaban que Dios participase en sus experiencias y ellos a su vez recibían las de los demás. Así todos sabían cómo era un cultivador de colza en Suiza o un mecánico de automóviles en Karachi, una maestra en Mombasa, una puta en Brisbane o un decorador en Austria. Ser un nenúfar, una cigüeña, una rana, una gacela bajo la lluvia, una abeja en primavera o un pájaro. Una mujer gozando, un hombre. Un triunfador, un fracasado. Gordo o delgado, fuerte o delicado. Ser un asesino. O un asesinado. Ser una roca. Una lombriz de tierra. Un arroyo. Viento.

Vida, para regresar y regalar esa vida a los demás. Eso había sido Dios para él. Y ahora se preguntaba si el hecho de que toda la vida hubiera desaparecido significaba que a Dios y a los demás no les interesaba la suya. Que él, Jonas, ya no era necesario.


Las seis de la mañana. Percibió el alba antes de verla. No trajo como de costumbre la resurrección, la liberación, sino el frío. Cuando hubo la claridad suficiente para no romperse la cabeza contra los árboles, se levantó. Le castañeteaban los dientes. La camiseta y el pantalón, tiesos por el frío, se le pegaban a la piel.

Intentó orientarse a esa hora tan temprana. Seguía supuestas huellas, buscaba puntos de partida. Todo lo que encontró fue una sucesión regular de arbustos, maleza, bosque espeso, sendas estrechas. Nada le resultaba conocido.

Por la mañana desembocó en un amplio claro. Allí se quedó hasta que el sol ahuyentó el frío de sus huesos. Una sed cada vez más acusada lo obligó a partir. El hambre ya no era una desazón en el estómago, sino una sensación generalizada de debilidad. Lo que más le habría gustado era quedarse tumbado sin más. Y dormir.

A partir de allí caminó sin un plan ni una meta fija. Consultó las tarjetas del bolsillo de su pantalón, pero sólo le ordenaron «gato rojo» y «Botticelli». Siguió andando con la cabeza gacha hasta que un ruido llegó a sus oídos. Un chapoteo. Procedía de la derecha.

En lugar de lanzarse en tromba, giró en todas direcciones. No había nadie que le observase. Nadie deseoso de reírse de él.

Caminó hacia la derecha. No se engañaba, el chapoteo se hizo más intenso. Se abrió paso con esfuerzo por la espesura. Se desgarró los pantalones en un zarzal que tampoco perdonó sus manos y brazos. Después divisó el arroyo. Agua clara, fría. Bebió hasta que casi le explotó la tripa. Jadeando, rodó hasta quedar de espaldas.

Las imágenes comenzaron a desfilar ante sus ojos. De la oficina, de su padre, de casa. De Marie. De antes. Cuando llevaba el pelo distinto. Cuando era más joven y le interesaban muchas cosas. Alegre con Inge en el parque, discutiendo acaloradamente con amigos en el café, por la mañana, contando botellas de cerveza vacías en la cocina. De adolescente, delante de los escaparates llamativamente iluminados de locales prohibidos; de pequeño, montando en bicicleta. Con una sonrisa que sólo se veía en los niños.

Golpeó el suelo con los puños. No. Hallaría la manera de salir de ese bosque.

Se levantó, sacudiéndose los pantalones. Caminó siguiendo el curso del arroyo. Por dos razones: porque no quería pasar sed y porque un arroyo casi siempre conducía a alguna parte, y en no pocas ocasiones a casas.

Caminaba por las zonas más cómodas. A veces el arroyo se estrechaba, entonces Jonas saltaba al otro lado, esperando que el riachuelo no se convirtiera en una pequeña corriente de agua y se secase. Otras el agua desaparecía en el suelo, pero Jonas siempre encontraba el lugar en el que afloraba de nuevo. Sacudía el puño.

– ¡Je je je, ya lo veremos!

El hambre y el cansancio habían desaparecido. Jonas caminaba sin parar. Hasta que de pronto terminó el bosque y se encontró en un reborde rocoso sobre el que el arroyo se precipitaba al vacío casi en silencio.

Una vasta campiña se extendía ante sus ojos. Enfrente, separado de él por una profunda sima, divisó un pueblo. En los campos junto a las casas distinguió puntos oscuros en los que sólo después de un rato reconoció balas de heno. Contó doce casas y el mismo número de edificios anejos. No se captaba vida. Estimó la distancia en diez kilómetros. Puede que fueran quince.

Le esperaba un desnivel de más de cien metros. La pared rocosa caía en vertical y no había ningún sendero que condujera hasta el valle.

No acertaba a explicar los motivos, pero el pueblo le resultaba conocido. Sin embargo, estaba seguro de que no había estado nunca allí.

Se dirigió hacia la izquierda. Manteniéndose siempre al borde de la meseta, caminó hasta que el pueblo salió de su campo de visión. No se topó con carreteras, ni caminos, ni vallas, ni letreros, ni siquiera con alguna señal de la inspección forestal o de la Asociación Alpina. Cruzaba tierra de nadie. Seguramente era el primero que transitaba por esa zona desde hacía años.

Preocupado porque se estaba alejando cada vez más de Kanzelstein y los pueblos de los alrededores, dio media vuelta. Tres horas después volvió a encontrarse en el sitio en el que el arroyo se precipitaba al valle. Bebió cuanto pudo. De un salto desdeñoso pasó al otro lado. Miró hacia el pueblo. Todo yacía en inmutable inmovilidad.

Algo en esa visión le atemorizaba. Siguió andando despreocupándose del panorama. Con la mano izquierda se caló el sombrero para no tener que ver el pueblo por el rabillo del ojo. Quería gritar, pero se sentía demasiado débil.


Esperó la llegada de la oscuridad en un claro grande. No se hacía ilusiones sobre su destino. Sentía incluso una vaga sensación de gratitud porque las cosas se hubieran presentado así, allí, donde al menos aún tenía una idea de lo que había sido antaño, y por no haber terminado en un ascensor atascado.

Sin embargo algo en su fuero interno le decía que aún no había llegado su fin.

Sacó una nota del bolsillo.

Sueño, leyó.

La arrugó entre los dedos.


Había meditado a menudo sobre la muerte. Durante meses podía apartar ese muro negro que esperaba, pero luego los pensamientos regresaban cada día, cada noche.

¿Qué era la muerte? ¿Un chiste que sólo se entendía después? ¿Malo? ¿Bueno? ¿Cómo le alcanzaría a él? ¿Sería horrible o misericordiosa? ¿Reventaría una vena en su cabeza y los dolores le arrebatarían la razón? ¿Sentiría una punzada en el pecho, una descarga, y se desplomaría? ¿Sufriría convulsiones intestinales y vomitaría por miedo a lo que se avecinaba? ¿Le apuñalaría un loco dándole tiempo a comprender lo que sucedía? ¿Le martirizaría una enfermedad, caería del cielo en avión, se estrellaría con el coche contra un poste? ¿Cinco, cuatro, tres, dos, uno, cero? ¿O cinco, cuatro, tres. dos. uno. cero? ¿O cincocuatrotresdosunocero?

¿O tal vez se moriría de viejo?

¿Había alguien que lo supiera en ese mismo instante?

¿Estaba ya decidido? ¿O aún podía cambiar algo en esa situación?

Antes pensaba que pasara lo que pasase habría personas que pensarían en él y que reflexionarían sobre el hecho de que le hubiese acontecido de un modo y no de otro. Y de que él siempre se había preguntado cómo sucedería, y ellos ya lo sabían. Y sobre cómo les ocurriría a ellos mismos llegado el momento.

Pero nada de eso sucedería. Nadie meditaría sobre su muerte. Nadie sabría cómo había fallecido.

¿Se habría preguntado lo mismo al final Amundsen encima de su témpano de hielo o en el agua o encima de su balsa formada por alas de avión o donde hubiese sido? ¿Había supuesto que encontrarían su cadáver? Pero no lo encontraron, Roald. Desapareciste.

Apenas veía la mano delante de los ojos. Sin embargo no cogió la escopeta depositada junto a él, en el prado. Estaba tumbado de espaldas mirando fijamente a la oscuridad.

Se había preguntado cómo sucedería. ¿Sería arrastrado al otro lado? ¿O se apagaría?

Lo mismo daba adónde fuese: siempre había deseado que su último pensamiento perteneciese al amor. Amor como una palabra. Amor como un estado. Amor como un principio. Amor tenía que ser su último pensamiento y su última sensación, un sí sin no, daba igual si solamente se transportaba o si llegaba al marasmo. Siempre había confiado en que entonces conseguiría pensar en ello. En el amor.

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