13

Su primera mirada fue para la cámara. Seguía en el mismo sitio.

Parpadeó, se frotó los ojos e intentó ordenar sus pensamientos. Tras el largo viaje se había tumbado en la cama sin introducir una casete. No se sentía desdichado por ello.

Tenía la garganta irritada. Le dolía al tragar.

Cerró los ojos y se cambió de lado.


Bajó corriendo al supermercado. Metió en una bolsa zumo de fruta, leche uperizada y un bizcocho envasado al vacío en plástico, que según la fecha impresa caducaba a finales de octubre. Al leerla, se le contrajo el estómago. Finales de octubre. ¿Seguiría vagabundeando entonces por esa ciudad abandonada? ¿Qué sucedería entretanto? ¿Y después?

En diciembre.

En enero.

Subió al Spider. En el centro de la ciudad sacudió las puertas de distintos cafés. Estaban cerrados. No encontró uno abierto hasta la calle Himmelpfortgasse.

Mientras la cafetera exprés rugía a su espalda, cortó rebanadas de bizcocho y se sirvió zumo de naranja.

Finales de octubre.

Enero. Febrero.

Marzo. Abril. Mayo. Septiembre.

Fijó la vista en el bizcocho que no había tocado y supo que no probaría bocado.

Se acercó a por otra taza de café. Al pasar, cogió un periódico del portaperiódicos y por enésima vez echó una ojeada a las noticias del 3 de julio mientras sorbía su espresso. En una ocasión creyó oír un ruido procedente del sótano, donde se ubicaban los servicios. Se aproximó al arranque de la escalera, aguzando los oídos. Pero no oyó nada más.

En la farmacia próxima al café buscó pastillas de vitaminas y aspirina. De una botella de Echinacin se sirvió el doble de gotas de la dosis prescrita. Regresó despacio al coche chupando un caramelo para la garganta y condujo despacio hasta la plaza Stephansplatz. Allí se sentó encima del techo del Spider.

Nubes aisladas recorrían el cielo, soplaba el viento. ¿Se presagiaba ya el otoño? No, era imposible. Al menos en julio. Sería un empeoramiento transitorio. El otoño entraba en octubre. A finales de ese mes.

Y después venía noviembre. Y diciembre. Y enero. Treinta días. Treinta y uno. Y otros treinta y uno. Noventa y dos días desde principio de noviembre hasta finales de enero, en los que tendría que vivir veinticuatro horas. Y también horas y días antes y después. Forzado a vivir en absoluta soledad.

Se frotó los antebrazos desnudos. Contempló la Casa Haas. Nunca había estado dentro. Con Marie tenía intención de visitar Do &Co, pero nunca llegaron a hacerlo.

Contempló la plaza vacía, fijándose en las estatuas que por todas partes sobresalían de los muros. Figuras fantásticas, músicos. Enanos. Máscaras. Y en la catedral Stephansdom, santos. Ninguno se fijaba en él. Todos permanecían mudos.

Tuvo la impresión de que su número crecía. Como si el día que grabó allí el vídeo hubiera habido menos estatuas. Parecía que poco a poco iban saliendo más estatuas de los muros de las casas por toda la ciudad.

En las tiendas de electrónica del centro, que no eran tan numerosas como creía, consiguió cuatro cámaras de su modelo preferido. También cargó en el coche cinco trípodes. Se dirigió a Mariahilfer Strasse por el Burgring, deteniéndose delante de cada tienda de electrónica. Después buscó en Neubaugürtel.

Se sentía exhausto. Más de una vez dudó del sentido de la empresa, sopesó si aplazar al menos la razzia a un día más adecuado. Le moqueaba la nariz, le dolía la garganta y notaba la cabeza abotargada. Pero no se sentía tan enfermo como para tumbarse en la cama. Además, intuía que era mejor no desperdiciar el tiempo, aunque pareciera contradictorio. Disponía de todo el tiempo del mundo. A decir verdad, no tenía nada que hacer. Y sin embargo se sentía inquieto. Desde su partida del lago Mondsee aún más que antes.

Por la tarde el coche estaba tan cargado que por el retrovisor únicamente veía cajas. Eran veinte cámaras y veintiséis trípodes. Con los de casa, sumaban treinta aparatos de grabación listos para funcionar. Suficientes.


Comprobó por encima que todo estaba en orden en la vivienda. No se puso los guantes de trabajo. Bajó al sótano empuñando la linterna y el fusil. Tampoco allí notó el menor cambio.

Metió la mano en una caja cualquiera. Esperaba fotos, pero sus dedos tocaron algo lanoso. Asustado, retrocedió dando un respingo. Iluminó el interior de la caja con la linterna. Era un animal de peluche que nunca había visto. Un oso de color verde oscuro sin el ojo izquierdo y con la oreja derecha mordisqueada. Estaba sucio. Por la parte trasera asomaba una cuerda. Jonas tiró de ella y comenzó a sonar una melodía.

Se estremeció. La melodía lo conmovió hasta la médula. Escuchó los acordes, petrificado. Ding-dang-dong, una campanita argentina ejecutaba un tema sentimental. Después concluyó, y automáticamente sus dedos volvieron a tirar de la cuerda.

De la nada le llegó el reconocimiento de que había sido su reloj musical. Cuando era un bebé esa melodía lo había acompañado hasta dormirse. En ese momento recordó de qué canción se trataba. Siendo bebé la había escuchado noche tras noche. No sabía nada de ella, pero una parte de él conocía esa melodía como pocas.

Lía, lea, lúa, está mirando el hombre de la luna.

De repente llegó la fiebre.

Se presentó en cuestión de segundos. Se sintió mareado. Al llevarse la mano a la frente, notó en el acto cómo oleadas de calor arrasaban su cuerpo. En cualquier momento le fallarían las piernas. La cosa era seria. Ya no lograría llegar a casa. El mero hecho de abandonar el sótano sería un éxito.

Con un gesto casi interminable se metió el reloj musical debajo de la camiseta, consciente del peligro que entrañaba ese movimiento. Se concentró en no ceder, en continuar moviéndose, en no prestar atención al bramido que crecía en su interior.

Se remetió la camiseta por el pantalón y se giró. Apoyándose en el fusil y dejando que la linterna se bambolease colgada de su muñeca, caminó con paso torpe hacia la salida. Las oleadas calientes en su interior cobraron fuerza. Respiraba por la boca. A los dos metros se detuvo a tomar aliento.

Logró llegar al arranque de la escalera. En el segundo peldaño se le doblaron las piernas. Se apoyó con las manos, pero se cayó. Sin preocuparse de la suciedad ni de las telarañas, presionó la cabeza contra la pared. Notó un agradable frescor.

Se apagó la luz de la escalera. Un ventanuco del entresuelo proyectaba unos débiles rayos de sol sobre la escalera. Transcurrió un rato hasta que logró encender la linterna colgada de su muñeca. Una intensa mancha de luz tembló sobre el suelo de piedra.

Se sintió un poco mejor. Se obligó a levantarse. Todo le daba vueltas. El corazón parecía salírsele del pecho.

Fue subiendo peldaño a peldaño agarrado a la barandilla, mientras intentaba aplacar la voz aterrada de su interior.

No iba a morir. Sería absurdo. Desplomarse de un infarto en la escalera, eso no sucedería.

Mientras subía cojeando a la vivienda, se esforzaba por ignorar la breve intermitencia, siempre periódica, de los latidos de su corazón. No pensaba en nada. Ponía un pie delante del otro, inspiraba, expiraba. Descansaba. Continuaba.

Agua, pensó después de haber atrancado la puerta tras él. Necesitaba beber.

Encontró una aspirina en el bolsillo del pantalón. El envase estaba sucio y arrugado. No era de la farmacia de la calle Himmelpfortgasse, debía llevarla consigo desde hacía más tiempo. Los demás medicamentos estaban en el coche. Le habría dado igual que estuvieran en otro continente.

Disolvió la aspirina en agua y se la tomó.

Encontró dos botellas de limonada vacías. Tras lavarlas, las llenó de agua y emprendió con ellas el largo camino hasta el dormitorio. Dejó el fusil en la entrada. Pesaba demasiado.

No lo recibió el tictac del reloj de pared, ya estaba empaquetado. En los lugares que habían ocupado las estanterías, el papel pintado clareaba. La cama estaba sin ropa. Las mantas protegían la vajilla en las cajas que estaban fuera, en el camión. Tenía que arreglárselas sin cubrecama, al fin y al cabo era verano.

Se tumbó sobre el colchón. Casi en ese mismo instante llegaron los escalofríos. Comprendió que había cometido un error. En lugar de atormentarse para llegar a la vivienda, habría debido meterse en el coche y encender la calefacción.

Tiritando, cayó en un sopor que no supo si duró diez minutos o tres horas. Cuando salió de él, le castañeteaban los dientes. Su brazo, contrayéndose en un tic incontrolado, golpeó contra la pared. Jonas agarró el segundo colchón del armazón de la cama y se lo colocó encima.

Otra vez descendiendo. Su mente tenía que plasmar dibujos y trazar líneas. Ante él surgían figuras geométricas. Cuadrados. Hexágonos. Dodecágonos. Le atormentaba el deber de dibujar dentro líneas rectas, aunque no con un lápiz, sino con una mirada que dejaba vestigios en el acto. Además, tenía que descubrir el punto decisivo de un campo de tensión que por una parte mantenía unida la figura geométrica y por otra era intangible por influencia del magnetismo. El magnetismo parecía ser la fuerza más poderosa de la Tierra. Continuamente se le presentaban nuevas figuras, llegaban volando sin tregua y él tenía que trazar líneas y encontrar puntos por doquier. Para colmo de males ambas actividades se fundían cada vez más en una, sin que él acertara a comprender cómo.


La lamparita de la mesilla de noche estaba encendida. Fuera estaba oscuro. Bebió un sorbo de agua. Le dolía y tuvo que esforzarse. Yació media botella. Se dejó caer hacia atrás.

Los escalofríos habían cedido. Se llevó la mano a la frente. La fiebre era muy alta. Se puso boca abajo. El colchón estaba impregnado del olor de su padre.

Ya no tenía que vérselas con hexágonos ni dodecágonos, sino con formas que excedían su capacidad de comprensión. Sabía que soñaba, pero no encontraba la salida. Continuaba obligado a trazar líneas y encontrar el punto magnético central. Llegaba hasta él forma tras forma. Trazaba recta tras recta, reconocía punto tras punto. Se despertaba lo justo para darse la vuelta. Veía a las formas abalanzándose sobre él, pero no podía rechazarlas. Estaban allí. Por todas partes. Ya llegaba la próxima, mientras la siguiente acechaba.


A eso de medianoche acabó la botella. Estaba seguro de haber oído muy poco antes rumores procedentes del cuarto de estar. Rodar de bolas de hierro. Una puerta cerrándose. Una mesa movida por alguien. Le vino a la mente la señora Bender. Recordó que ella nunca había estado en esa vivienda. Le habría gustado levantarse para echar un vistazo.


Tenía frío. Olía a rayos y notaba un frío espantoso. Oyó una voz. Abrió un ojo. Reinaba una oscuridad casi absoluta. Por un ventanuco penetraba un resplandor cuya intensidad revelaba que fuera alboreaba. El ojo volvió a cerrarse.

Conocía ese olor.

Se frotó los brazos. Le dolía todo. Tenía la impresión de yacer sobre piedras. Oyó de nuevo una voz e incluso pasos, muy cerca. Abrió los ojos, que se acostumbraron despacio a la oscuridad. Vio una valla de madera. Entre las estacas asomaba un bastón adornado con tallas.

Yacía realmente encima de piedra. Sobre tierra apisonada y piedra.

A pocos metros de distancia oyó voces y tintineo de vasos. Se cerró una puerta y los sonidos enmudecieron. Poco después otro crujido de la puerta. Una voz de mujer dijo algo. La puerta se cerró, los sonidos se desvanecieron.

Se levantó y fue hacia allí.

Llegó en el momento adecuado. En el centro del oscuro pasillo volvió a oír, justo a su lado, el crujido de la puerta. Un hombre dijo algo, sonó como una felicitación. Tras él se elevaron alegres carcajadas. Debían ser docenas de personas. Una estridente voz femenina se sumó a la del hombre. Conversaron en tono animado, hasta que el tintineo de los vasos resonó de nuevo.

Él estaba al lado, pero no veía nada: ni la puerta, ni la mujer, ni el hombre.

La puerta se cerró y se situó en el lugar preciso. En el umbral de la puerta. Nada.

La puerta se abrió con un crujido. Sintió en la cara la suave corriente de aire. Un barullo de voces. Alguien golpeó un vaso y carraspeó. Se hizo el silencio. La puerta se cerró.

– ¡Hola!


Cuando se despertó a eso del mediodía, no podía respirar por la nariz, le escocía la garganta y notaba una sed insaciable, pero la fiebre, se percató al instante, había desaparecido.

Apartó de sí el colchón. Se incorporó. Vació la segunda botella de agua de un trago. Encontró pan tostado en la cocina. No tenía dolores, pero no deseaba someter a su organismo a ningún esfuerzo. Se sonó la nariz.

Al salir a la calle el aire fresco le mareó. Apoyándose contra el muro de la casa, se llevó la mano a la frente. El sol brillaba, soplaba una suave brisa. La borrasca había continuado su camino.

Se desplomó en el asiento del copiloto y bajó el parasol. Se contempló en el espejo. Estaba pálido. Tenía manchas rojas en las mejillas. Sacó la lengua: estaba sucia.

Se puso en la mano todas las pastillas que podían ayudarlo y se las tragó. Se echó las gotas de Echinacin directamente en la boca con la cabeza echada hacia atrás. Luego la apoyó en el reposacabezas y contempló el cuadro de mandos. Notó la debilidad de sus piernas. La fiebre, sin embargo, había desaparecido.

Deliberó en su fuero interno sobre la forma de pasar el día. No le apetecía estar tumbado inactivo. Ni ver películas, porque le perturbaban. Ni leer, porque la lectura se le antojaba una actividad banal y superflua. Si optaba por pasar un día de convalecencia en la cama, no le quedaría más remedio que mirar al techo.

De regreso a la vivienda, se volvió de repente hacia la bajada de la escalera sin darse cuenta. Sus pasos lo condujeron a la puerta del sótano. Levantó el fusil.

– ¿Hay alguien ahí?

Abrió la puerta empujándola con el cañón. Encendió la luz. Se detuvo.

El grifo goteaba.

Entró. Una corriente de aire fresco rozó su cabeza, arrastrando un olor penetrante al material de aislamiento. Se tapó la nariz con la manga de la camisa.

Se detuvo en el centro del pasillo.

– ¿Hola?

“-¿Hay alguien ahí?

Abatió el fusil. Recordó el reloj musical.

Tomó cinco cajas de cámaras a la vez y caminó despacio, igual que un anciano. No obstante en el trayecto del coche al ascensor comenzó a sudar. Presionó el botón de llamada con el dedo meñique libre. La puerta se abrió y colocó las cajas en la cabina, junto con las demás. Era demasiado estrecha para transportarlas todas a la vez. Tuvo que hacer dos viajes.

En el sofá, esparrancó brazos y piernas. Respiraba, jadeando, por la boca. Cuando recuperó las fuerzas, se aplicó en la nariz gel mentolado del tubo. Escocía, pero poco después consiguió respirar libremente.

Desempaquetó. Tuvo que quitar el plástico de burbujas a veinte cámaras y veintiséis trípodes, introducir veinte pilas en el cargador y conectarlo a la red eléctrica. Concienzudo volvió a cargar también los acumuladores más antiguos que había cogido en el centro comercial, incluyendo los que estaban dentro de las cámaras colocadas delante de la cama y junto al televisor.

¿Debería ver el vídeo de la noche anterior a su marcha al lago Mondsee? Seguía sin tener ni idea de por qué aquella mañana había despertado en el cuarto de estar. A lo mejor se enteraba viendo la cinta. Por otro lado no estaba seguro de si debía alegrarse de ello. Apartó la casete que había extraído de la cámara del dormitorio.

Untó una rebanada de pan integral con foie gras. No le supo bien, pero se daba cuenta de que su cuerpo necesitaba aporte de energía. Se preparó otra y luego se tomó una manzana. Vertió gotas de Echinacin en un vaso de agua y acto seguido se bebió un zumo vitaminado.

Contempló el reloj musical que había depositado junto al teléfono. No lograba recordar esa media cara, ese oso con un ojo y una oreja. Pero sí la música.

Tiró de la cuerda. La melodía sonó. Fue como si rozase algo que ya no estaba allí. Como si contemplara un astro apagado hacía mucho tiempo, pero cuya luz llegaba ahora hasta él.


Pasó horas con un juego de ordenador que interrumpió para tender la ropa. Por la noche se sentía menos agotado que por la mañana, pero tenía sueño. Se sonó la nariz, hizo gárgaras con una infusión de manzanilla y tomó una aspirina.

Los acumuladores estaban cargados. Los reunió. Conectó los aparatos encima del sofá. Introdujo el acumulador en la montura, deslizó una casete en la cubierta, después atornilló la cámara a un trípode. Cuando tuvo dos listas, las trasladó a la vivienda vecina vacía. Abrió los trípodes y los colocó uno junto a otro.

Al finalizar, contempló las cámaras dispuestas en semicírculo en el espacioso cuarto de estar. La mayoría de los objetivos estaban dirigidos a él. Eran muchísimos. Tuvo la impresión de que se apiñaban a su alrededor como enanos extraterrestres necesitados de alimento.

El durmiente cambiaba de lado, como de costumbre. A veces se oían ronquidos.


Jonas se preguntaba cómo mantenerse despierto. Era casi medianoche. Se puso el termómetro en la axila.

¿Con qué iba a pasar el día siguiente? Aún estaba demasiado débil para cargar muebles en el camión. Buscaría viviendas adecuadas para colocar las cámaras, limitándose a edificios con ascensor.

El durmiente apartó la manta.

Jonas se inclinó hacia delante. Sin apartar la vista de la pantalla, tanteó en busca de la taza de té. El termómetro pitó. No le prestó atención. No comprendía lo que estaba viendo.

El durmiente llevaba capucha.

Antes Jonas no se había fijado bien. Ahora se dio cuenta de que una capucha negra en la que habían recortado diminutos agujeros para ojos, nariz y boca cubría la cabeza del durmiente.

El durmiente se sentó, erguido, al borde de la cama, quedándose inmóvil, con los brazos a los lados, apoyados en la cama. Parecía mirar a la cámara. La luz no era lo bastante intensa como para reconocer los ojos en medio de la tela negra.

Estaba sentado. Inmóvil.

Su postura entrañaba burla, un desafío mudo, atroz. Estaba allí sentado, desafiante.

Con su cabeza negra.

Jonas no podía mirar durante mucho tiempo esa máscara. Creía mirar un agujero, sus ojos no soportaban el vacío, se daba la vuelta.

Y volvía a mirar. Inmovilidad. Una cabeza negra. Cara de agujero.

Fue al cuarto de baño, se lavó los dientes. Caminó de un lado a otro, tarareando. Regresó a la televisión.

Cabeza negra. Cuerpo inmóvil.

Estaba allí como un muerto.

Despacio, como a cámara lenta, el durmiente alzó el brazo derecho. Estiró el dedo índice en dirección a la cámara.

Así se quedó.

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