Se oyó el sonido lejano del despertador, un ruido lacerante que irrumpió lentamente en su conciencia. Tanteó a derecha e izquierda. Tocó el vacío. Abrió los ojos.
Yacía en la cocina comedor, sobre el suelo desnudo.
Tenía frío. Estaba sin manta. Una mirada al indicador del microondas le reveló que eran las tres de la mañana. Había puesto el despertador a esa hora. Sus persistentes pitidos resonaban por toda la vivienda.
Se encaminó al dormitorio. Sobre la cama yacía su manta, echada hacia atrás, como si acabase de ir al baño. La cámara estaba allí. Sobre el suelo, ropa usada. Golpeó el despertador, que enmudeció al fin.
Se miró en el espejo de pared, desnudo. Durante unos instantes creyó que había menguado.
Se volvió, apoyándose en la pared. Entornó los ojos y echó la cabeza hacia atrás. Lo último que recordaba eran imágenes y pensamientos poco antes de quedarse dormido. No acertaba a explicarse cómo había ido a parar al cuarto de estar.
Cuando abandonó la ciudad en dirección oeste sobre la petardeante DS, recordó la noche de dieciocho años antes en la que había iniciado el mismo viaje. Estaba igual de oscuro, hacía idéntico frío. Sin embargo, por entonces se cruzaba con regularidad con dos luces paralelas que pasaban, disparadas, a su lado. Esa mañana viajaba por carreteras solitarias. Sólo llevaba una mochila a la espalda, no había cogido el fusil. Y un casco protegía su cabeza.
Se subió la cremallera de la chaqueta de cuero, lamentando no haberse puesto una bufanda. Todavía recordaba el tremendo frío que había pasado durante todo el trayecto de aquel primer viaje, y no le apetecía culminar las similitudes.
La luna era gigantesca.
Nunca la había visto tan grande. Una esfera completa en el cielo, inmaculada, brillante, de una cercanía casi ominosa. Como si se hubiera aproximado más a la Tierra.
Ya no volvió a mirar arriba.
La motocicleta ronroneaba por la carretera a velocidad uniforme. Su vehículo de entonces casi se quedaba parado en las cuestas. Éste dominaba cualquier elevación sin perder velocidad. Había pillado un modelo tan trucado por su anterior propietario, que en un control policial lo habrían retirado en el acto de la circulación.
Se inclinaba en las curvas. La DS subía la montaña a una velocidad impresionante. Los ojos le lloraban tanto, que tuvo que ponerse sus viejas gafas de esquí.
En los descensos prolongados, desembragaba, apagaba el motor y rodaba en silencio a través de la noche. Se quitó de la cabeza las dos gorras que llevaba superpuestas para protegerse del frío. Sólo oía el silbido del viento alrededor de sus oídos. Como el faro sólo alumbraba cuando estaba encendido el motor, la carretera ante él permanecía a oscuras. No desistió de esas locuras hasta que estuvo a punto de comerse una curva y salirse al arcén.
En St. Pölten tenía los dedos tan helados que le costó unos cuantos intentos abrir la tapa del depósito. Le apetecía descansar en un lugar caliente, con una taza de café. Bebió una botella de agua mineral en la tienda de la gasolinera. Cogió chicles y una chocolatina. En el expositor de la prensa estaban colgados los diarios del 3 de julio. El arcón congelador zumbaba. En la parte trasera de la tienda parpadeaba una luz de neón evidentemente defectuosa. También allí hacía frío.
Yo he viajado por esta carretera, se dijo al montar de nuevo en la motocicleta. El que fue por aquí era yo.
Pensó en el chico que era dieciocho años antes. No se reconoció. Las células corporales se renovaban en su totalidad cada siete años, decían, con lo que cada siete años te convertías físicamente en una persona nueva. Y aunque la evolución intelectual no generaba otra persona, sí la transformaba hasta el punto de que después de tantos años cabía hablar de una persona diferente.
¿Qué era entonces el Yo? Porque el Yo que había sido era todavía él.
Allí estaba de nuevo. En una motocicleta como aquélla, encima del mismo asfalto. Con los mismos árboles y casas alrededor, las mismas señales de tráfico y los mismos letreros de localidades. Sus ojos ya habían presenciado todo eso una vez. Los suyos, aunque en el ínterin se hubieran renovado ya dos veces. El manzano al borde de la carretera ya estaba allí la última vez. Jonas había visto ya aquella manzana. Ahora volvía a pasar junto a uno, justamente ahora. ¡A toda velocidad! Aunque en la oscuridad no lo percibía, el árbol estaba allí y la imagen de la manzana se perfilaba ante sus ojos.
Algunos acontecimientos acaecidos años atrás se le antojaban tan actuales que en modo alguno podían remontarse a diez o quince años antes, tan cercanos y reales le parecían. Como si el tiempo describiera curvas, se retorciera, de forma que momentos que distaban años estaban de repente apenas a un paso de distancia. Como si el tiempo tuviera una constante espacial que se pudiera ver y sentir.
Amanecía.
Algo había cambiado con respecto a minutos antes. Algo relacionado con él. Reparó en que le castañeteaban los dientes.
Poco después de Melk an der Donau, cuando el paisaje se abría ante él, se aproximó a un edificio que creyó que ya había visitado una vez. Desde lejos parecía necesitar una reforma. Faltaba el enfoscado. También eso le resultaba conocido. En esa casa había gato encerrado.
Un edificio grande con un amplio aparcamiento delantero ocupado por un solo coche. Un Mercedes de los años setenta color cáscara de huevo.
Jonas ladeó la motocicleta sobre su soporte. Atisbo por el cristal de la ventanilla. Sobre el asiento del copiloto tapizado en piel se veía una caja de bombones de frambuesa y una lata de cerveza. Del retrovisor colgaba un árbol perfumado. El cenicero estaba abierto, pero sólo contenía monedas.
Emprendió la búsqueda de la entrada de la casa. Al caminar sentía tan fuertes punzadas en sus tendones que parecía un pato. Se detuvo, frotándose la rodilla. Con ese gesto activó también la circulación de la sangre de sus dedos entumecidos. La niebla matutina flotaba sobre los campos de detrás de la casa. El viento rumoreaba en una lona que cubría un montón de leña.
Encima de la entrada destacaba un letrero: Merendero Landler-Pröll. El nombre le resultaba desconocido.
Se quitó el fusil de la espalda y dejó la mochila en el suelo. Allí había algo que no encajaba. Sabía con certeza que no había parado hasta Steyr y tenía asimismo la certidumbre de que no había vuelto a pasar por allí. Así que ¿de qué conocía ese merendero? ¿Sería una figuración suya?
Además le asombraba que se entrara por el lado opuesto a la carretera. Tampoco ningún cartel junto a la carretera avisaba de la existencia del local.
La puerta no estaba cerrada. En la entrada se veían diseminados sin orden ni concierto zapatillas y zapatos de calle con costras de barro. A la izquierda, por una puerta de vidrio opalino, captó los perfiles de una barra. A la derecha, una escalera parecía conducir a estancias particulares.
– ¿Hay alguien aquí?
La puerta del mesón crujió. Jonas pateó el suelo y carraspeó, pero permaneció en el sitio. No se oía nada. De vez en cuando el viento batía contra las ventanas.
Encendió la luz. Las bombillas, que colgaban desnudas del techo, deslumbraban. Apagó de nuevo. Entretanto el sol de la mañana sumergía la estancia en una penumbra irreal, aunque suficiente para orientarse.
El local estaba ordenado. Sobre los manteles de cuadros se veían ceniceros de bronce. Todas las mesas estaban adornadas con siemprevivas. Sobre los bancos había cojines de adorno con bordados. Un reloj de pared indicaba una hora errónea. El periódico superior del montón situado junto a la cafetera era del 3 de julio.
Conocía ese lugar. O al menos uno parecido.
Abandonó su plan de copiar exactamente el viaje de entonces y no detenerse hasta Steyr. Puso en marcha la cafetera exprés. En la nevera encontró huevos y tocino. Calentó una sartén.
Acompañó la comida con zumo de fruta y café y conectó la vieja radio colocada encima de la barra: ruidos. La apagó. Con un trapo borró la pizarra del menú y tomando un trozo de tiza escribió: Jonas, 25 de julio.
Subió con paso ruidoso por la escalera de madera, que como era de esperar lo condujo a una vivienda particular. Vio chaquetas en un perchero, zapatos, botellas de vino vacías.
– ¡Eeeeeh! -gritó con voz ronca-. ¡Eeeeeh!
Una cocina angosta. El tictac de un reloj de pared. Olía a rancio. El suelo estaba pegajoso bajo sus pies, con lo que cada paso producía un sonido similar al de los chasquidos de la lengua al comer.
Fue al cuarto contiguo. Un dormitorio. Con una sola cama. Revuelta. En el suelo, un calzoncillo tirado.
Otra habitación, al parecer se usaba como trastero. Contenía, en un enloquecido revoltijo, escaleras, cajas de cervezas, botes de pintura de paredes, pinceles, sacos de cemento, un aspirador, periódicos viejos, papel higiénico, guantes de trabajo manchados de aceite, un jergón agujereado… Al cabo de un rato se dio cuenta de que el suelo no estaba embaldosado, sino encementado.
En la ventana reposaba una taza de café medio llena. Olió: agua, quizá también aguardiente cuyo alcohol se hubiera evaporado.
El cuarto de estar, también sin ordenar. El aire estaba húmedo. La temperatura era varios grados más baja que la de los demás cuartos. Miró a su alrededor en busca de una explicación. Los cuadros de la pared mostraban bodegones y paisajes. Había una cornamenta de ciervo colgada encima de la televisión. En ese momento se dio cuenta de que todos los muebles eran rojos: un sofá rojo, un armario forrado de terciopelo rojo, una alfombra de color carmín. Hasta la vieja mesa de madera tenía tapete rojo, amén de patas rojas.
Jonas ascendió por la escalera que conducía al desván. Crujía. Llegó a una puerta de metal ligero abollada. No estaba cerrada.
Un aire frío y claro lo envolvió. Primero pensó que las ventanas estaban abiertas, pero después vio los cristales rotos.
En el centro de la estancia, una silla de madera con el respaldo roto. Por encima, colgada de una viga, se bamboleaba una soga con un lazo.
Tras haber conseguido en el pueblo de Attersee una pequeña tienda de campaña y una colchoneta, llegó al lago Mondsee. Dos rodeos lo llevaron por caminos vecinales, pero al final descubrió el lugar en el que había acampado por entonces. Distaba treinta metros de la orilla del lago Mondsee, antaño rodeado de matorral, ahora por una pradera que conformaba la zona de baño pública. Jonas dejó el equipaje en el suelo e investigó la zona con la motocicleta.
Había hecho su entrada la modernidad. La zona de baño se componía de una pradera orlada de árboles del tamaño de un campo de fútbol. Además de casetas para cambiarse y retretes, el lugar disponía de duchas al aire libre, un parque de juegos infantiles, un alquiler de botes y un kiosco. Al otro lado del aparcamiento se veía la terraza de un mesón.
Montó la tienda. Las instrucciones de manejo eran incomprensibles. Muy cansado, trastabilló por el prado con lonas y barras. Al final la obra concluyó bien, y arrojó la colchoneta dentro de la tienda. Colocó el resto del equipaje junto a la entrada y se dejó caer en la hierba.
No llevaba reloj. El sol estaba alto, debía ser después de mediodía. Se quitó la camiseta, los zapatos y los calcetines y contempló el lago.
El paraje era hermoso: los árboles, cuyo follaje rumoreaba suavemente al viento, la pradera de un verde intenso, los arbustos de la orilla, el lago, en cuya superficie refulgían rayos de sol, las montañas que se alzaban en lontananza hacia un cielo azul oscuro… A pesar de todo tuvo que convencerse de que estaba disfrutando de una panorámica encantadora. Seguramente padecía falta de sueño.
Se acordó de una idea a la que antes daba vueltas a menudo, con la que jugaba y a la que se entregaba en las formas más diversas, sobre todo en lugares idílicos como éste. Pensaba que cualquier personaje histórico, Goethe por ejemplo, ya no era testigo del día que Jonas estaba viviendo. Porque había desaparecido.
También antes habían existido días como ése. Goethe paseaba por los prados, veía el sol, contemplaba las montañas y se bañaba en el lago, y no existía un Jonas, pero para Goethe todo aquello era el presente. Tal vez pensase en los que vendrían tras él. Seguramente se imaginaba qué es lo que cambiaría. Goethe había vivido un día como éste sin que existiese un Jonas. A pesar de todo ese día había existido, con Jonas o sin él. Y ahora transcurría el día con Jonas, pero sin Goethe. Goethe estaba ausente. O mejor dicho: no estaba allí. Al igual que Jonas no había estado en el día de Goethe, ahora Jonas veía lo que Goethe había visto, el paisaje y el sol, y para el lago y el aire carecía de importancia que Goethe estuviera allí o no. El paisaje era el mismo. El día era el mismo. Y seguiría siéndolo dentro de cien años. Pero ya sin Jonas.
Daba vueltas en su mente a la idea de que habría días sin él, de que transcurrirían días sin él. Paisaje y sol y olas en el agua, sin él. Alguna otra persona lo vería y pensaría que otros seres humanos habían estado anteriormente allí. Ese alguien a lo mejor pensaría incluso en Jonas. En sus vivencias, igual que Jonas había pensado en Goethe. Y entonces Jonas se imaginaba ese día de dentro de cien años, que transcurría sin sus vivencias.
Bueno ¿y qué?
¿Vería alguien el día de dentro de cien años? ¿Habría allí alguien que paseara por el paisaje mientras pensaba en Goethe y Jonas? ¿O sería un día sin observación, entregado a la mera existencia? En ese caso… ¿seguiría siendo un día? ¿Había algo más absurdo que un día así? ¿Qué era Mona Lisa en un día así?
Todo esto ya había existido hacía millones de años. Tal vez con otro aspecto. La montaña podía haber sido una colina o incluso un agujero, y el lago, la cima de una montaña. Daba igual. Había existido, pero nadie lo había visto.
Sacó de la mochila un tubo de crema solar. Se la dio y se tumbó en una toalla extendida en el suelo, delante de la tienda. Cerró los ojos. Sus párpados se contraían, nerviosos.
En la duermevela se mezclaban el rumor de las hojas y el zumbido del viento al acariciar la lona de la tienda. El chapoteo del lago llegaba amortiguado a sus oídos. A veces se despertaba sobresaltado creyendo haber oído el piar de un pájaro. A cuatro patas miraba parpadeando en derredor. Sus ojos no se acostumbraban a la luz, de manera que volvía a tumbarse boca abajo.
Más tarde creyó escuchar voces humanas. Excursionistas que alababan la vista y gritaban algo a sus hijos. Sabía que eran figuraciones suyas. Veía ante él sus mochilas y sus camisas de cuadros, los pantalones de cuero de los niños, las botas de montaña de largos cordones, los calcetines grises…
Se metió en la tienda para protegerse del sol.
Sólo a última hora de la tarde se sintió descansado. Tomó un bocado en el mesón. Durante el camino de vuelta pasó junto a un Opel con matrícula húngara. En el asiento trasero se veían toallas de baño y colchonetas hinchables. En la tienda renovó su protección solar, después dio un paseo hasta el alquiler de botes.
En el agua permanecían inmóviles distintos modelos. Apoyó con fuerza un pie en un patín acuático, que chocó contra el vecino con un ruido sordo. En sus quillas se oyó un gorgoteo. Tenían el fondo cubierto con un palmo de agua de lluvia sobre la que flotaban hojas y cajetillas de cigarrillos vacías.
Al principio sólo vio los patines acuáticos. Cuando subió al primero, perdió el equilibrio y estuvo a punto de caerse por la borda. Con un pie en el asiento del conductor y otro en el del acompañante echó un vistazo en busca de alternativas. Así descubrió la lancha. La llave colgaba de un gancho en el cobertizo del arrendatario.
El manejo era sencillo. Colocó el interruptor en la posición I, giró el volante en la dirección deseada y la embarcación se adentró zumbando en el lago.
El edificio del alquiler de botes y el kiosco vecino fueron empequeñeciéndose. Su tienda de campaña en el prado apenas era ya un punto claro. Las montañas de la otra orilla del lago se acercaban cada vez más. El bote dejaba un rastro silencioso de espuma en el agua.
Se detuvo más o menos en el centro del lago. Ojalá volviera a ponerse en marcha el motor. La orilla estaba muy lejos para alcanzarla a nado. No quería arriesgarse a hacer la prueba.
Se preguntó qué profundidad alcanzaría el lago en ese sitio. Se imaginó que el agua desaparecía por arte de magia al chasquear los dedos. En ese momento, antes de que el bote se fuese a pique, seguro que podría contemplar desde arriba un paisaje nuevo, maravilloso, interesante, que hasta entonces nadie había visto jamás.
En un compartimento junto al asiento del conductor encontró, entre vendas de gasa y esparadrapo, unas polvorientas gafas de sol de mujer. Las limpió y se las puso. El sol brillaba sobre el agua encrespada. El bote cabeceó unos instantes antes de quedarse inmóvil. Muy lejos, en la orilla opuesta a su playa, había coches aparcados bajo una peña escarpada. Una nube cruzó por delante del sol.
Lo despertó el frío.
Se incorporó frotándose hombros y brazos. Jadeaba y le castañeteaban los dientes.
Amanecía. Jonas se encontraba en la pradera ataviado con un simple calzoncillo, a diez metros de la tienda en la que se había tumbado a dormir por la noche. La hierba estaba húmeda por el rocío de la mañana. La niebla pendía entre los árboles. El cielo estaba de un gris tristón.
La tienda estaba abierta.
La rodeó a prudencial distancia. Las paredes ondeaban al viento. La parte de atrás estaba abollada. Aunque no parecía haber nadie en su interior, vacilaba.
Tenía tanto frío que tiritaba. Se había desvestido porque en el saco de dormir estaba caliente. El saco continuaba en la tienda. Al menos eso suponía. Sus ropas yacían al lado, igual que el fusil. Por la noche lo había trasladado a la tienda, eso lo sabía con absoluta certeza.
Se puso una camiseta y un pantalón, calcetines, botas y jersey, apresurándose a sacar la cabeza por el cuello.
Se dirigió hacia la motocicleta. Reparó en el acto en que la llave de la gasolina estaba abierta. En el mejor de los casos eso significaba que su máquina no se pondría en marcha antes de pisar diez o quince veces el pedal de arranque. Ya de niño olvidaba a veces cerrar la llave.
Inspeccionó los alrededores en busca de huellas. No las halló. Y tampoco marcas de zapatos extraños o ruedas en la pradera, ni tallos de hierba aplastados, ni el menor cambio a su alrededor. Alzó la vista al cielo. El tiempo había cambiado de improviso. El aire llevaba la humedad de finales de otoño. La niebla que yacía sobre la pradera parecía espesarse cada vez más.
– ¿Hola?
Gritó en dirección al aparcamiento, luego hacia la pradera. Corrió hasta la orilla y gritó a pleno pulmón por encima del lago.
– ¡Eeeeeh!
No había eco. La niebla se tragaba cualquier sonido.
Jonas no lograba distinguir la otra orilla. Lanzó al agua una piedra, que se hundió con un denso chapoteo. Indeciso, caminó pesadamente bajo los árboles de la orilla. Miró hacia su tienda. Al alquiler de botes, sobre cuyo tejado ondeaba un gallardete. Hacia el lago. Empezó a chispear. Al principio le pareció un calabobos, pero después notó que las gotas se espesaban. Miró hacia el alquiler de botes. Ya apenas se vislumbraba el embarcadero. La niebla iba envolviendo poco a poco el paisaje.
Comenzó a empaquetar la mochila sin perder de vista ni un segundo la tienda de campaña. La parte inferior estaba mojada. Introdujo la mano mascullando una maldición. Para su desgracia, el segundo jersey estaba abajo del todo. Se había filtrado humedad. Se preguntó de dónde venía. No podía deberse exclusivamente al rocío y la lluvia. Y él no había derramado nada.
Lo olfateó. No desprendía olor alguno.
Cuando montó en la motocicleta, la niebla se había tragado los árboles de la orilla. Tampoco se divisaba ya el mesón. La mancha clara en el aparcamiento, suponía Jonas, era el Opel del que había sacado la colchoneta hinchable.
Pisó el pedal de arranque hasta que un sudor frío cubrió su frente. El motor se había ahogado en gasolina. Jonas saltó como loco encima del pedal, resbaló y volcó con la motocicleta. La levantó para intentarlo de nuevo. La lluvia arreciaba. Las ruedas resbalaban sobre la hierba empapada. Jonas estaba envuelto en la niebla. A pocos metros de él la lluvia crepitaba sobre la tienda. Ya no veía lo que había detrás. Se limpió la cara con la mano.
Mientras pisaba con obstinación el pedal de arranque y su corazón latía cada vez más fuerte, pensaba en una salida. Sólo le venía a la mente el Opel, pero no había visto la llave. Barajó la idea de empujar la motocicleta hasta una pendiente para bajar rodando y después embragar la marcha, lo que ofrecía ciertas posibilidades de arrancar el motor. Pero no descubrió ningún lugar adecuado cerca. Desde su posición la pradera descendía en dirección a la orilla, pero la pendiente era demasiado débil.
Finalmente el motor comenzó a rugir. Una sensación de felicidad y gratitud invadió a Jonas. Rápidamente aceleró al ralentí. Sonó fuerte y seguro. Pero no apartó la mano del manillar para que el motor no volviera a apagarse. Tenía que realizar un número acrobático para atarse la mochila. Mientras tanto se echó el fusil al hombro. Sintió un estremecimiento de dolor cuando la correa descargó todo el peso sobre su hombro.
Parpadeó mirando a todas partes en medio de la lluvia para comprobar si se había dejado algo. Solamente quedaba la tienda con el saco de dormir dentro, aunque la vista terminaba en los palos de la tienda.
Viró, avanzó veinte metros hacia las casetas y torció de nuevo. Ya no se distinguía la tienda. Tenía que seguir la huella de sus ruedas.
Aceleró con precaución. La rueda trasera arrancó y se adhirió al suelo. Jonas aumentó la velocidad. Al divisar la tienda, se dirigió hacia ella.
El ruido del choque sonó muy apagado. Las estacas de la tienda arrancadas del suelo volaron alrededor de sus orejas. Una esquina del toldo se enredó en el apoyapiés de la moto y fue arrastrado unos metros. Le costó evitar caerse en la hierba resbaladiza. Cuando dominó la motocicleta, frenó.
Miró hacia atrás. La niebla era tan espesa que no se veía la tienda. Hasta las huellas de las ruedas se disolvían en la lluvia, tan deprisa que podía ver cómo se desvanecían poco a poco hasta convertirse apenas en un vislumbre. Se limpió el rostro con la manga de la chaqueta. Olió brevemente el aroma que emanaba del cuero mojado.
Regresó junto a la tienda. No estaba allí. Cruzó de un lado a otro, sin encontrar nada. Ahora ya no sabía bien en qué lugar de la pradera se encontraba. Según su recuerdo, el alquiler de botes debía de estar a su espalda, el aparcamiento a su derecha, su tienda desaparecida enfrente a la izquierda. Condujo en dirección al aparcamiento. Para su asombro las casetas para cambiarse surgieron de entre la niebla. Al menos ahora sabía dónde estaba. Encontró el aparcamiento sin dificultad. No vio el Opel. Siguió las flechas pintadas en el asfalto que señalaban el camino hacia la carretera nacional.
Encogió la cabeza y arqueó la espalda como un gato. Tenía la impresión de que una mano estaba a punto de agarrarle por el hombro. La sensación se disipó cuando disminuyó la niebla. Pronto percibió los árboles al borde de la carretera y también las pensiones adornadas con flores ante las que pasaba.
Pensó en procurarse ropa limpia en una de las casas, quizá incluso un impermeable. También necesitaba una ducha caliente. Y deprisa, si no quería acatarrarse. Pero algo lo obligaba a apretar el acelerador.
En el pueblo de Attersee entró en un sencillo café emplazado en una bocacalle. En lugar de aparcar la motocicleta delante del edificio la arrastró, apoyándola contra un banco acolchado. Si realmente alguien lo seguía, perdería su rastro.
Tras prepararse un té, se situó junto a la ventana con la taza humeante en la mano. Se ocultó tras una cortina para que no pudieran descubrirlo desde el exterior. Soplando en la taza, clavó los ojos en un charco que ocupaba toda la calle y que la lluvia que no mermaba transformaba en unas aguas espumeantes. Apenas notaba la nariz y las orejas. Estaba empapado hasta los calzoncillos. Debajo de él, sobre la alfombra, se iba extendiendo poco a poco una mancha de agua. Tiritaba, pero no se movió del sitio.
Se preparó otra taza. Registró el cuarto trasero, agobiante y estrecho, que parecía haber servido de cocina, en busca de algo comestible. Encontró unas latas de conserva. Calentó dos en una cazuela no demasiado limpia colocada sobre un hornillo portátil. Comió con avidez. Al finalizar volvió a ocupar su lugar junto a la ventana.
Cuando se incorporó, el reloj que había junto a la vitrina de los vasos marcaba el mediodía. Por una puerta señalizada que conducía a los servicios, accedió a una escalera estrecha. La vivienda del piso de arriba estaba abierta. Comenzó a buscar ropa adecuada. Evidentemente la había habitado una mujer sola. Bajó la escalera con las manos vacías.
Después de dejar en la pizarra del menú una nota con la fecha, abrió la puerta del café, encendió la moto y se incorporó a la carretera. La lluvia golpeaba su rostro. Miró a izquierda y derecha. Nada se movía, salvo la lluvia clavándose en los charcos.
En la tienda de deportes cogió un casco para protegerse de los peligros del trayecto y sobre todo de las inclemencias del tiempo. También se puso una protección contra la lluvia de cuerpo entero de plástico transparente. Esto no eliminó los daños ya causados, de modo que estuvo a punto de meterse en otras viviendas para librarse de la ropa mojada. Sin embargo su deseo de largarse de aquellos parajes fue más fuerte.
En el pasado también había vivido días igual de solitarios. Llovía sin parar, la niebla estaba suspendida sobre los campos, sobre las calles, entre las casas, hacía demasiado frío para esa estación del año. Nadie salía por su propia voluntad. Había amado esos días cuando permanecía tumbado en casa bien calentito delante del televisor, y le ponían de mal humor cuando una suerte adversa le obligaba a salir a la calle. Pero en esa región, con las montañas, las severas coniferas, los hoteles abandonados y los parques infantiles vacíos, tenía la sensación de que el paisaje intentaba atraparlo. Y de que si no se apresuraba, sería incapaz de marcharse de allí.
Viajaba a toda velocidad por la carretera federal. Sentía un frío tan intenso que recitó todos los versos infantiles que recordaba con el fin de distraerse. Pronto no le bastó con declamar, y empezó a cantar y a vociferar. A menudo los escalofríos ahogaban la voz en su garganta y profería un graznido. Saltaba rítmicamente sobre el sillín. Se sentía febril.
En ese estado llegó a Attnang-Puchheim y se abalanzó hacia el primer edificio con que se topó. Todas las viviendas estaban cerradas. Probó con un chalé. Tampoco tuvo suerte. Empapado, empujó la puerta cerrada. Era de madera maciza y la cerradura, nueva.
A pesar de que las ventanas estaban muy altas, levantó el cañón del fusil para romper los cristales a tiros. En ese momento descubrió al otro lado de la calle una casa baja sin ventanas. Corrió hacia ella sin preocuparse de los charcos. La puerta de entrada estaba detrás.
Apretó el picaporte. Estaba abierta. Murmuró unas palabras de gratitud.
Sin mirar a izquierda ni a derecha, corrió al cuarto de baño y dejó correr el agua caliente en la bañera. Después se arrancó las ropas, tan empapadas que aterrizaron con un sonoro chasquido sobre los baldosines. Se envolvió en una toalla. Confiaba en encontrar ropa de hombre.
Una casa sombría. Sólo la fachada norte tenía ventanas orientadas a un jardín cubierto de malas hierbas. Pulsó todos los interruptores de la luz con que se topó. Muchos no funcionaban.
Mientras del cuarto de baño salía el rumor del agua, puso patas arriba la cocina buscando bolsas de té. Revolvió los armarios, vació los cajones en el suelo, pero sólo encontró cosas inútiles como canela, vainilla en polvo, cacao, almendra picada. El estante más grande estaba repleto hasta el último rincón de moldes de cocina. Los moradores parecían haberse alimentado exclusivamente de productos de pastelería.
En un estante que al principio le había pasado desapercibido halló un paquete de calditos. Habría preferido té. Puso a calentar agua y cuando borboteó, desmigajó cinco cubitos en la cazuela.
En el cuarto de baño le esperaba una montaña de espuma. Cerró el grifo. Colocó la cazuela de sopa sobre una bayeta mojada al borde de la bañera. Tras despojarse de la toalla, se metió en el agua. Estaba tan caliente que apretó los dientes.
Miró al techo.
La espuma murmuraba a su alrededor.
Doblando las rodillas, deslizó la cabeza debajo del agua. Se frotó el pelo varias veces, volvió a emerger. Inmediatamente abrió los ojos, atisbando en todas direcciones. Liberó las orejas y escuchó con atención. Ni el menor cambio. Se reclinó hacia atrás.
De pequeño le gustaba bañarse. En Hollandstrasse no había bañera, de manera que sólo disfrutaba de ese placer en casa de tía Lena y tío Reinhard. Desde fuera llegaban los sonidos que hacía su tía al recoger la vajilla, y él estaba en una bañera de un blanco radiante oliendo numerosas y aromáticas pompas de jabón. Todo le resultaba familiar, incluso las etiquetas reblandecidas de las botellas de champú las reconocía de vez en cuando y las consideraba amigas. Pero lo que más le gustaba era la espuma, los millones de diminutas pompas de colores relucientes. Era lo más hermoso que había visto en su vida. Aún recordaba que, en lugar de ocuparse de los patos de plástico y los barquitos, había dirigido una mirada soñadora a la espuma, invadido por un deseo enigmático: así, creía él, sería el Niño Jesús.
Allí había vivido un hombre rechoncho.
Jonas se contempló con las ropas de domingo del propietario de la casa en el espejo del armario del que había sacado la camisa y el pantalón. Esta última prenda le estaba ancha de cintura, y terminaba un palmo por encima de sus tobillos. No halló en parte alguna un cinturón. Se sujetó el pantalón a las caderas con cinta adhesiva negra. Raspaba. La camisa no menos. Además, ambas prendas olían a ramas viejas.
En el recibidor débilmente iluminado recorrió la galería de cuadros a la que antes no había prestado la menor atención. Ninguno de los cuadros era mayor que un cuaderno escolar. Los más pequeños tenían el tamaño de una postal. Bajo los marcos de madera excesivamente rebuscados habían garabateado algo a lápiz sobre el papel pintado, al parecer el título. Al igual que los temas, tampoco eran comprensibles a primera vista. Una masa oscura se titulaba Hígado. Un doble tubo de material desconocido, Pulmón. Dos palos cruzados, Otoño. Bajo el rostro de un hombre que creyó conocido, se leía: Carne de suelo.
Entre las obras de arte colgaba un listón con llaves. Una parecía la de un coche. Jonas se dijo que tenía que regresar con la DS si quería ser coherente con el espíritu de la empresa. Se dio golpecitos en la frente con el dedo. La excursión había sido una idea disparatada, y había llegado el momento de reconocerlo.
Recorrió los coches aparcados en la calle guarecido bajo un paraguas que olía a bosque. Después de haber probado tres veces la llave sin éxito, pensó en el modo de acortar la búsqueda. ¿Qué coche conduciría el propietario de esa casa? ¿Un Volkswagen o un Fiat? Seguro que no. Los hombres que vivían como ese gordo enano conducían o bien coches pequeños y compactos o vehículos cómodos.
Atisbo en todas direcciones. Reparó en un Mercedes, pero se trataba de un modelo demasiado nuevo. Un 220 diesel de los años setenta habría encajado en el caso.
Un todoterreno oscuro, discreto. No demasiado grande, con tracción a las cuatro ruedas.
Jonas cruzó la calle. Introdujo la llave. El motor se encendió en el acto. Puso la calefacción al máximo, regulándola para que saliese por los pies. Tendría que conducir descalzo. Las zapatillas que se había puesto eran cuatro números más pequeñas y tenía empapados sus zapatos.
Retrocedió para recoger sus pertenencias sin apagar el motor. Como le interesaba la identidad de su anfitrión, buscó un letrero en la puerta. Al no encontrarlo, revolvió en el papel usado en busca de facturas, recibos, cartas. No halló nada. No encontró en toda la casa el menor dato sobre la identidad del propietario.