14

¿De verdad no existía ninguna posibilidad de llegar a Inglaterra?

Fue lo primero que le pasó por la cabeza nada más despertar. ¿Era posible alcanzar la isla británica desde el continente?

Unas imágenes tomaron forma en su mente. Lanchas motoras. Veleros. Yates. Helicópteros. Con él dentro.

Se incorporó en la cama y miró apresuradamente a su alrededor. La cámara estaba en su sitio. Evidentemente había grabado. En la estancia no se apreciaba cambio alguno. Se acercó al espejo, se levantó la camiseta y se giró a derecha e izquierda. Estuvo a punto de dislocarse los hombros para contemplarse la espalda. También inspeccionó las plantas de sus pies. Adelantó el mentón y sacó la lengua.

Antes de preparar el desayuno, examinó toda la casa en busca de sorpresas. No halló nada sospechoso.

Se sentía más fresco que el día anterior. Ya no tenía la nariz atascada, ni la garganta irritada, y la tos casi había desaparecido. Le asombraba tan rápido restablecimiento. Su sistema inmunológico parecía funcionar bien.

Durante el desayuno comenzó a recordar poco a poco el sueño de la noche anterior. Tomó lápiz y cuaderno de notas para describirlo al menos a grandes rasgos.

Había llegado a una cueva inundada de una luz roja oscura en la que no se veía más allá de unos metros. Había otras personas a su alrededor, pero no lo veían y él no podía comunicarse con ellos. La cueva bordeaba una roca. Consistía en un cubo de treinta metros de altura y de la misma anchura en todos los lados. El pasadizo que rodeaba el cubo tenía dos metros de anchura.

Subió por una escala de cuerda. Arriba lo esperaba una meseta. El techo de la cueva estaba a unos siete metros por encima. Los focos colocados en él irradiaban una luz roja mortecina.

Divisó tres cuerpos sobre la meseta. Una parejita joven a un lado, un hombre joven al otro. Reconoció a los tres. Había ido con ellos al colegio. Debían llevar años muertos, pues tenían un aspecto espantoso. A pesar de ser esqueletos, tenían rostro. Un rostro desencajado y miembros contraídos. Tenían la boca abierta, los ojos salidos de sus órbitas y las piernas retorcidas. Pero eran esqueletos.

El hombre solo era Marc, que durante cuatro años se había sentado a su lado en el colegio. Pero la cara no era la suya. Jonas la conocía, pero ignoraba a quién pertenecía.

Ninguno de los policías y enfermeros que deambulaban por allí hablaba con él y él tampoco era capaz de dirigirles la palabra. De un modo enigmático, mudo, se enteró de que los tres habían sido envenenados o se habían envenenado a sí mismos con raticida. La estricnina provocaba horribles convulsiones y un final atroz.

Hacía calor en ese cubo de roca encerrado en la cueva. Calor y silencio. Sólo de vez en cuando se oía un ruido. Como si el viento agitase un toldo de plástico.

Y los cadáveres estaban allí.

Los rostros de los muertos aparecieron de repente justo delante de él. Al instante siguiente dejó de verlos.

Comprendió que eso tenía algo que ver con él. Allí había algo oculto. Raticida, cueva, anotó. Laura, Robert, Marc muertos. Rostro de Marc desconocido. Convulsiones, descomposición. Silencio. Luz roja. Una torre. Presentimiento: en pared rocosa bestia lobuna emparedada. Detrás lo peor de lo peor.

Al final de la manzana en el quinto piso halló una vivienda abierta que le pareció adecuada. La vista desde el balcón era ideal, allí podía colocar incluso dos cámaras. Anotó la dirección y marcó el lugar en el plano de la ciudad.

Al puente Heiligenstädter le asignó otras dos cámaras. Una debía filmar Brigittenauer Lände; la segunda, al otro lado, recogería el puente mismo y la salida hacia Heiligenstädter Lände. Si instalaba otra en Döblinger Steg que filmase el puente, no sólo completaría las tomas sino que obtendría también imágenes interesantes, y en esa zona sólo tenía que utilizar una única vivienda ajena.

Spittelauer Lände, Rossauer Lände, Franz-Josef-Kai, Schwedenplatz. Con el coche parado en las vías del tranvía, anotó allí la decimotercera cámara en su plano. Eso significaba que era hora de dedicarse a la otra orilla del canal.

Se volvió a la velocidad del rayo.

Soplaba el viento. El follaje de los árboles susurraba junto a los puestos de salchichas.

La plaza estaba inmóvil. El escaparate de la farmacia, oscuro. La heladería. La bajada a la estación de metro. La calle Rotenturm.

Giró en redondo. Inmovilidad por doquier. Habría jurado que había oído un ruido indefinido. Producido por alguien.

Simuló que escribía en su cuaderno de notas. Mientras giraba los ojos a derecha e izquierda hasta que le dolieron, vigiló con la cabeza gacha, esperando por si se repetía el ruido. Se volvió de repente una vez más.

Nada.

Cruzó el canal del Danubio. Reservaba la cámara 14 para el cruce del puente Schwedenbrücke con Obere Donaustrasse. En la esquina con Untere Augartenstrasse inspeccionó un edificio con el fin de aprovechar una vez más una posición más elevada para la cámara. Encontró dos pisos abiertos. Optó por el de arriba. Apenas contenía muebles y sus pasos por el viejo parqué resonaban por las habitaciones.

El trayecto llevaba desde Obere Donaustrasse hasta la plaza Gaussplatz y desde allí hasta la calle Klosterneuburger, que desembocaba en Brigittenauer Lände. La penúltima cámara debía filmar desde el norte el cruce de la calle Klosterneuburger con Adalbert Stifter. La última era al mismo tiempo la cámara 1: la instalaría en Brigittenauer Lände, a cincuenta metros de la puerta de su edificio, dirigida al puente Heiligenstädter.

Cerró el cuaderno de notas. Tenía hambre. Dio unos pasos hacia la puerta del edificio y se volvió de nuevo.

Algo le inquietaba.

Subió al coche y bloqueó las puertas.


Al pasar con el automóvil observó que la puerta de un edificio estaba abierta. Dio marcha atrás. Era la entrada del Hotel Haas de Margaretenstrasse.

– ¡Salga de ahí!

Esperó un minuto, mientras intentaba memorizar los detalles de la calle.

Entró en el hotel, escudriñando las estancias. Al mismo tiempo recordó que había estado allí una vez, con Marie. Años antes. La comida no fue nada del otro mundo y el comedor estaba abarrotado. En la mesa vecina los molestó una ronda de borrachos aficionados a las carreras de caballos con mucho oro en cuello y muñecas que discutían a voz en grito las posibilidades de diferentes caballos, a la vez que uno intentaba impresionar a los demás alardeando de sus conocidos de postín.

Un amigo interesado por la cinología había explicado a Jonas una vez por qué algún perro pequeño se abalanzaba contra congéneres mucho más fuertes a despecho del riesgo. Eso estaba motivado por la degeneración. La raza del perro había sido antaño de mucha más corpulencia. En la conciencia del animal aún no había arraigado que ya no medía noventa centímetros de alzada. El pequeño perro creía en cierto modo que era tan grande como el otro, y lo atacaba sin miedo a la derrota.

Jonas no había averiguado si esta teoría se basaba en conocimientos científicos o si su amigo desbarraba. Pero una intuición fugaz pasó por su mente: a los austríacos les sucedía exactamente lo mismo que a esos perros.


Mientras vagaba por la vivienda medio vacía, le entraron ganas de seguir trabajando. Se sentía bien, no tenía molestias, nada lo desaconsejaba.

Sacó el carro del camión. Comenzó por las piezas más ligeras. Un baúl de ropa, una lámpara de pie, la última estantería que quedaba. Avanzaba con rapidez. Sudaba, pero su aliento apenas se aceleraba más de lo habitual. Secadora, televisión, mesita baja, mesillas de noche, todo desapareció poco a poco en el camión. Al final ya sólo quedaban la cama y el armario ropero.

Contempló el armario, apoyado en la pared con los brazos cruzados. Tenía muchos recuerdos vinculados a ese mueble. Conocía el crujido que se oía al abrir la hoja izquierda de la puerta, y que recorría toda una escala de arriba abajo. Sabía cómo olía su interior. A cuero, a ropa limpia. A sus progenitores. A su padre. Durante años, cuando estaba enfermo, permanecía toda la jornada en el sofá al lado de ese armario, porque su madre no quería ir al dormitorio a llevarle tisanas y tostadas. Seguro que aún se podían descubrir huellas de aquella época.

La lámpara del techo tenía una bombilla de bajo consumo. La luz era demasiado sombría como para distinguir algo. Sacó la linterna e iluminó la pared lateral del armario. Se distinguieron claramente las incisiones en la madera clara. Cifras y letras angulosas, grabadas con una navaja.

8-4-1977. Dolor de tripa. Sombrero mamá. Amarillo. 22-11-1978. 23-11-1978. Gripe. Tisana. Regalo coche Fittipaldi. 12-6-1979. 13-6-1979. 15-6-1979. 21-2-1980. Saltos de esquí.

Figuraban una docena de fechas más, algunas provistas de comentarios, otras sin explicación alguna. Se asombró de que su padre no hubiera eliminado esas inscripciones. A lo mejor no las había visto, o quizá temiese los gastos de la restauración. Nunca le había gustado gastar dinero.

Jonas intentó ponerse en la piel del niño que era entonces.

Yacía allí. Aburrido. No le permitían leer, porque era fatigoso. Ni ver la televisión, porque el televisor emitía radiaciones a las que no debía exponerse un niño necesitado de cuidados. Yacía allí con sus Lego y las canicas y la navaja y otras cosas sensacionales que había que ocultar a los ojos de mamá. Tenía que entretenerse, así que muchas veces jugaba a la balsa. Un juego que era también su salvación durante las tardes lluviosas cuando estaba sano. La balsa era una mesa puesta del revés. Si estaba con fiebre junto al armario, era la cama.

Flotaba en el mar. Hacía sol y calor. Se dirigía a lugares prometedores, en los que le esperaban aventuras que correr y amistades que trabar con grandes héroes. Pero necesitaba provisiones para el viaje, de modo que recorría la casa con mil pretextos y birlaba del cajón de las golosinas chicle, caramelos y galletas, conseguía con ruegos rebanadas de pan, hurtaba en las narices de mamá una botella de limonada y regresaba a la balsa con su botín.

Volvía a hacerse a la mar. El tiempo seguía siendo soleado y cálido. Las olas sacudían la balsa de un lado a otro, y él tenía que acercar sus pertenencias para que el agua salada no las empapara.

Hacía otra escala, porque América estaba muy lejos y las provisiones escaseaban. Necesitaba libros. Cómics. Papel y lápiz para escribir y dibujar. Y ponerse más ropa. Necesitaba distintos objetos útiles que se guardaban en los cajones de papá. Un compás. Prismáticos. Una baraja con la que arrebataría el dinero a los malos. Una navaja que impresionaría al mismo Sandokán. Además tenía que tener preparado un regalo para sellar su amistad con su anfitrión, el Tigre de Malasia. El collar de perlas de mamá podía cambiarlo con los nativos.

Necesitaba un montón de cosas, y no quedó satisfecho con su equipo hasta que en la cama apenas había sitio, repleta de mantas, cucharones y pinzas de ropa. La idea de haber reunido todo lo necesario para sobrevivir le provocaba una sensación muy grata. No necesitaba ninguna ayuda externa. Lo tenía todo.

Entonces aparecía mamá a echar un vistazo y se asombraba de que hubiese logrado acumular tantos objetos prohibidos en tan poco tiempo. Le permitía conservar algunos tras una prolongada súplica, y así la balsa volvía a hacerse a la mar, aligerada de algunos tesoros por el Corsario Negro.

Jonas sacudió el armario, pero apenas lo movió. Le costaría grandes esfuerzos transportar fuera el mueble. Tendría que darle la vuelta, porque tenía patas y no podría utilizar el carrito en la posición normal.

8-4-1977. Dolor de tripa.

El 8 de abril de hacía casi treinta años había permanecido al lado de ese armario, aquejado de dolor de tripa. No recordaba el día, ni los dolores. Pero esos signos torpes eran suyos. En el preciso momento en que grababa esa D, esa O, esa T, se sentía mal. Él, Jonas, se había sentido así. Y no había tenido ni idea del porvenir. No había sabido nada de los exámenes de los cursos superiores, ni de la primera novia, de la motocicleta, del fin del colegio, de ganar dinero. Ni de Marie. Había cambiado, se había convertido en adulto, en una persona completamente distinta. Pero la escritura seguía allí. Y cuando contemplaba esos signos veía el tiempo congelado.

El 4 de marzo de 1979 había tenido gripe y le habían obligado a tomar té, que por entonces no le gustaba. En Yugoslavia aún vivía Tito, en Estados Unidos era presidente Carter, en la Unión Soviética mandaba Breznev, y él yacía griposo al lado del armario sin conocer las implicaciones de que Carter estuviera en el poder o Tito muriese pronto. A él le preocupaba su nuevo coche de juguete, uno negro con el número I, y Breznev no existía para él.

Cuando había tallado esos signos aún vivía la tripulación del Challenger, a la que esperaba en el futuro un aciago destino, el Papa era nuevo e ignoraba que Ali Agca le dispararía pronto, y aún no había comenzado la guerra de las Malvinas. Cuando él había escrito eso, no sabía nada de lo que se avecinaba. Y los demás, tampoco.

En el edificio resonó el traqueteo de las ruedas del carro sobre el suelo de piedra. Se detuvo, a la escucha. Recordó la sensación de que algo no iba bien, que le había inquietado en Brigittenauer Lände, y de que le espiaban desde el Hotel Haas. Dejando carro y armario, salió corriendo a la calle.

– ¡Hola!

Tocó la bocina del camión como un staccato. Atisbo en todas direcciones y alzó la vista hacia las ventanas.

– ¡Salga! ¡Inmediatamente!

Aguardó unos minutos. Simulando ensimismamiento, caminó despacio de un lado a otro, las manos en los bolsillos de los pantalones, silbando suavemente. De vez en cuando se volvía y se quedaba inmóvil, mirando y escuchando.

Reanudó el trabajo. Empujó fuera el carro, y poco después el armario estuvo en la caja del camión. Ya sólo faltaba la cama. Pero por ese día bastaba.


En el angosto pasillo del sótano le molestaba algo. Se detuvo. Miró a su alrededor, sin reparar en nada raro. Se tomó tiempo para concentrarse. No supo de qué se trataba.

Fue al trastero de su padre. Carraspeó con voz grave. Abrió la puerta tan bruscamente que chocó contra la pared. Rió con rudeza, miró por encima del hombro y sacudió el puño.

Una foto suya con la señora Bender. Riendo, rodeándola con el brazo por detrás, él sentado en su regazo. Ella fumaba un cigarrillo. Sobre la mesa había un vaso de vino junto a un jarrón con flores mustias y la botella.

No recordaba que ella bebiera. Seguramente un niño no se percataba de esas cosas. La fotografía no respondía a la imagen que conservaba de ella. La recordaba como una dama anciana, amable, lógicamente arreglada. La mirada de la mujer de la foto no era amable, sino inexpresiva. Tampoco parecía muy arreglada, y él se imaginaba a una dama muy distinta. La señora Bender parecía una bruja miserable. Pero él la había querido entonces y la quería ahora.

Hola, vieja amiga, pensó. Tan lejana…

Al contemplar la foto polvorienta recordó la afición más arraigada de su vecina: sostener un péndulo encima de fotografías, preferiblemente de la época de la guerra, para ver si alguien vivía aún, mientras relataba a Jonas la historia del personaje en cuestión.

Cerró los ojos, presionó el índice contra la raíz de la nariz. Una oscilación recta significaba vivo, una circular, muerto. ¿O era al revés? No, era así.

Se quitó del dedo el anillo que le había regalado Marie y abrió el cierre de la cadena de plata que llevaba al cuello. Enhebró el anillo e intentó volver a cerrar el mecanismo, tarea difícil para sus dedos temblorosos. Al fin lo consiguió.

Apiló unas cuantas cajas formando un pupitre. Encendió la linterna y la colgó del gancho de la pared. Colocó la foto sobre la caja más alta y estiró el brazo. La cadena con el anillo se bamboleó encima de su rostro en la foto. El brazo se movía demasiado, tuvo que apoyarlo.

El anillo permanecía inmóvil en el aire.

Comenzó una ligera oscilación.

Cobró fuerza.

El anillo oscilaba hacia delante y hacia atrás, formando una línea recta.

Jonas echó un vistazo a su alrededor. Salió al pasillo. El grueso cono de polvo que bailoteaba delante de la lámpara proyectaba una sombra inquietante. Se oía el incesante goteo del grifo. Había un intenso olor a material de aislamiento. El del gasoil, por el contrario, se había disipado.

– Sal ahora -aconsejó con voz suave.

Aguardó un momento, después regresó al trastero. Volvió a sostener la mano sobre la foto, esta vez sobre el rostro de la señora Bender. Apoyó el codo en la caja y se sujetó el antebrazo con la mano libre.

El anillo se quedó inmóvil sobre la foto. Luego comenzó a temblar, a oscilar, cada vez con más fuerza. Describió un círculo, fácilmente reconocible.

Con cuánta frecuencia había hecho lo mismo la señora Bender. Con cuánta frecuencia había contemplado las fotos y descubierto muertos mediante el péndulo. Y ahora él la imitaba encima de una foto suya. Sin embargo, ella no estaba a su lado, pues llevaba más de quince años muerta.

Introduciendo la mano en una de las cajas, sacó un puñado de fotos: él con una cartera de escolar. Con un patinete. Con una raqueta de bádminton en un prado. Con compañeros de juegos.

Contempló la imagen. Cuatro niños, uno de ellos Jonas, jugando en el patio trasero donde ahora estaban los trastos de la familia Kästner. Había palos clavados en la tierra, una pequeña pelota de colores y al fondo un barreño de plástico lleno de agua en la que flotaban objetos.

Colocó la foto encima de su pupitre. Extendió el brazo, sosteniendo la cadena sobre la imagen de su rostro. Comenzó una ligera oscilación. Adelante, atrás. Sostuvo el anillo encima de Leonhard, uno de los chicos.

Clavó sus ojos en la cadena.

La luz del pasillo se apagó. El resplandor de la linterna iluminaba débilmente el pupitre. Cerró los ojos, intentando mantener la calma.

El anillo no osciló.

Retiró la mano. Sacudió el brazo para desentumecerlo. Descolgó la linterna del gancho, agarró el fusil y salió al pasillo con paso decidido.

– ¡Eh, eh! -gritó-. ¡Eh, eh, eh!

Encendió la luz del pasillo. Giró en círculo y se detuvo unos segundos antes de regresar al trastero.

Repitió la prueba encima de sí mismo: oscilaba. Encima de Leonhard… nada.

Mantuvo la cadena encima del tercer niño. Mientras esperaba, cavilaba intentando recordar su nombre.

El anillo permanecía inmóvil.

Todo esto es un disparate, pensó.

Manipuló con los dedos el cierre de la cadena para sacar el anillo. Obedeciendo a un impulso, estiró el brazo de nuevo. Sostuvo la cadena sobre la imagen del cuarto niño, Ingo.

El anillo tembló y comenzó a oscilar.

A girar en círculo.

Jonas volvió a realizar las cuatro pruebas. Encima de su imagen, el anillo oscilaba de delante atrás, encima de Ingo giraba, encima de Leonhard y del niño sin nombre permanecía inmóvil.

Jonas apartó la foto y cogió el montón que había depositado al borde de su pupitre de cajas.

Él en bañador en el patio trasero. Con una copa que seguro que no había ganado. Con dos palos de esquí. Delante de una gigantesca valla publicitaria de Coca-Cola. Con mamá delante de la entrada de su colegio.

Colocó la foto sobre el pupitre. Estiró el brazo, manteniendo la cadena sobre su propia imagen.

El anillo describió un breve círculo, seguramente porque Jonas no había mantenido el brazo lo bastante quieto, pero después pasó a la acostumbrada oscilación adelante y atrás.

Colocó el brazo sobre el rostro de su madre.

Inmovilidad, después giros.

Fotos suyas con mamá, otras con balón de fútbol, con tomahawk y plumas de indio. De mamá sola, de mamá con ropa de excursionista. De su abuela, fallecida en 1982. De dos hombres que no recordaba.

Sostuvo el péndulo sobre las figuras. El anillo giró en ambas ocasiones. También sobre la imagen de su abuela.

Fotos de Kanzelstein. Él con su madre en el jardín buscando acederas. Con arco y flechas por los campos. Al volante del Volkswagen escarabajo del tío Reinhard. Jugando al pimpón en una mesa que le llegaba al pecho.

Por fin una foto con un hombre cuya cabeza estaba cortada en el borde superior. La depositó sobre el pupitre.

El anillo osciló adelante y atrás sobre la reproducción de su propio rostro.

Se quedó inmóvil encima de la imagen del hombre que estaba a su lado.

A lo mejor eso se debía a que no estaba reproducida la cabeza. Jonas rebuscó aprisa en el montón hasta encontrar una foto que también mostraba la cara de su padre. Repitió el intento.

El anillo se quedó quieto.


Jonas se hundió en el colchón, agotado y hambriento. Extendió sobre sus pies la manta andrajosa que había cogido del camión. No había prestado atención a la hora y ya había oscurecido. Desde su excursión al lago Mondsee evitaba permanecer al aire libre por la noche. Y teniendo en cuenta la angustia que había percibido en Brigittenauer Lände, no albergaba el menor deseo de regresar a casa a esa hora.

Carraspeó. El eco resonó en la vivienda vacía.

– Sí, sí -dijo en voz alta, poniéndose de lado.

En el suelo, cubierto de recortes de papel y de tiras de cinta adhesiva arrugadas, recogió uno de los montones de fotos de la caja que había subido del sótano. Las fotografías estaban sin ordenar. Fotos de décadas diferentes estaban juntas, diez fotos en cinco escenarios diferentes. Tres fotos en color seguían a dos en blanco y negro; las siguientes volvían a ser de finales de los años cincuenta. En una tiraba de los barrotes de su corralito; en la siguiente recibía la confirmación.

Contempló una que, según rezaba la inscripción, había sido tomada una semana después de su nacimiento. Estaba tendido en la cama de sus padres. La misma que ocupaba ahora, tapado con una manta. Sólo se le veían la cabeza y las manos.

Ese calvorota había sido él.

Ésa era su nariz.

Ésas eran sus orejas.

Ese rostro contraído era el suyo.

Examinó las manos diminutas. Sostuvo la mano derecha delante de su rostro, vio la de la foto.

Era la misma.

La mano que veía en la foto aprendería a escribir con lápiz, después con estilográfica. La mano que estaba delante de su cara había aprendido a escribir hacía apenas treinta años con lápiz, después con estilográfica. La mano de la foto acariciaría en Kanzelstein a los gatos vagabundos de la vecina, recibiría el bastón de paseo del viejo tallista, sostendría naipes. La mano de delante de su cara había acariciado antaño a los gatos en Kanzelstein, recibido el bastón de paseo, sostenido naipes. La pequeña mano de la foto proyectaría un día mobiliario doméstico con compás y regla sobre hojas de papel, teclearía en un ordenador, daría fuego a alguien. La mano de delante de su cara había firmado contratos, movido piezas de ajedrez, cortado cebollas con un cuchillo.

La mano de la foto crecería, crecería, crecería.

La mano de delante de su cara había crecido.

Pataleó apartando la manta de los pies y se aproximó a la ventana. La iluminación de la calle no funcionaba. Tuvo que apretar la frente y la nariz contra el cristal para distinguir contornos en el exterior.

En la calle, delante del camión, estaba aparcado un Spider con la puerta del maletero abierta. No amenazaba lluvia.

Regresó de puntillas a la cama. Bajo sus pies desnudos la alfombra era áspera.

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